Norwich, junio de 1147

Alan había descubierto un pequeño agujero en el mampuesto que separaba los macizos de hierbas que necesitaban especiales cuidados de las del resto del jardín. Si miraba a través de él, podía captar bastantes detalles de la vida judía, que, debido al tiempo veraniego, se desarrollaba a menudo en el jardín. Y no pasaba un día en que no observara a Miriam de este modo: Miriam trabajando a escondidas en el jardín, conversando con monosílabos con su cuñada o con entusiasmo con su hermano pequeño. Desde la distancia aprendió a conocerla mejor y a interpretar la expresión de su rostro. No sabía cómo habría podido soportar los duros y sombríos días y noches en el almacén de hierbas de Josua sin ese amigo secreto. Cada día, excepto en el Sabbat, Josua venía a verlo con un vaso. Y cada día cambiaba la composición de la bebida. Pero la visita al escondido oasis transcurría siempre con el mismo resultado. El décimo día de tratamiento, Josua llegó sin el vaso. Alan sabía lo que eso significaba.

—¿Abandonamos? —preguntó.

Como hacía con frecuencia, Josua se sentó en el suelo frente a él.

—No abandonamos. Pero no podemos seguir como hasta ahora.

—¿Por qué no? —preguntó Alan.

—No me atrevo a seguir dándoos mi bebida. Su naturaleza es mala. Venenosa, podría decirse incluso. Vos lo habéis experimentado en vuestro propio cuerpo. Y os sentiréis más enfermo conforme pasen los días.

Alan hizo un gesto de denegación.

—Tonterías. Solo mareos y calambres, y pasadas unas horas todo vuelve a la normalidad. Me siento fantásticamente y…

—No es así —lo interrumpió Josua en tono severo—. Y como la bebida es mala, siempre hay que desconfiar de ella. Os hace creer que estáis próximo al objetivo, pero en realidad no hacemos ningún progreso. Si dejamos que la bebida nos convenza de que debemos seguir, puede ocurrir que ya no os libréis de ella.

—¿Y… no hay ninguna otra cosa que podáis intentar?

—Sí la hay —respondió Josua—. Dos de los eruditos que he consultado describen un método de tratamiento contra la «melancolía» que han utilizado con apreciable éxito. Algunos de los supervivientes se curaron.

—¿Qué es? Vamos, explicádmelo.

Josua le colocó los dedos en torno al cuello y palpó las concavidades a la izquierda y a la derecha de la columna, justo por debajo del hueso occipital.

—Ahí —dijo—. En estos puntos se introducen en la carne varillas de acero incandescentes lo más profundamente posible, en ambos lados.

—¿Y qué hacen exactamente estas varillas de acero para poder curar a un enfermo?

—Le provocan un shock que puede restablecer el equilibrio de los humores corporales de forma instantánea.

—¿Y cuáles son las probabilidades de curación?

—En uno de los informes se dice que, de nueve pacientes, cinco murieron, tres se curaron, y en uno de los casos el estado del enfermo no experimentó ningún cambio. Pero no todos los eruditos son sinceros al ofrecer sus datos. Y personalmente no tengo ninguna experiencia con este tipo de procedimiento.

—Pero ¿estaríais dispuesto a intentarlo?

—Estoy dispuesto a intentarlo si ese es vuestro deseo, pero no hasta que hayáis vuelto de vuestro viaje.

—¿De qué viaje? —preguntó Alan perplejo.

—A Bristol. Debéis visitar al conde de Gloucester. Él tiene la llave de vuestra memoria, estoy seguro.

—¿Podéis decirme por qué debería encontrar de nuevo en Bristol lo que ni siquiera en mi casa, en Helmsby, he podido recuperar?

—Porque siempre hay que empezar a buscar una cosa en el lugar donde se ha perdido, ¿no os parece?

El crujido de la puerta lo despertó, y como siempre Alan se despabiló de inmediato. Su mirada se posó en una figura que había aparecido en el marco de la puerta. Un plateado rayo de luna la iluminó desde detrás.

