Helmsby, julio de 1147

Haimon volvió uno de los últimos días de julio, y encontró a Alan con el camarero en el granero.

—¡Caramba, primo! —Alan se esforzó en sonreír—. Empezaba a creer que ya habías vuelto a tu casa.

—Mi casa está aquí —replicó Haimon—. Pero he estado en Fenwick, tienes razón. —Lanzó una mirada a Guillaume y añadió—: ¿Qué tal si te vas al almacén a contar guisantes?

—No estaría de más comprobar si nos has robado alguno.

Guillaume salió del granero pisando fuerte.

—Haimon —dijo Alan—, tengo interés en vivir en paz contigo, pero debo rogarte que no trates a mi camarero como a un siervo. Es mi primo y lo aprecio.

Haimon esbozó una sonrisa burlona.

—¿Igual que a mí?

—Lo creas o no, te aprecio. Deberíamos ser como hermanos. Y en lugar de eso, siempre ha reinado la discordia entre nosotros. Pero no tiene por qué seguir siendo así. Está en nuestras manos cambiar las cosas.

—Dame Helmsby. Entonces te incluiré cada noche en mis oraciones con afecto fraternal.

Alan no respondió, y empezó a apilar sacos para dejar espacio a los que pronto llegarían.

—¿Por qué te rompes la espalda con este calor, y aquí? —preguntó Haimon—. ¿No encuentras que es un poco ridículo hacer el trabajo de tus mozos?

—Como tal vez recuerdes, siempre me gustó arrimar el hombro.

—La verdad es que solo lo haces por vanidad. Para demostrar que eres fuerte como un oso y conseguir que tus campesinos te veneren como hacen sus mujeres e hijas.

Alan siguió trabajando un momento en silencio, y luego se volvió hacia él.

—Si quieres que te diga la verdad, Haimon, no concedo un valor excesivo al apego que mis campesinos puedan sentir hacia mí. Ellos lo saben, y por eso no se les ocurriría ni en sueños venerarme. Pero a ti te temen, porque eres un explotador. Por eso no puedo darte Helmsby. A pesar de que por derecho te hubiera debido corresponder. —Cambió de tema—. ¿Cómo está tu madre? —En ese momento recordó que ya le había querido hacer esta pregunta a Haimon el día en que, allí, en el granero, se había tropezado con Henry y Susanna—. ¿Vive aún?

Haimon sacudió la cabeza.

—Hace dos inviernos murió de disentería roja. La echo en falta. Nunca lo hubiera pensado. Siempre me atacaba los nervios con su autocompasión. Quiero decir que nadie la obligó a entregarte entonces a los cortadores de turba para que murieras de hambre y hacer de este modo que la desgracia se abatiera sobre nosotros. Nunca se dio cuenta de que ella misma también era culpable, y me llenaba los oídos de quejas año tras año. Sin embargo, ahora que no está, la echo en falta.

Ese absolutamente inesperado arranque de franqueza dio un poco de esperanzas a Alan.

—¿Y te has casado mientras tanto, por casualidad? —preguntó.

—No. Pero al menos eso me ha ahorrado la penosa tarea de tener que arrastrarme con un saco lleno de dinero hasta el obispo para mendigar un divorcio —se burló Haimon—. Y por cierto, he hablado con ella. Con Susanna.

—Ya me lo imaginaba.

—Pero ¿cómo es posible que te hayas vuelto tan indiferente con respecto a ella? Quiero decir que estabas totalmente…

—Obsesionado, lo sé. He cambiado en muchos aspectos, Haimon. Y entre estos cambios se incluye que ya no concedo ningún valor a todas esas cualidades que tanto aprecié una vez en Susanna. Me puso furioso que me engañara, pero en el fondo me importaba muy poco. Porque ya no la quería.

Haimon lo miró intrigado.

—¿Tienes a otra?

—Aún no. Y tampoco estoy en absoluto seguro de que algún día pueda conseguirla.

—¿Quién es?

—Es demasiado pronto aún para hablar de ello.

Haimon asintió y lo observó con atención un momento.

—Debe de ser una sensación curiosa perder la memoria y luego, de pronto, recuperarla. ¿Te acordaste de todo así de repente?

—No. De muchas cosas. Pero la palabra «curioso» no acaba de hacer justicia a lo que sentí. Fue más bien… la experiencia más perturbadora que he tenido en mi vida. Pero aún me quedan lagunas. Por ejemplo, sigo sin saber qué pasó cuando me fui de aquí.

—Bueno, si tú no lo sabes, supongo que nadie lo sabe. Te marchaste a caballo solo, y luego la tierra se abrió y se te tragó. O al menos esa sensación nos dio a nosotros. Te busqué. Durante semanas.

—¿Por qué? —replicó Alan burlonamente—. Mi desaparición no podía resultarte tan inoportuna.

—¿Por qué, dices? La abuela no dejaba de atosigarme.

—Claro…

Haimon se despidió con un gesto y se dirigió hacia la puerta. Pero, antes de salir, se detuvo en el umbral y le dijo volviendo la cabeza:

—Por cierto. Susanna quiere quedarse en Fenwick.

