Helmsby, julio de 1147

Sus tres primos, Roger, Athelstan y Ælfric, lo acompañaron en su viaje de vuelta a casa. Alan constató que apenas podía esperar a llegar a Helmsby. Experimentaba algo que había olvidado por completo: la añoranza del hogar. Y se entregaba gozosamente a este sentimiento nuevo. Solo cuando uno sabía quién era y adónde pertenecía, podía sentir añoranza. Qué lujo, pensó. Su nostalgia de Helmsby, de su castillo, sus bosques, prados y campos y su iglesia, de una belleza que cortaba la respiración, era tan avasalladora que se imponía ampliamente al malestar que le producía la idea de reencontrarse con todas las personas que lo esperaban en su casa.

Cuando entró en la sala grande, ya se habían reunido allí la mayoría de los habitantes del castillo, ya que era la hora de la cena. En el camino a la mesa principal, Alan saludó con la cabeza a los presentes y finalmente se inclinó ante su abuela.

—Madame.

—Vaya. —Su voz tenía un tono helado, pero de todos modos volvía a hablarle—. ¿Se puede preguntar dónde has estado?

—En Norwich. En Bristol. Aquí y allá.

—Espero que hayas encontrado lo que sea que fueras a buscar allí.

Él la miró a los ojos.

—Pues sí, en efecto lo he hecho.

Simon, que estaba sentado un poco más a la izquierda, junto a los tres hermanos de Ely, murmuró:

—Has recuperado la memoria.

Alan se acercó a él y asintió.

Simon sacudió la cabeza, asombrado, y le dirigió una sonrisa extrañamente cohibida.

—Que el Señor sea alabado.

—Amén —murmuró el hermano Cyneheard—. Nunca hemos dejado de rezar por vuestra curación, mylord.

—Es algo que sé apreciar en lo que vale, hermano —le aseguró Alan. Luego volvió a bajar la mirada hacia su joven compañero, y de repente comprendió qué era lo que lo tenía tan preocupado—. ¿Apenas acabo de llegar y ya quieres ofenderme de una forma tan cruel dudando de mí?

—Estás curado. Y no creas que no me alegro de todo corazón, pero…

«Ya no eres uno de los nuestros». Alan oyó casi estas palabras, tan claramente aparecían dibujadas en el rostro de Simon.

—Eso no cambia nada en las cosas que hemos vivido y hecho juntos —objetó Alan.

—No. Claro que no. En cualquier caso estoy contento de verte… Oswald se pondrá loco de alegría cuando sepa que estás otra vez aquí.

Alan también comprendió lo que Simon no le decía.

—Gracias por haber ocupado mi puesto. Nunca lo olvidaré, Simon. Y te lo recompensaré, ya lo verás.

Simon sacudió la cabeza.

—No me debes nada.

—Yo no opino lo mismo. Más tarde hablaremos de esto. Ve y explícaselo a los otros, si quieres. ¿Qué te parece si nos encontraremos una hora después de la puesta de sol en la iglesia?

—Hecho.

Alan volvió al centro de la mesa, donde ya habían colocado un sillón para él, y saludó con la cabeza a su primo.

—Haimon.

—Alan. De nuevo dueño de tus sentidos, ¿no?

Se había puesto sospechosamente pálido y había un brillo maligno en sus ojos entornados. La conciencia de que su primo hubiera preferido mil veces que hubiera permanecido para siempre con la mente y el alma mutiladas conmocionó a Alan, pero de ningún modo iba a permitir que se le notara en la cara. Le guiñó el ojo.

—¿Decepcionado?

Sin esperar a su respuesta, se volvió hacia su mujer.

—Ve arriba. Espérame allí.

Susanna se levantó sin prisas, procurando mantener la dignidad, y se marchó.

—Solo le haces un favor echándola —murmuró su abuela—. Aquí, ante los ojos de todo el mundo, sufre más.

—Estoy hambriento, pero no tengo intención de volver a comer nunca con ella en la misma mesa; de modo que uno de los dos tenía que irse. Por lo demás, abuela, te estaría agradecido si en adelante te mantuvieras al margen de mis asuntos personales.

