Helmsby, abril de 1147

—¡Primo! —La mano de Haimon palmeó el hombro de Alan con la fuerza de una maza—. ¡Bienvenido a casa! Qué sorpresa. —Pero su sonrisa dejaba ver demasiados dientes y sus ojos eran fríos.

Alan se volvió hacia la mujer e inclinó cortésmente la cabeza.

—Madame.

—Oh, Alan —dijo ella, con una voz sin entonación—. De modo que realmente es cierto. Vives.

Dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Sus ojos eran grandes y de color azul claro; la nariz, delicada; la boca, generosa; la piel, blanca como la leche… Tanta perfección podía hacer que a cualquiera le temblaran las piernas. Alan luchó contra su timidez y le cogió las manos.

—Vivo. Pero he vuelto a casa como un extraño. Para mí es como si hoy os viera por primera vez, y no conozco vuestro nombre.

Ella cogió aire, espantada, y apartó sus manos de las de él.

—¿Has perdido la memoria? —preguntó Haimon, perplejo.

Alan lo miró.

—Así es.

—¿Del todo? —insistió su primo—. ¿No puedes acordarte absolutamente de nada? ¿Ni de nuestra infancia en Helmsby?

—Solo de los últimos tres años.

Alan observó a su primo: un hombre de complexión robusta, de anchas espaldas. El cabello, oscuro y ondulado, le caía sobre los hombros. Y sus ojos, casi negros, revelaban tal regocijo que Alan sintió el deseo de machacarle la cara con sus puños para borrar de ella esa expresión de indisimulada alegría por su desgracia. En lugar de eso respondió:

—Lo he olvidado todo, primo. También a ti y la razón de que me odies. De modo que podemos empezar de nuevo. Piénsalo bien.

A mí tanto me da, hubiera podido añadir, porque era la verdad; pero el trato con esas personas extremadamente complicadas con las que había pasado los últimos años le había enseñado al menos una cosa: si quieres conseguir tu objetivo, debes construir puentes en lugar de quemarlos.

Su franqueza dejó a Haimon sin palabras momentáneamente. Lady Matilda invitó a los recién llegados a sentarse a la mesa.

—Toma asiento, Susanna. Alan, Haimon, venid.

Alan se sentó entre su abuela y su mujer, y Haimon se instaló a la izquierda de Susanna. Emma y una joven criada trajeron vino con agua y pan. Nada más, porque era Cuaresma. Susanna esperó a que la criada hubiera abandonado la sala y luego le preguntó a Alan:

—¿Dónde has estado?

—Encerrado. En una fortaleza de una isla. Los monjes entre los que aterricé, no sé cómo, dijeron que estaba poseído, algo que más tarde tuve ocasión de comprobar que era falso, y me llevaron allí. Hace ya más de un mes, algunos compañeros y yo conseguimos huir, y vagamos sin rumbo hasta que por casualidad encontramos refugio aquí contra la tormenta. ¿Y dónde has estado tú durante todo este tiempo?

—En París. —Susanna esbozó una sonrisa un poco melancólica, y luego bajó la mirada.

—En París —repitió él pasmado—. ¿Estuviste en la corte francesa?

—Estaba… desesperada cuando desapareciste, y tu abuela propuso que me marchara durante un tiempo para distraerme un poco. Una bendita idea. —Con un gesto señaló a Haimon—. Nuestra bisabuela era una Baynard, por eso tenemos un parentesco lejano con la casa real francesa. Y yo siempre había soñado con ir algún día a París.

—Los padres de Haimon y Susanna eran hermanos —explicó Matilda a su nieto—. La madre de Haimon y la tuya eran hermanas. Por eso Haimon es tu primo en primer grado, igual que de Susanna, mientras que la relación de parentesco entre Susanna y tú es muy lejana. En tercer grado, creo. Tu bisabuela y su bisabuelo eran hermanos. Gemelos además. Mi Eloise necesitó, de todos modos, una dispensa papal para poder casarse con el padre de Haimon. Y en rigor, también vosotros, Susanna y tú, hubierais necesitado una; pero aún hoy la estamos esperando.

Alan volvió la mirada hacia Haimon y se preguntó si eran hermanos. Pero era imposible, se dijo, porque en ese caso él mismo hubiera sido primo de Susanna y nunca hubiera podido casarse con ella.