—¿De dónde has sacado la llave? —preguntó en voz baja.

—Estás despierto. —Su voz había sonado un poco asustada.

Alan se incorporó despacio.

—Entra de todos modos —le pidió.

Miriam cruzó el umbral y cerró la puerta sin hacer ruido.

—Le he robado la llave a mi padre. La había escondido bastante bien, pero Moses sabía dónde. —Se acercó más y se detuvo ante él—. Quería verte otra vez, antes de que te marches.

Alan quiso mostrarse frío, porque tenía miedo de ponerla de nuevo en una situación comprometida, pero su propósito se reveló imposible. Con un movimiento rápido le cogió la mano y la apretó un instante contra su frente. Luego atrajo a Miriam hacia abajo, hasta que estuvo sentada junto a él en el jergón. La puerta que daba al jardín de las hierbas estaba abierta, y la luna llena iluminaba la noche. Ahora que estaban tan cerca el uno del otro, podían reconocerse. Miriam lo miró un momento, levantó los brazos, los cruzó por detrás de su cuello y apretó los labios contra los suyos.

Aquello era lo último con que Alan había contado. Se apretó más estrechamente contra ella hasta que la tuvo sentada en su regazo, rodeó su cuerpo con el brazo izquierdo y la besó apasionadamente mientras su mano derecha encontraba su seno. A través del paño fino del vestido y de la ropa interior sintió un pecho de muchacha firme y redondo como una manzana.

Miriam inspiró hondo al sentir su mano, pero, en lugar de separarse, su beso se hizo más audaz. Sus manos se movieron desde los hombros de Alan hacia abajo, y luego se deslizaron sobre su pecho desnudo. Lentamente él se inclinó sobre ella, de modo que el tronco de Miriam se fue doblando cada vez más hacia atrás, y mientras tanto le levantó la falda con la mano. Se movía con destreza esa mano. No cabía duda de que sabía cómo deslizarse bajo la falda de una virgen. Esta idea lo asaltó de improviso, como si alguien le hubiera golpeado a traición. Y aunque no redujo su deseo, lo dejó desconcertado. La mano se detuvo, y la otra, que acariciaba con delicadeza el pecho floreciente, perdió el ritmo.

Miriam sintió el cambio instantáneamente. Abrió los ojos y separó los labios de los suyos.

—¿Qué sucede? —susurró.

Alan la soltó de repente, se levantó de la cama, dio unos pasos, y se quedó parado, respirando fuerte, dándole la espalda.

—Perdóname, Miriam.

—¿Qué debo perdonarte? —preguntó ella extrañada.

Alan oyó el crujido de la paja y levantó una mano en un gesto de advertencia sin volverse.

—Quédate donde estás. Solo un momento, por favor.

Porque no puedes fiarte de mí, añadió mentalmente.

Ella accedió a sus deseos, pero preguntó:

—¿He hecho algo mal?

Su ingenua preocupación le emocionó.

—Tú no has hecho nada mal. ¿Sabes adónde conduce que un hombre y una mujer se encuentren a solas en la oscuridad y se besen como lo hemos hecho nosotros?

—Claro. Pero los hombres decentes solo lo hacen cuando están casados con la mujer, me dijo Gerschom; por eso sé que no tengo nada que temer de ti.

—¿Qué te hace pensar que yo soy un hombre decente? ¿Acaso no soy un goj, como dice Moses?

—Una cosa no excluye a la otra. Lo sé porque haces cosas que Dios mira con complacencia. Salvaste a mi hermano de esos chicos de la calle. Y proteges a tus compañeros y te preocupas por ellos, aunque seguro que a menudo son una gran carga para ti. Este es un tipo de decencia que se ha hecho difícil de encontrar en el mundo, dice mi padre.

—Vaya… —Alan se quedó pasmado. Y en ese momento se dio cuenta de que la opinión de ese judío era mucho más importante para él de lo que había imaginado. Lentamente se volvió de nuevo hacia ella—. Háblame de Gerschom —le pidió—. ¿Qué ocurrió?

