Alan cruzó la puerta que daba al jardín y encontró a Josua ben Isaac y a su familia sentados a la mesa, a la sombra de un baldaquino.
—Perdonad esta intrusión, pero nadie oía mis llamadas —dijo saludándolos con una inclinación de cabeza.
Ruben rio.
—Vaya, Alan de Helmsby, llegáis justo a tiempo para poner fin a una edificante pero fatigosa discusión.
También Josua pareció alegrarse con su visita.
—¡Alan! Shalom, amigo mío. Creo que aún no conocéis a mi hijo David y a su Esther, ¿no es cierto?
No lo es, pensó Alan, porque los he estado espiando por un agujero de la pared durante dos semanas, igual que a todos vosotros; pero no lo dijo. Saludó a David y a Esther, que manifiestamente esperaba un niño, y respondió al alegre saludo de Moses con las palabras apropiadas; aunque de hecho solo tenía ojos para su hermana. Igual que su cuñada, Miriam lo saludó en voz baja, con los párpados caídos; pero a través de la oscura cortina de sus pestañas, Alan vio cómo le brillaban los ojos, y supo que se estaba esforzando para no saltar y lanzársele al cuello.
—¿Me haríais un favor? —preguntó Josua.
Alan trató de calmarse y se volvió hacia el médico.
—Desde luego.
—Hoy es Sabbat. Como no falta mucho para la puesta de sol, ya hemos enviado a nuestro schabbes-goj a casa…
—¿Vuestro qué?
—Un joven inglés que en Sabbat hace por nosotros las cosas que no estamos autorizados a hacer —explicó Ruben—. Ya se ha ido, pero necesitamos un martillo para partir estas nueces.
Señaló una bandeja que había sobre la mesa.
—¿Y? —preguntó Alan sin comprender.
—Bueno, sabéis, el martillo es uno de los objetos que no podemos tocar en Sabbat, ya que es una herramienta de construcción —explicó Josua—. Estamos seguros de que eso no es válido cuando se utiliza para partir nueces; pero no nos ponemos de acuerdo sobre si está prohibido o no tocar el martillo para traerlo con este objetivo…
Alan se echó a reír.
—¿Dónde está el martillo?
La pregunta era una buena excusa para volver a mirar a Miriam.
Ella le sonrió.
—En el banco de la cocina.
Cuando empezó a oscurecer, Josua lo condujo a su sala de tratamiento.
—De modo que habéis recordado. Fue un día de alegría en esta casa, aquel en que llegó vuestra carta.
Alan sujetó el vaso de vino con las dos manos y apoyó los codos sobre la mesa.
—No encuentro palabras para expresar lo agradecido que os estoy por lo que habéis hecho, Josua. ¿Me tomaríais por loco si os dijera que habéis salvado mi alma?
—Me sentiría honrado. Pero me parece que sería un honor excesivo. Porque no os habéis encontrado a vos mismo por mi tratamiento, sino solo después de que hubierais abandonado esta casa.
—De todos modos fue mérito vuestro. Porque fuisteis vos quien me colocó en el buen camino. —Alan le informó de su cabalgada a Bristol y del espantoso incidente en la aldea—. De repente todo volvía a estar ahí —concluyó—. Fue exactamente como habíais supuesto: cuando perdí la memoria, ocurrió algo parecido. Aún no he podido reunir todos los detalles. Era en algún pueblo de cortadores de turba de los Fens, y tres de los esbirros de Mandeville querían abusar de una niña. Y cuando me golpearon y supe que no podría evitarlo… algo se rompió en mi interior. Porque era culpa mía. Una niña debía vivir el infierno en la tierra y yo era culpable de ello, porque toda esta condenada guerra era culpa mía, porque tenía a mi padre sobre mi conciencia. Suena tan tonto y presuntuoso cuando se dice en voz alta; pero aun así yo lo creía. Yo… he estado oyendo los gritos de esa niña durante los últimos tres años. En mis sueños y cuando llegaba la oscuridad. Nunca supe qué significaban, pero siempre me invadía ese sentimiento de culpa. Estaba seguro de que había matado a esa niña…
—Me hablasteis de ella —reconoció Josua en voz baja—. Una y otra vez. Siempre que os daba el brebaje.
Alan lo miró con cara de incredulidad.
—Dios mío… ¿De verdad lo hacía? Cuando la embriaguez había pasado, no tenía ni el más mínimo recuerdo de eso.
—No. Todo se simbolizaba a través del gusano infernal, porque no podíais soportar la verdad en estado de vigilia. El alma es el mayor de todos los misterios, mi joven amigo… ¿Qué es esa herida que tenéis en el brazo?
Alan sacudió la cabeza.
—Es solo un rasguño. Estuve en Woodknoll.
—¿En el Woodknoll de Simon de Clare? Pensaba que lo habían ocupado unos caballeros bandidos.
—Y así era. Los maté a ambos; a uno hace meses, y al otro hace dos semanas. Mi primo Haimon lo había azuzado contra mí. —En pocas palabras le resumió lo que había pasado—. En realidad tenía intención de cabalgar hasta allí con Simon y expulsar a los restantes bribones de la propiedad; pero Simon y los siameses están en Normandía o en Anjou, y tenía miedo de que si dejaba el asunto para más tarde, llegara la siguiente cuadrilla de bandidos y le arrebatara su propiedad. Junto con las personas que Simon aprecia allí. De modo que fui con uno de mis caballeros y limpiamos el lugar. —Los granujas que quedaban habían ofrecido una violenta resistencia y Alan y Roger habían tenido que emplearse a fondo. No habían dejado a ninguno con vida. Hubiera sido demasiado peligroso para Woodknoll.