—Me alegro de que hayas reencontrado a tu afable yo. Veo que ya eres el viejo Alan de siempre.

No lo soy, y probablemente nunca volveré a serlo, pensó él; pero pasó por alto la pulla de su abuela. Recordaba que en otro tiempo la influencia que le correspondía tener a ella en su vida había sido un tema de discusión frecuente entre ambos. De hecho Matilda siempre había disfrutado discutiendo con él. Alan se preguntó si los últimos tres años no le habrían hecho más inteligente y paciente, de modo que ahora ya no caía con tanta facilidad en la trampa como antes.

—Lamento el incidente con el laúd de tu padre —presentó como oferta de paz.

—Algo es algo —gruñó ella enfurruñada, pero luego se ablandó un poco—. El hermano Elias dice que en Ely hay un monje que posiblemente pueda repararlo.

—La próxima vez que vaya a Norwich lo llevaré.

—¿Estuviste en casa de Ruben ben Isaac?

—En realidad fue en casa de su hermano. ¿Cómo demonios te has enterado de eso?

—Ruben me escribió. Es un viejo amigo.

Alan se quedó estupefacto.

—¿Cómo es posible?

Perplejo, escuchó la explicación de su abuela sobre la antigua relación que existía entre su familia y la de Miriam.

—¿Y ese Josua te curó? —preguntó después Matilda, intrigada.

—En cierto modo. Me llevó hacia el camino correcto. Y ahora debo sufragar un hospital donde tratará a personas como mis compañeros y yo mismo. Pero no tengo ni idea de cómo voy a poder hacerlo sin tener problemas con el obispo de Norwich. Por lo que he oído, los judíos no le gustan demasiado.

—No te preocupes por eso, Alan. Siempre encuentras un camino para conseguir lo que quieres, ¿no es cierto? Sin duda te viene de tu padre.

Alan se preguntó, inquieto, qué quería decir con aquello. ¿Habría deslizado el parlanchín hermano de Josua alguna insinuación sobre él y Miriam en su carta?

—Me gustaría tener tu confianza —murmuró él.

Su abuela le palmeó el brazo en un gesto maternal, que contrastó de una forma chocante con las palabras que lo acompañaron:

—Una excomunión tampoco es el fin del mundo, ¿sabes? Tarde o temprano se anula. Si el precio es el adecuado.

—Aquí estoy. He traído un odre de vino. Espero que no tengas nada en contra, rey Edmund.

Alan colocó el odre sobre el suelo de piedra de la iglesia. Los siameses, su perro, Luke, Simon y el rey Edmund lo rodearon.

—De ningún modo, hijo mío. Iré a buscar el cáliz y brindaremos por tu curación y tu vuelta a casa.

Alan se apartó de ellos y se acercó a la gruesa columna a cuya sombra se cobijaba Oswald. Tenía la cabeza baja y los brazos cruzados sobre el pecho. Aquello no prometía nada bueno.

—Oswald…

Nada.

—Entiendo que te haya puesto furioso que desapareciera así de repente, sin siquiera despedirme. Pero no tenía más remedio, créeme…

—Vete —lo interrumpió Oswald—. Ya no amigo.

Alan miró al joven, consternado.

—No lo puedes decir en serio.

La mirada de Oswald valía por mil palabras. Efectivamente lo decía en serio.

¿Qué demonios te pasa, chiquillo desagradecido?, estuvo a punto de soltar Alan. Yo te saqué de tu aislamiento. Me preocupé de que los que eran más fuertes que tú te dejaran una parte de la comida. Sin mí, no hubieras sobrevivido ni una semana. ¿Es que todo eso no vale nada? No, era la respuesta. En cierto sentido, al menos. Oswald estaba decepcionado, aquello le había hecho perder la confianza que tenía en él. Y eso era lo único que sabía en este momento. Sufría, y por eso quería devolver el golpe.

Alan lo cogió tímidamente de la mano.

Oswald se soltó.

—Oswald, escúchame —le pidió Alan.

—Vete.

—No puedes echarme solo porque he hecho algo que a ti no te gusta. Las cosas no funcionan así entre amigos.

