Empezaba a oscurecer cuando llegaron al bosque entre Helmsby y Metcombe, y al cabo de media hora más o menos Alan abandonó el sendero y giró hacia la izquierda. Miriam lo siguió, montada en la mansa yegua que le había comprado en Norwich. Llegaron a un pequeño calvero, con un roble solitario, más alto y viejo que los árboles que había alrededor, y apenas a cinco pasos de él un manantial que burbujeaba en una cubeta de gruesos guijarros, corría por encima del borde y se perdía entre los helechos.
Alan desmontó y ayudó a Miriam a bajar de la silla.
—En época pagana este era un lugar sagrado —explicó—. Todavía hoy los campesinos juran que la fuente tiene fuerzas curativas mágicas, y en mitad del verano o en el solsticio atan tiras de paño al roble y susurran sus deseos más secretos para que las hadas los oigan.
Cogió la manta que había colocado detrás de su silla, la extendió sobre el suelo y se arrodilló sobre ella. Miriam cogió la mano que le tendía, se arrodilló ante él, y luego se miraron a los ojos.
—¿Estamos aquí para solicitar la bendición de las hadas? —preguntó Miriam.
Alan sonrió.
—Probablemente son las únicas de las que podemos esperar una bendición. —El padre de Miriam había explicado que una boda judía era imposible, porque ningún rabino estaría dispuesto a oficiarla. Y aunque Alan probablemente hubiera podido encontrar a un sacerdote cristiano al que pudiera amedrentar lo suficiente con su espada para que los casara, no era eso lo que quería—. La ley dice que la bendición de la Iglesia no es imprescindible para cerrar un matrimonio. Basta con que los novios intercambien una promesa de matrimonio y… que a sus palabras les sigan los hechos.
—Y por eso estamos aquí.
—Por eso estamos aquí —confirmó Alan—. De modo que te pregunto, Miriam, hija de Josua, ¿quieres convertirte en mi mujer a pesar de que ante tu pueblo soy un infiel?
—Sí, quiero. ¿Y quieres tú, Alan de Lisieux de Helmsby, convertirte en mi esposo, a pesar de que ante tu pueblo soy una infiel y de que tu obispo se lanzará furioso contra ti?
—Será mejor que el obispo tome precauciones. Sí, quiero. —Alan le echó el pañuelo hacia atrás, hundió sus dedos en los negros cabellos de Miriam y dijo—: Así nos declaro, en la presencia de Dios, que es tanto el tuyo como el mío, marido y mujer.
Miriam inclinó la cabeza.
—Amén.
Alan contuvo la respiración un momento, medio esperando que la tierra se abriera bajo sus pies y se los tragara o que Dios los fulminara con un rayo para mostrarles su disgusto. Pero no sucedió nada. Solo tuvo que inclinar un poco la cabeza para alcanzar su boca, y cuando la pequeña lengua recibió a la suya, sintió un arrebato de pura felicidad. Porque ahora ya no estaba prohibido. Miriam era su mujer, y podía besarla sin la ardiente vergüenza que le había atormentado en su cita prohibida en el almacén de hierbas.
Miriam estaba un poco sofocada y un suave rubor cubría sus mejillas.
Alan le hizo pasar el amplio vestido por los hombros y tiró, un poco impaciente, de las mangas de la ropa interior. Cuando las dos prendas se hubieron deslizado hasta la cintura, acarició la piel blanca como la leche de sus hombros, inclinó la cabeza sobre sus pechos y chupó. Miriam dejó escapar un ruidito de estupefacción, y luego se dejó caer hacia atrás y le ayudó mientras él la desnudaba del todo. Solo dejó la cintita de hilos de algodón trenzados de su tobillo.
La visión de su mujer le dejó fascinado. Su delgado cuerpo de muchacha casi parecía resplandecer en la luz crepuscular. Alan se despojó de sus ropas y se tendió sobre su maravillosa esposa, que entrelazó los brazos sobre su nuca. Pero se contuvo, deslizó la mano entre sus muslos y frotó suavemente.
—¿Qué haces? —preguntó ella sobresaltada.
—Te preparo. Para que no te duela.
—¿Está… permitido esto?
—¿Te gusta?
—Es lo mejor que he sentido nunca.
—Entonces está permitido.
Continuó hasta que sus caderas empezaron a responder al ritmo de su mano. La besó, y cuando su respiración se volvió ronca, introdujo con cuidado su miembro entre los labios de su vulva. Miriam jadeó y le mordió en la lengua, pero el dolor no admitía comparación con el goce que se regalaban mutuamente por primera vez. Era como si sus cuerpos estuvieran hechos el uno para el otro. Alan inflamó a su esposa con suaves movimientos de balanceo hasta que su piel se puso ardiente, le aferró los antebrazos con sus pequeñas manos y alcanzó el éxtasis. Entonces él se retiró casi del todo y volvió a hundirse en ella, más rápido y más fuerte con cada golpe, y antes aún de que su último temblor se hubiera extinguido, se vació en ella.