Josua cambió de tema.
—Hablemos de cosas buenas. Por ejemplo, del maravilloso hospital con que me vais a obsequiar.
—Esa es una de las razones por las que he venido.
—Ya he encontrado una propiedad ideal que se encuentra a la venta —informó Josua—. El terreno es bastante grande para un jardín, algo importante para el tratamiento de la «melancolía», y sin realizar obras costosas se puede hacer sitio para los internos y los guardianes.
—Eso suena más bien a una cárcel —dijo Alan con cierto desagrado.
—Os juro que será mejor que en vuestra isla —replicó Josua—; pero vos entendéis bastante de esto para saber que una casa de este tipo siempre debe ser dos cosas al mismo tiempo: un lugar de curación y un lugar de internamiento seguro.
—Sí, lo sé. Solo que… Cuando uno mismo ha estado encerrado tanto tiempo…
—Comprendo vuestra preocupación; pero con esta casa hacemos una buena obra, Alan. Porque todos los que acudan allí no serán ocultados, golpeados o matados por sus familias.
Alan asintió con la cabeza.
—Supongo que me traeréis a Reginald de Warenne.
—De momento más bien pensaba en traeros a Luke. Me preocupa más que Regy —reconoció, y le explicó su situación.
—Os proporcionaré una medicina para él, que deberéis darle cuando vuelva a ponerse tan mal. No le ayudará, pero hará que esté más tranquilo. —Le entregó el remedio—. Supongo que os alojáis en el convento o arriba en el castillo.
Alan sacudió la cabeza.
—En un hostal. La guarnición de Norwich siempre ha sido bastante inteligente para mantenerse al margen de la guerra, pero eso no significa que vayan a dejar pasar la oportunidad de hacerme prisionero y venderme a Stephen, ¿no creéis? Y también prefiero no dejarme ver por el convento. El obispo no está en buenos términos conmigo.
—¿Por qué no?
—Le forcé a romper mi matrimonio.
—Un comportamiento extraordinariamente inconveniente por vuestra parte.
—También a él se lo pareció. Sin embargo lo hizo, ya que el matrimonio infringía las leyes de la Iglesia. De modo que ahora soy un hombre libre. Aquí está, vedlo vos mismo. —Sacó el documento que llevaba bajo el brial y lo colocó sobre la mesa, con el texto y el sello de cara a Josua.
—No sé por qué este escrito debería interesarme.
—Josua…
—No.
El médico levantó las manos en un gesto defensivo. Alan sintió el impulso de mantener tercamente el rumbo que había tomado, tal como hubiera hecho antes, aun sabiendo que aquello no iba a llevarlo a ninguna parte. Pero se dominó. Para demostrarse a sí mismo y demostrarle a Josua que era otro.
Se levantó lanzando un suspiro.
—¿Cuándo iremos a ver la propiedad para el hospital?
Josua dudó un momento. Y luego propuso:
—¿Pasado mañana? ¿Una hora antes de la puesta de sol?
—De acuerdo.
El día siguiente era domingo, y el obispo de Norwich celebraba la misa mayor en su nueva catedral. Después del oficio, Alan se quedó en la gran iglesia silenciosa para admirarla con calma.
—¿Quién es la mujer con el niño en brazos?
Alan dio media vuelta.
—¡Miriam!
La cogió de la mano y la llevó hasta una pequeña capilla lateral, donde estarían a cubierto de las miradas si alguien entraba. Su abrazo fue un poco demasiado fogoso, pero Miriam no se quejó, sino que levantó su rostro hacia él con los ojos cerrados. Alan apretó sus labios contra los de ella y no pudo reprimir un ligero gemido.
—Miriam…
—¿Me darás una respuesta?
—¿Sobre qué?
—La mujer con el niño. En la pintura de la pared.
—La llamamos la Madre de Dios.
—¿Cómo puede Dios tener una madre? «Él es el primero y el último», nos enseñan a nosotros.
—Y así es, en efecto. Pero nosotros creemos que Dios se hizo hombre en Jesucristo. Y ella le dio a luz. Su nombre es María.
—Eso es Miriam en nuestra lengua.
—Lo sé. Pero ¿cómo es que has venido aquí?
—Quería ver uno de vuestros servicios religiosos. Mi padre cree que he llevado a Moses a la escuela. Moses cree que estoy ayudando a Esther con la colada. Esther cree que estoy con el tío Ruben. Y así sucesivamente.
—¿Y por qué querías ver uno de nuestros servicios religiosos?
—Porque esperaba encontrarte aquí.
Él rio y la atrajo de nuevo hacia sí. Se sentía ebrio de felicidad al tenerla allí, a su lado, de una forma tan inesperada.
—Dime, ¿qué pasa en vuestros servicios religiosos? —insistió ella.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Para decidir si tu fe es tonta y vanidosa y sacrílega, como dice mi padre.
Alan sintió que la ira crecía en su interior, pero se esforzó en no dejarlo ver.
