Helmsby, abril de 1147

—Bueno, tengo que decir que nuestro Losian sabe lo que es construir un castillo —opinó Wulfric.

—Alan —lo corrigió Edmund.

—Suena como si el redescubrimiento de su nombre fuera una realización personal tuya —se burló Godric.

—Y es lo que es —afirmó Edmund sin pizca de modestia.

No está del todo equivocado, pensó Simon. En cualquier caso solo al rey Edmund se debía que se hubieran dirigido precisamente a East Anglia, y a juzgar por el resultado podía decirse que las razones de Edmund no habían sido ni de lejos tan locas como lo era el propio hombre santo.

Estaban dando una vuelta por el patio inferior del castillo, donde el camarero les había asignado una casita para que se instalaran la noche anterior. Oswald parecía atemorizado.

—¿Dónde está Losian? —preguntó.

Godric le apoyó la mano en el brazo.

—Esta es su casa, Oswald. Vive ahí arriba, en la torre. Ha estado mucho tiempo ausente, y ahora, como es natural, tiene que ocuparse de un montón de cosas. Pero en algún momento vendrá a ver cómo nos va, de eso estoy seguro.

El patio estaba cubierto de hierba, y pulcros senderos conducían desde la torre de acceso a las cabañas y las dependencias de servicio. Unos cuantos arbolillos dispersos crecían en el recinto; solo el gran roble junto al pozo era un ejemplar viejo y venerable.

—Solo falta la capilla —observó el rey Edmund en tono crítico.

—Todos los habitantes del castillo van a misa al pueblo, hermano —dijo Guillaume FitzNigel, que se había acercado a ellos—. Allí hay una casa de Dios que os dejará con la boca abierta. El bisabuelo de lord Alan construyó esta iglesia, que constituye nuestro mayor orgullo. Antes de que muriera el rey Henry incluso había una modesta afluencia de peregrinos, me explicó mi padre.

—¿Vuestro padre ya fue camarero de Helmsby antes que vos? —le preguntó Simon.

Guillaume asintió con la cabeza.

—Y su padre antes que él. Supongo que estaréis hambrientos. Entonces venid conmigo a la sala grande. Allí hay dos comidas al día para todos los que viven en el castillo. De modo que también para vosotros.

—¿Qué habéis hecho con Reginald de Warenne? —preguntó Simon mientras caminaba hacia el montículo de la torre junto a Guillaume.

—Lo he encerrado en la mazmorra. Y he atado la cadena de su collar a una argolla de la pared. Necesité a tres hombres para dominarlo. Lord Henry dice que ese tipo es un asesino. ¿Es eso cierto?

—Y algo peor. Hace solo tres semanas estuvo a punto de matar a Alan. Es un monstruo. Tal vez vos consigáis convencer a Alan de que lo entregue al sheriff.

Guillaume lo miró con cara de incredulidad.

—Aquí hace tiempo que no hay ningún sheriff. Hace años que no existe la ley en East Anglia.

—No parece que sea así en Helmsby —señaló Godric.

—Helmsby es una isla en medio de un mar muy tempestuoso. La isla de los benditos, podríamos decir.

Había sido una mala noche. Había permanecido tendido en la oscuridad sobre las losas de piedra heladas, tembloroso e impotente, sin encontrar nada que oponer al horror, al vacío de su alma. Poco antes del amanecer por fin se había dormido. Había soñado con Miriam. Se habían sentado juntos en el banco del jardín. Habían charlado y habían reído en un clima de confianza y todo había sido sencillo y despreocupado. Con este sentimiento se despertó. Trató de retenerlo todavía un momento, pero cuando empezó a desvanecerse, dejó de luchar y lo soltó. Sabía que no podía durar.

Alan de Lisieux. Alan de Helmsby. Dejó que los nombres rodaran por su cabeza, pero cuanto más pensaba en ellos, más absurdos le parecían. Vacíos e inútiles como una vaina sin fruto.

Al salir al corredor, se encontró cara a cara con un Henry Plantagenet tan radiante, al menos, como el sol de primavera que brillaba fuera.

—¡Buenos días, primo! —lo saludó Henry.

—Jesús… Es verdad que lo somos. Pero no hace falta que me llames así si te resulta penoso.

La amplia sonrisa de Henry desapareció.

—¿Penoso? Ante los ojos de Dios afirmo que casi me tiemblan las rodillas de respeto. ¡Tú eres Alan de Helmsby! Sencillamente no me lo puedo creer.

—¿Y qué significa ese nombre para ti? —preguntó Alan.

—Bueno… por lo que me han informado eres el más decidido luchador por la causa de mi madre de toda Inglaterra. Aparte de nuestro tío Gloucester tal vez; a cuyo servicio estás, por otra parte.

