A pesar del tiempo espantoso que hacía, Simon y los siameses regresaron a Helmsby eufóricos. Al entrar en la sala del castillo vieron, en la mesa alta cenando, a la anciana lady sentada con Henry, una hermosa joven y un noble que Simon no conocía, y Simon percibió enseguida el ambiente opresivo y tenso que reinaba entre ellos.
Los tres amigos se acercaron al estrado y se inclinaron ante lady Matilda. Simon sacó un pergamino sellado que llevaba bajo el brial y se lo tendió a Henry con una sonrisa triunfal.
—Un salvoconducto para llegar sin impedimentos a las fronteras de Normandía para ti y los que estén contigo. Y esto.
Con la mano izquierda hizo aparecer una bolsa que tintinaba prometedoramente. Henry, que tenía un hematoma en el pómulo izquierdo, se levantó y recibió los presentes.
—Alabado seas, Simon de Clare. ¿Cómo demonios lo has conseguido?
—Creo que será mejor que te lo explique más tarde —replicó Simon, y señaló discretamente con la barbilla a los desconocidos que estaban sentados a la mesa.
—Perdonadme, De Clare —dijo lady Matilda—. Mi nieto Haimon de Ponthieu y su prima Susanna, la esposa de Alan. Haimon, Susanna, estos son los amigos de Alan, Wulfric y Godric y Simon de Clare. Los tres han prestado un servicio de un valor incalculable a Henry y a todos nosotros. Tomad asiento.
—Por todos los cielos, ¿es posible esto que veo? —murmuró Susanna para sí.
Aunque había hablado en voz muy baja, los siameses no tuvieron ninguna dificultad en entenderla.
—Os lo agradecemos, lady —respondió Wulfric a Matilda—, pero será mejor que no. Iremos a buscar a nuestros amigos.
—Están en el pueblo —replicó la anciana dama—. No os ofendáis por la grosería de Susanna. Si aún hubiera decencia en el mundo, debería comer en el suelo con los perros… Quédate sentada, Susanna.
La joven se dejó caer de nuevo en su butaca y luchó sin éxito contra las lágrimas.
Jesús, ¿qué ha pasado aquí?, se preguntó Simon, y condujo con gesto decidido a los siameses hasta la mesa. Él se sentó junto a Henry y le preguntó en voz baja:
—¿Dónde está?
Henry respondió en el mismo tono:
—Se largó. Hace dos días.
—¿Por qué?
Henry lanzó un suspiro.
—También de eso será mejor que hablemos más tarde —contestó. Luego se levantó, se acercó a los dos hermanos y les estrechó la mano—. Os agradezco lo que habéis hecho. Nunca lo olvidaré, y en cuanto pueda os lo compensaré.
Emma trajo vino, pan y un puchero con judías y carne de carnero a los recién llegados. Wulfric y Godric se abalanzaron sobre la comida con entusiasmo. Simon, en cambio, comió despacio; entre la noticia de la desaparición de Alan y el ambiente que se respiraba en la mesa se le había hecho un nudo en la garganta. Aguardó a que alguien rompiera el pesado silencio y, como era de esperar, al final fue Henry quien lo hizo.
—Mis caballeros han encontrado el camino hasta aquí. —Señaló a los diez hombres que estaban sentados en la primera mesa de la izquierda.
—Esto es magnífico. ¿Cuándo quieres partir?
—Mañana temprano. Te esperaba con ansia, Simon. Me temo que he abusado un poco de la hospitalidad de esta casa.
Simon tuvo una terrible sospecha. Miró hacia la mujer de Alan, que seguía sentada, inmóvil, en su sitio, y luego otra vez a Henry, y siseó furioso:
—¿Qué demonios has hecho, Henry Plantagenet?
El otro bajó la mirada compungido.
—Creo que un día las mujeres serán mi ruina —reconoció en voz baja.
En medio de un silencio helado acabaron de comer, y luego Henry condujo a Simon arriba, a su cámara. Se había llevado una jarra llena y dos vasos de la sala, y en cuanto cerró la puerta, desapareció de su rostro toda señal de turbación.