Alan levantó la mano izquierda para pararla.

—Creo que sería mejor que me lo escribieras, abuela… —Se volvió hacia Susanna—. ¿De modo que eras una de las damas de la reina francesa?

—En cierto modo. Pero no la vi demasiado. Y no me quejo. Aliénor de Aquitania es una mujer imposible. Se rodea de poetas y músicos y toda clase de tipos raros. Hace ir al pobre Louis por donde quiere, y poco antes de su partida oí un rumor…

Su parloteo se difuminó hasta convertirse en un suave ruido de fondo; Alan ya no escuchaba realmente. Mordisqueaba su pan y observaba a esa extraña con la que estaba casado. La sonrisita contenida que asomaba a sus labios revelaba que estaba orgullosa de haber visto el gran mundo y haberse movido en los círculos reales.

—… la reina quiso ir a una cruzada, y ahí supe que era el momento de volver a casa —oyó que decía.

—Una coincidencia afortunada —señaló lady Matilda—. La… desgracia de Alan hace que este retorno al hogar sea difícil para él, y además ha traído a unas visitas algo problemáticas y ahora te necesita a su lado.

Guillaume entró en la sala.

—Perdona, Alan, pero me prometiste… —Se quedó petrificado y le subió la sangre a la cara—. No puedo creer que te atrevas a venir aquí, Haimon de Ponthieu —exclamó furioso—. Te sientas a su mesa y comes su pan como si nada hubiera pasado. No se podría caer más bajo.

Haimon levantó su vaso en un gesto burlón.

—Se te saluda, Guillaume FitzNigel. Yo también te he echado en falta.

Guillaume señaló a Haimon con un dedo acusador y se volvió hacia Alan.

—¡Te robó tu tierra! El día en que tu caballo volvió solo a casa, envió a su camarero con una docena de esbirros a Blackmore y se lo apropió.

—Siempre formó parte de nuestras tierras —replicó Haimon—, aunque nadie quisiera reconocerlo en Helmsby.

Alan se levantó de repente.

—Disculpadme…

—Pero… no puedes irte ahora, Alan —protestó el camarero—. Es tu maldita tierra.

Alan sacudió la cabeza sin decir nada y salió.

—¿Piensas quedarte aquí toda la noche, hijo mío? —preguntó el rey Edmund.

—¿Por qué no?

Alan estaba sentado en su iglesia sobre el suelo de piedra, con la espalda apoyada contra la primera columna de la derecha y los pies sobre una lápida en la que solo había un nombre grabado: «Aliesa». Era la tumba de su bisabuelo. Su propio nombre, «Caedmon», adornaba la losa de al lado, bajo la que descansaba su esposa normanda. Los dos habían muerto el verano anterior al hundimiento del White Ship, le había explicado lady Matilda, a avanzada edad y en un plazo de solo tres meses. Esa extraña pareja de enamorados, que se había convertido en símbolo de la posibilidad de entendimiento entre normandos y anglosajones, no había querido vivir sin la presencia del otro.

Nadie, aparte de ellos dos, estaba enterrado allí; solo el constructor de la iglesia y su dama. Y cada uno descansaba bajo el nombre del otro. Alan se sentía cómodo en su compañía. En cambio, no se había atrevido aún a ir a ver la tumba de su madre.

—Espero que no te hayan enviado para hacerme volver. ¿Como una oveja extraviada? —dijo sin apartar la vista de la luz perpetua.

—Oh, sí, eso es lo que eres. Pero nadie me ha enviado. Aparte de Dios, naturalmente.

Alan asintió con la cabeza.

—Bien.

Se había escabullido de su castillo porque en la sala de repente había tenido la sensación de que un peso monstruoso le oprimía el pecho, hasta el punto de que ya no podía respirar. Como si le hubieran enterrado en vida. Se había ocultado en la maravillosa iglesia y había rezado, aunque no sabía qué debía pedirle a Dios. «Envíame de vuelta a la isla» le parecía un deseo insensato, y además peligroso. Pero no podía ser lord Helmsby, ni el nieto de Matilda, y con toda certeza no el marido de Susanna. De modo que al final le había suplicado a Dios que le liberara de su miseria. Sin que importe cómo, Señor. Envíame un rayo que me fulmine. Pero no permitas que esto continúe…

Entretanto había oscurecido. Oyó el roce de una tela áspera, y luego el rey Edmund se sentó junto a la columna de enfrente y miró, igual que él, hacia la luz del altar.