—¿Gloucester? ¿Y ese quién es, dime?

—El hermano de mi madre. Y de tu padre. Es decir, tu padre, que se ahogó, y mi madre, que por desgracia no se ahogó, eran hijos legítimos del rey Henry; pero el rey tenía además todo un alegre tropel de bastardos. El mayor de ellos es Gloucester.

—Un momento. ¿Has dicho que tu madre por desgracia no se ahogó?

Henry suspiró.

—Vamos a hacer una cosa. Ve a orinar. —Señaló una puerta en la parte frontal del pasillo—. Luego aféitate, o haz feliz a una de tus criadas, tanto da. Haz algo que te haga sentir mejor. Y cuando hayas acabado, ven a mi cámara, que en realidad es la tuya, y entonces te explicaré nuestros oscuros secretos de familia.

—Creo que antes debería ir a ver cómo están los otros.

—Oh, ya lo he hecho yo. Están muy bien.

—Bien. En ese caso vendré tan deprisa como pueda. Ardo de impaciencia por conocer los oscuros secretos de familia…

Pero aún pasó un rato antes de que tuviera la oportunidad de escucharle, porque decidió mantenerse fiel a su plan e ir a comprobar cómo se encontraban sus compañeros. Aunque Henry había afirmado que estaban muy bien, seguro que eso no era cierto en el caso de Oswald y de Luke.

Sin embargo, el camino hacia el patio del castillo conducía a través de la sala, y cuando Alan entró en ella, la encontró muy cambiada en relación con la noche anterior: una treintena de hombres desayunaban sentados en torno a las mesas dispuestas en forma de herradura; una cuadrilla de niños correteaba con Grendel y otros dos perros sobre las esteras que tapizaban el suelo, y en la mesa elevada que constituía la parte frontal de la herradura estaban sentados Matilda de Helmsby, el camarero Guillaume, una jovencita regordeta, que sin duda era su esposa, y tres monjes.

Cuando la gente descubrió a Alan en la escalera, las voces enmudecieron poco a poco y todos los ojos se clavaron en él, expectantes. Alan sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. Las miradas de esos desconocidos, que sabe Dios lo que sabían y esperaban de su persona, chocaron contra él como una ola; pero no permitió que en su rostro se reflejara el miedo que sentía. Se dirigió hacia la mesa alta, saludó a su abuela con un cortés «buenos días» y colocó las manos sobre el respaldo de la silla libre que tenía a su lado. Todos los presentes en la sala empezaron a lanzar gritos de júbilo. Finalmente se levantaron y corearon su nombre. Criadas, mozos, hombres con aspecto de soldados que seguramente formaban la guardia del castillo. «¡Lord Alan! ¡Lord Alan!», oyó, y «¡Bienvenido a casa!».

Alan esperó a que se calmaran y luego se esforzó en sonreír y les dijo:

—Os agradezco este efusivo recibimiento, aunque no estoy en absoluto seguro de haberlo merecido. He estado mucho tiempo fuera, y seguro que hay muchas cosas que poner en orden y que comentar. Aquel de vosotros que tenga una petición que hacer, que la transmita al camarero, y yo me ocuparé de ella tan pronto como pueda. —Cogió el vaso de su abuela y lo levantó en alto—. Que Dios os proteja a todos.

Los interpelados levantaron también sus vasos, un poco indecisos, y respondieron al brindis para volver a concentrarse enseguida en su desayuno.

—¿He hecho algo mal? —preguntó en voz baja a su abuela.

—Al contrario. Estoy sorprendida de ver la seguridad que irradias, cuando debes de tener la sensación de que te deslizas sobre un lago helado sin saber si el hielo podrá soportar tu peso.

—Si tú estás asombrada por mi aparente seguridad —replicó él—, a mí me asombra tu habilidad para adivinar mis sentimientos.

—Están realmente contentos de que vuelvas a estar aquí —dijo Matilda sonriendo—. Lo que ocurre es que arden en deseos de saber dónde te habías metido. Además, no están acostumbrados a que te muestres tan dispuesto a atender a sus problemas. El Alan de antes siempre tenía cosas más importantes que hacer.

—Ah. Entonces deberían aprovechar la oportunidad antes de que recuerde todos mis importantes planes. ¿Quiénes son los tres monjes?

—El hermano Cyneheard, el hermano John y el hermano Elias. Tres supervivientes de Ely a los que ofreciste alojamiento aquí.

Alan se acercó a los tres hermanos y los saludó amablemente. Luego se dirigió a su camarero.

—Buenos días, Guillaume.

Mylord. Esta es Aldgyth, mi mujer. Nos casamos hace dos veranos.

—Es un honor, lady Aldgyth —dijo Alan cortésmente.

Ella enrojeció y susurró:

—Bienvenido a casa, mylord.