—¿Y bien? —preguntó ansiosamente mientras servía el vino—. ¡Explica! ¿Cómo has visto a Stephen?
Borracho y hastiado de todo, hubiera sido la respuesta sincera, pero Simon no lo dijo. De todas las decepciones con que le había obsequiado generosamente la vida en el curso del último año, su encuentro con el rey Stephen tal vez fuera la más amarga.
Simon se había encontrado a solas con él en una pequeña sala del palacio. El rey estaba sentado con un vaso de vino y su corona sobre la mesa. La corona estaba colocada de lado, y Stephen la empujó con la mano de modo que rodó hacia el borde. Cuando cayó, la pescó, la volvió a colocar de lado y empezó desde el principio.
—¿De Clare? —preguntó después de que la guardia hubiera desaparecido, y levantó la vista. Su cabeza se movía con una curiosa lentitud—. ¿Cuál?
Simon puso una rodilla en tierra.
—Simon de Clare de Woodknoll, sire.
—Sois el que tiene epilepsia.
—Sí, sire.
El rey lanzó un ligero eructo.
—Lamento lo de vuestro padre.
Simon le dio las gracias y bajó la vista, conmocionado por la discrepancia que existía entre la imagen que se había hecho de este rey y la realidad.
Como si hubiera captado su decepción, Stephen señaló:
—No me cogéis precisamente en un buen momento, mi joven amigo. Tenéis que perdonarme, pero ayer recibí la noticia de que Ranulf de Chester se ha unido a nuestra causa.
Simon se quedó con la boca abierta.
—¡Pero eso es excelente! El conde de Chester es el hombre más poderoso de los Midlands.
—Sí. Es excelente. Pero es el yerno de Gloucester. Un sobrino político de la emperatriz. Y ahora le da la espalda. Qué terrible debe de ser para ella. Y para Gloucester también.
—Ahora que hablamos de la emperatriz Maud, sire…
—¿Sí? ¿Qué ocurre con ella? Levantaos. ¿Habéis venido para volver a despediros enseguida porque os habéis decidido por la emperatriz?
Simon se levantó.
—No, sire. Se trata de su hijo. Henry.
—¡Ah, sí! El pequeño Satanás está en Inglaterra, ¿no es así?
—Sí. Y se encuentra en apuros. Estoy aquí para pediros ayuda en su nombre.
El rey escuchó con la frente arrugada mientras Simon le informaba de los infortunios de Henry.
—Espero que podáis perdonarme que me presente como portavoz suyo. No se puede negar que vino aquí con la intención de perjudicaros. Pero ahora ya no puede hacerlo. Lo único que quiere es volver a casa.
Stephen sonrió con indulgencia.
—¿Cómo es que arriesgáis vuestra cabeza y vuestro cuello por él y venís a mí como su portavoz?
—Es difícil negarle nada —reconoció Simon—. Ofrece su amistad de una forma tan generosa e incondicional…
—Su madre, de niña, era igual. De todas mis primas, ella era mi preferida. Y ya veis qué se ha hecho ahora del amor de nuestros días de juventud.
Stephen volvió a darle un golpecito a la corona.
—Por favor, no, sire —se le escapó a Simon.
Stephen retuvo su corona antes de que cayera por el borde de la mesa.
—¿Teméis que sea un mal presagio si cae?
Simon bajó la mirada, avergonzado, y asintió con la cabeza.
—Supongo que tenéis razón. No debería jugar de una forma tan frívola con ella. Porque debo pensar en mis hijos. Si ellos no estuvieran aquí, cedería con gusto esta horrible cosa a Maud, podéis creerme. Decid al joven Plantagenet que puede embarcar hacia casa; pero si se deja ver otra vez por aquí, lo encerraré hasta que su madre por fin arríe velas. Haré que os entreguen un documento. ¿Necesita dinero?
—Un poco, sí. —Simon sintió que le ardían las orejas.
Sin levantarse, Stephen estiró el brazo hacia la izquierda, abrió un cofre, sacó una bolsa de él y se la lanzó a Simon, que la atrapó sin dificultad.
—Os lo agradezco, sire.