—¡Nos dejaste abandonados! —le soltó Oswald.

Godric no pudo aguantar más.

—Eso no es verdad, Oswald. Él sabía que teníamos un techo y bastante para comer y que cuidaríamos los unos de los otros. Y ahora ha vuelto. Eres de lo más rencoroso, compañero. Lo que hizo Haimon no es culpa suya. Hubiera podido pasar igual si él hubiera estado aquí.

—¿Qué hizo Haimon? —preguntó Alan, alarmado.

Luke le explicó lo que había pasado. No se extendió en detalles, pero su indignación era más que evidente.

Alan no se sorprendió.

—Lo siento —le dijo a Oswald—. Me hubiera gustado poder ahorrártelo; pero Godric tiene razón, estas cosas pasan. Tú crees que te dejé abandonado; pero tenía que irme. Sin embargo, mi amistad hacia ti no ha cambiado por eso. Todo depende de ti. Si no puedes perdonarme y ya no eres mi amigo, tendré que vivir con ello…

—¿Estabas triste? —lo interrumpió Oswald.

—Claro.

—¿Muy triste? ¿Tanto que tienes que llorar?

—Sí. —En realidad Alan no estaba muy seguro de que aquello fuera mentira.

Parecía que Oswald empezaba a vacilar. Por primera vez los brazos tercamente cruzados bajaron, y se puso a reflexionar. Alan le dio tiempo. El rey Edmund trajo el cáliz lleno y lo hizo pasar.

—Ya es hora de que hagamos algunos planes —dijo Alan a los restantes compañeros.

—¿Quieres volver a la guerra? —preguntó Luke.

Alan sacudió la cabeza.

—Estuve con Gloucester, y hablé con él y con otros muchos hombres. Ya no hay honor en esta guerra. La emperatriz se ha resignado y no hace nada. Y Stephen… —Le lanzó una mirada a Simon y continuó—. Espero que me perdones mi franqueza, pero Stephen no tiene bastantes apoyos ni fuerza suficiente para cambiar las cosas.

—No, lo sé —le dio la razón Simon.

—Gloucester piensa que Henry Plantagenet constituye nuestra única esperanza para acabar esta guerra —siguió Alan—. Cree que muchos lores que nunca reconocieron a la madre de Henry aceptarían a su hijo como sucesor al trono. Y mi tío Gloucester desea que vaya a Anjou para entregarle una carta a Henry y discutir juntos cuáles deben ser nuestros siguientes pasos.

—¿Y? —preguntó Wulfric en el silencio tenso que siguió—. ¿Lo harás?

—No, no voy a hacerlo. —Alan no movería un dedo por Henry hasta el día en que pudiera llevar a Miriam a Helmsby como su esposa. Si ese día no llegaba nunca, Henry debería renunciar a la espada de Alan—. Pero he pensado que tal vez tú quisieras ir —le propuso a Simon—. ¿Y quizá vosotros también? —les preguntó a los dos hermanos.

Sus caras radiantes eran suficiente respuesta. Pero Simon dudaba.

—Esperaba que viajaras conmigo a Woodknoll y me ayudaras a recuperarlo.

—Cuando quieras. Antes o después de tu viaje al continente. Woodknoll no se moverá de donde está. Pero la decisión es tuya.

Simon reflexionó un momento y luego dijo:

—Añoro Woodknoll. Pero también quiero ir con Henry. Ya antes de su partida nos pidió a Godric, a Wulfric y a mí que lo acompañáramos. Y aunque se ha portado de una forma deshonrosa contigo, por mí saldría esta misma noche para unirme a él.

—No tienes por qué tener mala conciencia si te vas —dijo Alan—. Lo que Henry hizo es una cuestión entre él y yo. Y eso no me ha cegado hasta el punto de que no pueda reconocer sus virtudes.

Una sonrisa aliviada asomó al rostro de Simon, que intercambió una mirada con los siameses y luego asintió con la cabeza.

—Partiremos tan pronto como sea posible. Woodknoll tendrá que esperar. De todos modos, no sería bueno que lo recuperara y luego desapareciera de nuevo inmediatamente.