—Tenemos muchas cosas de que hablar —le informó el camarero.

—Iré a verte en cuanto pueda.

Alan comprendió por las arrugas que se habían formado en la frente de Guillaume que esa no era la respuesta esperada. Que Dios me ayude, pensó; ¿qué demonios quieren todos de mí? En cualquier caso, quisieran lo que quisieran las gentes de Helmsby, sabía que los decepcionaría. Porque él ya no era el hombre por el que ellos le tenían. Desanimado, se sentó junto a su abuela y empezó a engullir sus gachas.

—¿Qué significa «supervivientes de Ely»?

—¿Hace vibrar algo en tu mente el nombre de Geoffrey de Mandeville?

—No. ¿Quién es? ¿Algún bellaco?

—La peor plaga que se haya abatido nunca sobre East Anglia. Stephen le había nombrado conde de Essex; pero Mandeville cambiaba continuamente de bando y trató de enfrentar a Stephen y a la emperatriz Maud para aumentar su propio poder. Entretanto esto se ha convertido en uno de los entretenimientos favoritos de la nobleza inglesa. Cuando Stephen lo acusó de traición, Mandeville huyó a los Fens e instauró su reinado de terror. Entre otras atrocidades, saqueó el monasterio de Ely y asesinó a los monjes. Cyneheard, John y Elias huyeron aquí. Cuando oíste lo de Ely, saliste a expulsar a Mandeville de East Anglia. Y no volviste nunca. Como él mismo cayó unos meses más tarde, nunca llegamos a saber qué había sido de ti. La mayoría de la gente aquí creyó que Mandeville te había capturado y te había asado a fuego lento. Por eso se sienten aún más felices de verte otra vez de vuelta.

De repente Oswald apareció junto a la mesa alta y cogió a Alan de la mano.

—Te buscaba, Losian. ¡Te he buscado tanto tiempo!

Simon llegó a toda prisa y le apoyó la mano en el brazo.

—Lo siento —le susurró a Alan—. Se me escapó. Perdonadle, madame —le rogó a Matilda.

Ella asintió con la cabeza, un poco malhumorada.

—Si tuvieras la bondad de llevártelo, Simon de Clare; mi nieto y yo…

Alan se levantó.

—Perdóname un momento, abuela.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó ella, desconcertada.

Sin responder a su pregunta, Alan se acercó a Simon y Oswald.

—Venid.

—¡Alan! —exclamó la anciana dama en tono cortante—. ¿Querrías hacerme el favor de no dejarme plantada en medio de nuestra conversación?

—Madame. Te ruego que seas indulgente conmigo. Henry me está esperando.

—Pero yo tengo que comentar algunas cosas contigo que no admiten aplazamientos.

—Iré a verte tan pronto como pueda —dijo él, sabiendo que ya le había prometido lo mismo también a Guillaume. Toda esta gente y sus miradas expectantes le daban ganas de salir corriendo. Por un momento sintió deseos de huir de Helmsby con sus compañeros. Pero en lugar de eso condujo a Oswald y a Simon de vuelta a sus puestos en el extremo más alejado de la mesa derecha y se sentó con ellos. La respiración de Oswald era demasiado tenue, y sus labios demasiado azules. El muchacho estaba aterrorizado, y si su corazón no aguantaba, no habría ningún Josua a mano para salvarlo.

—¿Qué ocurre, Oswald? —preguntó Alan en voz baja.

Oswald agachó la cabeza y preguntó a su vez:

—¿Esto de aquí es tu casa?

—Sí. Este lugar es mi casa.

—Y… ¿ahora te quedarás aquí?

—Supongo que sí. ¿Adónde deberíamos ir, si no?

La mano de Oswald aferró la suya.

—¿Y nos echarás a nosotros?

—Claro que no. ¿Es que ya no soy tu amigo?

—El mejor de los amigos.

—Pues ya lo ves. ¿Qué iba a hacer yo aquí sin vosotros? —Se volvió hacia Simon—. ¿Dónde os han alojado?

—En una cabaña en el patio. Está bien.

Alan se liberó de la mano de Oswald.

—¿Y dónde está Regy?

—En la mazmorra —respondió Simon.

—¿Querrías acompañarme, Simon? Henry me está esperando. Temo que quiera hablarme de la guerra justa de su madre y del papel que una vez desempeñé en ella. Y como naturalmente no sé qué debo opinar de todo el asunto, me gustaría tenerte a mi lado, por así decirlo, como representante de la parte contraria, para que no presente las cosas de una forma demasiado parcial.

Alan cogió a Simon del brazo y en la escalera le explicó quién era él.

Encontró a su abuela en la habitación de Henry. La anciana dama sostenía un laúd en su regazo y rasgueaba las cuerdas sin demasiado éxito. Cuando vio entrar a su nieto, le sonrió.