—No puedo hacerlo, rey Edmund. Ya no soy aquel por quien me toman.

—Diría que sí lo eres. Solo que lo has olvidado.

Pero Alan sacudió la cabeza.

—¿No crees que los años en la isla nos han cambiado a todos?

—Desde luego que lo han hecho. Fue un tiempo de prueba y de purificación que dejó una huella en cada uno de nosotros. Aparte de Regy. Pero eso no significa que tú seas un hombre inferior al que un día partió de aquí. Al contrario. Dios te envió a la isla para hacerte más fuerte. Tal vez también para cambiarte. Ten un poco más de paciencia contigo mismo. Aunque no tengas recuerdos, te acostumbrarás a estas personas. Y a las esperanzas que han depositado en ti.

—No tengo esa sensación —confesó Alan—. Y con cada hora que pasa, me siento más desamparado y perdido.

—Entonces estás justo en el lugar indicado. —Edmund señaló el altar—. Yo también pensé que no podría hacer lo que Dios exigía de mí. Que me entregara a mis enemigos y me dejara azotar y sacrificar por ellos. Pero eso fue lo que hice. Porque Dios me dio la fuerza. Debes confiarte a Él, abandonarte totalmente en sus manos. Entonces Él te elevará y nunca volverás a sentirte perdido.

Pero yo no soy un elegido, pensó Alan.

Permanecieron un rato en silencio.

—Henry ha vuelto de su cabalgada —le informó finalmente el rey Edmund—. Aunque parezca increíble, ha encontrado a sus diez caballeros. Y los ha traído aquí.

—Entonces empezaremos a estar apretados en mi castillo. Aunque tal vez Haimon se haya despedido ya. Pero supongo que eso sería esperar demasiado.

—Sigue aquí. Y está entusiasmado con Henry. Han comido juntos y ahora están sentados en la sala jugando a los dados.

—Así a nadie le llamará la atención que pase la noche aquí.

—No me extrañaría que sí le llamara la atención a tu mujer.

Al pensar en que Susanna debía de estar esperándole, a Alan se le hizo un nudo en la garganta. Sabía que si iba a verla y se acostaba con ella, habría dado un paso que no tenía vuelta atrás. Eso significaría que habría cerrado un pacto con ella, con Helmsby, con su abuela; en cierto modo incluso con Henry y su madre, la emperatriz Maud. Porque eso equivalía a decir que se declaraba dispuesto a ser Alan de Helmsby, con todo lo que ese nombre suponía. Y no sabía si podía hacer eso, ni si quería hacerlo.

—Me ha esperado tanto tiempo que una noche más o menos no creo que tenga mucha importancia —dijo.

—No esperes que comprenda algo así.

—Y yo que pensaba que eras un hombre santo, rey Edmund.

—También los santos tienen ojos.

—Y pensamientos pecaminosos, por lo que parece.

—Eres tú quien tiene pensamientos pecaminosos. No creas que no sé por qué evitas a tu esposa. Pero tienes que sacarte de la cabeza a esa muchacha judía. Y eso es hoy más válido que nunca, porque ahora sabes que eres un hombre casado.

—No me lo tomes a mal, rey Edmund, pero he venido aquí para encontrar un poco de paz. No para escuchar recomendaciones. De modo que me temo que uno de los dos debería irse.

—Pues entonces no permitas que nada te retenga. Yo me quedo.

—Fantástico —gruñó Alan levantándose—. Y así me veo expulsado del último refugio que me quedaba…

—En diagonal, frente a la iglesia, hay una casa con un manzano florido ante la puerta. Allí vive la madre de Emma. Oswald está en su casa. Tal vez podrías intentarlo allí.

Alan siguió el consejo del rey Edmund, porque no sabía adónde podía ir si no. Llamó a la puerta, y una voz enérgica respondió:

—¿Qué costumbres extrañas son esas? Vamos, entra.

Alan cruzó el umbral sonriendo.

—Oh, lo lamento, mylord —se disculpó la madre de Emma.

Oswald volvió la cabeza.

—¡Losian! Ven y mira. ¡Ya he ganado dos veces! —Sus ojos brillaban.