Hubo un largo silencio.

—Vino de York —empezó Miriam finalmente—. Nuestras familias se conocen desde hace muchas generaciones, y el matrimonio se acordó cuando yo tenía ocho o nueve años. La familia de Gerschom comercia con piedras preciosas, su sede principal está en Constantinopla. Allí debíamos trasladarnos después de la boda. Pero yo no quería. Constantinopla está… tan terriblemente lejos. De Norwich, de mi familia y de todas las personas que conozco. Gerschom era un hombre honorable, pero a mí me daba miedo trasladarme sola con él a una tierra desconocida. De modo que… me negué.

¿Y pudiste hacerlo así sin más?, se preguntó él sorprendido, ¿no debe hacer una mujer judía lo que su esposo le ordene?

Ella le contestó como si hubiera hablado en voz alta:

—Nuestra ley dice que un hombre no puede forzar a su mujer a ir con él a un lugar que a ella no le guste. Me acogí a eso. Mi padre estaba furioso; pero yo me mantuve firme, y mi tío Ruben me apoyó en mi decisión, porque él ama Inglaterra igual que yo. Muy bien, dijo mi padre, entonces cásate con Gerschom, deja que se vaya a Constantinopla y quédate aquí hasta que vuelva. Pero yo tampoco quería eso… Ya sé cómo suena toda esta historia. Debes de tomarme por una especie de fierecilla arisca e insubordinada —añadió en tono alicaído.

Alan esbozó una sonrisa y se encogió de hombros.

—Supongo que hay cosas peores —dijo—. ¿Por qué no querías hacer lo que te pedía tu padre?

—Muchos hombres mueren en sus viajes. Pero si no hay ningún testigo de su muerte, sus mujeres deben permanecer solas hasta el fin de sus días, porque podría ser que el desaparecido todavía viviera y en algún momento volviera a aparecer. Es un destino terrible. Y como nuestra ley, precisamente por esta razón, dice también que una mujer puede negarle a su marido su acuerdo para un viaje a tierras lejanas, me negué. Pobre Gerschom. Era tan comprensivo. Y él me seguía queriendo, a pesar de que yo era una mujer tan… difícil. Se quedó aquí mucho más tiempo del que tenía pensado, y por eso estaba en Norwich cuando en noviembre estalló la viruela. —La emoción le impidió seguir hablando. Alan se sentó a su lado y le cogió las manos.

—No fue culpa tuya, Miriam. Tú no le deseabas nada malo a Gerschom y no tenías ningún poder contra la viruela. Es tonto sentirse responsable por cosas que uno no puede controlar.

—Pero si hubiera obedecido a mi padre y hubiera ido con Gerschom a Constantinopla, él todavía viviría —objetó ella.

—Quién sabe. Tal vez sencillamente había llegado su hora. Si la viruela no le hubiera atacado en Norwich, hubiera pasado durante el viaje. Yo no sé mucho sobre lo que creéis los judíos, pero si realmente rezamos al mismo Dios, tenéis que saber que estas cosas están en sus manos y no en las nuestras.

—Eso mismo dijo mi padre. Pero tenga o no razón, el hecho es que Dios me castiga por mi testarudez. Ninguna otra familia judía honorable me ha solicitado a mi padre. Nadie quiere tener a una criatura obstinada y rebelde como yo como mujer o como nuera. El único hombre que aún quiere casarse conmigo es un goj que no tiene memoria y, en cambio, sí tiene una esposa. —Había dicho esto último con cierta amargura, pero también, constató Alan sorprendido, con una chispa de humor—. Mi padre nunca permitirá algo así, y por eso tendré que soportar hasta el fin de mis días el altanero menosprecio de mi cuñada.

—Sigo manteniendo mi oferta —replicó él—. Incluso después de que te marcharas sin darme una respuesta.