—Por desgracia, no tengo ningún talento para la música. Al contrario que tú.

Le tendió el instrumento.

Alan cogió el laúd, colocó el pie derecho sobre un escabel, apoyó la caja del instrumento en el muslo y empezó a tocar. Sus dedos parecían saber por sí mismos lo que tenían que hacer, y durante un breve instante el melodioso sonido que arrancaban del laúd le dejó embelesado. Ese laúd era parte de su pasado. Igual que la melodía que tocaba.

El lobo y la paloma —murmuró Simon.

—Mi padre decía que con esta balada había conquistado el corazón de mi madre —señaló lady Matilda.

—Pero seguro que no fue con un laúd tan desafinado —se burló Alan, porque no quería, por nada en el mundo, que nadie viera cuánto le había conmovido este redescubrimiento de una parte de sí mismo.

Con firmeza, aunque también cuidadosamente, apoyó el instrumento en la pared, se sentó en el escabel y dijo:

—Toma asiento, Simon.

Simon asintió, buscó sin éxito otro escabel y al final no tuvo más remedio que sentarse en el borde de la ancha cama.

—No me lo tomes a mal, De Clare, pero lo que tengo que decirle a mi primo no está destinado a tus oídos —dijo Henry—. Si eres tan amable…

—Ya solo eso muestra que la idea de traerte ha sido inteligente —lo interrumpió Alan—. Él se queda.

—¿No te fías de mí? —preguntó Henry sorprendido.

—Sí. Extrañamente lo hago. Pero si expresara mis sospechas de que estarías dispuesto a aprovechar mi desconocimiento de las cuestiones políticas en tu provecho, y que además lo harías sin ningún escrúpulo, ¿estaría siendo injusto contigo?

Henry rio, con una alegre, irresistible, risa juvenil.

—No. Supongo que sería la verdad. —Volvió a ponerse serio y se volvió hacia Matilda—. ¿Madame?

—Por mí no hay inconveniente. Pero debe jurar que se guardará para sí todo lo que oiga aquí, Alan.

Simon levantó la mano derecha.

—Lo juro por el alma de mi padre.

—Bien —dijo Henry, satisfecho—. Hagamos planes, pues.

—Un momento. —Alan levantó la mano izquierda pidiendo calma—. Antes explícame qué te ha traído aquí exactamente. Has venido de Anjou, ¿para hacer qué? ¿Conquistar Inglaterra con un golpe de mano?

—Vaya tontería. He venido aquí, sobre todo, para recordar a los ingleses que existo. Que la emperatriz Maud, que es la reina legítima de este país, tiene un hijo, o para ser más preciso, tres, que pueden reclamar su derecho a la sucesión al trono.

—Solo que me temo que tu deambular por bosques y pantanos debe de haber pasado desapercibido para la mayoría de los ingleses. Tal vez sea mejor así.

—¡Muy bien, búrlate de mi infortunio si quieres! Reconozco que mi empresa estaba mal preparada. Mi partida fue demasiado precipitada.

—¿Por qué? —preguntó Matilda.

—Si queréis que os diga la verdad, porque quería mostrarle a mi padre quién soy. Madre le envió una vez más a un mensajero pidiendo ayuda. Ella le… bueno… le suplicó. Padre echó al mensajero de la sala de una patada. Muy bien, me dije, entonces iré yo. Pero él me lo prohibió. Tuvimos una violenta pelea. Entonces vine aquí con cincuenta hombres. Desde la costa, preguntando el camino a la gente, nos dirigimos a Cricklade, para expulsar de allí a Philip, el hijo de Gloucester, que nos había traicionado. Pero Philip ya no estaba en Cricklade. Tuve que marcharme de allí sin haber cumplido mi misión, y todos mis compañeros fueron desapareciendo con excepción de mis diez caballeros, que luego, hace cinco días, también perdí en el bosque. —Sonrió, avergonzado—. Una auténtica gesta, ¿eh?

Sí, pensó Alan admirado, en efecto lo es; no demasiado inteligente, pero de un endemoniado atrevimiento.

—Dime, Henry, ¿qué edad tienes?

—Dieciséis.

—El cinco de marzo cumpliste catorce años, muchacho —le contradijo Matilda, en un tono entre severo y divertido.

—¿Catorce? —repitió Alan perplejo, y miró a Simon, que, con un año más, todavía parecía un chiquillo. Henry, en cambio, era un hombre. Tal vez la barba, de un color rubio rojizo, estuviera todavía algo despoblada, pero Henry era tan alto como Alan, era ancho de espaldas, sonaba como un hombre, y sobre todo pensaba como un hombre.