—Y ahora explícanos cómo recuperaste la memoria —le apremió Godric.

Susanna estaba sentada en el banco junto a la ventana mirando hacia la noche de verano. Cuando Alan cerró la puerta, se volvió como si acabara de apercibirse de su presencia.

—Empezaba a temer que me hubieras olvidado.

—Lamento haberte hecho esperar —replicó él sarcásticamente.

—Bueno, supongo que puede decirse que ya estoy acostumbrada.

—Esta conversación ya la hemos tenido una vez. Y si crees que puedes ponerme a la defensiva, debes de ser tan limitada como mi abuela ha afirmado siempre.

Susanna lanzó un resoplido.

—Matilda siempre me ha despreciado. Y ha impedido que tú y yo pudiéramos tener una auténtica oportunidad.

Alan se sentó en el borde de la cama.

—Sin embargo, no te forzó a revolcarte en el heno con un crápula en celo como Henry Plantagenet. —Susanna se estremeció visiblemente, y él continuó en tono áspero—. Me pregunto si en el fondo no deseabas que os sorprendiera. Para hacerme pagar el asunto con Eanfled.

—Si tuviera que hacerte pagar por todas las veces que me fuiste infiel, debería llevar la vida de una prostituta para la tropa.

—Bueno, nunca es demasiado tarde para enrolarse —replicó él.

Susanna montó en cólera.

—¡Eres un bastardo!

Alan se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua.

—Sí, lo soy —admitió esbozando una sonrisa.

—Y ya ha dejado de importarte serlo. Igual que ha dejado de importarte con quién te relacionas. O lo que el mundo piensa de ti.

—No es que no me importe. Pero reconozco que mi visión del mundo ha cambiado. Antes me avergonzaba de mi procedencia porque mi padre y mi madre me engendraron en el pecado. Hoy me pregunto qué clase de personas debían de ser, y confieso que las admiro por su valor para infringir todas las normas y asumir las consecuencias. El mundo me ignoró cuando era un hombre sin nombre y sin memoria. Supongo que eso conduce inevitablemente a que quien lo ha experimentado cambie su visión de este mundo.

—¿Aceptas la inmoralidad de tu madre y de tu padre, pero no estás dispuesto a perdonarme por haber cometido un error? ¿A pesar de que estaba sola y desesperada y de que me tratabas como a un mueble?

—Así es. No estoy dispuesto a perdonarte ni estoy en situación de hacerlo. Y tampoco tengo la impresión de que sea muy importante para ti que nuestro matrimonio continúe. Por eso tal vez sería mejor para los dos que nos separáramos. Quiero divorciarme de ti.

Esto la impresionó.

—¿Un divorcio? Pero… —Levantó las manos despacio, se las llevó a la cara y lo miró fijamente, con los ojos dilatados de miedo—. Dios mío. ¿Quieres llevarme ante un tribunal eclesiástico?

—La infidelidad no es un motivo de divorcio. Por eso quiero conseguir la anulación del matrimonio por parentesco próximo.

—¡Pero si solicitamos una dispensa!

Él sacudió la cabeza.

—Fui aplazando el momento de dar curso a la petición. Necesitaba el dinero con urgencia para armas y caballos.

—Muy propio de ti. ¿Por qué quieres el divorcio?

—No tengo intención de discutir sobre esto contigo. Quisiera que abandonaras Helmsby mañana…

—¿Cómo?

—La de hoy es la última noche que pasarás bajo mi techo.

Las lágrimas asomaron a sus ojos y le dirigió una mirada suplicante.

—¿Quién es ella? ¿Por quién tienes tanta prisa en librarte de mí?

Él se levantó.

—Es mejor que no preguntes. No te gustaría la respuesta.

La cara con que lo miraba le hizo reflexionar. Aunque Dios sabía que Susanna no se había merecido otra cosa, lo cierto era que la rechazaba porque se había cruzado en su camino.

—Si me despides, me encargaré de que tu vida se convierta en un valle de lágrimas —le dijo ella aún mientras se marchaba.

Alan se volvió de nuevo para mirarla.

