Helmsby, mayo de 1147

Era un magnífico día de principios de primavera. De pie junto a la ventana de su cámara, Alan miraba hacia abajo, a los campos y los prados floridos que rodeaban su castillo y el pueblo. Aquella era una tierra hermosa y fértil. Hubiera debido serle fácil amarla; pero en ese aspecto no había realizado ningún progreso.

Hacía ya más de dos semanas que él y sus compañeros estaban en Helmsby, y en este período había utilizado su inesperada posición de poder para hacer dos cosas: en primer lugar había ordenado que le construyeran a Gunnild una cabaña nueva y mayor, donde la mujer vivía ahora con Oswald. El joven iba a trabajar al molino y la mayoría de los habitantes de Helmsby lo trataban con simpatía.

La segunda decisión de Alan, mucho más controvertida, había consistido en transferir al rey Edmund la casa y, en cierto modo, también el cargo del párroco del pueblo. El padre Edwin, el pastor de Helmsby desde hacía muchos años, había muerto el año anterior. El hermano Elias, uno de los monjes de Ely, era sacerdote y hubiera podido ocupar el cargo. Pero Elias era un noble normando que mostraba un interés mucho mayor por la mesa y la bodega de Alan que por los campesinos, y tampoco gozaba de su confianza. Al contrario que el rey Edmund, al que los campesinos veneraban. Los aldeanos llenaban la maravillosa iglesia cuando decía misa, y brillaban por su ausencia cuando lo hacía el hermano Elias. Al enterarse de su decisión, Haimon había puesto abiertamente en duda las facultades mentales de su primo; pero por desgracia no había seguido el consejo de Alan, que le había instado a volver a casa si había algo en Helmsby que le desagradara…

Luke vivía con el rey Edmund en el pueblo. Había empezado a fabricar cerveza según la receta de los monjes de St. Pancras y de vez en cuando también ayudaba a su vecino en las tareas del campo. Por el momento el arreglo parecía funcionar. Pero Alan se preguntaba qué pasaría si algún día el rey Edmund se lanzaba contra un pobre pecador que maldijera al alcance de su oído, o si los aldeanos se enteraban de que Luke desvariaba sobre una serpiente que tenía en el vientre. Y estaba aún más preocupado por la espinosa cuestión del futuro de Regy. De hecho, no se mostró en absoluto sorprendido cuando Guillaume le dijo que los guardias empezaban a quejarse del prisionero.

Sin embargo, en cierto modo podía decirse que Oswald, el rey Edmund, Luke y hasta cierto punto incluso Regy se las iban arreglando en Helmsby.

Al propio Alan, en cambio, esto le resultaba más difícil. Necesitaba actividad, y se sentía encerrado en su castillo. Entre la gente del pueblo se sentía más libre y menos observado, y por eso se escapaba allí cada vez con más frecuencia. Eso halagaba a los campesinos y encantaba al camarero, que aprovechaba las frecuentes excursiones de Alan al pueblo para familiarizarlo con los problemas de la administración de las tierras. Alan accedía a ello, porque cualquier cosa que lo salvara de tener que ocuparse de su pasado perdido, de su abuela o —horror de los horrores— de su esposa le parecía bien. Por las noches bebía con Henry y sus caballeros. Lo hacía sobre todo para tener una excusa para permanecer en la sala, en lugar de visitar a Susanna en su dormitorio. Pero sabía que las cosas no podían seguir así.