—¿Susanna está en Fenwick? —preguntó Alan arrugando la frente.

—En cuanto os hayáis divorciado, será mi pupila. No tiene a nadie aparte de mí, sabes. Y he hecho lo que tantos tutores gustan de hacer; es decir, llevármela a mi cama. Oh, no te inquietes, Alan, vino voluntariamente. Ya sabes que siempre estuve loco por ella, ¿no? Supongo que por eso la elegiste. Es un poco como antes, cuando tenía que llevar tus vestidos usados, que ya te quedaban pequeños. Podría decirse casi que es una vieja costumbre. —Y dicho esto, salió.

Alan lo miró mientras se alejaba. Qué estúpido había sido al creer que tal vez Haimon podría perdonarle algún día.

Alan echaba en falta a los siameses y sobre todo a Simon. Luke estaba muy abatido desde el incidente junto a la fuente del pueblo, pero el ataque no se había repetido. Y Oswald había encajado sorprendentemente bien la reciente desaparición de sus compañeros. Alan le había explicado pacientemente que era muy normal que la gente a veces se fuera durante un tiempo, y que eso no significaba que sus amigos le hubieran dejado en la estacada. Oswald había decidido creerle y había reencontrado su habitual temperamento alegre. En cambio Grendel había caído en la melancolía: los siameses habían comprendido, con gran dolor por su parte, que no podía acompañarlos en su viaje, y ahora el gran perro se pasaba la mayor parte del tiempo quieto, mirando al vacío en la sala grande.

Grendel —decidió intervenir finalmente Alan—. Esto no puede seguir así. Ven, muchacho. Tengo que ir a Metcombe y me irá bien tener compañía.

Su abuela sonrió con malicia sin levantar la vista de su cuenco de porridge.

—¿Ahora Alan de Helmsby tiene miedo de sus campesinos?

—La única persona a la que tal vez tema un poco en Metcombe es a mi hija.

—¿Estarás de vuelta por la noche? —preguntó lady Matilda.

Él sacudió la cabeza.

—Estaré fuera dos o tres días. —Tenía intención de seguir hasta Blackmore después de visitar Metcombe.

Alan fue con Grendel a la cuadra, donde lo esperaba Edwy con Conan y una yegua de pelaje color arena.

—Marigold —la presentó el mozo de cuadras—. Es justo lo que necesitáis para vuestros propósitos, mylord.

—Gracias, Edwy.

Alan se aseguró de que las alforjas de Conan contuvieran suficientes provisiones y mantas y montó. Luego cogió a Marigold de la rienda y salió cabalgando por la puerta de su castillo.

Poco después se detuvo ante el molino, que se encontraba en las afueras del pueblo. Al oír el ruido de cascos, Oswald salió de la casa.

—¡Losian! ¿Nos traes grano para moler?

—Mucho mejor que eso, Oswald. Te traigo una sorpresa. Tú, Grendel y yo haremos una excursión. Y podrás cabalgar todo el camino. Sobre Marigold. —Y señaló al dócil poni.

Los ojos de Oswald se iluminaron y palmoteó alegremente, pero enseguida se puso pensativo.

—No sé… Tenemos tanto trabajo, y seguro que Egbert no dejará que…

El molinero también salió afuera y dijo sonriendo:

—Claro que sí, Oswald. Ya lo sabía desde hace unos días. Has sido tan trabajador que te mereces una recompensa.

Oswald estaba fuera de sí de alegría. Eufórico, se puso a girar en círculos.

—¡Haremos una excursión! ¡Haremos una excursión…!

Alan desmontó y se quedó observando, junto con el molinero, esa explosión de pura dicha.

—Si todos fuéramos así, el mundo sería un lugar mejor, mylord —señaló el molinero en voz baja.

Alan asintió.

—Y estaría más cerca de Dios.

También en Metcombe estaban en plena cosecha, y los campesinos, sus mujeres y sus hijos trabajaban en los campos. En el molino a orillas del Ouse había tanta actividad como en el de Helmsby, y en la cercana herrería resonaba el repicar del martillo.

Alan se detuvo ante la casa, desmontó y ató la rienda a la rama de un manzano. Oswald le imitó. La puerta de la herrería estaba abierta de par en par, y entraron. El herrero saludó un poco fríamente a lord Helmsby, y mientras Oswald observaba fascinado cómo trabajaba, Alan se acercó a Agatha y la contempló. Estaba tendida sobre una manta, hecha un ovillo, y a pesar de los martillazos, dormía beatíficamente. Le pareció mucho más pequeña y necesitada de protección de lo que había imaginado en una niña de dos años, pero incluso para una mirada inexperta como la suya era evidente que la pequeña estaba sana y bien alimentada.

Estaba tan concentrado en su contemplación que no se dio cuenta de que de pronto se había hecho el silencio. Por eso estuvo a punto de dar un brinco cuando oyó que el herrero preguntaba:

—¿Habéis venido para quitármela?

Alan levantó la vista.

—Ya veremos. En realidad estoy aquí para ver cómo van las cosas en Metcombe.

