Bristol, junio de 1147

Alan entró en la estancia del piso superior de la imponente torre de defensa del castillo. La sala estaba en penumbra. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, descubrió a una figura alta, que estaba de pie de espaldas a la chimenea apagada. Se acercó e hizo una reverencia.

—Mylord.

El conde de Gloucester dio un paso hacia él y lo estrechó brevemente entre sus brazos.

—Bienvenido, muchacho. Por una vez, para variar, Dios ha escuchado mis plegarias.

Se observaron uno a otro con la curiosidad disimulada con que se contempla a un amigo de siempre después de una larga separación.

Se ha hecho viejo, pensó Alan. Y la idea le emocionó. Y le dio miedo.

—Espero que estéis bien, mylord.

—Te veo muy formal. ¿Es posible que aún sigas guardándome rencor por lo que te dije? ¿Después de todo este tiempo?

—No estoy seguro —reconoció Alan.

Sus recuerdos aún eran incompletos. Gloucester le había regañado, y Alan recordaba su ira. Aquella reprimenda pública le había parecido de una injusticia que clamaba al cielo; pero ya no sabía cuál había sido el motivo que la había provocado. Lo que en cambio sí sabía era que después había desaparecido de la corte de Gloucester sin autorización.

—¿Me encerraréis porque deserté? —preguntó.

Gloucester rio entre dientes.

—He estado coqueteando con la idea. Pero, según me escribió tu abuela, ya estuviste bastante tiempo encerrado. —Con un gesto, lo invitó a sentarse en el sillón junto a la chimenea—. Explícame qué ocurrió y dónde estabas.

Alan llenó dos vasos de sidra de una jarra, le tendió uno a su tío, bebió y se sentó frente a él.

—Después de nuestra… ¿cómo debo llamarla? ¿Fue una pelea? ¿Un desencuentro?

—¿Un ataque de tozudez? —propuso Gloucester.

Alan esbozó una sonrisa y pasó por alto la observación.

—Cabalgué a casa y encontré East Anglia revuelta a causa de los desmanes de Geoffrey de Mandeville —continuó—, de modo que decidí darle caza. Para devolverle a mi tierra la paz y el orden, me convencí a mí mismo, pero sobre todo para mostraros… —El resto pronto estuvo contado, y cuando Alan acabó, Gloucester le dijo:

—Estaba seguro de que habías muerto. Guardé duelo por ti; pero lo que me quitaba el sueño era pensar lo que podía haber hecho contigo ese Geoffrey de Mandeville antes de matarte. Ahora estás de nuevo aquí, ninguno de mis temores se ha hecho realidad, y sin embargo, lo que has vivido ha sido peor que todo lo que Mandeville hubiera podido hacerte. Lo siento, Alan. He deseado mil veces no haberte dejado marchar aquel día, pero nunca con tanta fuerza como hoy.

—No fue culpa vuestra. Por otra parte… no fue tan insoportable como podáis pensar. Fue espantoso perder la memoria; pero los últimos tres años me han enseñado muchas cosas, cosas que de otro modo nunca hubiera aprendido. Poco a poco he ido comprendiendo que no fue un tiempo perdido.

—En cualquier caso te ha hecho adulto —señaló Gloucester—. Un milagro que yo me esforcé inútilmente en conseguir.

—¿Por qué motivo discutimos?

—Por una de tus locas iniciativas individuales. Un informador nos comunicó la noticia de que Stephen quería viajar de incógnito, con su hijo mayor Eustache, de Westminster a Winchester, y tú saliste con un puñado de hombres para interceptarlo y hacerlo prisionero. En contra de mi prohibición expresa.

—Stephen había comprado a nuestro informador. La noticia era una trampa —murmuró Alan vacilando, mientras se cerraba la brecha en su memoria—. Debía animaros a salir de Bristol. Y en lugar de vos, fui yo quien cayó en la trampa. Perdí a cuatro de mis hombres.

—Yo estaba furioso por ese derroche inútil y horrorizado por lo poco que había faltado para que cayeras tú también. Cuando se te metía una idea en la cabeza, no había forma de frenarte. Pensabas que lo sabías todo mejor que nadie. Los hombres te adoraban, pero poco a poco te estabas convirtiendo en un peligro para ellos. De modo que te reprendí.

—En la sala principal, ante vuestra corte reunida. —El recuerdo de esa humillación hizo que le subiera la sangre a la cara.

—Ya no sabía qué más podía hacer. Había intentado hacerte entrar en razón muchas veces. Pero tú estabas como obsesionado.

«Obsesionado». Otra vez esa palabra. Había estado obsesionado por Susanna, como había dicho su abuela. Y también por la guerra, como oía ahora —y no por primera vez—. El hecho de encontrarse de nuevo en presencia de ese hombre excepcional desencadenó una nueva oleada de recuerdos. Del inicio de la guerra. Habían creído que solo tardarían unos meses en expulsar a Stephen del trono; pero se engañaban. Y cuanto más se alargaba la guerra, cuanto más perdía su sentido, mayores eran el encono y la impaciencia de Alan. La sensatez y la amplitud de miras de Gloucester solo habían servido para enfurecerle más.