—¿Ah, sí? Qué interesante…

—Será mejor que me creas. Podría ser que tu elegida tuviera que llorar tu pérdida antes de poder subir contigo al lecho matrimonial.

Alan no dudaba de que su mujer intentaría ejecutar esta amenaza, pues lo que le iba a hacer en cierto modo destruiría su vida. Todo el mundo sabría que el parentesco próximo solo era una excusa. Un divorcio significaba exposición pública y especulaciones. Ningún noble querría tener a Susanna, ya que no poseía una fortuna lo bastante importante como para que un candidato potencial pudiera pasar por alto esa mancha. Si algún día podía volver a casarse, tendría que hacerlo muy por debajo de su posición, que tanto representaba para ella.

—Suena como si fuera más inteligente cortarte la garganta en lugar de echarte —replicó él fríamente.

Esto la dejó sin palabras, y el miedo asomó a sus ojos. Alan ocultó su satisfacción.

—Espero que dos horas después de la salida del sol estés preparada para la partida. Guillaume te proporcionará una escolta. Adiós. Organiza tu guerra contra mí si debes hacerlo, no me das ningún miedo. Pero si perjudicas de algún modo a la mujer con que me casaré o a su familia, no habrá ningún agujero en el que puedas esconderte de mí. Te encontraré, Susanna. Y entonces que Dios te perdone.

La mañana siguiente Alan contempló con aire sombrío cómo su llorosa mujer salía cabalgando del castillo. Susanna había sido un error, pensó, y ahora podía reconocer ante sí mismo que ya lo había sabido pocas semanas después de su boda. No había sido tanto su simpleza lo que le había decepcionado y finalmente le había apartado de ella, sino sobre todo su bajeza y su altanería, que cada día ponía de manifiesto ante cualquiera que no estuviera socialmente a su altura. Él había creído entonces que la única salida era la guerra, y el único consuelo las mujeres como Eanfled; pues en esa época nunca hubiera podido aceptar la pérdida de prestigio que representaba un divorcio. Ahora, sin embargo, las cosas eran muy distintas. Después del desayuno mandó llamar a Matilda, a Guillaume y al hermano Elias y les comunicó su intención de divorciarse. Su abuela no pareció sorprendida; Guillaume no dejó ver lo que pensaba y el hermano se quedó horrorizado, como era de esperar. Alan escuchó cortésmente sus reconvenciones y luego replicó:

—El hecho es que la relación de parentesco entre mi esposa y yo es demasiado cercana para que podamos estar casados; de modo que solicitaré el divorcio al obispo, con vuestra ayuda o sin ella. Sin embargo, si me la negáis, tendré que plantearme por qué os estoy alimentando a vos y a vuestros dos compañeros de orden en Helmsby, cuando vuestro monasterio hace tiempo que se encuentra en manos seguras.

El hermano Elias se lo quedó mirando con la boca abierta.

Matilda aprovechó su mutismo para preguntar:

—¿Quién es el obispo de Norwich? ¿Alguien que conozcamos?

Alan sacudió la cabeza.

—William Turba, un benedictino y un fiel partidario del rey Stephen.

Matilda no parecía demasiado preocupada por la noticia.

—De todos modos hará lo que tú quieras si le envías un generoso donativo —le tranquilizó—. Y es importante que tu petición tenga la redacción correcta.

Alan señaló al hermano Elias con la cabeza.

—Por eso necesito vuestra ayuda. ¿No es cierto que sois jurista eclesiástico?

—Sí, pero…

—¿Cuánto tiempo calculáis que tardará? —lo interrumpió Alan.

—Bueno, eso depende de diferentes factores, mylord.

—Quiere decir que cuanto más generoso sea tu donativo, más pronto conseguirás el divorcio —tradujo Matilda—. ¿Por qué tienes tanta prisa?

Alan pasó por alto la pregunta y se volvió hacia su camarero.

—¿Cuánto puedo aportar, Guillaume?

—Nada en absoluto. Después de la mala cosecha del último año necesitamos…

—Este año tendremos una buena cosecha —lo interrumpió Alan—. Y no te he preguntado cuánto dinero me quieres conceder, sino cuánto dinero poseo, primo. Solo para tenerlo claro.