El herrero asintió, levantó a la niña dormida junto con la manta y la llevó hacia la puerta.

—Venid, mylord. Junto al agua estaremos más frescos.

Alan y Oswald lo siguieron, y también Grendel se unió al grupo. El herrero los condujo hacia la parte trasera de su vivienda, que daba al río, dejó a Agatha sobre la hierba de la orilla y señaló a sus huéspedes el banco junto a la pared de la casa. Luego desapareció en el interior.

Oswald se instaló en el banco mientras Alan se sumergía de nuevo en la contemplación de esa tierna carita. Agatha abrió los ojos, y cuando Alan los vio, comprendió por primera vez realmente qué quería decir la gente cuando afirmaba que era imposible saber si su color era verde o azul. Casi con timidez levantó la mano y le limpió con un dedo el hollín de la mejilla.

Agatha miró fijamente al desconocido. Y luego sonrió. A Alan se le aceleró el corazón y tragó saliva.

—Agatha.

La niña asintió con la cabeza y descubrió al gran perro, que estaba sentado junto a Oswald. Sus ojos brillaron, se levantó de un salto, corrió hacia Grendel y preguntó:

—¿Llama?

Grendel —le explicó Oswald complaciente.

—¿Toca?

Alan se sentó en el banco junto a Oswald.

—Sí, Agatha, puedes acariciarlo si quieres.

Antes de que el herrero volviera con la cerveza, Grendel y Agatha se habían hecho amigos. La niña acarició el pelaje hirsuto del animal y el perro le lamió la mano y luego se puso patas arriba, lo que Agatha encontró tan cómico que su risa cristalina parecía que no iba a acabar nunca. Alan miró a la pareja fascinado, hasta que una mano callosa y tiznada apareció en su campo de visión con un vaso de madera.

—Tomad, mylord.

—Gracias.

También Oswald recibió su cerveza y dio las gracias.

El herrero se sentó entre ellos, y Alan empezó a hablar con él sobre las preocupaciones de la gente en Metcombe. Después de que se hubieran puesto de acuerdo en el aplazamiento de los arriendos adeudados, Alan dio una vuelta por el pueblo. Cuando finalmente volvió a la casa del herrero, Oswald había sentado a Agatha sobre el lomo de Grendel y la sujetaba con cuidado mientras el perro trotaba despacio junto a la orilla.

—¿Y qué será ahora de la niña? —preguntó Cuthbert de improviso.

—No sé qué es lo más conveniente —reconoció Alan—. Difícilmente podemos ignorar que es mi hija, ¿no?

—¿Por qué no? Apuesto a que no es vuestro único bastardo…

—Sí lo es. No era tan promiscuo como por lo visto supones. Por lo demás, no consiento estas faltas de respeto.

El herrero inclinó la cabeza, pero no se disculpó.

Alan dudaba. En su interior luchaban dos impulsos contrapuestos. Por un lado, el deseo, singularmente intenso, de llevarse a Agatha: Alan quería ver crecer a la niña, quería que se convirtiera en una dama, y no en la mujer de un campesino; que viviera con las comodidades que él podía ofrecerle. Pero al mismo tiempo no estaba seguro de que con eso le hiciera un gran favor. ¿Y qué diría Miriam en caso de que un día pudiera llevarla a Helmsby y se tropezara con una niñita con sus mismos ojos? Las cosas ya serían bastante difíciles para Miriam sin Agatha.

—No creo que fuera bueno para ella hacerla cambiar de ambiente ahora que acaba de superar la reciente muerte de su madre —decidió finalmente—. De modo que te la dejo de momento. Pero si tu siguiente mujer no es buena con ella o hay alguien en Metcombe que quiera hacerle pagar a Agatha que el abuelo de mi abuela os arrebatara vuestras tierras con astucias, me enteraré, Cuthbert.

—No era necesario que dijera eso, mylord.

—No, lo sé. Tan innecesario como desafiarme, ¿no es cierto? —Alan se acercó al alegre trío de la orilla—. Oswald, ya es tarde, tenemos que seguir.

—¡Ooh! —exclamó el joven, decepcionado—. Qué lástima.

Alan levantó a Agatha, la besó en la frente y la dejó en el suelo.

—Que Dios te proteja, Agatha. Hasta pronto.

Cuando a la mañana siguiente llegaron a Blackmore, hacía un calor bochornoso y se escuchaba el retumbar de los truenos en la lejanía. Alan se preguntó si ese era el motivo de que en ese lugar todo le pareciera tan oprimente.

—Poca gente en los campos —murmuró Oswald.

—Es verdad —asintió Alan—. Pero aquí están bastante más avanzados con la cosecha que en casa o en Metcombe.

Blackmore solo era una pequeña aldea situada al borde de un lago. La razón de que tanto Helmsby como Fenwick estuvieran ansiosos por imponer su dominio sobre el lugar, no se debía a su tamaño sino al buen rendimiento de su tierra grasa y negra, y sobre todo al vino que allí se obtenía.

Los dos jinetes pasaron junto a una chiquilla que cuidaba de una bandada de gansos.