—Adelante, pues, Henry. Háblame de tu madre, la emperatriz. ¿Dónde está ahora, de hecho?

—En el castillo de Devizes —respondieron Henry, Matilda y Simon a coro.

—Está allí atrincherada desde hace cinco años —añadió Henry.

—Por el comentario que hiciste antes, no me dio la impresión de que su ausencia fuera demasiado dolorosa para ti —objetó Alan—. ¿Y a pesar de eso querías acudir en su ayuda?

Henry sacudió la cabeza.

—Es posible que mi madre sea una víbora de lengua afilada, pero de todos modos la corona le corresponde por derecho.

—No le corresponde —intervino Simon indignado, y al mismo tiempo Matilda protestó:

—No te atrevas a llamar víbora a tu madre bajo mi techo, ¡desvergonzado!

—Pero madame, tendréis que aceptar que…

—Ya solo por el hecho de que el Papa haya reconocido como rey a Stephen, no tiene ningún derecho a ceñir la corona —explicó Simon.

—Seríais tan amables de… —intervino Alan, y como no le hacían el menor caso, levantó la voz—: ¡Callaos todos de una vez!

Súbitamente volvió la calma.

—No tengo ningún deseo de oír esta historia. No me interesa en absoluto. Pero vosotros me presionáis y afirmáis que es imprescindible que sepa todas estas cosas porque son parte de mi propia historia. Muy bien, de acuerdo. Pero entonces uno detrás de otro. Y a ser posible de modo que no tenga que estar aquí sentado avergonzándome y sintiéndome como un idiota porque todos vosotros estáis enterados de un montón de asuntos que yo he olvidado.

Los tres asintieron ceremoniosamente, y lady Matilda tomó la palabra.

—Después de que el príncipe William Ætheling, tu padre, muriera ahogado, el rey Henry llamó de vuelta a la corte al único hijo legítimo que le quedaba: Maud. Desde que tenía ocho años, Maud había vivido bajo la tutela de la corte germana y luego al lado de su esposo el emperador Heinrich, y en esa época ya era viuda. Su padre hizo jurar a los lores que, tras su muerte, la elegirían reina. Y todos juraron, también su primo Stephen. Poco después el rey Henry casó a su hija con el conde de Anjou. —Con muy poca delicadeza, Matilda señaló a Henry con el dedo—. Tu padre tenía por entonces la edad que tú tienes ahora. Tu madre le doblaba la edad. Y esa no era la única diferencia que los separaba. Ese matrimonio fue una catástrofe. Previne al rey Henry contra ese paso, pero no quiso oírme. Quería esa unión para que Anjou dejara de amenazar Normandía. ¿Y para qué ha servido? Para nada. Tu padre permitió que Inglaterra se hundiera en la anarquía y se anexionó Normandía.

—Eso hizo, sí —confirmó Henry con vehemencia—. Hubiera sido un loco si hubiera dejado pasar esa oportunidad.

—Siete años después de la boda, el rey Henry murió en Normandía —continuó Matilda—. La corte volvió a Inglaterra. Exhortamos a Maud a que viniera con ella; pero tu padre, Henry, no lo permitió. La mantuvo en Anjou, ya que quería conservarla en prenda de sus derechos sobre Normandía y no confiaba bastante en ella para dejarla viajar a Inglaterra. Fue un error. Si la hubiera dejado marchar, hoy sería rey. En cambio, quien sí volvió a Inglaterra fue Stephen de Blois, el primo de Maud. Un hombre que era querido en Inglaterra y que, sobre todo, era un hombre. Los lores olvidaron su juramento y colocaron a Stephen en el trono. También el hecho de que su hermano ya por entonces, hace doce años, fuera el poderoso obispo de Winchester, obró en su favor.

—Y el que nadie en Inglaterra quisiera tener en el trono a un hombre tan ávido de poder como el padre de Henry —añadió Simon en tono punzante.

—¿Y qué pasa con Gloucester? —preguntó Alan—. Era un hijo del rey muerto. ¿Por qué no recibió la corona?

—Era un bastardo —respondió Henry encogiéndose de hombros.

Igual que yo, pensó Alan apretando los dientes, y pasó a formular la lógica objeción:

—También lo era el Conquistador.

—Creo que ni el propio Gloucester sabe exactamente por qué, al menos, no lo intentó —dijo Matilda—. El hecho es que dejó que se la ofrecieran a Stephen. Pero cuando Maud, tres años más tarde, llegó a Inglaterra para luchar por su corona, su hermano Gloucester estuvo a su lado desde el primer día y se convirtió para ella en un apoyo mucho más firme y seguro que su esposo.

—La guerra se prolonga ya desde hace casi nueve años, y tú mismo has visto lo que ha hecho de esta tierra —dijo Henry, retomando el hilo de la conversación—. Gloucester es mejor soldado que Stephen, eso parece claro, pero Stephen cuenta con muchos apoyos en el país.

