Simon y Guillaume FitzNigel cabalgaban uno junto a otro por entre los campos, donde el cereal brillaba con un verde lujuriante.
—¿Adónde nos dirigimos? —preguntó Simon.
—A Metcombe. Un trecho más cruzando el bosque y habremos llegado.
Simon apuntó con la mirada a la cruz de su caballo cuando se adentraron en la espesura, entre las sombras de los árboles.
Guillaume percibió el gesto y preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Miedo a los espíritus del bosque?
Simon sonrió para sí.
—No. Sufro de epilepsia, y el brillo del sol entre las hojas es peligroso para mí.
—¿Qué debo hacer si te caes del caballo y empiezas a contorsionarte?
—Espera un momentito. Pasa rápido. Y no es ni de lejos tan malo como parece.
—Veo que te lo tomas con filosofía.
—Antes me amargaba la vida con eso. Sobre todo cuando los monjes me encerraron en una isla llena de locos. Pero precisamente esos locos me enseñaron que hay cosas peores que la epilepsia.
—Umm… Y ahora que Alan se ha esfumado, eres tú quien tienes que cargar con tus locos. No te envidio.
Simon no hizo ningún comentario.
Le había dejado pasmado lo comprensivos que se habían mostrado la mayoría de sus compañeros con la huida de Alan. El único que no lo había aceptado bien había sido Oswald. El pobre muchacho se había hundido en la melancolía. Se sentía abandonado y traicionado. Los demás no habían conseguido hacerle comprender que «Losian» había tenido que irse porque por una vez debía hacer algo en su propio beneficio. Ahora Oswald ya prácticamente no hablaba, lloraba mucho, y solo la amenaza de un castigo hacía que siguiera yendo todavía al trabajo.
Regy, por su parte, había aprovechado la desaparición de Alan para mostrar su cara más aborrecible. Se comportaba como un loco en cuanto tenía público. Los guardias habían amenazado con rebelarse si los seguían forzando a entrar en la habitación de la torre; de modo que ahora eran Simon, el rey Edmund y los siameses los que tenían que compartir ese dudoso placer.
Guillaume desmontó ante la herrería de Metcombe y ató su caballo a un manzano. Simon siguió su ejemplo.
—¿Cuthbert? —gritó el camarero, y abrió de un empujón la puerta de la vivienda.
El herrero, un hombre corpulento y fuerte como un oso que estaba sentado a la mesa de espaldas a la puerta, se volvió a medias al oírlo.
—¡Guillaume! —Una sonrisa apareció de entre su barba enmarañada—. ¿A quién nos traes aquí?
—Simon de Clare, uno de los compañeros de lord Alan.
Cuthbert saludó con una inclinación de cabeza al extraño.
—Entrad y poneos cómodos.
Al acercarse, Simon vio que el hombre sostenía en su regazo a una niñita rubia de cabellos rizados. Sobre la mesa había un cuenco con papilla. El herrero hundió la cuchara en el cuenco y le dio de comer a la niña.
—Servíos una cerveza —les invitó su anfitrión—. Yo ahora no puedo.
Guillaume cogió tres vasos del anaquel, abrió un barril y sirvió la bebida en los recipientes con un cazo. Simon y el camarero se sentaron a la mesa, y los tres hombres bebieron.
Cuando la hija del herrero dirigió la mirada hacia Simon, este se quedó sin aliento. Quien lo miraba desde esos ojos verde-azulados era Alan de Helmsby.
—¿Cómo te las arreglas? —preguntó Guillaume al herrero.
—Bastante bien. El crío está en casa de mi hermana. Ella acaba de tener un niño y ahora los amamanta a los dos. Mis vecinas cocinan para mí. Y me llevo a la pequeña a la herrería. No es un buen lugar para un niño, pero no quiero dejársela a nadie. Estaría demasiado solo. En fin, poco a poco nos vamos acostumbrando, ¿no es verdad, florecilla?
—Cuthbert enviudó en enero. Su mujer murió en el sobreparto —explicó el camarero a Simon.
—Lo lamento, Cuthbert —dijo el joven normando con rostro serio.
El herrero respondió con una inclinación de cabeza, y a continuación le preguntó, con una sonrisa un poco agria:
—¿Así que compañero de lord Alan? Eso está bien. Pero ¿cuándo nos hará el honor él mismo? ¿O hay algo aquí que últimamente le resulte incómodo?
Simon observó con incredulidad cómo el hombre señalaba a la niña.