—No soy la persona más adecuada para explicarte estas cosas, porque no soy ningún erudito. Vosotros creéis que Dios eligió al pueblo de Israel y le prometió un salvador, ¿no es cierto?
—Sí.
—Bien. Pues nosotros creemos que este salvador ya ha venido. Su nombre es Jesucristo, y es el hijo de Dios.
—¿De modo que tenéis más de un Dios?
—Qué disparate. Dios padre e hijo son uno. Nosotros creemos que Jesucristo cerró una nueva alianza con los hombres. Asumió todos los pecados y todo el sufrimiento del mundo y murió por nosotros en la cruz. Al cabo de tres días resucitó. Venció a la muerte y subió al Cielo. Nosotros lo llamamos el Salvador, porque todo el que sigue sus palabras puede entrar en el Paraíso.
—¿Y quien no sigue sus palabras va al Infierno?
Él la miró un momento con expresión seria.
—Así me lo han enseñado. Pero desde que os conocí me cuesta creerlo. Los monjes de St. Pancras nos encerraron, a mí y a mis amigos, y casi nos dejaron morir de hambre. Tu padre nos acogió en su casa e hizo todo lo que pudo por nosotros. —Sacudió la cabeza—. No creo que sea tan sencillo como siempre quieren hacernos creer.
—¿Eso quiere decir que si nos casamos, no me exigirías que adopte tu fe?
—No. Te tomaré como eres, y tú tendrás que tomarme como soy. Nuestras creencias son diferentes, pero nuestro Dios es el mismo. Nosotros…
—Superaremos las contradicciones si nuestro amor es bastante fuerte —dijo ella con sencillez—. No será fácil.
—No, eso es seguro.
—¿Qué te pasará si tomas una mujer judía? ¿Serás… un paria entre los tuyos? ¿Tus amigos se apartarán de ti? ¿No me maldecirás un día porque tuviste que pagar un precio demasiado alto?
—No, Miriam. Te juro que eso nunca pasará. No me importa lo que piensen los que se definen como mis iguales. Solo hay un hombre cuya aprobación me importa: tu padre.
Ella apoyó la frente contra su pecho.
—Nunca te la dará. Porque si me caso con un infiel, seré una repudiada. Mi familia guardaría luto por mí como si hubiera muerto.
Alan tuvo que reprimir un estremecimiento.
—¿Y no serás tú la que un día tenga que constatar que el precio era demasiado alto?
Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.
—No.
Y Alan supo que, aunque el mundo a su alrededor se rompiera en pedazos, podía contar con ese no. La estrechó entre sus brazos y la volvió a besar.
—¿Qué haremos si mi padre no cede? —preguntó ella finalmente.
—Nos fugaremos. ¿Qué otra cosa podríamos hacer si no? Tal vez estaría bien que empezaras a preparar tu equipaje en secreto. Nada de arcones repletos si es posible.
Ella sonrió.
—Cuando vengas mañana por la noche, habrá un hatillo bajo el banco del jardín. Cógelo si puedes. No hay mucho que quiera llevarme conmigo.
Al día siguiente, una hora antes de lo acordado, Alan apareció en casa de Josua y le pidió al sirviente que lo condujera hasta Ruben.
—Ya tiene una visita, monseigneur —le explicó el joven.
—Entonces esperaré en el jardín.
Allí encontró el hatillo de Miriam. Lo hizo desaparecer bajo sus ropas y luego lo guardó en su alforja. De la cercana oficina llegaban voces. Una era la de Ruben. La otra sonaba estridente e indignada:
—¡Cómo podéis atreveros a plantear estas exigencias! Nadie le dice al venerable obispo de Norwich cuándo y cómo debe devolver un préstamo, ¡y desde luego no un codicioso usurero judío!
Ruben contestó en voz tan baja que Alan no pudo entenderlo, pero el otro lo interrumpió antes de que pudiera acabar:
—¿Qué significa aquí «acuerdo»? Necesitamos edificios conventuales que estén a la altura de la catedral. Pero su eminencia ya encontrará fondos adicionales en otros lugares. Buenos días, Ruben ben Isaac.
La puerta de la oficina se abrió de golpe y un monje se precipitó al exterior. El rostro bajo la capucha tenía un inquietante color escarlata. El hombre se alejó a toda prisa sin fijarse en Alan.
Ruben ben Isaac apareció en la puerta.
—O mucho me equivoco o pasará bastante tiempo antes de que vuelva a incluiros en sus plegarias —señaló Alan.
—Supongo que de todos modos está demasiado ocupado y es demasiado importante para rezar por la salvación del alma de sus coetáneos —dijo el comerciante judío.
—¿Quién es?
—El padre Anselm, subprior de la abadía y vástago de una estirpe noble francesa muy distinguida. Entrad, Alan, y bebed un vaso conmigo.
Alan le siguió a la oficina, donde reinaba el mismo caos que la última vez: ahí unos cuantos sacos de especias, allá un montón de fardos de paños apilados sobre un arca, y sobre la gran mesa una balanza pequeña, algunos escritos y un cuerno de tinta.
Ruben barrió de la mesa unos rollos de pergamino para hacer sitio y llenó dos vasos.
—A vuestra salud, Alan de Helmsby. Y que el futuro os ahorre el trato con pagadores morosos.
Alan levantó su vaso.
—No sabía que prestarais dinero. Vuestro hermano dijo que erais comerciante.