—Porque es un rey justo —añadió Simon—. Incluso clemente cuando las circunstancias lo permiten. Los ingleses aman al rey Stephen.

Henry asintió con la cabeza.

—Y odian a mi madre. Porque nunca hizo ningún intento de ganarse a la gente de aquí. Hace cinco años Stephen estuvo a punto de capturarla en Oxford, pero huyó a Devizes, donde se encuentra atrincherada desde entonces. Gloucester domina el sudoeste, pero se rumorea que está enfermo.

—Es cierto —confirmó Matilda.

—El rey Stephen controla el sudeste, pero los Midlands y el norte se le escaparon de las manos y se hundieron en la anarquía porque era demasiado débil e indeciso para evitarlo. Y sus hijos son tan bobos como él.

—En tu lugar yo también lo afirmaría —señaló Alan en tono seco—. Realmente quieres esa corona, ¿no es así?

—Puedes apostar… tu bodega a que es así. Y la tendré. Y tú me ayudarás a conseguirla.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —preguntó Alan.

—Porque eres mi primo.

—Si no he entendido mal, también soy primo de Stephen…

—Solo en segundo grado —objetó Matilda.

—… que es el rey coronado, legitimado por el Papa. Un rey bondadoso y clemente además, por lo que parece, ya que no habéis desmentido a Simon cuando lo ha dicho.

Henry se le quedó mirando fijamente, como si le hubiera hecho una proposición deshonesta.

—Pero… nadie ha luchado con tanta decisión por los derechos de mi madre como tú. «La espada más afilada de Maud», te llaman. ¡Maldita sea, eres una leyenda!

—Soy un hombre sin memoria, Henry. La leyenda está muerta. Solo la envoltura se pasea aún por ahí, pero está vacía. De modo que esperes lo que esperes de mí, quítatelo de la cabeza.

—Por Dios te juro que no lo haré. ¡No fue ninguna casualidad que me dirigiera precisamente a East Anglia, ¿sabes?! Te estaba buscando a ti. ¡Necesito tu ayuda, primo!

Alan se levantó de su escabel, desasosegado, se acercó a la ventana y luego se sentó junto a Simon en el borde de la cama. Allí, al lado de su compañero de viaje, se sentía mejor. Más seguro.

—¿Dónde está Robert de Gloucester ahora? —preguntó.

—En Bristol —respondió Matilda.

Alan recordó que la mañana después de su huida de la isla se había despertado con la cabeza embotada y la palabra «Bristol» había surgido de pronto en su mente sin que supiera decir por qué.

—¿Allí tiene su cuartel general?

—Si quieres llamarlo así… Es su fortaleza más poderosa.

—¿Y hasta qué punto está enfermo?

Matilda sacudió la cabeza.

—Eso no lo sé.

Alan miró a Henry.

—¿No crees que lo mejor sería que fueras a verle? Entre los hombres que luchan por la causa de tu madre, él es el más poderoso. Es aquel con quien deberías forjar tus planes.

—El problema es que nunca conseguiría llegar hasta Robert —replicó Henry—. Desde aquí hasta Bristol no hay ningún camino que no conduzca a través de alguna región controlada por Stephen. Y si caigo en manos de uno de sus fieles lores, haría un flaco favor a la causa de mi madre.

Matilda le dio la razón.

—No, nunca lograrías salir con bien de un viaje a través de los condados fieles a Stephen. Seguramente uno de sus lores te cortaría la cabeza y se la enviaría a tu madre, porque la hostilidad entre los dos bandos es tan grande que a estas alturas los lores han olvidado casi por completo lo que es el honor y la decencia. El buen Stephen, en cambio, aún concede un gran valor a estas virtudes. Por eso le pedirás ayuda a él, y no a Gloucester.

—Emm… Madame —balbuceó Henry—. ¿Me estáis proponiendo que pida ayuda al enemigo mortal de mi madre? ¿Por qué?

—No es su enemigo mortal. Es su primo, y siempre ha lamentado que se desencadenara esta guerra. Solo tenemos que abordarlo desde el ángulo apropiado. El punto flaco de Stephen es su sentido de la familia. Le enviaremos un mensajero para que le informe de tu penosa situación. De este modo conseguiremos dos cosas: en primer lugar, Stephen se enterará así de que el hijo de su rival se ha aliado con Alan de Helmsby, una noticia que con toda probabilidad le infundirá tanto miedo que le resultará difícil dormir por las noches. Y en segundo, el mensajero apelará a su sentido de la lealtad familiar y de este modo le forzará a que te ayude y te proporcione una escolta segura para tu vuelta a Normandía.