Miriam bajó los ojos, avergonzada, volvió a mirarlo y asintió:

—Sí, Alan. Me casaría contigo si eso no fuera imposible.

Alan cerró los párpados un momento. Una sensación cálida, embriagadora, invadió todo su ser. Ella lo quería. No a Alan de Helmsby como una vez debía de haber sido, sino a él tal como era.

Con delicadeza, casi con timidez, cogió sus manos; porque temía que ese loco deseo que a duras penas podía controlar lo llevara a tropezar de nuevo. Que le impulsara a arrebatar el honor a la mujer con quien quería compartir su vida sin saber si podría ofrecerle un futuro; a darle, tal vez, un bastardo, como el príncipe William había hecho con su madre; a traicionar vergonzosamente a su padre, que se había mostrado tan bondadoso con él.

Besó a Miriam en la frente, se sumergió por un instante en su calor y su aroma, y luego la soltó.

—Mañana debo partir y hacer lo que tu padre me ha aconsejado.

—¿Crees que servirá de algo?

—No —reconoció Alan—; pero me tomaría por un cobarde si no lo hiciera, y no quiero que eso pase. No sé cuánto tardaré, pero volveré, Miriam. De modo que espérame.

—Oh, no te preocupes. Como he dicho, no hay nadie haciendo cola para casarse conmigo.

—Nadie excepto yo.

—Pero tú ya estás casado.

—Sí, esa fue una desagradable sorpresa —admitió él—. Sin embargo, un matrimonio no es un obstáculo insuperable. Se puede disolver.

—Pero mi padre…

Alan suspiró.

—Sí, lo sé. Tenemos que pensar en algo. Seguro que será un obstáculo que recemos para que se produzca un milagro.

A medida que Alan avanzaba hacia el sudoeste, los rastros de la guerra eran cada vez más evidentes. Encontró pueblos calcinados y prados donde los muertos de la última escaramuza yacían sin enterrar, atrayendo a bandadas de cuervos. Se santiguó al pasar junto a ellos, pero no se sintió asustado ni sorprendido. Comprendió que no era la primera vez que veía estas imágenes.

Calculaba que ya no estaba muy lejos de Bristol cuando, en la mañana del cuarto día, llegó a la cima de una colina y vio un pueblo en el valle que se extendía a sus pies. Miró hacia abajo con los ojos entrecerrados. Al menos cuatro tejados de paja estaban en llamas. Una figura huyó a través de un campo y fue perseguida, alcanzada y abatida por un caballero. El jinete hizo dar media vuelta a su montura y galopó de vuelta a las cabañas.

Alan sabía que lo más prudente era esperar a que los caballeros hubieran desaparecido, y sin embargo trotó colina abajo, sin comprender muy bien por qué lo hacía. ¿Porque quería llegar pronto? ¿O porque quería encontrarse por fin cara a cara con la guerra, que supuestamente en otro tiempo había llenado su vida?

A cien yardas de las primeras casas puso a su caballo al galope y desenvainó su espada. En cuanto llegó al pueblo, lo envolvió el humo, el olor del miedo de personas y animales, el tintinar de las espadas y los gritos. Todo el pueblo estaba ahora en llamas; ni siquiera la iglesia se había salvado.

Desmontó y se dirigió hacia la izquierda. Dos hombres con cota de malla de media manga salían de una cabaña; uno de ellos sostenía un barril en cada brazo y el otro se había echado a la espalda un saco de grano. De la siguiente casa llegó corriendo una mujer que gritaba, con el cabello ardiendo. El hombre de los barriles dejó precipitadamente su botín en el suelo, corrió hacia ella y apagó las llamas a golpes. Gritando aún, la mujer retrocedió y huyó, pero antes de que desapareciera tras la iglesia en llamas, dos hombres a caballo le cortaron el paso y la empujaron hacia la derecha, donde desapareció del campo de visión de Alan.