Guillaume sacudió la cabeza.
—Se ha marchado. Está…
—Un poco extraño, dicen por ahí —acabó el herrero la frase por él.
—Ha perdido la memoria —dijo Simon—. Y estar en Helmsby sin poder recordar nada ni a nadie le resultaba insoportable. Pero nos salvó, a mí y a mis compañeros, de morir de hambre y nos condujo sanos y salvos hasta aquí desde North Yorkshire. No, no se ha vuelto extraño, Cuthbert. Solo es que Dios parece haber querido ponerlo a prueba, eso es todo.
El herrero observó a Simon con un nuevo interés y replicó:
—Sí, las pruebas de Dios pueden hacer doblar la rodilla a un hombre.
—¿Cómo vais con el esquileo? —preguntó Guillaume.
—Despacio. Durante el invierno se nos han muerto veinte hombres y jóvenes fuertes, y su trabajo se echa a faltar en todas partes.
—Simon, ¿sabes esquilar ovejas? —preguntó el camarero.
—Desde luego. —Woodknoll era una pequeña propiedad, y por eso Simon también había tenido que ayudar en la granja paterna.
—¿Y estarías dispuesto a echar una mano aquí?
Simon comprendió que Guillaume lo había traído para que los habitantes de Metcombe comprendieran que en Helmsby no los habían olvidado. En cierto modo él estaba aquí como representante de Alan.
—Naturalmente, Guillaume.
—Entonces pongámonos al trabajo. Pero antes dime, Cuthbert, ¿cómo está el viejo Æthelwold?
Mientras Guillaume y el herrero comentaban las últimas novedades, la niña se deslizó del regazo de su padre adoptivo, se acercó a Simon y tendió hacia él sus manitas mugrientas. Simon la sentó en sus rodillas, la cogió con cuidado de las manos y la hizo saltar.
—¿Y tú cómo te llamas, eh? —preguntó.
—Agatha —respondió la pequeña, y la conversación en voz baja de los hombres en la mesa se interrumpió de repente.
Simon miró las dos caras, en las que se dibujaba una expresión de sorpresa que tenía algo de cómico. El herrero incluso había dejado caer la mandíbula.
Guillaume fue el primero en recuperar el aplomo.
—La niña… no había dicho ni una palabra hasta ahora. Todos creíamos que era muda.
Simon se enteró de la historia mientras cabalgaban de vuelta a Helmsby bajo la luz del crepúsculo. Se habían pasado el día esquilando ovejas y estaba reventado.
—¿Por qué la gente de Metcombe está mal dispuesta hacia Alan? —preguntó—. ¿Es por la niña?
Guillaume sacudió la cabeza:
—¿De modo que sabes que es suya? —dijo.
—Es el vivo retrato de su padre y tiene sus mismos ojos.
—No debes pensar demasiado mal de él por eso. No era de esos lores que se permiten todas las libertades con las muchachas campesinas. Pero si había alguna que le guiñaba el ojo, lo que no era raro que ocurriera, tampoco se defendía con la horca del estiércol.
—¿A pesar de que estaba casado? —dijo Simon en tono de censura.
Guillaume asintió con la cabeza.
—Susanna cerraba los ojos. Pero cuando Eanfled, la madre de Agatha, se quedó embarazada de él, su indulgencia se acabó. Porque ella misma no tenía hijos, supongo. Vino a verme y me dijo que tenía una semana de plazo para echar a Eanfled de Helmsby, y que si no la denunciaría al obispo por conducta impúdica. De modo que llevé a la niña a Metcombe y todo se arregló. El herrero y Eanfled pronto simpatizaron, y ya has visto qué apegado está él a la niña. No podría encontrarse un padre mejor.
—¿Y cómo es que nunca había hablado?
—Bueno, eso sí que no puedo decírtelo. Lo más extraño no es que no dijera nada, sino que de pronto empezara a hablar cuando tú te la pusiste sobre las rodillas.
Y Agatha no se había limitado a pronunciar su nombre. Aunque solo tenía dos años y no había podido entender todas las preguntas con que los tres hombres la habían acribillado en su excitación, no parecía tener ningún problema de comprensión y había respondido «sí» o «no».
—A mí mismo me resulta un poco misterioso este asunto —reconoció Simon—. Pero dime, ¿cuál es entonces el motivo de que la gente de Metcombe esté a malas con Alan?