Alan se acercó y echó una ojeada por encima del hombro de Oswald. Era un juego de mesa que parecía una especie de tres en raya.

—A nuestro Gorm le gustaba tanto jugar a esto —comentó su anfitriona—. Y ponía tanta pasión en el juego como vuestro Oswald.

—Conque pasión, ¿eh? —Alan le pasó la mano por los cabellos—. Siempre he sabido que había mucha malicia tras esos aires de inocencia…

Al verlo reír, Alan pensó que hacía semanas que no lo había visto tan relajado y feliz. Y se dio cuenta de que lo había echado en falta, porque la felicidad de Oswald tenía un poder de irradiación tal que infundía calor y consuelo a cualquiera que estuviera a su lado.

—¿Queréis sentaros, mylord? ¿Puedo ofreceros un trago de cerveza? ¿Un trozo de pan, tal vez?

Debía de ser casi tan vieja como su abuela, calculó Alan. Su cara tenía tantas arrugas como una manzana de invierno y el pelo bajo el pañuelo de algodón era gris.

—Con mucho gusto —dijo—. Me temo que he olvidado vuestro nombre.

La mujer asintió con la cabeza.

—Igual que el vuestro, ¿verdad? Me llamo Gunnild.

Cogió pan de un pote y sirvió cerveza en un vaso de madera. Luego llevó las cosas a la mesa y le indicó con un gesto que se sentara.

Alan se deslizó en el banco junto a ella.

—Os doy las gracias, Gunnild. —Tomó un trago de cerveza y señaló el tablero—. Explicadme las reglas.

—Es parecido al tres en raya, pero no se puede cerrar.

—¿Juegas conmigo, Losian? —preguntó Oswald.

—Si a Gunnild no le molesta…

La mujer sonrió.

—Al contrario. —Y mientras Oswald colocaba la primera pieza, le dijo a Alan—: Todos en Helmsby están contentos de que estéis de vuelta, mylord.

—Aún no sé si podré quedarme —replicó Alan.

—Debéis hacerlo —exclamó Gunnild en tono decidido—. Si no, Helmsby caerá en manos de Haimon. Él siempre anheló tenerlo.

—¿Por qué? ¿Tan modestas son sus posesiones?

—Cree que le corresponde por derecho de nacimiento. Su madre era la hermana mayor de vuestra madre. Y Haimon opina que por eso hubiera debido heredarlo él.

—Y tiene razón. Mi madre mantuvo una relación pecaminosa, y como premio su bastardo obtuvo un feudo de la corona que en realidad le correspondía a Haimon. No es extraño que me deteste.

Oswald completó su primera fila y se llevó, con una sonrisa triunfal, una de las piedras de Alan.

—Espera y verás, muchacho —gruñó Alan.

—A la gente de aquí le es igual si fue justo o no —le informó Gunnild—. Lo importante es no tener que soportar a Haimon. Ya se hizo con Blackmore con malas artes, y ahora la gente de allí vive en un valle de lágrimas. No debéis abandonarlos a su destino. Y sobre todo no debéis dejar en la estacada a Helmsby. Nosotros construimos vuestro nuevo y elegante castillo. E incluso os dimos a nuestros hijos: mi Osfrith fue uno de ellos, cayó en la batalla de Lincoln.

—Siento haber llevado a vuestro hijo a la batalla y que perdiera la vida. Quisiera no haberlo hecho nunca. Pero lo que exigí de vosotros era solo lo que me debíais: vasallaje y participación en la milicia.

—Y por eso justamente exigimos de vos solo lo que nos debéis, mylord: vuestra asistencia y vuestra protección.

Alan no replicó nada y continuó la partida hasta que quedó sellada su derrota. Entonces, repentinamente, la puerta se abrió y entraron dos hombres. Uno era el camarero, y el otro un joven delgado, con una enorme nuez y una cabellera roja como el fuego.

—¿Qué demonios haces aquí, primo? —refunfuñó Guillaume.

—Bebo una cerveza y pierdo en el juego.

—Tu abuela está que echa fuego por la boca, ese Henry y Haimon y los caballeros de Henry están vaciando tu bodega, tu esposa está hecha un mar de lágrimas, ¿y tú estás aquí sentado y bebes una cerveza?

—Siéntate, Guillaume —dijo Gunnild en tono firme—. Y tú también, Egbert. Este es Egbert el molinero, mylord.