—¿Dónde están todos? —preguntó Alan.

La niña señaló hacia el centro del pueblo.

—Esta vez han cogido a mi tío. Y todos tienen que mirar.

Antes de que Alan hubiera podido informarse sobre el sentido de estas palabras, se escuchó el sonido sibilante de un latigazo. La niña empezó a llorar. Se oyó un segundo latigazo. Oswald estaba encogido en su silla, petrificado de miedo.

—Oswald, hazme el favor de esperar aquí y encárgate de que Grendel no se meta con los gansos.

Oswald lo miró con los ojos dilatados y desmontó.

Al entrar en el pueblo, Alan oyó el restallido del siguiente latigazo. La macabra escena se desarrollaba en un prado, en el centro del grupo de casitas. Unas tres docenas de hombres, mujeres y niños estaban agrupados en forma de media luna en torno a un poste de madera al que se encontraba atado un hombre. Dos pasos por detrás de él, un tipo de aspecto siniestro equipado con una coraza de malla herrumbrada levantaba un látigo en el aire. El rostro barbudo de su víctima estaba deformado por el dolor, pero, aparte de un jadeo entrecortado, ni un sonido escapaba de su boca.

Aunque su caballo se resistía a avanzar, Alan lo guio hasta el poste, se colocó como un muro de defensa entre el hombre atado y su torturador y luego desmontó sin prisas. El hombre de la cota de malla le espetó en tono airado:

—¿Quién demonios sois vos?

—Alan de Helmsby. ¿Y vuestro nombre, monseigneur?

—Mi nombre no os importa una mierda. Aquí ya no tenéis nada que decir ni se os ha perdido nada, Helmsby. Y ahora apartaos de en medio; aún no he acabado, ni mucho menos, de ajustarle las cuentas a este alborotador.

—Me temo que estáis en un error —le hizo saber Alan—. Blackmore forma parte de mi feudo, y en mis tierras no se ultraja a ningún campesino. De modo que os aconsejo que enrolléis vuestro látigo y abandonéis el campo.

—Sois vos quien estáis en un error. Blackmore pertenece legalmente a Fenwick, y por tanto al dominio de lord Haimon de Ponthieu. Quien me ha enviado aquí para que me asegure de que todo esté en orden.

—¿Y para golpear a los campesinos?

El hombre asintió.

—Para que haga todo lo que sea preciso para quebrantar su espíritu rebelde e incitarlos a trabajar como es debido. Y no estoy solo aquí.

Alan hacía rato que había descubierto a sus dos compañeros, que se habían colocado detrás de los lugareños y ahora se acercaban despacio hacia ellos.

—Umm… Creo que tendré que hablar seriamente con lord Haimon. Y vos desapareceréis de aquí ahora mismo. —El rostro de Alan se había ensombrecido de repente—. Lárgate mientras puedas. No volveré a repetírtelo.

El hombre sonrió con ironía y levantó el látigo.

Casi en el mismo instante Alan desenvainó su espada y la blandió en el aire. Una fracción de segundo después la cabeza del esbirro voló hacia la izquierda, aterrizó en el suelo y rodó dando tumbos sobre la hierba. Algunos hombres gritaron, pero enseguida volvió a hacerse el silencio. Los otros dos tipos se quedaron mirando, horrorizados, el cuerpo descabezado de su jefe, que yacía cubierto de sangre en la hierba.

—¿Y bien? —preguntó Alan—. ¿Alguno de vosotros sigue queriendo discutir conmigo?

En lugar de responder, los hombres dieron media vuelta, y un momento después se oyeron los cascos de sus caballos que se alejaban a toda velocidad.

Alan cortó con su espada ensangrentada las ataduras del hombre.

—¿Estáis bien?

—No os preocupéis, mylord. Aquí estamos acostumbrados a cosas mucho peores que esta. —Lo había dicho como si no le diera importancia, pero sus ojos centelleaban de ira. Con rostro impasible contempló el cadáver—. Por los dientes de St. Guthlac, ¿cómo puede hacerse algo así?

—Oh, es muy sencillo —respondió Alan—. Solo hay que estar dispuesto a ello. Negar todo lo que hay de humano y compasivo en tu interior. Entonces es un juego de niños, Bedwyn.

—¿Os acordáis de mí? —Alan hizo un gesto de asentimiento. Recordaba que el hombre había combatido bajo sus órdenes en la batalla de Lincoln—. No hace falta que perdáis el sueño por eso, mylord —le aconsejó Bedwyn burlonamente—. Este bribón no poseía ninguna de las cualidades que habéis mencionado.

—¿Tiene lord Haimon a más hombres aquí, aparte de esos tres?

Bedwyn sacudió la cabeza, levantó su vestido de la hierba y se cubrió.

—Supongo que pensaban que nos tenían dominados —dijo—, de modo que con tres bastaba. Y bien mirado, tenían razón. Después de que lord Haimon nos ordenara que en adelante le pagáramos el arriendo a él, vuestro camarero estuvo aquí y nos explicó que Haimon no tenía ningún derecho a hacer eso. Pero vuestro camarero no envió a ningún ejército, y lord Haimon sí.