Los dedos de la mano izquierda de Miriam bajaron por su columna y subieron de nuevo, mientras su mano derecha se posaba sobre su mejilla sin afeitar.
—Abre los ojos —susurró—. Quiero ver si son verdes o azules.
Sonriendo, hizo lo que le pedía.
Ella lo miró y suspiró.
—Sigo sin saberlo.
La besó en la frente.
—Ojos de hada, dice la gente aquí —murmuró.
—Tal vez por eso las hadas nos han aceptado en su fuente sagrada —supuso Miriam.
El día amaneció encapotado, y las nubes grises auguraban lluvia. Cuando llegaron al pueblo, nadie salió a recibirlos. A Alan no le pareció extraño, ya que era un día de trabajo y todos estaban en los campos para aprovechar las horas antes de que empezara a llover. Así que siguieron cabalgando en dirección al castillo. Alan devolvió el saludo a los guardias, pero ignoró las miradas curiosas que lanzaron a la mujer desconocida, extrañamente vestida, que lo acompañaba.
Lady Matilda tenía toda la sala casi para ella sola. Cuando oyó los pasos, levantó la mirada de la labor.
—Bienvenido a casa, Alan.
—Gracias —respondió él, y empujó a Miriam hacia delante—. Mi esposa, Miriam de Norwich. Miriam, esta es mi abuela, lady Matilda.
Matilda se levantó, sonrió y cogió un momento a Miriam de las manos.
—Entonces sé bienvenida tú también a Helmsby, hija mía.
—Gracias, madame.
—Tienes los mismos ojos de tu tío Ruben.
Miriam respiró hondo.
—Así que sabéis quién soy.
—Naturalmente.
—¿Estás sorprendida? —preguntó Alan.
—No demasiado, la verdad, muchacho. No después de lo que tu madre hizo. Y de lo que hice yo. Siempre intuí que encontrarías un modo de superarnos a las dos.
—Puedes estar segura de que esto es lo último en que he pensado.
Su abuela le guiñó un ojo a Miriam y señaló la mesa.
—Venid. Vamos a brindar por vuestra felicidad.
Alan observó con una mezcla de alivio y celos cómo Matilda le daba el brazo a Miriam y la conducía a la mesa.
—Explícame cómo convenció a tu padre. ¿O es que os habéis fugado?
Miriam sacudió la cabeza.
—Yo estaba segura de que tendríamos que hacerlo; pero de algún modo Alan consiguió convencerlo.
—Eso es debido a que lleva en sus venas sangre de reyes anglosajones, escoceses y normandos: fuerza para imponerse heredada de tres estirpes. O también podría decirse: falta de miramientos. Siempre consigue lo que quiere.
Alan estaba tras ella, recostado contra la chimenea.
—¿Ya has acabado?
Matilda lo miró.
—No me convencerás de que tenías en mente su felicidad y su seguridad cuando decidiste arrancarla de su mundo.
—Pues sí, en eso pensaba justamente. Y en todo caso, no te corresponde a ti juzgarlo. No sabes nada de ella, y en el fondo tampoco sabes nada de mí. Tú…
—Dejad de discutir —lo interrumpió Miriam en un tono tan tajante que abuela y nieto callaron perplejos por un instante antes de replicar al unísono:
—Siempre discutimos.
—Muy bien. Pero no por mi causa. —Miriam se volvió hacia Matilda—. Él ha conseguido lo que quería. Y yo he conseguido lo que quería. Sé apreciar vuestra preocupación por mí, madame; pero es superflua en este caso.
—De acuerdo, pues. Solo es que… Eres tan terriblemente joven, Miriam. Alan no siempre podrá estar a tu lado para darte su apoyo, y no siempre serás acogida con simpatía aquí.
Alan se acercó a su mujer por detrás y apoyó las manos sobre sus hombros.
—¿Crees que no lo sabíamos? Por eso esperaba que al menos tú estuvieras bien predispuesta hacia ella.
—Lo estoy —le aseguró lady Matilda—. Deberías llevar a tu mujer a la fiesta de la trilla el sábado, para que la gente pueda echarle una mirada y no haya rumores.
—Los campesinos seguirán a Guillaume, como de costumbre, y lo que él opine del asunto…
—¿De qué asunto? —llegó la voz del camarero desde la escalera, y un instante después apareció en la sala—. Bienvenido a casa, Alan.