—Buenos reflejos —señaló Stephen—. Para un hombre con vuestro defecto, quiero decir.
Simon cerró los ojos.
—Gracias —dijo de nuevo.
Stephen se levantó y le apoyó la mano en el hombro.
—Ahora os he ofendido. Lo lamento, muchacho. Pero no tiene sentido que nos engañemos. Un hombre como vos no puede ser soldado. Si queréis servirme, haceos monje. Aprended a leer y a escribir, y entonces os emplearé en mi cancillería. ¿Qué os parecería?
—Reflexionaré sobre ello, sire.
Stephen lo estrechó contra sí y lo soltó enseguida, como si el contacto le diera escalofríos, pensó Simon.
—Lo mejor sería que volvierais al monasterio adonde vuestro tío os envió. Emm…, ¿cómo se llamaba? ¿St. Pancras?
El joven asintió:
—Es una idea magnífica.
Simon no le explicó nada de esto a Henry, pues, por más que Stephen hubiera representado para él una amarga decepción, no podía dejar de lado su sentimiento de lealtad hacia el rey como quien abandona una bota vieja.
—Me parece que está cansado de guerrear —se limitó a decir—; pero no está dispuesto a renunciar a su objetivo. Te previene sobre las graves consecuencias que tendría para ti que te dejaras ver de nuevo por estas tierras. Y ahora dime, ¿qué ha pasado aquí exactamente?
—Se presentaron poco después de que vosotros os hubierais ido —explicó Henry—. Ese Haimon es una serpiente venenosa, y bien mirado, también la mujer de Alan, Susanna, es una víbora. Y una casquivana… Sí, bien, ya veo que de todos modos lo has intuido. ¡Maldita sea, se me lanzó al cuello!
—Pobre corderillo seducido.
—Naturalmente que no lo soy. Pero te juro por Dios que no estoy orgulloso de ello, ¿de acuerdo? ¿Qué más quieres que diga?
—¿Y él, cómo se enteró?
—Él… —Henry se aclaró la garganta—. Pasaba casualmente por allí.
—Oh, por todos los santos, Henry…
—¡Lo sé! He armado una buena. Y luego Alan desapareció sin que nadie sepa adónde ha ido, y yo tengo que irme mañana y no puedo reconciliarme con él. No hago más que pensar en eso.
—¿Y cómo es que todos lo saben aquí? —preguntó Simon.
—La vieja no nació ayer. Le preguntó a Susanna si podía imaginar por qué Alan había desaparecido, y Susanna se atolondró y al final acabó por confesar. Muchacho, no puedes imaginarte el escándalo que se armó. Precisamente Haimon tuvo que adoptar el papel de representante del marido encolerizado. Me atizó una bofetada y luego quiso ocuparse de Susanna; pero Matilda se interpuso. Ella tiene otros métodos para hacerle pagar por lo que hizo… Simon, ya sé que estás furioso conmigo, pero me preguntaba si tú y Godric y Wulfric no querríais acompañarme a Anjou. Un tipo como tú, que tiene el valor necesario para hacer lo que tú has hecho y bastante ingenio para salir victorioso de la empresa, y que al mismo tiempo no es un bocazas como yo, de modo que puede cerrar el pico sobre cuestiones confidenciales… En fin… Creo que un tipo así me podría ser muy útil.
Aquellas palabras fueron como un bálsamo para el alma de Simon. El rechazo de Stephen le había afectado más de lo que había imaginado. Y aunque estaba furioso con Henry, eso no cambiaba nada en la amistad que le profesaba. Creía en los grandes planes de Henry. Sin embargo, sacudió la cabeza.
—Me gustaría acompañarte; pero no puedo volver la espalda sin más al estropicio que has organizado aquí. Si Alan no está, tendré que preocuparme de nuestros compañeros. Y tengo que reflexionar sobre Stephen y tu madre.
—Será mejor que olvides a esos dos —le aconsejó Henry—. Solo han traído desgracias a vuestra Inglaterra; pero yo enmendaré sus errores, ya lo verás.
—Tal vez. Como he dicho, tengo que reflexionar. Y cuando las cosas se hayan aclarado aquí, es posible que te siga.