—Mi camarero no es culpable de nada —replicó Alan—. Yo me había llevado de Helmsby a todo el que podía sostener una espada, y luego… me extravié.

Bedwyn lo observó con detenimiento.

—Sí. Ya hemos oído hablar de eso.

Alan gritó a los restantes campesinos:

—Colocad el cadáver en una caja. Me lo llevaré conmigo y se lo entregaré a Haimon de Ponthieu.

Mientras unos cuantos aldeanos se afanaban en cumplir su orden, los restantes lo rodearon y le dieron las gracias por su protección.

Alan negó con la cabeza:

—Esto nunca hubiera debido llegar tan lejos.

—Mataron a mi padre de una paliza —informó un joven.

—No fue intencionado —objetó otro—, pero eran despiadados cuando alguien no les obedecía. No podíamos enfrentarnos a ellos, mylord.

—Sí, lo sé. Dejad de disculparos. —Alan se dirigió al joven—. He dejado a mi compañero ahí arriba, con la niña de los gansos. Sed tan amable de decirle que venga.

El joven le obedeció de buen grado y fue a buscar a Oswald.

—¿Queda aún algún barril de mi arriendo, o Haimon ordenó que se lo llevaran todo? —preguntó Alan a Bedwyn.

—Casi todo. Pero aún nos quedan algunos barriles.

—Pues abramos uno —ordenó Alan. Y cuando el vino dorado llenó los vasos, los aldeanos, a pesar de las protestas de Alan, vitorearon a su liberador y brindaron por el descenso a los infiernos de su opresor.

Blackmore había celebrado una gran fiesta en la que no había faltado la bebida, pero Alan no se había excedido con el vino. Quien, en cambio, cuando partieron a la mañana siguiente, tenía una buena resaca era Oswald.

El joven se sostenía la cabeza con las manos, sentado en el pescante del carro que habían tomado prestado a los campesinos y al que habían enganchado a la paciente Marigold.

—Duele mucho, Losian. Estoy tan malo.

—Entonces procura no vomitar sobre tu ropa o tus zapatos.

—Ahora vuelves a ser cruel conmigo —se quejó Oswald.

—Te lo advertí —le recordó Alan—. Te dije que ya habías bebido bastante, pero tú tenías que seguir.

Las tormentas del día anterior habían despejado la atmósfera, y hacía un tiempo magnífico para viajar. Mientras cruzaban un bosque, tropezaron con un riachuelo y Alan decidió hacer un alto.

Se sentó cerca de la orilla y dio unas palmadas en el suelo a su lado.

—Tiéndete un momento y cierra los ojos. Te encontrarás mejor.

Con una rapidez digna de envidia, Oswald se quedó dormido sobre la hierba. Alan abrevó a los caballos, tomó un bocado y, mientras se arrodillaba junto a la orilla para beber un trago, algo duro como una roca lo golpeó en la nuca.

Alan cayó hacia delante. Unas manos fuertes lo sujetaron por los hombros y lo arrastraron fuera del agua. Una bota aterrizó en su plexo solar. La patada lo dejó sin aliento, las lágrimas asomaron a sus ojos y trató desesperadamente de tragar aire, tosiendo. Una mano lo agarró por los cabellos y le levantó la cabeza. Se encontró frente a una cara que no había visto en su vida, pero que le recordaba vagamente a alguien. De una forma imprecisa percibió que otra persona le sujetaba las manos a la espalda y lo ataba.

—¿Nos conocemos? —preguntó con grotesca cortesía.

—Mi hermano tuvo el placer de conocerte. Os visteis en Woodknoll. Tal vez lo recuerdes; en esa ocasión lo mataste.

—Tú eres… Rollo de Laigle —dedujo Alan.

—Enchanté, hijo de puta…

El puño que voló hacia su cara estaba enfundado en un guante de malla de hierro. En el último instante Alan giró la cabeza y el golpe lo alcanzó en la sien. De nuevo le pareció que todo se desvanecía a su alrededor. Oyó ladrar a un perro. Luego el ladrido se transformó en un aullido y finalmente enmudeció. Oswald empezó a gritar: «¡Grendel! ¡Losian!», y Alan sintió que lo ponían en pie y que los puñetazos caían sobre él como una granizada de piedras. Le abrieron una herida sobre la ceja y encajó una serie de martillazos en el pecho y el vientre, antes de oír en su cabeza la voz familiar de su tío Gloucester: «Reflexiona. Olvida el dolor. Olvida la sangre. No significan nada. Sobrevivir lo es todo».

Siempre había podido confiar en esa voz. Le tranquilizaba, y le hacía frío y peligroso. Abrió los párpados y vio dos pares de manos que le sujetaban los brazos. Entonces miró a Rollo de Laigle a los ojos y saltó cuando el puño salió disparado hacia él. Su pie izquierdo le rompió la muñeca a De Laigle, y con el derecho lo alcanzó en el pecho.