—¿Realmente os llamé… cobarde?

—Sí. Lo hiciste.

Alan sacudió la cabeza. Este hombre había representado para él el papel de un padre, lo había aceptado con la mayor cordialidad en su familia. Le había enseñado todo lo que sabía sobre el arte de la guerra. Y había, al menos, intentado comunicarle lo que significaban el honor y la decencia. Alan nunca había tenido ocasión de dudar de su afecto por él. O de su integridad. ¿Por qué entonces le había sido imposible confiar en su buen juicio?

—Hoy me resulta difícil comprender por qué dije algo así. He perdido mi entusiasmo por esta guerra. Y la convicción en lo correcto de mi conducta.

—Como decía, te has hecho adulto. Pero, prescindiendo de eso, en mis horas sombrías he pensado a menudo si tu reproche no estaría justificado. En todo caso una cosa es cierta: estoy harto de esta guerra. Envejezco, Alan.

Alan miró a su tío. La alta frente tenía más arrugas que en otro tiempo y sus cabellos negros habían encanecido. Pero, por encima de todo, lo que le hacía parecer más viejo eran sus ojos oscuros, que reflejaban un profundo agotamiento.

—Entonces dejad que en adelante lleve yo esta carga —se oyó decir Alan—. Juro que cumpliré esta tarea con mayor responsabilidad que en el pasado.

—Estoy seguro de que lo harías —replicó Gloucester—. Sin embargo, dudo en aceptar tu oferta y permitir que desperdicies tu vida o incluso que la pierdas.

—Veo que realmente habéis perdido la fe en nuestra causa.

—He perdido la fe en mi hermana. Desde hace cinco años Maud está atrincherada en Devizes y no mueve ya ni un dedo por Inglaterra. Mi padre cometió un error cuando la forzó a que reclamara la sucesión al trono. En realidad Maud nunca quiso esta corona. A veces incluso me han venido tentaciones de abandonar Inglaterra a Stephen, y tal vez lo hubiera hecho si no fuera el gusano que es.

—Es posible que la emperatriz no tenga un auténtico interés en Inglaterra y su corona, pero creo que las cosas son distintas en el caso de su hijo.

—Tu abuela me escribió que lo llevaste a Helmsby contigo. Háblame de él. Lo conocí de niño. ¿Cómo es ahora?

—Henry Plantagenet es… una fuerza de la naturaleza. Su persona irradia una vitalidad tan poderosa que te deja literalmente sin aliento. Tiene un carácter pendenciero, pero su naturaleza no es mala. Probablemente sería más saludable para él no ser tan arrojado. Pero ansía realizar grandes hazañas. Si puede existir un hombre que haya nacido para ser rey, diría que él es ese hombre.

—¿Por qué tengo la sensación de que existe un pero?

—Me hubiera sentido inclinado a seguirlo. Hasta el día en que lo sorprendí con mi mujer en el heno.

—¿Con Susanna? Jesús… Apenas puedo creer que sea cierto. —Gloucester estaba pasmado—. Y no hubieras debido explicármelo, Alan.

—¿Por qué no? ¿Porque no es apropiado? ¿Porque es humillante? Si se mira bien, en realidad me ha hecho un favor. Le presentaré una petición al obispo para que declare el matrimonio no válido porque tenemos una relación de parentesco demasiado próxima. Su infidelidad me ahorra la mala conciencia por la separación. No es que me haya ofendido especialmente, ya que mi mujer también forma parte de las cosas de mi vida que ya no significan nada para mí. Sin embargo, con Henry la situación era diferente. Me sentí infinitamente decepcionado por su conducta. Pero lo perdoné con sospechosa rapidez. Y creo que eso es lo peligroso en él: es un tunante que cree que no tiene por qué seguir las mismas reglas que los demás, porque es… extraordinario. Y debido a su personalidad, todo el mundo estará dispuesto a perdonarle cuando se exceda, con lo que siempre hará lo que se le pase por la cabeza. Porque sabe que siempre conseguirá salir adelante.

—¿Y qué conclusiones sacas de todo esto? ¿Vale la pena que volvamos a reunir nuestras fuerzas por él y le facilitemos el camino al trono? ¿O de este modo le pondríamos la corona a un tirano enamorado de sí mismo?

—Seguro que haría cosas que nos chocarían, pero nunca sería un tirano, porque tiene un marcado sentido de lo que es justo y lo que es injusto y es capaz de escuchar un consejo por más que le resulte incómodo. Sí. Creo que vale la pena confiar en él. Con esta guerra casi hemos llevado a Inglaterra a la ruina; hacerla florecer de nuevo requerirá a alguien con una gran energía. Y si hay algo que a Henry le sobra, aparte de la seguridad en sí mismo, quiero decir, es energía.