—Gracias. Guillaume, esta es mi mujer, Miriam.
El camarero abrió mucho los ojos, se inclinó un poco torpemente ante la nueva señora de la casa y señaló:
—Realmente no se te puede reprochar que hayas hecho el remolón antes de volver a casarte, primo.
—Igual que a ti no se te puede reprochar un exceso de tacto —replicó Alan suspirando.
Guillaume le dedicó a la novia una desarmante sonrisa de arrepentimiento.
—No me digáis que no sabíais nada de su divorcio, mylady.
—Lo sabía —le tranquilizó ella—. Alan está demasiado preocupado por mis sentimientos.
—Apuesto a que eso pasará con el tiempo —opinó el camarero—. Miriam es un nombre muy bonito. ¿Es galés?
Ella sacudió la cabeza.
—Judío.
Los rasgos de Guillaume se petrificaron, y un casi imperceptible parpadeo reveló hasta qué punto le había sorprendido la noticia.
En el silencio que siguió, Alan dijo:
—Sabría apreciar que dieras la bienvenida a mi esposa, Guillaume.
Este se inclinó de nuevo ante Miriam, esta vez de un modo mucho más formal.
—Sed bienvenida a Helmsby, mylady. Espero que… viváis siempre horas felices aquí.
La bienvenida había sonado un poco seca. Miriam le dirigió una pequeña inclinación de cabeza.
—Os lo agradezco, monseigneur.
—Siéntate y bebe un vaso con nosotros a la salud de Alan y Miriam —le invitó lady Matilda—. Sé que estás sorprendido. Muchos lo estarán. Pero desengáñate, Guillaume, al final tu lealtad volverá a revelarse más fuerte que todos tus reparos. De modo que muéstrasela a Alan ahora que la necesita y haz ver al menos que apruebas este matrimonio. De este modo nos ahorrarías muchas preocupaciones, pues la gente de Helmsby hará lo que tú hagas. La dirección que tú marques hoy será decisiva.
Guillaume fue a buscar vasos para él y para Alan al anaquel, los llenó, se sentó junto a su primo, y se quedó mirando fijamente al vacío. Alan vio lo tensos que estaban sus rasgos y pudo adivinar lo que pasaba por su mente. Lo sabía muy bien porque el mismo cura les había inculcado la idea de que los judíos habían dado muerte a Jesucristo en la cruz, «porque son sanguinarios y malvados; todos son taimados, maliciosos y ávidos de riquezas; los judíos son crueles y están alejados de Dios…».
Alan sabía que era difícil no creer estas cosas después de haberlas oído tantas veces. Y además de boca de un clérigo cuya autoridad parecía estar por encima de toda duda.
—Guillaume —empezó en voz baja—, sé lo grande que es tu desconfianza; pero está basada en el desconocimiento. No todos los judíos son taimados y maliciosos. Al contrario, es una locura afirmar algo así. ¿No decían exactamente lo mismo los normandos en otro tiempo de los anglosajones? —Y le explicó lo que el padre de Miriam había hecho por sus compañeros, y sobre todo por él mismo.
Al final Guillaume levantó la mano izquierda para frenarle.
—Basta, primo. Me estás aturullando de tal modo que ya no sé en qué creo y en qué no.
Alan asintió con la cabeza.
—Eso es bueno.
El camarero bebió sin ganas de su vaso.
—No quiero pensar en todos los problemas que nos traerá tu decisión, a ti mismo y a todos nosotros.
Durante un rato se quedó rumiando sin decir nada, con la mirada perdida. Y luego, haciendo de tripas corazón, miró a la esposa de Alan y levantó su vaso.
—Bebo a vuestra salud… prima.
Miriam no sonrió, porque era demasiado orgullosa para reclamar simpatía, pero se inclinó hacia el camarero tanto como él hacia ella y le devolvió el gesto.
—Y yo a la vuestra, monseigneur.
Alan intercambió una mirada con su abuela y leyó en sus ojos lo que él mismo pensaba: «Hubiera podido ir peor».
Alan llevó a Miriam a visitar su castillo, por el que su esposa se mostró justificadamente impresionada, y cuando la lluvia cedió poco después del mediodía, la acompañó al pueblo. En el momento en que llegaron a la iglesia, el sol se abrió paso a través de la capa de nubes e hizo brillar la clara piedra arenisca. Mientras Miriam admiraba el arco ricamente decorado de la portada occidental, Oswald llegó corriendo.
—¡Losian! ¡Ya estás otra vez aquí!
Alan le apoyó un momento la mano en el brazo.
—Sí, ya estoy aquí.
—¡Y Miriam! —añadió Oswald, radiante de alegría.
—¿Cómo estás, Oswald? —le preguntó ella.