—Aproximadamente cincuenta libras.

Alan dirigió una mirada interrogativa a su abuela.

—Supongo que la mitad debería bastar —opinó Matilda—. ¿Qué decís vos, hermano Elias?

El monje se aclaró la garganta.

—Un donativo de veinticinco libras sería, sin duda, bien recibido, mylady, pero treinta sería mejor.

—Treinta, pues —decidió Alan.

Lady Matilda se volvió hacia el monje.

—Ahí arriba, en el pupitre, hay pergamino y pluma. Poneos al trabajo, si sois tan amable.

Alan se sentía tan renovado y ligero como si de repente le hubieran crecido alas. Y el motivo no era la partida de Susanna. Solo ahora que había vuelto a encontrarse a sí mismo y había regresado a casa como Alan de Helmsby se sentía realmente libre. Y era esta sensación de libertad la que le proporcionaba esa inusitada confianza y alegría de vivir.

Se encerró durante medio día con Guillaume y, por primera vez desde su vuelta, escuchó realmente a su camarero y se preocupó de los problemas que este le expuso.

—En los próximos días viajaré a Metcombe y luego hasta Blackmore —dijo al final—. Considero que es importante que oiga por mí mismo lo que la gente tiene que decir.

Guillaume suspiró con disimulo.

—Sin duda sería una buena cosa, sí.

Alan dudó un momento antes de preguntarle:

—¿Qué me espera en Metcombe? ¿Cómo les va a Eanfled y a mi hija?

—Eanfled murió, Alan. Le dio un hijo al herrero y murió la misma noche.

Alan bajó la cabeza y se santiguó.

—Jesús. No debía de tener ni veinte años. Y… disfrutaba tanto de la vida.

—Sí. Cuthbert casi se muere de tristeza.

—¿Y ella? ¿Estaba bien con él?

—Oh, sí. Era feliz con Cuthbert, y él no hubiera podido tratar mejor a la niña si hubiera sido la suya propia. Nos preocupamos durante mucho tiempo por Agatha porque no hablaba, pero tu amigo Simon de Clare realizó el milagro y liberó su lengua.

Guillaume le contó a Alan en detalle todo lo que había sucedido.

Cuando finalmente se despidió, Alan le puso a su camarero la mano en el hombro y le dijo:

—Creo que hasta ahora había olvidado darte las gracias. Has aguantado aquí todos estos años y te has preocupado de Helmsby y de todas mis otras posesiones.

—Solo he hecho lo que un buen camarero debe hacer.

—¿No sabrás por casualidad dónde se ha metido Haimon?

—Esta mañana temprano habló con Susanna antes de que se fuera. Luego desapareció con destino desconocido. Tal vez hayamos tenido suerte y se haya caído al pantano.

Alan sonrió burlonamente.

—Será mejor que no cuentes con ello.

«Adelisa de Helmsby», se leía en la lápida. Alan se arrodilló en la hierba alta y posó su mano izquierda sobre la piedra, áspera y caliente por el sol.

—Siento haber tardado tanto en venir —murmuró, y lanzó una mirada casi tímida al camposanto de St. Wulfstan.

En el lugar no había cambiado nada. Recordó que siendo un muchacho se colaba ocasionalmente en el cementerio cuando algo le tenía preocupado. Le consolaba estar aquí. Era extraño, pero su sentimiento dominante cuando pensaba en su madre siempre había sido el rencor. Porque lo había traído al mundo como un bastardo y luego lo había dejado solo. Y Haimon no le había permitido olvidar ni un solo día lo que era…

Hoy le resultaba difícil comprender por qué la había juzgado con tanta dureza.

—Seguramente se deba a que yo mismo estoy a punto de hacer algo tan inmoral como lo que hiciste tú —susurró—. Tal vez lo mío sea incluso peor.

Su mano izquierda acarició la curva de la piedra, y se sorprendió deseando haber rozado la mano de su madre aunque solo hubiera sido una vez, haber estado cerca de ella aunque solo hubiera sido una vez…

—¿Alan? —Era el rey Edmund—. Siento molestarte, hijo mío; pero la serpiente de Luke se ha despertado. Está sentado en medio de la calle gimiendo, y la gente empieza a lanzarle miradas sombrías. Oswald está a su lado y tiene la cara azul.