—Umm… Importo especias y telas nobles del Oriente y proveo a comerciantes de especias y paños desde aquí hasta York; pero no puedo abrir un negocio en esta tierra. Por eso invierto una parte de mis beneficios en el préstamo. Este es, junto con la medicina, prácticamente el único negocio que pueden montar los judíos en Inglaterra. Pero algunos cristianos lo encuentran inmoral. Sobre todo los que no pueden respetar los plazos de devolución.
—Bueno, si hasta el venerable obispo recibe dinero prestado de vos, no puede ser tan inmoral como siempre quieren hacernos creer.
—Él cree que Dios hace la vista gorda porque emplea el dinero en la construcción de catedrales.
Alan se encogió de hombros.
—Esperemos que tenga razón.
Se sentaron y rieron.
—¿Qué os ha traído por aquí? —preguntó Ruben finalmente.
—Una pregunta —respondió Alan.
—¿Y es?
—¿Por qué no estáis casado?
Por la cara que puso, eso era lo último con que el comerciante había contado.
—¿Cómo es que queréis saber eso?
—Os lo diré cuando me hayáis respondido.
Ruben respiró hondo.
—La mujer que quería y que no pude tener era la hija de un comerciante de vinos normando. Una muchacha encantadora… —Su sonrisa estaba llena de tristeza.
—¿Sus padres no lo permitieron? —aventuró Alan tímidamente.
—También podría decirse así… Su padre la mató a golpes.
Alan apartó la mirada y se santiguó, sin hacer ningún comentario.
—Creo que no fue algo intencionado —continuó Ruben—. Era… es un hombre muy decente. Pero ella esperaba un hijo. Habíamos decidido ir juntos a verlo y decírselo, pero por alguna razón ella habló a solas con su padre. Y él… debió de perder el control. Embarazada antes de la boda, y además de un judío: era un ultraje que no podía soportar.
—¿Cómo podéis justificar lo que hizo?
—La culpa era mía, Alan. Atraje a esa muchacha a la bodega y la seduje, porque, como todos los jóvenes, era impaciente. Pero también lo hice por cálculo. Creí que si se quedaba embarazada, su padre no tendría más remedio que dar su consentimiento al matrimonio. Fue un error. Ella me otorgó su confianza y pagó por ello con la vida.
—Sois… muy duro con vos mismo.
—No he merecido otra cosa. Su padre donó todos sus bienes, entró en un convento e hizo voto de silencio. También sacrifiqué su vida a mi egoísmo.
—Él la mató, Ruben. No vos. ¿Conocía vuestra familia esta historia?
—Mis padres ya habían muerto; pero Josua lo sabía. Y la comunidad judía de Winchester también. Esa fue una de las razones por las que nos vinimos a Norwich. Luego mi hermano trató de forzarme a un matrimonio con una muchacha judía respetable, pues, según nuestra ley, es un grave pecado no casarse. Pero llegó un momento en que se rindió y me dejó tranquilo. Y así sigo.
Cruzó las manos sobre su vientre redondo como un tonel y una sonrisita asomó entre la barba gris rizada. Ruben ben Isaac no era un hombre descontento y amargado, sino al contrario.
—Os felicito por vuestra sabiduría, que os ha enseñado a no guardar rencor a pesar de que no pudisteis tener lo que ansiabais. Yo no podría hacerlo.
—¿Y eso nos lleva a mi sobrina?
Alan asintió con la cabeza.
—¿Nos ayudaréis?
—Lo hago de forma prácticamente ininterrumpida desde que Miriam me puso al corriente. He desviado un buen número de tempestades de indignación paterna de vos y también de ella. Cuando mi hermano se enteró de que Moses le había dado la llave del almacén de hierbas…
Alan estaba horrorizado.
—¿Cómo se enteró?
—Moses se fue de la lengua. Josua estaba fuera de sí, puedo asegurároslo. Pero en realidad le impresionó bastante que no hicierais aquello que teníais oportunidad de hacer. Al contrario que yo en otra época.
—No faltó mucho —reconoció Alan avergonzado.
—Bueno, eso espero, porque si no tendría que dudar de vuestra virilidad. Pero demostrasteis una gran decencia, de modo que a mi hermano no le quedó otro remedio que creer que vuestras intenciones con respecto a Miriam eran honorables. Y no le gustó nada tener que hacerlo, podéis creerme.
—¿Me dará a Miriam, Ruben?
—Jamás lo hará.
Como habían acordado, Alan y el médico visitaron la propiedad en venta. Josua parecía haber olvidado por completo su resentimiento. Lleno de entusiasmo, condujo a Alan a través de la propiedad y le describió las diferentes funciones que deberían cumplir las partes individuales de la construcción.
Su ronda terminó en el jardín, que estaba bastante descuidado.
—Plantaremos unos cuantos árboles frutales y cultivaremos verduras —dijo Josua—. El trabajo con cosas vivas, que crecen, puede tener un importante efecto sanador. —Se acercó paseando hasta un lugar situado a un nivel algo más bajo, donde la hierba era más verde que en el resto del jardín—. Me pregunto si encontraríamos un manantial si caváramos aquí —murmuró.
—Sin duda —replicó Alan—. Al fin y al cabo esto es East Anglia. Aquí podéis cavar donde queráis si buscáis agua.