Los compañeros de De Laigle no habían contado con que tendrían que aguantar todo el peso de su cuerpo, y los tres cayeron al suelo.

Rollo de Laigle también había caído, y ahora trataba desesperadamente de hacer llegar aire a sus pulmones mientras se sostenía la mano derecha rota con la izquierda.

Oswald estaba arrodillado a unos pasos sobre la hierba, cubierto de sangre de la cabeza a los pies. Pero no era su sangre, comprendió Alan. Oswald sostenía en sus brazos a Grendel, que tenía la garganta rajada, y aullaba al cielo todo su horror y su dolor. Alan fue el primero que volvió a ponerse en pie, pero también De Laigle se levantó enseguida de un salto. El hombre desenvainó su espada con la mano izquierda y se la colocó a Alan contra la garganta.

—Tapadle la boca al tarado —ordenó a sus compañeros.

Uno de ellos se acercó a Oswald y lo abofeteó.

—¡Cierra el pico!

Oswald aulló aún más fuerte, incapaz de entender, en su pánico, lo que decía el hombre, que volvió a golpearle sin compasión.

—Silencio, Oswald —le ordenó Alan.

El aullido histérico se fue apagando poco a poco hasta convertirse en un llanto desgarrador.

—Han… matado a Grendel, Losian… —gimió.

—¿Por qué te llama así? —preguntó De Laigle irritado.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó Alan—. Es un retrasado. Los campesinos de Blackmore me lo cedieron junto con el carro porque durante la cosecha no podían prescindir de nadie más. ¿Así que cómo voy a saber lo que pasa por su cabeza de idiota? —La expresión de total desamparo que había adoptado el rostro de Oswald al oír esa aparente revelación de sus auténticos sentimientos le resultaba casi imposible de soportar; pero no sabía qué podía hacer si no. Porque si De Laigle llegaba a intuir el tipo de relación que lo unía con su acompañante, harían pedazos a Oswald ante sus ojos—. ¿Cómo me has encontrado? —le preguntó.

—¿Tú qué crees? Te he seguido. Me ha costado un poco dar con tus huellas, pero ahora te tengo. Y ha llegado el momento de ajustar cuentas… ¡Encended un fuego! —ordenó a sus dos acompañantes.

Alan giró las manos una contra otra, pero los esbirros de De Laigle habían aprendido la lección: no le habían atado con un cordón de cuero sino con una cuerda de arco. Enseguida, la cuerda penetró en la carne, y Alan comprendió que no cedería. Estaba perdido.

Finalmente De Laigle dijo:

—Ahora buscad un palo candente y sacadle un ojo al idiota.

Alan se quedó sin aliento y sintió como si la piel de su cabeza se contrajera de repente. Miró a Oswald. De Laigle se permitió una sonrisita cargada de odio y siguió un momento su mirada. Aquel momento fue suficiente.

Alan apartó la cabeza a un lado bruscamente. Casi en el mismo instante, la espada golpeó, pero el golpe se perdió en el vacío. Alan saltó sobre la fogata y corrió por entre los árboles, dirigiendo la mirada hacia la tierra oscura. Podía oír a sus perseguidores, que lo seguían de cerca.

—Detente, sabes que te atraparé —jadeó De Laigle.

Es probable, pensó Alan. Con las manos atadas no tenía ninguna posibilidad de correr más rápido que ellos. Echó el cuerpo hacia delante al sentir una mano que trataba de agarrarlo, saltó sobre un tronco caído, y entonces vio por fin el traicionero matojo de hierbas oscuro que había estado buscando en el suelo. Bruscamente se deslizó hacia la derecha y se dejó caer.

Su perseguidor no reaccionó bastante rápido. Antes de que hubiera captado el cambio de dirección de Alan, el suelo cedió bajo sus pies. Con un grito de espanto De Laigle aterrizó en el pantano e instantáneamente se hundió en él hasta las caderas.

—Maldita sea… —resopló asqueado—. ¡Sacadme de aquí!

Uno de sus esbirros se había quedado parado junto a Alan y lo mantenía en jaque con su arma. Cuando Alan se incorporó hasta quedar sentado, el hombre dio medio paso hacia atrás. Su compañero se encontraba al borde de la ciénaga y miraba, aturdido, a su señor hundido en el fango.

—No me has oído, zoquete, sácame de aquí —ordenó De Laigle.

—Enseguida, monseigneur.

El hombre se sacó precipitadamente el cinturón, se acercó un paso más al borde y lanzó uno de los extremos a De Laigle. Este sujetó el cinturón con su mano sana, tiró, y de repente el borde del agujero se hundió bajo los pies del zoquete. También él aterrizó en la sopa marrón oscura con un ruido de chapoteo.

—¡Eres un imbécil! —gritó Rollo de Laigle.

Su compañero de desgracia manoteaba en el fango presa del pánico. Pronto estuvo hundido hasta los hombros en la ciénaga. De Laigle trató de llegar al borde del agujero, y para hacerlo se apoyó en el otro, que se hundió con un grito.

—¡Fulk, sácame! —La voz de De Laigle temblaba.

Fulk dio un paso atrás y miró a Alan.