Alan se levantó de un salto y dio la vuelta a la iglesia corriendo, seguido por su compañero. La escena se desarrollaba justo en el lugar más frecuentado de Helmsby, junto a la fuente del pueblo. Luke estaba sentado en el polvo, llorando silenciosamente, y Oswald se encontraba arrodillado a su lado, con aire infeliz y desamparado. El joven trató de consolar a Luke, pero cuando quiso rodearle con el brazo, este se estremeció y se puso a llorar aún más fuerte. A la izquierda, a unos pasos de distancia, Gunnild y algunas mujeres del pueblo observaban con aire desconcertado, y en algunos casos hostil, a la extraña pareja.

Alan las saludó con la cabeza.

—Si queréis hacerme un favor, volved a vuestras casas. Pasará enseguida, pero necesita un poco de tranquilidad. Solo empeora las cosas que lo miréis de este modo.

Las mujeres no se movieron de donde estaban.

Alan intercambió una mirada con el rey Edmund, que, sin apresurarse, se acercó a las campesinas y las criadas y les pidió en voz baja que obedecieran al ruego de Alan. A regañadientes, las mujeres se dispersaron.

Alan se arrodilló detrás de Luke y le rodeó el pecho con los brazos con mucho cuidado.

—Schch… Tranquilo, Luke. Cuanto más tranquilo estés, más rápido se volverá a dormir.

—Esta vez no, Losian. —En su pánico había olvidado el nombre de Alan—. Me muerde. Oh santa madre de Dios, ayúdame, ¡me muerde! —Su voz se transformó en un grito estridente.

Alan no tenía ni idea de qué debía hacer, porque esto era nuevo para él. Pero lo que en cambio sí sabía con certeza era que tenía que llevar inmediatamente a Luke a un lugar donde no le pudiera ver todo el mundo.

El anciano empezó a revolverse entre sus brazos.

—Suéltame —aulló—. ¡Vete, déjame en paz!

—Luke, ahora cargaré contigo. —Alan hablaba con tanta calma como podía—. No tengas miedo. Te llevaré a la iglesia.

Luke sacudió la cabeza llorando, pero Alan se lo cargó a la espalda.

—Edmund, mantenme abierta la puerta de la iglesia.

Luke gritaba tan fuerte que a Alan le dolían los oídos. Nadie que hubiera oído esos sonidos inarticulados, esos gritos desaforados de dolor y de miedo, podría olvidarlos nunca.

—Tranquilo, Luke, todo va bien —murmuró Alan, alargando el paso.

Con el rabillo del ojo vio a dos campesinos que lo miraban fijamente, como hechizados por el espectáculo. Luego, por fin, llegó a la iglesia. El rey Edmund se deslizó dentro tras él y cerró a toda prisa la puerta. Alan dejó que el anciano se deslizara al suelo y volvió a agacharse a su espalda. Luke seguía gritando.

—Luke. —Alan le puso la mano en el hombro—. Luke, por el amor de Dios, contrólate.

Luke se soltó y se alejó de él caminando a cuatro patas.

—Me devora —aulló—. ¡Me está despedazando!

Alan se puso en pie y le siguió. Y de repente Luke giró en redondo y se dirigió hacia él. Cuando Alan vio que se incorporaba a medias y tendía las dos manos para agarrar su puñal, se hizo a un lado y alargó la pierna, haciéndole tropezar. Luke chocó violentamente contra las losas y el golpe le hizo expulsar todo el aire de los pulmones, de modo que se produjo un benéfico silencio.

Alan le cogió las manos, se las apretó contra la espalda y le clavó la rodilla en los riñones hasta hacerle daño.

—Ahora escúchame bien, serpiente —gruñó—. Le vas a soltar inmediatamente. Si no, te juro por todos los demonios que te han enviado que le abriré el vientre, te sacaré y te cortaré en nueve pedazos que lanzaré al fuego uno tras otro. ¿Me has entendido?