—Umm… Una fuente no estaría mal. Un surtidor.
—¿Un qué? —preguntó Alan desconcertado.
—Se conduce el agua a través de un tubo estrecho hacia arriba. Allí esta se vierte en una taza. Cuando la taza desborda, el agua cae a una taza mayor situada más abajo. Desde la segunda taza cae a una tercera aún mayor.
—¿Y cuál es el sentido de un… surtidor como ese?
Josua lo observó sonriendo.
—Solo el de la belleza. El murmullo y el centelleo del agua al sol tienen un efecto tranquilizador, y la belleza es como un rayo de luz en la oscuridad del alma.
—Oh, sí. Lo sé. —No se le ofrecería una ocasión mejor para plantear el tema, pensó—. Josua, dadme a vuestra hija.
La sonrisa desapareció.
—No. —El médico se volvió bruscamente—. Así que la queréis para que su belleza ilumine vuestra alma, ¿no es eso?
Se dirigió hacia la puerta principal, y Alan lo siguió.
—Es posible que al principio fuera así; pero, gracias a la clemencia de Dios y a vuestra ayuda, la oscuridad ha desaparecido de mi alma.
—Y en agradecimiento queréis robarme a mi hija, de modo que ya no pueda rezar con ella, ni hablar con ella, ni coger sus manos. Como si hubiera muerto. —Había amargura en su voz.
—Eso solo depende de vos —replicó Alan fríamente—. Porque ella estaría viva y se encontraría a solo una jornada a caballo de aquí.
—Como nunca será vuestra mujer, por fortuna esta es una discusión ociosa —replicó Josua no menos fríamente.
Recorrieron el corto camino de vuelta hasta el barrio judío en medio de un silencio hosco. Josua se detuvo ante la puerta de su casa.
—Creo que será mejor que ahora os vayáis —dijo en tono desabrido.
Alan se inclinó cortésmente.
—Claro que me iré, si ese es vuestro deseo. Pero no servirá de nada. Porque mañana volveré. Y al día siguiente. Hasta que digáis sí.
Josua le volvió la espalda.
—Cuando seáis un anciano aún estaréis llamando a esta puerta, con barba blanca y una muletilla.
—Si debe ser así…
—Vamos, entrad —gruñó el médico hablando por encima del hombro.
Aliviado, Alan lo siguió. Miriam estaba sentada sobre la camilla de la sala de tratamientos, con los tobillos cruzados y balanceando los pies. Llevaba unas sandalias cerradas por delante, pero entre las tiras se podía ver una buena porción de pie, y por encima llevaba anudada a los tobillos una cintita formada por tres hilos de algodón trenzados. A Alan le pareció que nunca había visto nada tan seductor.
—Sabía que os pelearíais —dijo—. Por eso he preferido venir.
—Y puedes volver a irte enseguida —le anunció Josua—. Lo que tengo que decirle a Alan solo está destinado a sus oídos.
—No me iré. Si soy su mujer, seremos un solo cuerpo, así se dice en las Escrituras. Y en eso van incluidos los oídos.
—Pero tú no eres su mujer —replicó su padre.
—¿Por qué te opones de una forma tan estricta? Sabes muy bien que ningún hombre judío que se acerque mínimamente a lo que tú juzgas bueno para mí me tomará después del asunto de Gerschom. Y Alan me quiere. Y tiene todas las cualidades que tú valoras en un hombre, ¿o no?
—Digamos que unas pocas. Y la que lo decide todo le falta.
—No es judío. Pero ¿por qué tiene que ser eso tan decisivo? Cuando tú lo quieres como a un hijo. Más de lo que nunca creíste que podrías querer a un goj.
Josua la miró fijamente.
—¿De qué estás hablando? —preguntó en tono apagado.
—Se lo dijiste al tío Ruben. Os espié.
Alan se acercó a Miriam, le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—Eres una estratega inteligente, pero no deberías ponerle en una situación embarazosa, porque esto no hará más que aumentar su testarudez —le dijo, y antes de que Josua se le pudiera tirar a la garganta, se inclinó ante él y continuó—: En caso de que realmente hayáis dicho eso, debéis saber que no me había vuelto a sentir tan orgulloso o tan halagado desde el día en que mi tío Gloucester me admitió en su casa.
Josua apartó la mirada. Y finalmente indicó con un gesto a Alan y a su hija que se sentaran a la mesa. Luego se instaló frente a ellos y cogió la mano de Miriam entre las suyas.
—Ninguno de los dos se da cuenta realmente de lo que esto significaría. Tú ya no podrías ir a ninguna sinagoga. Nadie te admitiría en ninguna de nuestras fiestas. —Miró a Alan—. Y lo mismo es válido para vos. Si el obispo se enterara, os expulsaría de vuestra Iglesia. ¿Cómo ibais a soportarlo? Sé que sois un hombre piadoso.
—Sería duro, pero estoy preparado para asumirlo.
Josua levantó los brazos al cielo.
—No sabéis de lo que estáis hablando. ¿Y habéis pensado, aunque solo sea por un momento, en los hijos que tendríais? Sabéis que serían judíos, ¿no?
—Con todo el respeto, decidir sobre eso es cosa de Miriam y mía.