—Esto jamás funcionaría —replicó Henry—. Ni siquiera Stephen puede ser tan bobo.

—Sí que podría funcionar —le contradijo Simon, enojado—. Y no porque el rey sea «bobo», como tú dices siempre, sino porque lady Matilda tiene razón; para él, la familia está por encima de todo.

Los otros callaron un momento. Y finalmente Henry preguntó:

—¿Y quién debe ser nuestro mensajero? ¿Quién hay que merezca nuestra total confianza y al mismo tiempo pueda hacerse escuchar por Stephen?

—Eso es evidente, ¿no? —respondió Matilda, y señaló a Simon—. Él es un De Clare, y Stephen confía en los De Clare. Pero no nos traicionará, porque es leal a mi nieto.

Alan se levantó.

—No. Si algo va mal, matarán a Simon. Y antes de hacerlo le sonsacarán dónde se encuentra Henry. Esto queda descartado.

—Pero mi querido muchacho… —empezó su abuela.

—No soy tu querido muchacho —gruñó él. Y volviéndose hacia Henry, añadió—: Tú te has metido solito en este lío. Y tú tendrás que arreglártelas para salir de él. Estoy dispuesto a ayudarte, pero no a este precio.

—¿Podría decir yo también algo al respecto? —preguntó Simon.

—No. Porque sé lo que vas a decir.

—Pero es que es un buen plan. Sé que puedo conseguirlo. —Simon no añadió «a pesar de la epilepsia», pero Alan pudo oírlo de todos modos.

—Claro que lo conseguirías —replicó—; pero es demasiado peligroso. Aunque no te costara la vida, tu rey nunca te lo perdonaría. ¿Y si gana la guerra? ¿Qué sería de ti entonces? ¿Crees que movería un dedo para que recuperaras Woodknoll? No deberías dejarte utilizar de un modo tan descarado.

—¿Ya has acabado? —preguntó lady Matilda.

—Desde luego —respondió Alan, y se dirigió hacia la puerta—. ¿Simon? ¿Vienes?

El joven dudó. Y luego sacudió la cabeza.

—Piensa bien lo que haces. Y por qué lo haces —advirtió Matilda.

Tenía ganas de dar un portazo, pero no quería darle esa satisfacción a su abuela; de modo que cerró la puerta sin hacer apenas ruido.

En el corredor encontró a la criada que la noche anterior le había llevado el puchero. Tuvo que pensar un momento para recordar su nombre.

—Emma —dijo finalmente—. ¿No sabrás, por casualidad, dónde están mis compañeros?

—Han ido al pueblo, mylord. Querían ver la iglesia.

—Gracias. —Se dio cuenta de que la mujer titubeaba—. ¿Hay algo más?

—El joven… Oswald… Me recuerda tanto a mi hermano Gorm. ¿Os acordáis de Gorm, mylord?

—Me temo que no.

—Tenía exactamente el mismo aspecto que vuestro Oswald. Era… un joven tan bueno. Retrasado, pero por lo que hace a la bondad humana, todo el mundo hubiera podido aprender algo de él.

Alan la escuchó fascinado. Él había pensado muchas veces exactamente lo mismo sobre Oswald.

—¿Murió?

—Sí. Con quince años.

—¿Fue el corazón?

La criada lo miró estupefacta.

—Os lo habrá dicho vuestra abuela. Se puso azul y tenía dolores en el pecho, y luego todo acabó. ¿Creéis que podría llevar alguna vez a Oswald al pueblo a ver a mi madre? Echa terriblemente en falta a Gorm. Sería una gran alegría para ella.

—Desde luego. Llevadlo, si conseguís convencerlo. Cuanto más rápido encuentre amigos aquí, más feliz será.

Y tendré un problema menos de que preocuparme, añadió para sí mismo.

Alan descorrió el sólido cerrojo de la puerta del calabozo, abrió y levantó su antorcha, al mismo tiempo que sostenía el puñal con la diestra. Regy se había quitado la cogulla y yacía totalmente desnudo sobre la paja. Aquello no era nada inhabitual. Lo inhabitual era que estaba enroscado sobre sí mismo como una bola. Tenía sangre en los brazos y su respiración era entrecortada.

—¿Regy? ¿Qué demonios te pasa?

Regy abrió los ojos. Estaban inyectados en sangre, y tenía mordeduras en los labios.

—Mira por dónde, Alan de Lisieux. Has sido muy amable al pasarte por aquí.

—Prefiero Alan de Helmsby. Muéstrame lo larga que es tu cadena.

Regy le hizo una demostración. La cadena se tensaba a los tres pasos.

Alan encajó la antorcha en un soporte y se dejó caer sobre la paja cerca del muro.

—Vístete, ¿de acuerdo? Hazme ese favor.