—Hazlo tú.

Alan se puso en pie.

—Tendrás que soltarme.

—¡Date prisa! —llegó la voz de Rollo desde la ciénaga.

Fulk asintió con la cabeza.

—Date la vuelta.

Obedientemente, Alan le dio la espalda, esperó a que lo liberara de sus ataduras, sacó su puñal y le clavó la hoja a Fulk en el corazón.

—Me temo que tú también eres un zoquete —soltó mientras se acercaba al borde de la ciénaga.

—¡Ayudadme! —gritó De Laigle aterrorizado—. Os lo ruego…

—¿Tú me lo ruegas? —replicó Alan, incrédulo—. Será mejor que empieces a rezar. No te queda mucho tiempo.

El hombro de De Laigle se movió. Ya estaba metido en el pantano hasta el cuello.

—Losian…

Alan dio media vuelta, espantado; atrajo a Oswald hacia sí, apretó la cara del joven contra su hombro y le tapó los oídos.

Oswald se revolvió.

—Sácalo, Losian, por favor…

—Ya no podemos hacer nada. Es demasiado tarde. No lo mires.

—Helmsby… ¡Ayudadme! Por el amor de Cristo, ayud…

La última palabra terminó en un espantoso gorgoteo.

Cuando en el pantano se hizo el silencio, Alan soltó a Oswald y lo miró a los ojos. El horror los había oscurecido. El joven estaba conmocionado. De nuevo tenía la cara azulada y temblaba.

—Lo que te dije antes solo era un truco, Oswald.

—Lo sé. Al principio no lo sabía, pero luego sí. —Esbozó una sonrisita dolorosa—. Grendel… Quería morder a los hombres, y entonces uno… Godric y Wulfric se pondrán tan tristes…

Alan había enterrado a Grendel junto a la orilla del riachuelo, y como Oswald tenía miedo de que los pájaros pudieran cebarse en los ojos de Fulk, también había lanzado su cadáver a la ciénaga con los de sus compañeros.

Los dos amigos se habían lavado la ropa lo mejor que habían podido y luego habían reemprendido la marcha; pero Alan no se había atrevido a viajar muy lejos ese día, porque Oswald estaba enfermo de agotamiento. Por eso no llegaron a Helmsby hasta la mañana siguiente. Allí Alan se detuvo ante la iglesia y luego entró con Oswald en el interior en penumbra.

—¿Rey Edmund?

Edmund subió por la escalera de la cripta y les tendió la mano sonriendo.

—Bienvenidos a casa.

—Nuestra excursión no ha transcurrido tan pacíficamente como esperaba —explicó Alan con aire sombrío—. Dejaré a Oswald contigo, si te parece bien. Lo que ahora necesita sobre todo es un poco de paz. ¿Qué hace Luke?

—Ahora vengo de verlo. Hace dos días que está acurrucado en la cripta y se niega a abandonarla. Ella se lo ha ordenado, dice.

—Cada vez está peor —observó Alan angustiado.

Edmund asintió.

—Pero al menos no alborota.

Falta ver cuánto durará, pensó Alan. Sin embargo, cuando abandonó la iglesia, se sentía un poco más tranquilo; porque en la misma medida en que Luke parecía empeorar, la actitud del rey Edmund parecía mejorar. No es que hubiera empezado a dudar de que fuera realmente un rey mártir anglosajón; pero se había suavizado, ya no se excitaba con tanta facilidad y tampoco se lanzaba como un loco contra el primero que maldecía. Alan tenía la sensación de que el rey Edmund no solo crecía con sus nuevas tareas, sino que sanaba gracias a ellas.

—Bienvenido a casa, mylord.

—Gracias, Edwy. ¿Sabes por casualidad dónde está lord Haimon?

—En la sala grande.

—Entonces haz que lleven esta caja allí. Inmediatamente.

Alan subió a la torre y se detuvo ante la entrada de la sala. Ælfric, Athelstan y Roger —sus tres caballeros— estaban sentados junto al camarero y los guardias libres de servicio. Su abuela se había hecho bajar el bastidor y trabajaba en su labor junto a la ventana. Y Haimon estaba de pie formando grupo con los tres hermanos de Ely en el estrado. Los cuatro hombres estaban enfrascados en una conversación que parecía seria. Alan entró en la sala y se dirigió sin prisa hacia la mesa alta. Matilda fue la primera en descubrirlo, y su rostro se iluminó.

—Vaya, aquí estás otra vez.

Alan cogió su mano entre las suyas y se la llevó a los labios.

—Sí, aquí estoy —replicó sonriendo.

—¿Y cómo ha ido con la niña? Oh, ya veo que estás perdido sin remisión.

Alan asintió con la cabeza. Entonces oyó pasos en la entrada y se acercó al estrado.

—¿Haimon?

Su primo se volvió hacia él.

—Alan… has vuelto a casa.

—¿Sorprendido?

—¿Por qué demonios iba a estar sorprendido?

Cuatro mozos entraron llevando la caja a hombros y a un gesto de Alan depositaron la carga a sus pies.