Los siguió sin saber qué tenía intención de hacer. Tenía las manos húmedas, el humo le quemaba en los ojos y le costaba respirar, no sabía si por el humo o por el horror que lo rodeaba. El lado norte de la iglesuela de madera estaba más silencioso. Sosteniendo blandamente la espada en la mano derecha, miró alrededor. Y entonces se elevó un grito. Un aullido de puro horror, alargado y estridente. Alan volvió poco a poco la cabeza en la dirección por donde había llegado aquel sonido casi inhumano. Era la voz de un niño.

Su campo de visión se enturbió y adoptó un tinte rojizo. Alan olvidó dónde se encontraba, olvidó su nombre y el hecho de que había olvidado quién era. La voz del niño que gritaba había paralizado todo pensamiento consciente en él.

Estaban detrás de una choza de barro. Tres soldados habían atrapado a una niña, que debía de tener unos seis años, y le habían arrancado la blusa. Uno la sujetaba por detrás y reía mientras la mantenía en el aire cogiéndola por los antebrazos; el segundo miraba fijamente el cuerpecito y sus manos se movían impacientes bajo la cota de malla. La niña se volvió y gritó, pero Alan gritó aún más fuerte. Como un demonio se precipitó contra los violadores y de un golpe le separó la cabeza del cuerpo al primero, que se encontraba de espaldas a él. Al siguiente, que estaba un paso a la derecha y sujetaba con la mano su miembro erecto, le clavó la hoja en la garganta. Entonces el tercero dejó caer a su presa, retrocedió un paso y se llevó la mano a la cintura para desenvainar su espada. Antes de que la mitad de la hoja hubiera salido de la vaina, Alan le había partido el cráneo desprotegido. Con los dientes apretados, liberó su espada de un tirón y giró en redondo para hacer Dios sabe qué. Tal vez despedazar a los muertos tendidos en el suelo. Estaba fuera de sí, casi tanto como la niña, que se había encogido sobre sí misma y aullaba y gritaba hecha un ovillo en el suelo.

Alan cayó de rodillas ante ella. Ya no gritaba, pero su respiración era entrecortada y jadeante y el velo rojizo ante sus ojos no había desaparecido. Le temblaban tanto las manos que tuvo que realizar tres intentos antes de poder levantar la blusa hecha jirones y cubrir a la niña con ella. Sobre todo no la toques. El pensamiento zumbó como un fuego fatuo en su cabeza sin que Alan fuera capaz de captar su sentido.

Entonces oyó una voz a su espalda.

—Vaya, ¿qué tenemos aquí? ¿Un auténtico amigo de los niños?

Antes de que hubiera podido volverse, recibió un golpe brutal en la nuca que lo liberó del horror.

Como siempre, el sonido fue lo que volvió primero.

—Lo que no puedo entender es qué está haciendo aquí.

Alan reconoció la voz del hombre que lo había derribado.

—Supongo que se dirigía a visitar a vuestro padre —respondió una segunda voz, más vieja y relajada.

—¿Así sin más? —replicó el primero, exaltado—. ¿Durante tres malditos años era como si se lo hubiera tragado la tierra, y ahora aparece de repente justo en la marca fronteriza para liquidar a unos campesinos inermes con una cuadrilla de merodeadores?

Como de costumbre sacas falsas conclusiones, William, pensó Alan.

Y entonces se quedó petrificado. Lo que se precipitaba sobre él hacía que la marea que había inundado la isla de Whitholm pareciera un regato. Las imágenes y los olores, los nombres y los recuerdos, las historias y las palabras, eran como una vorágine, y Alan fue arrastrado y escupido por ella sin que pudiera hacer nada por frenarla. Rodó de costado y hundió la cabeza entre los brazos, y un insólito ruido, entre un gemido de dolor y una increíble risa, surgió de su garganta. No sintió alegría ni espanto ante la vuelta a sí mismo. La experiencia era demasiado arrolladora para que pudiera sentir nada.

Alan de Helmsby. Soy Alan de Helmsby. Sí, eso ya lo sabía antes; pero solo ahora lo creía y comprendía lo que significaba.