Luke, o lo que fuera, pareció entenderle, porque el cuerpo del anciano se relajó, y luego Luke se quedó tan quieto que por un momento Alan creyó que estaba muerto.

El rey Edmund se arrodilló junto a él y le puso la mano en la frente.

—Ya está —murmuró con suavidad—. Ya ha pasado, Luke.

Luke rodó de lado despacio, hundió la cabeza entre los brazos y lloró bajito.

—Me ha mordido.

—¿Pero ahora ya se ha dormido otra vez? —preguntó Edmund.

—Duerme. Pero ¿por cuánto tiempo, Edmund?

Luke empezó a sollozar.

Alan se sentó a su lado y observó a sus dos compañeros lleno de preocupación. Ya había visto más de una vez cómo Luke se ponía fuera de sí de miedo, pero lo que había pasado ahora era algo totalmente nuevo. Luke era un anciano pacífico con alma de niño, pero hacía un momento se había convertido en alguien peligroso.

Poco después, Luke se durmió llorando. El rey Edmund se escurrió fuera de la iglesia y volvió un poco más tarde con una manta y con Oswald pegado a sus talones. Dobló la manta para hacer un cojín y lo deslizó bajo la cabeza del durmiente.

Oswald bajó la mirada hacia Luke, angustiado, se sentó junto a Alan, pareció mantener durante un momento una lucha interna, y luego le cogió la mano izquierda.

—¿Qué le pasa a Luke? —preguntó asustado.

—Yo tampoco lo sé —tuvo que reconocer Alan—. Nunca lo había visto así. Y pensaba que aquí, en Helmsby, se encontraba mejor.

—Al principio era así —dijo el rey Edmund, y se sentó con ellos—, pero desde hace unos días gime mientras duerme. Contaba con que su serpiente se despertara pronto, pero no… con esto.

—¿Qué debo hacer, rey Edmund? ¿Encerrarlo? ¿Quién puede tener el valor de encerrar a una criatura que sufre tanto? Pero ¿qué pasará si no lo hago y hiere a alguien?

La puerta de la iglesia se abrió y sus otros tres compañeros entraron. En silencio se acercaron y se sentaron junto a ellos.

—Nos lo ha explicado el molinero —informó Godric.

—Su hermana está haciendo correr por el pueblo que Luke tiene al demonio en el cuerpo —susurró Wulfric.

—Naturalmente —murmuró Alan. Le preocupaba lo que podía pasar si los habitantes del pueblo se volvían contra Luke.

Simon no dejaba de lanzar miradas disimuladas a los siameses. Era evidente que le estaba dando vueltas a algo pero no se decidía a hablar. Finalmente fue Wulfric quien tomó la palabra:

—Nos quedaremos unos días más. Tampoco es que Henry nos esté esperando con urgencia. Ahora no es el momento más oportuno para partir.

Wulfric no había conseguido ocultar del todo su decepción. De hecho su primera intención era salir al día siguiente.

Alan sacudió la cabeza.

—No deberíais cambiar vuestros planes. —Miró a Simon—. Cuando fuiste a ver a Stephen para mediar en favor de Henry, no tenía realmente claro el alcance de lo que estabas haciendo. Es posible que Stephen te haya perdonado que te presentaras como portavoz de su rival; pero hay otros que no son tan tolerantes. Tu tío Pembroke, por ejemplo. O su hijo, al que dejaste como un tonto en Westminster. ¿Qué ocurrirá si empiezan a pensar que tal vez no seas tan inofensivo como siempre habían creído?

—Pero Alan, no puedes esperar que salga corriendo solo porque mi repulsivo tío tal vez esté mal dispuesto hacia mí.

—No quiero que se enfurezca contra Helmsby y haga una matanza entre mis campesinos. Y aún menos que te descubra y haga Dios sabe qué contigo. —Y quería que Simon tuviera la oportunidad de hacer su camino al lado de Henry, pero esto se lo guardó para él—. Yo me ocuparé de Luke —le prometió—. No lo perderé de vista, y en cuanto pueda lo llevaré con Josua ben Isaac. Si hay alguien que puede ayudar a Luke, es él.