—¡Ya veis lo loco que estáis! Porque no se trata de vos ni de Miriam, sino de Dios, que nos ha dado nuestra Ley. Y la Ley dice: si la madre es judía, los hijos son judíos. La pertenencia al pueblo judío se hereda de la madre, ¿comprendéis? Y si…
Josua se detuvo, porque en ese momento la puerta se abrió de golpe y su hijo David se precipitó al interior de la habitación pronunciando una avalancha de palabras hebreas.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Alan, y con el rabillo del ojo vio cómo Miriam se llevaba la mano izquierda a la boca.
Josua se levantó.
—Una cuadrilla de artesanos y comerciantes, bajo la dirección de un sacerdote, ha entrado en casa de Jesse ben Abraham y ha destrozado su oficina. Y ahora vienen hacia aquí.
Alan miró a David.
—¿Cuántos?
—El hijo del vecino, que trajo la noticia, no lo sabía exactamente. Tres docenas, calcula.
Alan se volvió hacia Josua, que entretanto había sacado una espada de una funda llena de manchas.
—¿Qué se supone que es esto? —preguntó Alan—. ¿Una reliquia de la guerra de Sansón contra los filisteos?
—No dejaré que me despojen de mi hogar sin luchar.
—Tenéis razón, no tenéis por qué permitirlo. Pero concededme a mí el honor de poder defender vuestra casa y llevad a vuestra familia al castillo.
Josua aún dudó un momento, pero luego asintió y guardó su espada antediluviana. Aún no había llegado a la puerta cuando esta se abrió de nuevo y Ruben empujó a Esther y a Moses adentro. Alan se acercó a la puerta de la calle y la abrió un poco con cuidado.
—Aún no se ve nada —informó—. Marchaos. Llevaos con vosotros a tantos vecinos como podáis, pero no os entretengáis.
Todos salieron apresuradamente, a excepción de Ruben, que llevaba una espada utilizable colgada a un costado.
—Siempre fui el camorrista de la familia —le explicó a Alan—. Mientras mi erudito hermano estudiaba, yo me entrené en el combate a espada.
Alan asintió con la cabeza. La noticia no le había sorprendido.
El padre Anselm de Burgh no se había guardado nada de lo que tenía en el pecho, después de que hubiera reclamado tanto a Jesse ben Abraham como a Ruben ben Isaac una demora de pago gratuita para su abadía y el obispo y su propuesta no hubiera sido bien acogida. Y no era casual que hubiera elegido precisamente al maestro del gremio de los curtidores para proclamar sus penas, porque desde la muerte del joven William estos sentían una particular animadversión por los judíos. No había sido difícil excitar de nuevo su rencor, y en el crepúsculo treinta hombres armados con antorchas, espadas melladas y hachas de combate habían marchado en dirección al barrio judío. Como Jesse y los suyos no estaban en casa, se habían tenido que contentar con destrozar su oficina. Pero no habían podido dar con los pagarés del obispo, y por eso mientras se dirigían a la casa de los hermanos Ben Isaac, su furia seguía intacta.
Sin embargo, nada más entrar en la callejuela donde residían los Ben Isaac, la banda de hombres vociferantes frenó su marcha, pues una encantadora melodía llegaba hasta ellos a través de la noche. Y cuando finalmente alcanzaron su objetivo, se encontraron frente a un cuadro de lo más singular: ante la puerta cerrada había un hombre sentado en un escabel que tocaba el laúd a la luz de una lámpara de aceite. El hombre no parecía haber percibido siquiera la presencia del furioso grupo, tan concentrado estaba en tocar una animada canción de la cosecha. Suavemente, en apariencia olvidado de todo, cantaba en voz baja su melodía.
Un tipo robusto vestido con un mandil de cuero y con una vara de fresno en la mano preguntó pasmado:
—¿Quién… quién sois vos?
Alan posó la mano sobre las cuerdas y levantó la mirada:
—Umm… ¿Quién debo de ser? ¿Ruben ben Isaac, tal vez?
—Tonterías —repuso el hombre—. Es mucho más viejo que vos.
—Sí, bueno. ¿Entonces tal vez yo sea su hermano Josua?
—A ese lo conozco —gruñó otro hombre, que llevaba un hacha en la mano, en las primeras filas—. Y no se parece a ti.
—¿De verdad? ¿Y de qué lo conoces?
—Él… —El hombre calló de repente.
—¿Le enderezó la pierna rota a tu hijo o le alivió a tu mujer los dolores de espalda? ¿Y estás aquí para agradecérselo?
El padre Anselm de Burgh se abrió paso hacia delante.
—¿Quién sois vos y qué habéis venido a buscar aquí?
—Podría preguntaros lo mismo.
—Tenemos que comunicarle algo al usurero judío. ¿Dónde está?
Alan dejó el laúd a un lado.
—Pero si esta tarde ya le habéis visitado. Una visita no muy cortés, todo hay que decirlo, si me perdonáis la franqueza.
—¿Y vos cómo lo sabéis?
—Estaba en el patio, y el escándalo que organizasteis era imposible de ignorar.
—Vaya, vaya, un amigo de los judíos. Así que os relacionáis con esta chusma impía.
—Igual que vos, por lo que parece. ¿No es así, padre?
A Anselm casi se le salían los ojos de las órbitas de rabia.
—¡Que el buen Señor Jesús no lo quiera! ¡Esa canalla judía sacrificó a un hijo piadoso de esta ciudad!