Alan dio la espalda a la ventana y su mirada se posó en el laúd. Hacía al menos una semana que no lo tocaba, a pesar de la gran alegría que le había proporcionado tañerlo al principio. Ahora lo cogió, se sentó en el escabel junto a la ventana y empezó a tocar. Aunque a sus dedos aún les faltaba agilidad, se sintió satisfecho con la primera balada. Para continuar eligió una pieza más difícil, una melodía animada que requería una rapidez mayor, y al cabo de ocho o nueve compases tuvo que parar. Sacudiendo la cabeza empezó otra vez desde el principio, pero tropezó en el mismo lugar. Chasqueó la lengua con impaciencia y empezó de nuevo. Ahora tocó más rápido, confiando absurdamente en que sus dedos volarían sin más por encima del lugar peligroso, pero no sirvió de nada. Tocaba los primeros nueve compases con la seguridad de un sonámbulo, y luego se acababa: la continuación de la canción parecía haberse borrado de su memoria. Alan lanzó una maldición y se puso a tocar por cuarta vez. Antes de empezar, ya sabía que fracasaría. Y eso fue lo que ocurrió. Se levantó, con los dedos de su mano derecha cerrados en torno al mástil del laúd, y acto seguido balanceó el instrumento describiendo un gran arco y lo destrozó golpeándolo contra el borde de la mesa. El ruido de la madera astillada saltando en pedazos le proporcionó un momento de alivio.

En comparación, el grito en la puerta sonó apagado.

Alan volvió la cabeza sin prisa.

—Este laúd perteneció a mi padre —dijo su abuela—. Wulfnoth Godwinson se lo regaló.

—Tal vez no fuera inteligente confiarme algo cuyo valor reside en su historia —replicó Alan—. Porque me temo que estoy empezando a odiar todas las cosas y a todas las personas que poseen una.

Lady Matilda entró en la habitación. Alan sabía que estaba trastornada por la pérdida del laúd, pero, como siempre, mostró un perfecto dominio de sí misma.

—Creo que ya es hora de que nos pongamos en busca de la tuya propia.

—Eso no tiene sentido. Decirme quién soy, quiénes fueron mis antepasados y cuáles fueron sus hechos, no me devolverá a mi yo.

—Me parece que aún no lo has intentado de verdad. Pensé que si estabas cerca de tu entorno habitual y junto a personas que te eran familiares, de algún modo todo volvería por sí solo. Esa es la razón de que haya permitido que Guillaume corra tras de ti todo el rato. Que Haimon se quede. Y Susanna, naturalmente. Me pareció que era la persona más importante para ti.

—¿A pesar de que la aborreces con pasión?

—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Matilda indignada.

—Tu cara cuando la miras.

—Si es así, estoy siendo injusta con ella. Es, a su modo, una buena mujer. Y tú estabas casi obsesionado con ella.

Alan inspiró hondo y colocó el laúd destrozado sobre la mesa.

—Con todos los respetos, abuela, estoy harto de que me digan cómo era antes. Todos hacéis como si el hombre que soy hoy fuera una especie de error. Un penoso error, dirían probablemente Haimon y Susanna. Y como si solo tuviera que esforzarme más para corregir ese error. Pero es que yo me esfuerzo. No hago más que tratar de recordar. ¡Pero no sirve de nada!

Lo que su abuela dijo a continuación lo cogió por sorpresa:

—Aún no has ido a la tumba de tu madre.

—¿Cómo lo sabes?

Matilda se sentó en un escabel.

—Tu rey Edmund lo explicó.

—No es mi rey Edmund.

—Pero ¿es cierto?

—Sí. —Alan se apoyó contra la pared y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Por qué no?

Miró a los ojos azules de su abuela. Esa mujer había representado el papel de una madre para él. Lo menos que merecía era su sinceridad.

—Porque me avergüenza presentarme ante ella —respondió—. Igual que ante ti, pero en el caso de mi madre es aún peor. Ella murió para darme la vida, y yo fui tan descuidado como para perder la parte decisiva de esta vida. Por eso no me atrevo a ir.

—Tal vez haga un milagro si vas y te devuelva la memoria. Sería muy propio de ella.

Desde luego no sería propio de la mujer que tenía en su imaginación, se dijo Alan. Cuando pensaba en su madre, veía a una muchacha muy joven, atemorizada, sola y embarazada de muchos meses. Una mujer que había tenido un desliz y había debido pagar un alto precio por sus pecados. No una poderosa instancia sobrenatural.

—Me temo que no puedo creer en un milagro como ese.