—Estuve en Blackmore —informó Alan a su primo—. Y te he traído algo de allí. —Señaló la caja.

Haimon se acercó, vacilando, desde el estrado y se detuvo ante él.

—Ábrela —le propuso Alan—. Recuerdo que siempre fuiste un gran amante de las sorpresas.

Haimon abrió la tapa y se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la caja. Los hombres sentados a la mesa murmuraron sorprendidos y uno de los tres monjes lanzó un grito estridente.

Los dos días en la caja no habían favorecido precisamente al cadáver. La sangre se había secado y tenía un repugnante tono marrón, y la cabeza había rodado hasta los pies, desde donde los ojos miraban fijamente al alto techo de la sala desde un rostro amarillo ceroso.

—Lo lamento, primo. Sé que te era fiel y estoy seguro de que lo apreciabas, pero fue el único lenguaje que entendió cuando traté de explicarle que Blackmore me pertenece a mí y no a ti.

—Tú eres… ¡eres un bastardo!

—Lo sé, lo sé. —Alan levantó las manos en un gesto apaciguador—. Y tú estás convencido de que por esta razón te corresponde todo lo que me pertenece. Como ya te dije hace poco, hasta cierto punto comprendo tu ira, pero has malgastado el último resto de indulgencia que me quedaba.

—¡Magnífico! —replicó Haimon—. Siempre me pareció más difícil soportar tu benevolencia que tu arrogancia.

—Este necio de aquí está muerto porque tú atentaste contra mis derechos. Y no ha sido el único al que he tenido que matar. Parto de aquí para visitar mis dominios y de repente el viaje se convierte en una guerra. ¿Por qué?, me pregunté. Y la respuesta es: porque tú querías que fuera así.

—No tengo ni la menor idea de lo que hablas.

—Estuviste en Woodknoll. Le diste mi nombre a Rollo de Laigle y le dijiste dónde podía encontrarme.

—¿Quién? Estás hablando con enigmas.

—Woodknoll es la propiedad de Simon de Clare. Dos hermanos llamados De Laigle se apoderaron de ella mientras él estaba fuera.

—¿Y cómo demonios podía estar yo enterado de eso?

—No era ningún secreto. Simon le habló de ello a Henry. Y Henry a ti, supongo. Cuando despedí a Susanna, tú estuviste desaparecido durante días. Ahora sé dónde te habías metido. Estabas en Woodknoll, donde convenciste a Rollo de Laigle de que se encargara de que yo no volviera de mi pequeño viaje. De Laigle afirmó que me había seguido. Pero, en ese caso, ¿por qué esperó tanto para atacarme? Y conocía mi nombre; pero cuando yo estuve en Woodknoll ni yo mismo lo conocía. No. Alguien lo puso sobre mi pista.

—¿Y por qué supones que tuve que ser yo? —replicó Haimon.

—Porque tú eres mi heredero. Tú y Susanna. Supongo que fue idea suya. Pero fuiste tú quien cabalgó hasta Woodknoll. Y como tu odio es insaciable, aún le diste a De Laigle un consejo: «Si va acompañado de un tarado o un idiota, mátalo primero. Hazlo despacio y deja que él lo vea. Tiene una especial debilidad por esa gente. No tienes por qué tener escrúpulos. Estos tipos no tienen alma, no han sido creados a imagen de Dios». Y eso, Haimon… eso es algo imperdonable.

—Estás tan loco como tus amigos —exclamó Haimon.

—¿Lo niegas?

—Cada palabra.

Alan señaló al muerto con la cabeza.

—Entonces jura por su alma que no es verdad.

Haimon soltó una carcajada.

—Vete al infierno. Yo no tengo por qué jurarte nada.

Los guardias y los caballeros sentados a la mesa murmuraron, excitados, entre sí. Los tres monjes intercambiaron miradas inquietas, y finalmente el hermano Elias se adelantó un paso y dijo:

—Juradlo, hijo mío; si no, siempre flotará una sombra de sospecha en torno a vuestra persona.

—Nadie tiene derecho aquí a exigirme que preste un juramento de inocencia.

Su abuela se levantó de su asiento.

—¡Júralo, Haimon!

Haimon lanzó un resoplido:

—Hubiera apostado cualquier cosa a que le creerías a él y no a mí. Ha sido así desde siempre, ¿no es cierto?

—Te creeré si prestas juramento. ¿Qué tiene eso de difícil si la acusación es infundada?

—Yo… —Haimon paseó la mirada por la sala en busca de apoyo, pero solo pudo ver caras recelosas u horrorizadas—. No voy a jurarte nada, Alan. No tengo ninguna necesidad de humillarme de este modo ante ti.

Alan asintió con la cabeza.

—Desaparece. No te dejes ver nunca más por Helmsby. Tenemos la misma sangre, y por eso no quiero matarte, pero si vuelves a causarnos algún daño a mí o a los míos, lo haré, Haimon. —Golpeó la caja con la punta de la bota—. No te olvides de tu amigo. Y te prevengo: cualquiera que envíes a Blackmore, volverá a casa igual que este.