Los hombres avanzaron como una muralla de escudos anglosajona.
Alan se levantó despacio.
—Os encontráis en un error, padre. Ningún judío causó ningún daño al joven. Murió por un envenenamiento por setas.
—¿Quién sois vos, monseigneur?
—Alan de Helmsby.
El efecto fue inmediato. Los hombres se detuvieron y repitieron entre murmullos ese nombre que imponía respeto. Alan ya empezaba a pensar que la turba acabaría por dispersarse. Pero había infravalorado al padre Anselm.
—Es doloroso ver cómo un gran hombre como vos sucumbe a las insinuaciones de los infieles, Alan de Helmsby —dijo el monje—. Esto demuestra una vez más que ningún hombre, sin que importe su linaje, puede renunciar a la guía de la Santa Madre Iglesia, sin cuya ayuda tropieza y cae en el error. Por eso os digo: dejad el paso libre y dejadnos hacer la obra del Señor que es la causa de nuestra presencia aquí.
De nuevo murmuraron los hombres de Norwich, y aquí y allá Alan vio cómo asentían con la cabeza a la luz de las antorchas.
—¿Y cuál es exactamente esa obra del Señor, padre?
—Eso no debe preocuparos. Apartaos de la puerta.
Una piedra voló hacia él desde la oscuridad. Alan apartó la cabeza justo a tiempo. La turba se acercaba, y entonces supo que no podía seguir dudando. Con la velocidad del rayo desenvainó su espada y lanzó un golpe lateral destinado a liberar los hombros del padre Anselm del peso de su cabeza. Los hombres gritaron, pero Alan no acabó el movimiento, sino que detuvo la hoja contra el cuello del monje.
Anselm de Burgh cerró los ojos y rezó.
—No quiero mataros, padre —anunció Alan—, pero si no cerráis la boca ahora mismo, podría ceder a la tentación. —Alan miró al tipo del hacha—. ¿Qué habéis venido a hacer aquí en realidad?
—A quemar los pagarés —respondió el curtidor rápidamente—. Y a dar una lección que nunca pueda olvidar a cualquier degollador judío que quiera detenernos. Ningún judío impío debería cobrar réditos de un santo obispo. El obispo ha construido su iglesia para alabar a Dios. Es vergonzoso.
—Y sin embargo, el obispo estuvo de acuerdo con los réditos cuando tomó prestado el dinero. ¿Cómo llamarías a un cliente que no paga el precio acordado por tus pieles, dime?
—Un cerdo sin palabra, mylord…
—Supongo que no querremos dar este título al venerable obispo —replicó Alan—. Aunque tal vez sea el adecuado.
—Pero la usura es un pecado, mylord —objetó el hombretón del mandil.
Alan miró al padre Anselm.
—Estoy convencido de que también el obispo piensa eso; pero debe de haber tenido una razón piadosa para pedir prestado el dinero para la construcción de la iglesia. Decidnos cuál es, padre, si hacéis el favor.
Anselm calló. Solo cuando Alan aumentó un poco la presión de la espada soltó rápidamente:
—El fin santifica los medios.
El hombre del mandil se volvió hacia el clérigo.
—¡Pero vos dijisteis que el obispo había sido engañado, que el usurero le había ofrecido el dinero como una donación!
—Vamos, estoy seguro de que nunca lo dije así, hijo mío…
—¡Sí que lo hicisteis! —se acaloró el del hacha.
Alan envainó su espada.
—Volved a casa. Ni Jesse ben Abraham ni Ruben ben Isaac engañaron al obispo, y ningún judío mató a William. Yo respondo por ello.
—¿Vos respondéis por esa impía chusma judía? —preguntó, incrédulo, el del mandil—. ¿Alan de Helmsby?
Alan asintió.
—Bajo juramento, si lo deseáis.
El hombre del hacha sacudió la cabeza.
—Creo que no será necesario, mylord —dijo, aunque parecía más desconcertado que convencido.
—Entonces id con Dios.
Los hombres de las filas delanteras miraron a Alan, luego al padre Anselm, y a continuación dieron media vuelta y se alejaron sin dirigir ni una palabra al subprior.
Cuando el ruido de pasos se extinguió, Ruben salió de la sombra del portal de entrada, con la espada en la mano.
—No ha faltado mucho.
Alan sacudió la cabeza.
—He vivido momentos peores.
—Os creo. Sin embargo, habéis puesto en juego vuestra vida por nosotros, y nunca vi que un goj hiciera algo así.
Ruben se había mantenido oculto en la reserva, por así decirlo, para saltar junto a Alan si las cosas llegaban al extremo, pero ni siquiera teniendo la puerta a la espalda hubieran podido defenderse de tantos enemigos.
Juntos se pusieron en camino hacia el castillo, para ir a buscar a Josua y los suyos. Un joven soldado los condujo a la sala principal. Como en el castillo de Alan, también aquí había largas mesas colocadas en forma de herradura, solo que esta sala era al menos tres veces más grande que la de Helmsby. Aquí y allá se veían caballeros y algunas damas, soldados, criadas y mozos sentados a las mesas comiendo, bastante apartados de la veintena de judíos que habían buscado refugio en el castillo.
Antes de que Alan hubiera tenido tiempo de acercarse a ellos, una mano lo agarró del brazo y le hizo dar media vuelta.
—¡Helmsby!