—Bien, bien, bien. ¿Has traído a Moses?
—Por desgracia, no.
Oswald se volvió hacia Alan.
—¿Otra vez no? —dijo en tono de reproche.
—No es tan sencillo. Moses aún es un muchacho y debe quedarse con su padre. Y tiene deberes que cumplir en su casa.
—¿Y cómo es que Miriam ha podido venir?
—Porque ella y yo nos hemos casado.
—¿De verdad? —Los ojos de Oswald se iluminaron—. Estoy tan contento, Losian. ¿Haremos una fiesta?
—La haremos. Y dentro de unos días tengo que volver a Norwich para ver al padre de Miriam, y entonces te llevaré conmigo y podrás ver otra vez a Moses.
Juntos cruzaron el portal de la casa de Dios y avanzaron por el interior en penumbra. Alan llevó del brazo a Miriam hasta el altar.
—¿Rey Edmund?
El santo hombre llegó, con una escoba de ramas en la mano, de la nave lateral izquierda de la iglesia.
—Alan. Bienvenido a casa. —Su bondadosa sonrisa perdió firmeza cuando su mirada se posó en Miriam—. Dime que no significa lo que creo.
—Significa justo lo que crees. Ayer por la tarde nos casamos. En una fuente de las hadas, imagínate. Porque ni mi Iglesia ni la suya querían darnos su bendición.
Edmund suspiró suavemente.
—Tampoco yo puedo hacerlo, hijo mío.
—Pero estoy seguro de que le darás una amistosa y cordial bienvenida a mi mujer, porque necesitamos tu apoyo.
—Eso no me será difícil. Al fin y al cabo sé que su padre es un hombre bueno como hay pocos. Aunque a mí me resulta imposible comprender cómo has podido casarte con una infiel, supongo que Dios lo comprenderá. Su compasión, afortunadamente, es infinita.
Miriam cogió la mano de Edmund con las suyas y depositó un beso en ella, porque una vez había oído que los cristianos hacían eso con sus sacerdotes. El rey Edmund se estremeció casi imperceptiblemente, enrojeció hasta la raíz de los cabellos y sonrió como un bobo.
—¿Qué hace Luke? —le preguntó Alan.
—Está mal. Ya no quiere comer y está enflaqueciendo. Dice que cuando come, ella se despierta. Y su humor se ha ensombrecido.
Alan abrió la bolsa que llevaba en el cinturón.
—Josua ben Isaac me ha dado un remedio para él. Debemos darle una dosis por la mañana, disuelta en un vaso de vino tibio.
—Que Dios bendiga a vuestro padre por su bondad, mylady —le dijo Edmund a Miriam—. Ven, Oswald. Llevaremos su medicina a Luke, y mientras tanto Alan podrá enseñarle la iglesia a su mujer.
Alan sintió cómo su tensión se relajaba. No había estado en absoluto seguro de cómo reaccionaría el rey Edmund a la noticia, y sabía que la palabra del curioso pastor tenía casi tanto peso entre los campesinos como la del camarero.
De hecho, apenas hubo nadie en Helmsby que se escandalizara por la boda de Alan. Los nobles eran gente algo extravagante, se dijeron los campesinos, y eso era especialmente válido en el caso de su lord Alan; de modo que ¿por qué no una novia judía? Los que sí se escandalizaron fueron los tres monjes de Ely, que abandonaron Helmsby llenos de indignación. Los religiosos se dirigieron a Norwich, y antes de una semana apareció un mensajero del obispo que le comunicó a Alan su excomunión. En adelante no podría pisar ninguna iglesia, indicaba el documento. No podría participar en la santa comunión ni en la confesión. Estaba apartado de Dios. Alan tuvo que apretar los dientes. Ya había contado con aquello. Con lo que no había contado era con el dolor que sentía.
—El venerable obispo puede decir lo que quiera, pero tú no te lo merecías —gruñó el camarero.
—El venerable obispo no solo quiere castigarme por mi matrimonio, Guillaume, sino que actúa también por cálculo político; porque es un hombre del rey Stephen, y por eso la posibilidad de debilitar a Alan de Helmsby le viene como anillo al dedo.
—¿De dónde has sacado esta idea?
—El obispo Turba cuenta con respaldos poderosos. —Alan señaló el documento—. Lleva el sello del obispo de Winchester.
—¿El hermano del rey Stephen? Jesús… si él se encuentra detrás de esto, será condenadamente difícil conseguir una retractación.
—Umm… Es muy posible que tenga que renunciar a las bendiciones de la Santa Madre Iglesia hasta que hayamos ganado la guerra.
—¿Y si la perdemos? —preguntó Guillaume.
Alan no tenía respuesta para eso.