Helmsby, junio de 1147

Simon pasaba frente a la vaquería en el patio del castillo cuando oyó un llanto inconfundible. Se escuchó un siseo y un restallido seco, y el llanto subió de tono. A Simon se le encogió el estómago y corrió a la parte trasera del establo. Oswald yacía acurrucado en el suelo y Haimon estaba de pie ante él, golpeándole con una vara.

—Ya te enseñaré yo a robar a la gente decente —gruñó, y a continuación levantó el brazo y golpeó de nuevo.

Oswald había colocado sus manos demasiado pequeñas en torno a su gran cabeza y aullaba desesperado. Simon miró a Haimon, perplejo. ¿Qué clase de hombre hay que ser para hacer algo así?, se preguntó. Pero el primo de Alan no parecía tener ningún remordimiento de conciencia. Haimon levantó el brazo otra vez, pero Simon lo retuvo en el aire.

—Dejadlo en paz —ordenó—. Oswald nunca robaría nada.

Haimon se volvió hacia él.

—¿Qué pretendéis, De Clare? Desapareced, o seréis el siguiente en la fila.

Simon levantó la barbilla.

—¿Ah, sí, de verdad?

Haimon señaló a Oswald.

—Ha robado un penique.

—¿A quién? —preguntó Simon.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? Este tarado está ahí sentado en el heno acariciando un penique, y cuando le pregunto de dónde ha sacado el dinero, empieza a balbucear: «De Losian, de Losian».

—Cuando él lo dice, es que es cierto —le comunicó Simon.

Haimon puso los ojos en blanco.

—Sencillamente, no me lo creo…

Simon le dirigió una mirada de desprecio y se agachó junto a Oswald.

—Vamos, ven, compañero. Deja de llorar. Todo va bien.

Simon trató de ignorar que Haimon lo estaba observando, cogió la mano de Oswald y la apretó cariñosamente.

—Schhh… —dijo en voz baja—. Todo va bien. Schhh…

Costó más de lo habitual conseguir que Oswald se calmara, pero finalmente la voz tranquilizadora de Simon hizo su efecto. Los sollozos cedieron poco a poco y Oswald se dejó incorporar sobre el heno hasta quedar sentado.

—No he hecho nada —dijo.

Estaba pálido y tenía los labios azulados. Simon ocultó su espanto ante estos signos amenazadores.

—No. Ya lo sé. Enséñame el penique, ¿quieres?

—Quitado —susurró Oswald, y empezó a llorar de nuevo.

Simon se levantó y se volvió hacia Haimon.

—Devolvédselo, si sois tan amable —reclamó en un tono frío pero marcadamente cortés—. Lo encontró en la isla donde estábamos. Este penique constituye todo su orgullo. Alan se lo guardaba, pero desde que estamos aquí, lo conserva el propio Oswald. Cuando se siente abatido, lo saca y lo mira, porque le da ánimos…

—¿Acaso debo gratificarle por su actitud rebelde? Ni hablar.

Haimon se alejó pisando fuerte, pero Simon le cortó el paso.

—Debo insistir en ello, monseigneur —repitió.

Haimon levantó el brazo. Simon giró la cabeza, de modo que la vara no le dio en la cara, sino que lo golpeó en la oreja y el cuello. Sintió un dolor inesperadamente agudo, y volvió a mirar a Haimon.

—¿Ya está? ¿Os sentís aliviado?

—Empiezo a preguntarme si no necesitas una buena ración de palos con más urgencia aún que este tarado —gruñó Haimon. Y en ese momento Simon comprendió que no había sido la ira por el supuesto robo lo que había hecho que Haimon la tomara con Oswald, sino la repulsión que el joven le inspiraba. Haimon los odiaba a los dos por lo que eran. Pero Simon no permitió que se reflejara en su rostro lo rebajado y humillado que se sentía, y extendió la mano sonriendo.

—El penique, si me hacéis el favor.

Haimon trató de golpearle, pero Simon retiró la mano a tiempo y el golpe se perdió en el vacío.

—Simon —le rogó Oswald—. Irse.

—No sin tu dinero, Oswald —replicó Simon en tono firme.

Haimon torció la boca en una mueca divertida.

—Creo que pagaréis un alto precio por este penique, caballerete.

