Chinon, agosto de 1147

—¡Simon! ¡Godric y Wulfric! ¡Qué magnífica sorpresa! —Henry los abrazó uno a uno y rio feliz—. Venid. —Con un gesto los invitó a que le siguieran y se sentó con ellos en el extremo izquierdo de la mesa—. Aquí estaremos más protegidos de las orejas demasiado largas y los ojos curiosos —explicó bajando la voz; aunque de todos modos, como era habitual cuando aparecían los siameses, los ojos curiosos no faltaron, acompañados a veces incluso por unas bocas bien abiertas—. ¿El viaje ha sido largo? —preguntó Henry.

—Solo necesitamos tres días para llegar a Dieppe, pero luego te estuvimos buscando durante diez días —respondió Simon—. Siempre que llegábamos a un sitio, tú acababas de irte.

—Los últimos días he estado recorriendo Anjou de un extremo a otro para reclutar tropas para mi padre. Por eso era difícil encontrarme. Pero ahora explicadme, ¿cómo ha ido el viaje?

Simon le informó.

—Nos encontramos con un enviado del arzobispo de Canterbury que iba a ver a tu padre. Parece que el apoyo que da la Iglesia de Inglaterra a Stephen ya no es tan incondicional como antes.

—Umm… —gruñó Henry—. El arzobispo de Canterbury debería recordar que yo soy el heredero legítimo de la corona inglesa. Debería enviarme sus delegados a mí y no a mi padre.

—Eso suena como si desconfiaras de tu padre.

—No. Pero él dice que debo tener paciencia. Y este no es precisamente uno de los consejos que me gusta escuchar.

Trajeron carne de caza fría y Henry envió a buscar vino.

—Mi padre ha prometido que me dará Normandía, pues solo con Normandía a la espalda puedo tener una esperanza seria de salir triunfador en Inglaterra. Sin embargo, el rey Louis, que, aunque es un blandengue, es nuestro señor, dice que no podré obtener Normandía hasta que tenga veintiún años o sea armado caballero.

—Pues entonces debería armarte caballero —dijo Simon.

—Afirma que soy demasiado joven para eso. Y mi padre también lo dice.

Simon comió un pedazo de asado de ciervo.

—Bueno. Esto se pasa con el tiempo.

Henry le palmeó la espalda, riendo.

—Esas son palabras sabias. Oh, me alegro tanto de que hayas venido, Simon de Clare. Tu sensatez es el remedio más efectivo contra mi impetuosidad.

—Y tu impetuosidad, el remedio más efectivo contra mi pusilanimidad.

Henry sacudió la cabeza.

—Tú no eres pusilánime. Solo prudente. ¿Habéis acabado de comer? Entonces venid. —Se levantó. Era típico de Henry que nunca pudiera permanecer sentado demasiado tiempo en el mismo sitio—. Os enseño el castillo y luego vamos a luchar a la arena, ¿qué te parece?

—Mi padre no se esforzó demasiado con mi formación —confesó Simon—. Supongo que pensaba que era una pérdida de tiempo, dado que nunca iba a estar en un campo de batalla.

—¿Y por qué demonios no ibas a estar? —preguntó Henry desconcertado.

—Porque tengo epilepsia, ya lo sabes.

—Bueno, ¿y eso qué importa? No pasa a menudo, ¿no?

—No. Pero tiene la costumbre de elegir los momentos menos apropiados. ¿Qué pensarán nuestros enemigos si de repente me desplomo y empiezo a contorsionarme y a echar espuma por la boca?

—Seguro que les provocaría un miedo atroz. Mi maestro de armas puede entrenarte, si quieres.

—Pero…

—No hay pero que valga, De Clare. Necesito todas las espadas que pueda conseguir, también la tuya. —Miró a los siameses—. Y las vuestras. Podríais ser un arma mortífera con esas cuatro manos y pies moviéndose rápidos…

—Son campesinos, Henry —le recordó Simon.

El joven francés se encogió de hombros.

—Por ahora —replicó sin inmutarse.