Frente a él se encontraba un hombre pequeño pero fornido, vestido con ropas oscuras, cuyos cabellos rizados, de un color gris plateado, ya empezaban a ralear.
—¿John de Chesney? —preguntó, incrédulo—. ¿Vos sois el sheriff de Norfolk?
El hombre rio.
—Será mejor que penséis bien si os conviene parecer sorprendido, muchacho. Lo podría considerar una ofensa.
Los dos hombres se dieron un abrazo. John de Chesney era un viejo amigo y compañero de armas del conde de Gloucester, y lo primero que hizo fue preguntar por él.
—Lo visité en su castillo hace dos meses —le informó Alan—. Está enfermo, pero no quiere decirme qué le pasa.
El sheriff sacudió la cabeza.
—Si abandona este mundo, la emperatriz Maud ya puede desaparecer de Inglaterra. Entonces estará acabada aquí.
—Lo sé. —Alan decidió que sería mejor no mencionar a Henry y sus ambiciosos objetivos. Miró hacia Miriam y Josua, que hablaba en voz baja con su hermano, y bajó la voz para añadir—: Hacéis una buena obra acogiéndolos aquí y ofreciéndoles protección.
El sheriff siguió su mirada y respondió encogiéndose de hombros:
—Era el deseo de mi rey. Del viejo rey, quiero decir, naturalmente; de vuestro abuelo, muchacho. Pero os diré una cosa: sin los judíos y su dinero, Norwich no se hubiera hecho rica tan deprisa. Son buenos para nosotros, y son personas decentes. Y tampoco mataron a ese aprendiz de curtidor hace un tiempo, podéis creerme.
—A mí no necesitáis convencerme —replicó Alan secamente—. Mantengo lazos de amistad con Josua ben Isaac y su familia.
Las dotes de observación formaban parte de las cualidades que debía poseer un buen sheriff, y John de Chesney lo era.
—¿Sobre todo con su bellísima hija? —le preguntó.
Alan asintió.
—Venid, hijo mío. Bebamos una copa por la belleza de las mujeres. Y mientras tanto podréis explicarme qué ha ocurrido en la ciudad. Apuesto a que esa víbora de Anselm de Burgh se oculta tras esto.
—Ganaríais vuestra apuesta, monseigneur —dijo Alan, y le explicó lo ocurrido.
Cuando acabó, el sheriff gruñó:
—Tendré que hablar en serio con el obispo. No voy a tolerar que soliviante a la gente decente de esta ciudad y la incite a cometer actos sangrientos… ¿No querréis casaros de verdad con esa muchacha, o sí?
—Sí.
El sheriff suspiró.
—Si lo hacéis y se sabe, se producirán nuevos tumultos en la ciudad y tratarán de acabar con todos los judíos.
—No hay ningún motivo para que deban saberlo aquí. Y por lo demás, sé que no tendré que preocuparme por los judíos de esta ciudad mientras vos veléis por su seguridad —concluyó. Pues el sheriff de Norfolk era la primera persona que no se había escandalizado al conocer los planes de boda de Alan.
Hacía mucho que había pasado la medianoche cuando llegaron a casa. Ruben y Josua se dirigieron a la pequeña sala de la parte delantera y se sentaron a la mesa. Alan los siguió, pero en lugar de sentarse, se acercó a la ventana. Cuando Miriam entró, le rodeó los hombros con el brazo y miró hacia su padre.
—¿Y ahora debo daros a mi hija porque estoy en deuda con vos? —preguntó Josua en tono cortante.
—Ocurra lo que ocurra, siempre seré yo el que esté en deuda con vos —le contradijo Alan—. Pero no podéis negar que, por lo visto, Dios ha decidido entrelazar nuestros destinos. Confío en que me daréis vuestro consentimiento, porque en vuestro corazón hace tiempo que habéis reconocido que nos unen más cosas de las que nos separan.
—Es magnífico ver que conocéis tan bien mi corazón…
—Decís que no queréis darme a Miriam porque no soy judío. No puedo cambiar nada en eso. Pero yo no arrastraré a vuestra hija hasta el final de la ruta de la seda ni me desvaneceré en el aire de repente de modo que tenga que llevar para siempre la vida de una viuda. Yo puedo ofrecerle el hogar y la seguridad que desea y que se ha merecido en este país que es su tierra. No digo que vaya a ser fácil, porque no lo será. Tendremos que soportar la hostilidad tanto de los judíos como de los cristianos. Pero tal vez también haya algunos que aprendan a respetarse entre sí. Está en nuestras manos, Josua, en las vuestras y en las mías. Con nuestra unión, con los niños que serán vuestros nietos. Yo insistiré en que sean bautizados, pero Miriam los educará en sus creencias, y cuando sean bastante mayores, podrán elegir ellos mismos si quieren pertenecer a la antigua o a la nueva alianza. A mí me parecerá tan bien una cosa como otra. Sabéis muy bien que vuestra hija es diferente a vos. La pregunta es: ¿podréis concederle el derecho a ser diferente? ¿Y podréis confiar en mí lo suficiente para creerme cuando os digo que amaré y apoyaré a vuestra hija en los buenos y en los malos tiempos hasta que la muerte nos separe?
Josua intercambió una larga mirada con su hija, y luego volvió a mirar a Alan. Dos lágrimas se deslizaron por sus mejillas, y asintió.