—Y bien, mi empapado joven amigo, ¿qué puedo hacer por vos?
—Soy Alan de Helmsby, y estoy buscando a Josua ben Isaac. —Se esforzó en sonreír—. Vos debéis de ser Ruben.
El bien alimentado comerciante asintió.
—¿El famoso Alan de Helmsby?
—No tengo noticia de que exista otro —respondió él.
—Umm… No sabía que mi hermano conociera a gente tan famosa. No está aquí, mylord. Está haciendo sus visitas.
—Os doy las gracias por vuestra amabilidad. Lo esperaré fuera.
—¿Con este tiempo? ¡Ni hablar! Podéis esperarlo ante un vaso de vino. —Ruben lo invitó a entrar con un gesto—. Shalom, Alan de Helmsby. Sed bienvenido en nuestra casa.
Alan sacudió la cabeza.
—Es muy generoso por vuestra parte, pero será mejor que no. En nuestro último encuentro, vuestro hermano se enfadó mucho conmigo. Con razón, me temo. Será preferible que espere fuera.
En ese momento entró un chiquillo. El niño posó su mirada en el visitante y gritó:
—¡Losian!
Era reveladoramente consolador oír de nuevo ese nombre.
—Moses.
Ruben ben Isaac observó al visitante con una mezcla de curiosidad, escepticismo y también —por extraño que pareciera— socarronería. No cabía duda de que había oído hablar de «Losian» y sus compañeros.
—Moses —le dijo a su sobrino—, conduce a nuestro huésped a la sala de tratamiento de tu padre, llévale pan y un vaso de nuestro mejor vino, y luego enciérralo allí.
—Debéis de estar de verdad desesperado.
Alan dio un brinco, sobresaltado. Se había dormido con la cabeza apoyada en el brazo. Precipitadamente se puso en pie.
Josua ben Isaac cruzó el umbral y cerró la puerta.
—Veo que ya sabéis quién sois.
—Conozco mi nombre. He encontrado el lugar donde nací y que es mi casa. Pero no he recuperado mis recuerdos.
Josua asintió meditabundo.
—Debe de ser duro.
—Me parece oír un matiz de complacencia en vuestra voz.
Una sonrisita burlona asomó al rostro barbudo, y luego Josua sacudió la cabeza.
—Eso sería indigno de un médico.
De un padre preocupado, en cambio, no, pensó Alan. Carraspeó.
—Josua… —Ya tras esta única palabra se quedó encallado. Se sentía ridículo en el papel del humilde solicitante, y era consciente de que probablemente se estaba rebajando en vano, de que Josua iba a echarlo de la casa—. Tenéis razón. Estoy desesperado. He encontrado un nombre, un hogar, una familia, incluso una esposa. Pero no me pertenecen. Pertenecen a Alan de Helmsby. Y sea quien sea ese hombre, no soy yo. Sin embargo, todos exigen de mí que sea él. Y de hecho alguien debo ser. Sé que no he merecido vuestra ayuda. Aun así… os ruego que me la concedáis.
—No estoy en absoluto seguro de que pueda ayudaros —replicó Josua, y se sentó en el borde de la camilla.
—Dijisteis que mi memoria estaba enterrada y que había que encontrar el sitio correcto para cavar.
—Lo sé. Y debo reconocer que me gustaría intentarlo. —Sin razón aparente, Josua cambió de tema—. ¿Cómo está Oswald? ¿Han vuelto a aparecer los problemas cardíacos?
—Desde que estamos en Helmsby, no. Creo que está bien. Pero he desaparecido sin despedirme de él ni de nadie. He huido, si queréis que os sea franco. Y ahora me remuerde la conciencia. Precisamente por Oswald.
—Parecéis contaros entre las infelices personas que, aunque tienen una conciencia, no se dejan retener por ella a la hora de cometer actos reprobables, que luego deben lamentar amargamente.
Había sonado frío.
—Está bien. Me negáis vuestra ayuda porque aún estáis furioso conmigo. Estáis en vuestro derecho. De modo que me iré y no os molestaré más. Decidme solo cómo está ella.
—No iréis a ninguna parte —gruñó Josua—. Trataré de ayudaros; pero tengo una serie de condiciones. Ninguna de ellas os agradará. La primera es: no hablaremos sobre mi hija y no la veréis mientras estéis aquí.
Alan experimentó al mismo tiempo un gran alivio y una amarga decepción, pero no dudó.
—De acuerdo.
—Vuestro acuerdo no es indispensable. Y antes de que hablemos sobre las restantes condiciones, me gustaría que dejarais vuestras armas.
—¿Tan terribles son vuestras condiciones? ¿Debería asustarme?
—Oh, os asustaréis, os lo aseguro —dijo Josua ben Isaac sin ocultar su satisfacción.