—Curioso. ¿Y cómo llamarías al hecho de que tu peregrinar sin rumbo por estas extensas tierras te haya llevado precisamente a Helmsby?

—Fuera lo que fuera, actualmente no estoy en absoluto seguro de que se tratara de un hecho tan afortunado. Ni para Helmsby ni para mí.

—No, lo sé —reconoció ella—. Pero las cosas son como son. Y ya va siendo hora de que dejes de compadecerte de ti mismo y por fin cojas las riendas de tu vida. Hay cosas importantes que hacer.

—Hazlas tú —replicó él con frialdad—. Helmsby ha podido prescindir de mí tranquilamente durante tres años; supongo que no pasará nada por que lo haga un tiempo más.

—Helmsby no ha podido prescindir de ti tranquilamente. Y si te tomaras el trabajo de mirar alguna vez, lo verías. Haces creer a los campesinos que eres su amigo, pero no has ido ni una sola vez a Metcombe. Allí viven casi el doble de personas que en Helmsby. Todos ellos son arrendatarios y siervos tuyos y han pasado un invierno terrible. Necesitan tu ayuda. Y las cosas aún están peor en Blackmore, que ha sido desde siempre la manzana de la discordia entre Helmsby y Fenwick. Haimon se lo ha apropiado y hostiga a los campesinos locales porque te son leales y le pagan el arriendo a regañadientes. ¡Tienes que detenerlo, Alan! Si dejas que conserve Blackmore, tenderá su mano hacia Helmsby, porque es eso lo que quiere en realidad.

—Sí, lo sé. Solo que hay un problema: su madre era la hermana mayor de mi madre. Él es un hijo legítimo y yo soy un bastardo. Es posible que Haimon no sea un tipo especialmente agradable, pero resulta que tiene razón. Helmsby debería pertenecerle a él, no a mí. Pero tú engatusaste a tu rey para que yo lo consiguiera, porque amabas más a mi madre que a la madre de Haimon. Y eso fue injusto.

Matilda se levantó.

—Creo que por hoy ya he oído suficiente. No soy una mujer paciente, pero he tenido paciencia contigo. Podría retorcerte el cuello por lo del laúd de mi padre, pero me lo he tomado con calma. Te he dado tiempo para que te habituaras a esto; pero tú no haces nada, ni siquiera lo intentas. Incluso eso lo he aceptado. Pero lo que no estoy dispuesta a aceptar es la arrogancia con que me acusas de haber cometido una injusticia, cuando en realidad lo que ocurre es que eres demasiado comodón y demasiado cobarde para enfrentarte a Haimon, a tu pasado y a tu responsabilidad.

—¿Y eso significa? —preguntó él con una cortesía helada.

Matilda recogió amorosamente los pedazos del laúd destrozado y se los llevó sin dignarse a dirigir a su nieto ni una sola mirada.

—Comprendo —dijo Alan a la puerta cerrada. Y luego volvió a mirar por la ventana—. Maldita sea, Simon. ¿Dónde te has metido?

Por la noche cambió el tiempo, y durante dos días llovió sin parar. Tronó, granizó y nevó incluso, de modo que los campesinos se inquietaron por la siembra en los campos.

Alan aprovechó ese tiempo espantoso para consagrarse por fin a la lectura del libro que le había dado su abuela el día después de su llegada. Era un libro extraño: una historia de los acontecimientos en Inglaterra antes y después de la conquista, y a veces también una historia de los acontecimientos ocurridos en Helmsby, en la que el autor no exponía su opinión personal sobre lo tratado. Alan hojeó el libro en busca del año de su nacimiento. La escritura era diferente. Unas páginas más atrás encontró la explicación. El cronista, Leif Guthrumson, había muerto y su hijo Agmund quería continuar la historia. Alan leyó:

«Y con el naufragio un gran dolor se abatió sobre el rey y sobre todo el país, pues no solo murió ahogado su heredero, sino también todos los dignatarios de la casa principesca y sus caballeros, de modo que no quedó ninguna familia noble en el país que no tuviera que lamentarse de alguna pérdida. Y el mar no devolvió a sus muertos. Ninguno de los perdidos pudo ser enterrado. En la misma noche Adelisa de Helmsby dio a luz a un bastardo y murió. Su hermana Eloise, cuyo esposo se había hundido con el White Ship, llegó con su hijo Haimon a Helmsby, ya que él era ahora el heredero, y envió en secreto al bastardo con unos pobres cortadores de turba de los Fens. Pero el rey se encolerizó con ella por lo que había hecho, pues el niño huérfano era su nieto, y la hizo encerrar en una fortaleza hasta que revelara el paradero del niño. Eloise aguantó tres meses, ya que confiaba en que el bastardo moriría; pero Dios la castigó por haberse rebelado contra el rey y llamó a dos de sus hijos a su seno mientras ella estaba encarcelada. Ahí cedió su resistencia. El rey dio Helmsby en feudo a su pequeño nieto bastardo y casó a Eloise con un bretón que ni siquiera ella merecía soportar…».

—Jesús —exclamó Alan asqueado—. Te callaste los detalles más sabrosos, abuela.

Poco a poco empezaba a hacerse una idea de las dimensiones del impacto que debía de haber tenido esa catástrofe naval entre los afectados. Y de la forma despiadada en que esas personas habían hecho pagar a otras por su dolor. No había sido muy bonito por parte de su tía llevarlo con unos cortadores de turba, entre los que tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Pero lo había pagado muy caro. Había perdido a dos hijos y Helmsby y le habían asignado a un energúmeno por esposo.

¿Y Haimon? Mientras todavía andaba en pañales había debido pagar por los pecados de su madre, había perdido a sus hermanos y el favor del rey y había tenido que cargar con un padre adoptivo terrible. Alan sentía que estos acontecimientos, ocurridos hacía tanto tiempo, los habían llevado, a él y a todos los demás, justo al punto en que hoy se encontraban. Era como si el White Ship aún siguiera hundiéndose.

Cerró el libro despacio. Cuánta miseria. Cuánto dolor. Y él era incapaz de curar las heridas que seguían abiertas, porque no podía recordar. Ni siquiera sabía si la infeliz Eloise todavía vivía.

Con la vaga intención de encontrar a su primo y preguntarle por su madre, bajó a la sala. Dos de los caballeros de Henry se retaban a un pulso. Alan se detuvo junto a ellos.

—¿Sabéis por casualidad dónde se ha metido Haimon?

—Ha acompañado a vuestra abuela a la iglesia —respondió uno de ellos.

—Gracias.

Abandonó la sala y bajó al patio del castillo, a pesar de que no tenía intención de seguir a Haimon y a lady Matilda. Indeciso, siguió caminando en dirección a las cuadras. No tenía ni idea de qué le había impulsado a entrar en el granero; pero después de hacerlo, lamentó profundamente no haber pasado de largo.

Su mujer yacía en el heno, con su magnífica cabellera rubia revuelta, el vestido desabrochado, los pechos descubiertos y la falda arremangada. Y entre sus piernas dobladas estaba Henry Plantagenet… penetrándola. Alan se apoyó contra la pared de tablas y los miró. Su mujer había cerrado los ojos y se arqueaba respondiendo a las arremetidas de su aplicado amante. Henry soltó un ruido gutural. Susanna le rodeó el cuello con los brazos, abrió los párpados, miró a su esposo directamente a los ojos y gritó asustada.

Henry no se dio cuenta enseguida de que había un problema. Cuando ella tensó las manos presionándolas contra sus hombros para moverlo a detenerse, solo jadeó:

—Un momento todavía, corazón…

En su desesperación, Susanna lo cogió del pelo y le giró la cabeza hacia la puerta. También los ojos de Henry se dilataron de espanto, pero al mismo tiempo su boca tembló. No consiguió reprimir del todo el gemido de placer y cerró un momento los párpados.

Alan le sonrió.

—¿Misión cumplida?

Los amantes sorprendidos se incorporaron y se arreglaron la ropa. Luego Henry dio un paso hacia él.