Alan lo saludó con una inclinación de cabeza.

—Egbert.

Mylord. Bienvenido a casa.

—Egbert necesita ayuda en el molino, mylord —le explicó Gunnild—. Pensé que tal vez sería lo mejor para Oswald. Egbert creció junto a Gorm, y por eso comprende… Oswald necesita un trabajo, y Egbert un ayudante. Sería bueno para los dos.

Gunnild tenía razón, reconoció Alan. Cuánto más regulado estaba el horario de Oswald, más feliz se sentía el joven, que en cambio se torturaba cuando no le daban algo que hacer. El único problema era que no estaba seguro de que un pelirrojo nervioso como Egbert tuviera la paciencia necesaria.

—Pensaré en ello —prometió.

—¿Y puedo esperar que ahora regreses conmigo a tu castillo? —preguntó el camarero en el tono de alguien que se encuentra al límite de su paciencia.

Alan le sonrió y sacudió la cabeza.

—Oswald y yo nos quedamos aquí, si Gunnild nos lo permite. Mañana temprano iré al castillo.

—Una manta y un lugar junto al fuego es todo lo que os puedo ofrecer —le previno la anciana.

Alan asintió con la cabeza.

—Hemos dormido en sitios peores, podéis creerme.

El castillo de Alan estaba tan lleno de gente que a su vuelta, a la mañana siguiente, encontró a once hombres durmiendo en la sala principal. O diez, para ser precisos, porque uno ya se había levantado y estaba sentado junto a la mesa alta pasando una piedra de afilar por la hoja de su espada.

—Henry. —Alan se sentó a su lado—. ¿Qué haces aquí abajo?

El joven noble levantó la mirada.

—¡Alan! En un alarde de generosidad le he dejado mi cama a tu esposa. Estaba un poco abatida por tu desaparición, y pensé que tal vez eso la consolara. Además, no estaba seguro de si sería capaz de volver a subir la escalera. Tu borgoña no es ninguna broma.

—Vaya, vaya. Una borrachera dos días antes del Jueves Santo, y además a mis expensas. Y tú ni siquiera lo pagas con un buen dolor de cabeza.

—No, nunca —replicó Henry—. Por más que beba, al día siguiente estoy de nuevo fresco como una rosa.

Alan señaló las figuras inmóviles en el suelo.

—Me alegro de que hayas encontrado a tus amigos.

—Son mis caballeros. Su amistad es para mi padre. Sin mí nunca se hubieran atrevido a volver a casa, y por eso me buscaron. Pero si quiero sacar el trasero de Stephen del trono, necesitaré amigos propios. Sobre todo en Inglaterra.

—Y por lo que he oído, ayer de nuevo encontraste a uno.

—¿Haimon? Diría que es un hombre muy peligroso. Pero también los amigos peligrosos pueden ser útiles.

—Ah. De modo que valoras a los amigos por lo útiles que puedan serte.

Henry sonrió con ironía.

—Solo a los peligrosos…

Poco después la sala empezó a llenarse. Los caballeros despertaron, salieron gimiendo de debajo de sus mantas y se sujetaron la cabeza con las manos, mientras los habitantes del castillo llegaban para el desayuno, incluyendo a lady Matilda, Susanna y Haimon.

—Ah. No has puesto pies en polvorosa, como temía la abuela —le saludó Haimon con un guiño.

Ya te hubiera gustado, se le pasó a Alan por la cabeza, pero se limitó a replicar sin la jovialidad impostada de Haimon:

—De momento no.

—¿Dónde demonios estabas? —preguntó lady Matilda, y le tendió un cuenco de gachas de avena.

—En el pueblo. Gracias. —Empezó a comer—. En casa de Gunnild.

Susanna preguntó:

—¿Qué tenías que buscar en casa de esa vieja bruja?

—¿Lo es? —replicó él, interesado.

—Tonterías —murmuró Matilda sin desviar la vista de su porridge—. Es la mujer más vieja del pueblo, y la gente va a verla cuando necesita consejo.

—Lo que tenía que buscar era a Oswald —explicó Alan.

—Uno de los protegidos de Alan —explicó Matilda, y señaló con la cuchara al joven, que estaba sentado entre el rey Edmund y Luke.

Susanna torció la boca en una mueca de asco.

—Qué estúpida cara de torta.