Una mano cayó sobre su hombro.

—¿Alan? ¿Todo va bien? Maldita sea, he estado a punto de partirte el cráneo, primo.

—William…

—Aquí estoy.

William de Gloucester. Habían sido armados caballeros juntos. Habían escapado del sitiado Shrewsbury solo unas horas antes de que el rey Stephen lo tomara al asalto e hiciera colgar a todos los hombres de la guarnición. Habían luchado y salido vencedores en la gran batalla de Lincoln, hasta que un hacha de guerra había atravesado la cota de malla de Alan… Y el padre de William lo había sacado del campo de batalla: Robert, el conde de Gloucester, que hubiera podido evitar esa condenada guerra y ser rey si no hubiera sido un bastardo. Pero eso es lo que era, un bastardo de sangre real como Alan, y tal vez ese destino común fuera la razón de que el conde Robert siempre hubiera amado más a Alan —su sobrino— que a cualquiera de sus hijos. William se había esforzado en no tomárselo a mal; pero su relación se había vuelto cada vez más complicada. Alan recordaba que siempre lo había tratado con indulgencia, pues comprendía sus ocasionales accesos de acritud. Y con la estremecedora claridad que le había otorgado la ausencia durante estos tres años de su propia identidad, fue consciente ahora de que su indulgencia, en realidad, solo había sido una altanera condescendencia…

—William —volvió a murmurar.

—¿Qué? —preguntó su primo, en un tono entre impaciente y temeroso.

Alan se puso en pie con torpeza y se marchó tambaleándose sin dirigirle ni una mirada.

—¡Alan! —le gritó William—. ¿Qué demonios te pasa? ¡Vuelve!

Pero Alan no podía hablar, ni con William ni con nadie. No tenía tiempo. Debía redescubrirse a sí mismo.

Llegó a un jardín con unos cuantos árboles frutales y se dejó caer a su sombra sobre la hierba. Luego cruzó los brazos sobre las rodillas, apoyó la cabeza en ellos y trató de sobreponerse al dominio de su yo recuperado. Poner en armonía al Alan que una vez había sido con el que era hoy. Le parecía tan imposible como tratar de meter a dos hombres en una única cota de malla: sencillamente no funcionaba. Había uno de más. El hombre que había estado encerrado con una cuadrilla de locos y contrahechos en una fortaleza insular y luego había huido con ellos, se defendía contra el extraño que tomaba posesión de él. Y no era una infiltración progresiva, sino una invasión total.

A punto de sucumbir al pánico, buscó el punto de inserción que debía de existir entre ambos, y no tardó en encontrarlo. Sus recuerdos eran un caos incontrolable, pero ese único recuerdo crucial que quería atrapar surgió de pronto a flote en medio de la inundación como una isla salvadora: durante tres días había dado caza a Geoffrey de Mandeville, lo había buscado sin encontrarlo nunca. Finalmente, el tercer día, al final de la tarde, había llegado a un pueblo de los Fens. Allí vivían cortadores de turba, gente pobre, pero aun así Mandeville había enviado a sus siniestros esbirros para que lo incendiaran. Habían deshonrado a las mujeres y ni siquiera los niños se habían salvado. Ahora Alan sabía también de dónde venían los gritos que siempre oía cuando la oscuridad se cernía sobre él. Era un recuerdo de ese día. De la niñita que los hombres de Mandeville habían querido vejar. Y al revés que hoy, entonces no había podido evitarlo, lo sabía; porque alguien le había golpeado por detrás antes de que pudiera llegar a ese escenario de horror. Lo siguiente que recordaba con claridad era el exorcismo en el monasterio de St. Pancras. ¿Cómo demonios habría llegado de Norfolk a Yorkshire? ¿Y qué sentido tenía el manto de cruzado?

No lo sabía. Pero el círculo se había cerrado, y esto le proporcionaba un mínimo de claridad.