—Alan… Lo siento.

—¿Qué es lo que sientes exactamente? —preguntó Alan, y pensó: podría matarte. Eres el hombre más extraordinario que conozco, eres mi primo y te aprecio, pero podría matarte. Porque has cogido algo que me pertenece. Y se estremeció al darse cuenta de lo bajo que era su nivel de contención—. ¿Qué exactamente, Henry? ¿Lo que has hecho? ¿O que os haya sorprendido?

—Que haya pasado. Alan, debes creerme…

—No —lo interrumpió Alan—. No puedo imaginar que vuelva a creer nunca en nada de lo que tú digas. Y ahora sé tan amable y desaparece.

Henry asintió, apesadumbrado, y salió del granero. Entretanto Susanna se había tapado la cara con las manos, y sus hombros temblaban.

—¿Lloras, querida? —Alan se dirigió hacia ella—. Realmente puedes ahorrártelo.

Susanna se secó los ojos con la manga, y cuando volvió a mirarlo, había recuperado el aplomo. Su mirada tenía un brillo retador.

—Tú no eres inocente, Alan.

—¿Ah, no? ¿Porque me he mantenido dos semanas alejado de tu lecho tenías que hacerlo con el primer tipo que se pusiera a mano? En caso de que haya sido el único.

—Ha sido el único. Y esta ha sido la única vez —aclaró ella en tono helado.

—¿Y se supone que debo sentirme aliviado por eso? ¿Dos semanas era realmente todo el tiempo de espera que podías concederme?

—He esperado tres años. Y como veo que no has hecho ningún progreso en la recuperación de tu memoria, no me importa ayudarte un poco: nuestra separación no fue precisamente pacífica, porque la noche anterior a tu partida te sorprendí en la cuadra con la hermana del lugarteniente. Fue todo igual que esta vez. —Señaló el montón de heno revuelto—. Solo que al revés.

Alan supuso que le estaba diciendo la verdad, porque por desgracia aquello encajaba a la perfección con la imagen que se había formado de Alan de Helmsby. Pero no pensaba permitir que ella le pusiera a la defensiva.

—Es extraño. ¿No me contaste hace poco que éramos felices juntos?

Susanna lanzó un resoplido.

—¿A qué hombre le hubiera frenado eso?

—Hace un momento se ha demostrado que los hombres no tienen el monopolio de la infidelidad.

—Sí, te he sido infiel. Y es vergonzoso y deshonroso. Pero es que tú no solo te has mantenido alejado de mi cama; ¡es que ni siquiera hablabas conmigo! Estaba tan desesperada.

—Tienes razón, te evitaba. Es posible que mi actitud tuviera que ver con el hecho de que dijeras que yo era un monstruo. Supongo que no vamos a olvidarlo, ¿no? Eso no… me dio ánimos precisamente.

Susanna sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa compasiva.

—Escúchate. Alan de Helmsby se ha convertido en un ratón.

Le invadió un sentimiento de profunda resignación. Aquello no tenía sentido. Era como si los dos hablaran lenguas diferentes. Sin decir nada más, se volvió y se dirigió hacia la puerta.

—Por cierto —continuó Susanna—, la hermana del lugarteniente tiene una bastarda tuya. Haimon le dio dinero al herrero de Metcombe para que se casara con ella, pero no tienes más que cabalgar hasta allí y echarle una mirada a tu hijita. Te gustará, es tan retrasada como tus amigos.

La noticia le conmocionó, pero aún le trastornó más la bajeza de Susanna y la conciencia de que su conducta tenía una intención muy concreta. Quería provocarlo. Para que se lanzara sobre ella, para que reclamara su derecho de propiedad; algo semejante. Para que se comportara como ella suponía que debía comportarse un marido engañado y por fin se transformara en el Alan de Helmsby que quería, en el hombre que conocía y al que podía comprender.

Se detuvo un momento en la puerta.

—Si tienes un bastardo de Henry, puedes decirle a Haimon que se ponga a buscar un herrero apropiado para ti. Adiós, Susanna.