—No todas las personas pueden ser tan hermosas como tú, Susanna —señaló Alan—. Tal vez su apariencia no hable en su favor, pero tiene un corazón de oro.

—Vaya, están a punto de saltárseme las lágrimas —soltó Susanna.

Alan observó a su mujer. Parecía ofendida. Y era comprensible; después de tres años de separación y de incertidumbre, ayer sencillamente la había dejado plantada. La breve mirada que acababa de dirigirle le había mostrado hasta qué punto estaba furiosa. Pero en esa mirada había algo más que no conseguía descifrar. Esperó a que el desayuno hubiera acabado, y entonces se levantó y la cogió con delicadeza del brazo.

—Ven. Creo que ha llegado el momento de que hablemos.

Susanna se levantó y fue con él a la habitación que habían compartido como matrimonio. Allí se sentó en el borde de la cama y dejó caer la cabeza. Alan se sintió desolado al ver cómo una lágrima le caía sobre la falda. Se sentó frente a ella en un escabel y le preguntó:

—Dime, ¿qué es exactamente lo que te preocupa?

Susanna levantó la cabeza bruscamente.

—¿Es que no lo sabes? ¡Vuelves después de tres años, no me reconoces, y luego desapareces sin más! ¡Y por si fuera poco, lo haces de modo que todo el mundo lo vea! Cómo quedo yo, dime.

—De manera que te sientes desairada.

—¿Y cómo voy a sentirme, si no? Y rechazada. ¡No me lo merezco!

—No, de eso estoy seguro. Pero eres una extraña para mí, Susanna. Lamento que sea así, pero no puedo hacer nada para evitarlo. Aparte de conocerte de nuevo desde el principio; pero calculo que esto necesitará un poco de tiempo.

—Eso no hubiera debido impedir que me trataras con un mínimo de cortesía y permanecieras a mi lado.

—Lo hecho, hecho está, y es imposible cambiarlo. Pero ¿crees que ahora podrías dejar de llorar y decirme qué piensas que debo hacer?

—¡El Alan de antes hubiera sabido qué debía hacer!

—¿Lo amabas, a ese Alan de antes? ¿Y él, te amaba?

—Naturalmente.

—¿Y cuánto tiempo estuvimos casados antes de que desapareciera?

—Un año largo.

De pronto a Alan se le ocurrió una idea que lo hizo temblar.

—¿Tenemos un hijo?

Ella sacudió la cabeza y cerró los ojos un momento.

—Al principio no llegó. Y luego estabas tanto tiempo fuera…

Alan se sintió un poco culpable al oírlo.

—Pero ¿dirías que formamos un buen matrimonio?

—¿Qué tiene de difícil un buen matrimonio cuando las partes encajan y se esfuerzan un poco? Tú eras el más famoso caballero de la emperatriz. Y yo tenía todas las condiciones que debía reunir la esposa de un hombre como ese.

Él asintió con la cabeza. Belleza, elegancia, modales perfectos, y como iba viendo cada vez más claro, un cerebro de mosquito. La compañera ideal para el vanidoso e insustancial gallo de pelea que por lo visto había sido.

—¿Eras feliz? —preguntó.

—Sí. Era feliz. Y tú también lo eras. —De pronto se echó a reír—. Por Dios, si apenas tenías tiempo de sacarte la armadura cuando volvías a casa. Tanta prisa tenías por… —Calló un segundo y miró la cama en que estaba sentada—. Quiero tener de nuevo a ese Alan —continuó—. Sencillamente no puedo entenderlo. ¿Cómo es posible que estés tan… cambiado?

Realmente no lo entendía, comprendió Alan de repente. Y también vio claro algo más:

—Te avergüenzas de estar casada conmigo, ¿no es verdad? Te resulto… penoso.

—¡Claro que me avergüenzo! Me miras como si me vieras por primera vez. Eres… eres una monstruosidad, ¡como esos abortos de la naturaleza con los que te tratas ahora! Y ni siquiera te das cuenta.

Alan se estremeció al oírla, pero no experimentó ninguna ira, sino más bien un vago sentimiento de resignación.

—Creo que no estoy tan mal como dices. Pero en cierto modo tienes razón. Lo que ocurre es que cada vez voy comprendiendo mejor que la monstruosidad era la persona que fui antes. Y tú ni siquiera te diste cuenta, Susanna.