—¿Ah, sí? —resonó la voz de Wulfric a espaldas de Simon.

—Yo diría que aún no está claro quién va a pagar caro por esto —añadió su hermano.

Los siameses aparecieron a su izquierda, y Simon observó, sorprendido, que Luke iba con ellos.

—Os vi antes —susurró el viejo anglosajón con cierto orgullo—. Y preferí marcharme e ir a avisar a los siameses.

—Bien hecho —replicó Simon en el mismo tono, y se volvió hacia el primo de Alan—. ¿Y ahora qué, monseigneur?

De repente, un destello de miedo brilló en los ojos de su oponente. Haimon lanzó la vara a la paja con una exclamación de desprecio y dio la vuelta para marcharse; pero Simon, Luke y los siameses se movieron en la misma dirección y le cortaron el paso.

—Creo que habéis olvidado algo —dijo Godric.

Furioso, Haimon pescó un penique de su bolsa, lo lanzó en dirección a Oswald y se marchó pisando fuerte, con la cabeza baja.

Simon recogió la monedita del heno. Seguramente no era la misma que Oswald había encontrado, pero se le parecía bastante como para que el joven no notara la diferencia. Simon sostuvo la moneda en alto en la mano derecha y le tendió la izquierda a Oswald.

—Levántate y te la doy —propuso.

Oswald agarró la mano que le tendían, se dejó izar, recogió su tesoro y lo apretó, feliz, contra su pecho.

—Gracias —murmuró.

—Solo hemos recuperado lo que te pertenecía. Él no tenía ningún derecho a quitártelo. Y desde luego tampoco a pegarte.

Simon volvió la cabeza. No quería que los otros se dieran cuenta de hasta qué punto le había trastornado este repugnante episodio.

Pero como tantas veces los siameses adivinaron sus pensamientos.

—No te lo tomes a lo trágico —le aconsejó Wulfric—. Hay tantos Haimons… Gente que considera una vergüenza tener que compartir el mundo con gente como nosotros. Y cuando tienen que pasar por ello, nos lo hacen pagar.

—Dime, Oswald, ¿qué te parece?, ¿vamos a casa de Gunnild y jugamos un rato? —propuso Godric.

Oswald prefirió guardarse la respuesta.

Pero Luke la conocía.

—Está aquí y no en el trabajo. Gunnild se pondrá hecha una fiera cuando lo atrape.

Simon miró a Oswald, consternado.

—No debes hacer eso. ¿Quieres que Alan… Losian tenga que avergonzarse de ti?

Oswald sacudió la cabeza, mirando al suelo.

—Entonces irás ahora mismo a ver al molinero y te disculparás. Y a partir de mañana irás puntualmente al trabajo. ¿Has entendido?

Oswald lo miró compungido.

—Tú conmigo —pidió.

Simon podía comprender que Oswald no se sintiera muy tranquilo ante la idea de enfrentarse al justificadamente indignado molinero.

—Luke puede ir contigo —propuso—. El molinero está encantado con él desde que probó su cerveza. ¿Qué me dices, Luke?

—De acuerdo. —El anciano le guiñó el ojo a Oswald—. Ven, muchacho. Arreglaremos este asunto en un santiamén.

Godric, Wulfric y Simon los contemplaron mientras se alejaban. Recordando que los siameses le habían dicho hacía poco que los tres deberían seguir a Henry a Anjou, el joven normando les preguntó:

—¿Aún creéis que podemos desaparecer de Helmsby y abandonar a los otros a su suerte?

—En todo caso, una cosa es segura —replicó Godric—. Y es que Haimon no derramará ni una lágrima por nuestra partida.

—Una razón más para quedarnos —opinó Simon.

—O una razón más para irse. Con todos los compañeros. Haimon ha puesto sus miras en Helmsby, y ni el camarero ni la anciana dama podrán impedir a la larga que se haga con él si Alan no vuelve a tiempo. Porque los campesinos le tienen un miedo atroz a Haimon y, en caso de duda, harán lo que él ordene. Haimon solo tendría que reclutar a unos cuantos granujas para dar un golpe de mano y apoderarse de Helmsby.

—¿Debemos huir de Haimon? —preguntó Simon decepcionado.

Godric se encogió de hombros.

—Tal vez. Mientras aún podamos hacerlo.