Había encontrado su memoria porque había vuelto a vivir lo mismo que en el momento en que la había perdido: la niña inerme, gritando, los violadores, el golpe en la cabeza. Al recordar el incidente de antaño sintió un eco de su horror y de su furia impotente, y se dio cuenta de que la teoría de Josua no era tan descabellada como había creído hasta ese instante. Efectivamente se había sentido responsable por el destino de la niña. A pesar de que su razón sabía que no tenía ningún poder para evitar esos actos de crueldad, de todos modos se había sentido culpable.

¿Porque mi padre se ahogó en lugar de convertirse en un rey de Inglaterra bueno y fuerte que preservara su paz? Quién sabe.

En cualquier caso aquello le había atormentado tanto como para oscurecer su mente. Y Josua también había tenido razón en este punto: «Vuelve a Bristol y busca en el lugar donde te perdiste». Vuelve a la guerra, había querido decir seguramente. Su consejo había funcionado más rápido y más a fondo de lo que probablemente Josua había considerado posible. Y ahora Alan debía ver cómo se las arreglaba con su nueva situación…

El sol era como un disco de latón fundido en el poniente cuando William lo encontró.

—Gracias a Dios —dijo con una sonrisa insegura—. Ya temía que hubieras estirado la pata.

Alan se puso en pie.

—Para eso hubieras tenido que pegar un poco más fuerte. En fin, de todos modos ha hecho su efecto.

Los dos rieron tímidamente y se abrazaron sin mucho entusiasmo.

—Lo siento de veras —insistió William—. No te reconocí. Y pensé que querías… —Bajó los ojos—. Juzgué mal la situación.

Alan asintió con la cabeza.

—Ya puedo imaginar lo que parecía.

—Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde estabas? Quiero decir que…

—Es una larga historia, no muy edificante —dijo Alan mientras volvían paseando hacia la iglesia—. Voy de camino a Bristol, a ver a tu padre.

Un recuerdo lo asaltó de pronto: su último encuentro con el padre de William no había transcurrido muy armoniosamente. «Si vuelves a hacer eso, tendrás que abandonar mi servicio», le había amenazado Gloucester con voz atronadora. Así pues, el personaje que se ocultaba en el sueño tras la máscara del rey de Jerusalén era Gloucester. Otro enigma resuelto…

—Padre ha recibido una carta de tu abuela que le ha inquietado mucho —le informó William.

Alan reprimió un suspiro.

—Dios sabe qué pretendería conseguir con eso. ¿Cómo se encuentra? Mi abuela me dijo que estaba enfermo.

William se encogió de hombros.

—Ya lo conoces. Nunca pierde ni un segundo en hablar de esas cosas. Y mi padre enfermo sigue siendo más peligroso y más vital que el rey Stephen sano. Aunque tengo que reconocer que no está como siempre. Me preocupa. Está perdiendo respaldo. Los obispos toman partido por Stephen, y los lores hacen lo que quieren. Cada vez les importa menos quién lleve la corona. Tengo la sensación de que todo esto se nos escapa de las manos. —De pronto una sonrisa iluminó su rostro—. Me alegro tanto de que hayas vuelto, Alan.

—Me parece difícil que pueda ayudaros a dar un giro a la situación —le previno él.

—¿Y por qué no? Siempre pudiste hacerlo.

—Supongo que he cambiado.

—Sí. Eso se nota. ¿No quieres revelarme dónde estuviste? En prisión, cree la mayoría.

—En cierto modo.

—Bueno, sea como sea, ahora estás aquí de nuevo. Y tu vuelta devolverá a los hombres la fe en nuestra causa.

—¿Por qué piensas eso?

—Porque esta siempre fue tu guerra. Más que la de mi padre, e incluso más que la de Maud o Stephen. Nadie creyó nunca con tanta firmeza que estaba haciendo lo justo con esta guerra como tú. Por eso siempre fue fácil seguirte.

Que Dios me ayude, pensó Alan, ¿qué he hecho?