Henry era el hijo mayor del duque de Normandía, y por eso se daba por descontado que debía disponer de una casa propia. Simon había pensado que se trataría de un número limitado de personas que tendrían la misión de preparar a Henry para sus futuros deberes en una atmósfera plácida y serena; pero estaba equivocado. Hubiera debido adivinarlo, se dijo. Una vida como esa hubiera sido demasiado reposada para Henry. En realidad había algunos eruditos en su corte, y Henry les dedicaba cada día dos horas de su tiempo si no encontraba ninguna excusa para evitarlo. Aunque lo hacía más a gusto desde que Simon estaba ahí, que se unía regularmente a las clases. Henry se lo agradecía, porque sabía que un gobernante debía poseer una formación libresca. Pero el núcleo central de su casa lo formaban dos docenas de jóvenes caballeros. Todos le eran profundamente adictos, pues su señor les ofrecía una existencia que consistía de forma fundamental en practicar sus dos ocupaciones favoritas: cazar y combatir. Henry no concedía un gran valor a la sumisión y la etiqueta, de modo que constituían una tropa bien unida que a veces podía parecer bastante bárbara. Los jóvenes también aceptaron muy bien a Godric y a Wulfric. Con gran entusiasmo se enfrentaron al reto de desarrollar una técnica de combate para dos espadas y cuatro manos, y los siameses aprendieron francés con una pasmosa rapidez.

Al principio Simon se quedó un poco sorprendido por la relajación de las costumbres en la corte de Henry: en la lista de empleados a sueldo de Henry había una dueña que vivía con sus chicas en un grupo de tiendas de colores vivos en el patio del castillo, y también había muchas criadas jóvenes que no tenían inconveniente en distraer a los caballeros de su aburrimiento por unos cuantos peniques. Dos de ellas eran hermanas gemelas —Marie y Jeanne—, y antes de que hubiera pasado una semana Simon las vio desaparecer en un almacén con Wulfric y Godric.

Estaba meditando sobre si lo que iba a ocurrir allí dentro no sería inmoral y pecaminoso, dado que los dos hermanos no podían retirarse con sus correspondientes compañeras para tener un encuentro íntimo a dos, cuando la voz de Henry lo arrancó de sus pensamientos:

—¿Qué hace Alan?

Simon levantó la mirada.

—Ya empezaba a pensar que nunca me lo preguntarías.

—No es precisamente mi tema favorito. Al contrario que a ti, a mí no me gusta demasiado darle vueltas a mis deficiencias y mis errores.

—Entonces eres un hombre más afortunado que yo —replicó Simon—. Pero si alguna vez piensas en él, no hace falta que te atormentes demasiado. Ha recuperado la memoria.

—Alabado sea Jesucristo. ¿Y ahora está como cambiado, o qué?

—No. En realidad lo encuentro más o menos igual. Naturalmente no está tan melancólico como antes. Pero, aparte de eso, es el mismo hombre que conocí en la isla. Por otro lado, ahora ha despedido a su mujer y está tramitando un divorcio.

—Buf —soltó Henry—. Está claro que con él uno no puede andarse con bromas, ¿eh?

—Creo que quiere a otra. Así que en cierto modo le hiciste un favor. Aunque no esperes que nunca lo reconozca. Lo que hiciste, Henry, fue…

—Lo sé. En serio, Simon, a veces yo mismo no entiendo lo que me pasa. Pero tengo que hacer todo lo que sea preciso para reconciliarme con Alan. Gloucester me ha escrito que sin Alan nunca conseguiré mi corona, ya que las tropas de mi madre están cansadas de guerrear y él mismo es demasiado viejo y está demasiado enfermo para volver a avivar el fuego. Solo Alan de Helmsby podría hacerlo. Siempre que consiga apartarle de ese espíritu conciliador que últimamente parece caracterizarle.

—¿Qué más decía en su carta? —preguntó Simon intrigado.

—Que debo volver tan pronto como sea posible a Inglaterra, antes de que Stephen arregle sus diferencias con la Iglesia. Y me explica que el rey David de Escocia podría armarme caballero ya que Louis me lo niega. Pero la próxima vez que vaya a Inglaterra, Simon, estaré mejor preparado. Seré yo quien elija el momento, y no Gloucester, ni tampoco mi padre. Yo decido mi destino, y nadie más.

—Ten cuidado, Henry. Lo que dices es una blasfemia.

—Si vamos a Inglaterra, también Dios tendrá que decidirse. Por mí, o contra mí. Dios no me da miedo.