—Por tradición recelan de todos los lores de Helmsby. Uno de los antepasados de Alan les arrebató sus tierras y los convirtió a todos en arrendatarios. En contrapartida, ese lord Helmsby los protegió de los daneses.
—De todos modos hubieran perdido su tierra después de la conquista —objetó Simon, pues los normandos habían introducido en Inglaterra el sistema feudal que hacía tiempo que era ya habitual en otros lugares: toda la tierra pertenecía a la corona, y esta la adjudicaba por partes en feudo a sus vasallos, los cuales a su vez cedían una parte en feudo a pequeños nobles y caballeros. Los perdedores de esta reforma agraria habían sido los campesinos, quienes se vieron privados de su libertad personal—. De hecho, hace tiempo que todos se han acostumbrado a eso —añadió.
—Naturalmente tienes razón —reconoció el camarero—, pero los campesinos de Metcombe siguen manteniendo una cierta animosidad contra los Helmsby. A la mayoría de la gente le gusta eso de guardar un ligero rencor y transmitirlo de generación en generación, ¿sabes?
Cuando llegaron al castillo, Emma les hizo saber que lady Matilda quería hablar con ambos. Simon y Guillaume fueron a verla de inmediato, y la anciana dama cogió una carta de la mesa y leyó: «Ruben ben Isaac saluda a lady Matilda de Helmsby. Supongo que echáis a faltar a vuestro nieto. Él nos ha dado a entender que no desea que nadie en Helmsby sepa dónde se encuentra en estos momentos; pero como mi amistad con vos es mucho más antigua que mi amistad con él, he considerado que debía aliviar vuestra preocupación: se encuentra en esta casa bajo la tutela de mi hermano. Así pues, podéis estar tranquila. Y permitidme que os dé un consejo: no enviéis a nadie a buscarlo. Si hay un médico en el mundo que pueda ayudarlo, este es probablemente mi hermano. Rezo por que sus esfuerzos se vean coronados con el éxito y permanezco como vuestro afecto amigo, que os hace llegar también una paca de brocado persa que casi hace justicia a vuestros ojos y que estaría encantado de colocar a vuestros pies».
—Descarado adulador —añadió Matilda al acabar, pero la minúscula sonrisa que asomó a sus labios revelaba que el galanteo de Ruben la divertía.
Simon sacudió la cabeza, desconcertado.
—¿Conocéis a los judíos de Norwich, madame?
—A unos cuantos —respondió Matilda—. Ya antes, en Winchester, compraba la tela para mi guardarropa al padre de Ruben. El abuelo de Ruben era un amigo de mis padres. Un sanador, igual que el hermano de Ruben. —Lanzó una mirada penetrante a Simon y le espetó—: ¿Tú sabías esto?
—Saberlo no, madame. Pero sí que lo intuía.
—¿Y no se te ocurrió la idea de sugerirme algo para que no tuviera que morirme de preocupación?
Simon se puso furioso.
—Todavía sois una mujer bastante despierta. Y por otra parte, fue decisión suya no comunicaros nada al respecto. Supongo que tenía sus razones, que no conozco pero respeto.
—Vaya, vaya. Resulta que no eres un corderillo como empezaba a temer, Simon de Clare.
—No. Pero también para mí esta certidumbre es una novedad —reconoció él.
Matilda asintió con la cabeza.
—No hay nada mejor para abrirle los ojos a uno sobre su propio ser que recibir unos cuantos golpes del destino, ¿no es cierto? Bien, pues. Dejaremos a Alan en paz. De momento. Y propongo que no digamos nada de esta carta a Haimon y a Susanna, y preferiblemente tampoco a ninguno de los otros.
Simon y Guillaume asintieron aliviados. Y luego el camarero cambió de tema:
—Hemos estado en Metcombe. Y no os creeréis lo que ha pasado, lady Matilda: la niña ha hablado.
—¿Agatha? —preguntó ella.
Guillaume señaló a Simon.
—Se la puso en el regazo, le preguntó su nombre y ella respondió. Así de sencillo.
Matilda juntó las manos, y los ojos azules brillaron.
—¿No había dicho yo siempre que a la niña no le pasaba nada?
—Propongo que tampoco digamos nada de esto a Susanna y a Haimon —aconsejó Guillaume.
—Sin duda será lo mejor —asintió la anciana dama—. Me gustaría que Haimon desapareciera de una vez de Helmsby. Entonces podríamos traer a la pequeña. Sería una alegría para Alan y le daría ánimos cuando regrese. Con su infiel esposa.