Alan se quedó un mes en Bristol. Allí buscó y encontró cabos sueltos y se esforzó en enlazarlos con lo que ahora era su vida. Cuando la primera noche entró en la sala principal, los lores, caballeros y escuderos allí reunidos le ofrecieron un entusiasta recibimiento. Luego lo rodearon y le acribillaron a preguntas. Alan los saludó y se mostró muy atento con todos; pero los hombres no tardaban en darse cuenta de lo cambiado que estaba y se distanciaban, confundidos. Alan sabía que no pocos de entre ellos debían sentirse ofendidos, porque sin duda habían tomado su reserva por desinterés y altanería. Como si todo lo que habían vivido, sufrido y realizado juntos ya no contara para él.

Y en cierto modo tenían razón. Alan constató que le resultaba imposible anudar lazos con este pasado. Y realizó también otra constatación que le impresionó profundamente: tenía innumerables admiradores en Bristol, pero ni un solo amigo.

Los tres caballeros de Helmsby, que hacía ya mucho tiempo había traído aquí, eran los que más se acercaban a desempeñar el papel de amigos. Eran hombres de su edad, que se habían criado con él e incluso eran primos lejanos: el hermano pequeño de Guillaume, Roger FitzNigel, Athelstan de Blackmore y Ælfric Wolfsson. Pero incluso con ellos existía una distancia. «Antes no necesitabas a nadie», le había dicho su abuela. Ahora comprendió que tenía razón, y se planteó de repente la incómoda pregunta de si el hecho de no tener amigos y no necesitarlos no sería en realidad una prueba de su vacío interior.

—Todos están decepcionados —dijo Alan, desanimado, a su tío.

—Umm… sí, incluso las prostitutas —señaló Gloucester con una sonrisa irónica—. Antes apenas pasaba una noche sin que visitaras las vistosas tiendas del patio inferior y cautivaras a las damas tratándolas a todas como si fueran reinas. Ese es un gran don que un hombre debe cultivar; si no, se embota.

—Puede ser —dijo Alan suspirando.

Gloucester estudió su rostro y aventuró:

—¿Forma parte de lo posible que el inaccesible Alan de Helmsby se haya enamorado perdidamente?

Alan sintió que se le enrojecían las orejas.

—Me temo que así es.

—Ah. Ahora lo entiendo mejor. ¿Y quién es la afortunada?

—Una muchacha judía de Norwich.

Gloucester, olvidando por un momento sus elegantes modales, escupió el vino, que trazó un gran arco y aterrizó en la paja.

—¡Dios todopoderoso! ¿Y por ella quieres romper tu matrimonio con Susanna? Mi querido muchacho… Eso es algo más que sorprendente. Es un pecado. Y socialmente un suicidio.

—Lo sé. Y no me importa. No espero que lo comprendáis. Yo mismo no lo comprendo. Nunca hubiera pensado que un sentimiento pudiera ser tan poderoso. Pero nunca en mi vida he querido tanto algo como a ella. La excepcionalidad de este deseo no se me reveló con claridad hasta que volví a recuperar la memoria. Nunca, nunca en mi vida, había experimentado algo así. Y es un sentimiento precioso para mí, digáis lo que digáis.

Gloucester suspiró.

—Dios sabe que, en este aspecto, vosotros, los Helmsby, sois todos iguales: tu bisabuelo, tu abuela, tu madre. Todos se amargaron la vida porque creían que no podrían vivir sin una persona. Y ahora tú.

—Encontraré un camino. Y las consecuencias me son completamente indiferentes.

—Eso lo piensas ahora porque aún eres muy joven. Siempre fuiste un hombre piadoso, Alan. Me cuesta creer que solo por una mujer quieras arriesgarte a provocar la ira de Dios.

—¿Por qué debería enfurecer eso a Dios? Es el Dios de los judíos igual que el nuestro. Ellos le rezan igual que nosotros, solo que de otra manera. Esa muchacha y su familia… Son buenas personas, mylord. Gente más temerosa de Dios, bondadosa y generosa que los monjes que me mantuvieron tres años encerrado en una isla, en unas condiciones en que no mantendríais ni siquiera a vuestros perros de caza. A mí y a otros que no eran culpables de ningún crimen, sino que solo habían tenido la desgracia de no ser ejemplares perfectos de la creación. —El propio Alan se dio cuenta de que su voz temblaba de ira contenida.

Gloucester mantuvo los ojos fijos en él.

—Yo sería el último en contradecirte cuando dices que los representantes de Dios en la tierra no siempre son lo que deberían ser; pero nadie puede permitirse dar la espalda a la Iglesia, porque ella gobierna el mundo.