Regy se colocó la mugrienta cogulla y luego se sentó frente a Alan, junto al muro con la argolla a la que estaba fijada la cadena.

—¿El famoso cruzado, era tu padre?

—Mi abuelo. Regy, ¿querrías explicarme por qué te has mordido los brazos y los labios hasta hacerlos sangrar?

—Me he mordido los brazos para no gritar. Cuando estoy encerrado solo en agujeros oscuros y estrechos, tengo que gritar, porque sé que vendrán otra vez y volverán a hacerlo. Mi famoso tío Geoff y…

—No quiero oírlo —lo interrumpió Alan. De repente sintió que el pecho y la espalda se le humedecían de sudor. De algún modo siempre había sabido que había una historia de este tipo, pero realmente no quería oírla.

—Cuando grito, vuelven más rápido. Así que debo hacer todo lo que pueda para evitarlo. Pero es imposible yacer solo en la oscuridad y esperar eso y no gritar, de modo que…

—¡Deja eso de una vez! Has tratado de matarme en dos ocasiones. Eres un violador de niños y un asesino. ¿Y esperas que te compadezca?

—Me cisco en tu compasión.

—Eso ya suena mejor.

—Pero apelo a tu decencia. Mátame o sácame de aquí. Una de las dos cosas, no me importa cuál. Pero no me dejes aquí abajo.

—¿Y si ahora te replicara que la opción de liberarte está totalmente fuera de cuestión y que no te mereces una muerte rápida? ¿Qué responderías entonces?

—Que mientes, porque eso no es lo que realmente piensas. Eres demasiado… compasivo.

—Tus intenciones son demasiado transparentes, Reginald.

El otro lanzó un resoplido.

—¿Crees que quiero adularte? Te equivocas. No considero que la compasión sea una virtud. Al contrario. La fuerza es la única virtud realmente valiosa. Esas que los estúpidos curas tratan de hacer atractivas no son, en realidad, más que debilidades. La fuerza lo es todo. Y yo soy fuerte.

—Solo eres malvado —replicó Alan.

Regy volvió a sonreír.

—Eso es cierto. Es la maldad la que me proporciona mi fuerza. Una fuerza que tú no posees justamente porque no eres malvado.

—Bueno. Eso es algo que me pregunto a veces.

—Lo sé. Por eso vuelves a mí una y otra vez. Para conocerte a ti mismo. —Cruzó los brazos sobre el pecho, en una parodia blasfema de un bondadoso confesor—. ¿Y qué puedo hacer hoy en concreto por ti, hijo mío?

—Yo te explico lo que está pasando aquí. Y tú me dices lo que piensas.

—¿Me estás pidiendo consejo?

—No tengo por qué aceptarlo. Pero eres el único hombre que conozco, que «Losian» conoce, quiero decir, que está al corriente de estos asuntos. Si me mientes, me daré cuenta. —Levantó los pulgares hacia el techo—. En cambio, si ellos me engañan, me encontraré caminando sobre el filo de la navaja sin saberlo.

Regy reflexionó un momento.

—Está bien —dijo finalmente—. Ábreme tu corazón. Pero antes hablemos de las contraprestaciones.

Alan suspiró.

—Sé razonable, Regy. Sabes muy bien que no puedo dejarte suelto.

—No hablo de que me sueltes; pero enciérrame en algún sitio donde haya luz. Sácame de este agujero. Y que sea hoy.

No quiero ni pensar en lo que dirán el rey Edmund y los siameses, se dijo Alan sintiéndose muy incómodo, pero contestó:

—De acuerdo.

Encontró a Guillaume en el patio del castillo, en el granero. El camarero había organizado a una cuadrilla, que por su aspecto parecía estar constituida solo por campesinos. Las mujeres ataban haces de paja que los hombres, subidos a escaleras, colocaban sobre el tejado para cubrir los huecos. Había mucho ajetreo y muchas risas. Pero cuando Alan llegó, se hizo el silencio. Con una sonrisa de compromiso, trató de ocultar su incomodidad, saludó a las mujeres con una inclinación de cabeza y se acercó a Guillaume.

—Aquí estoy. Tal como había prometido.

—Bien —replicó el camarero, y luego exclamó mirando hacia arriba—: ¡Edwy, veo el cielo azul a través de tus juntas! ¡Colócalos más apretados!

—Enseguida —respondió Edwy, un hombrecillo fuerte y nervudo con un bigote rubio—. No es que no tenga mejores cosas que hacer, en domingo, que reparar vuestro granero…

—¿Hoy es domingo? —preguntó Alan—. Vaya, no he ido a la iglesia.

—Si quieres, podemos cabalgar hasta allí —dijo Guillaume—. Claro que la misa ya ha acabado, pero puedes rezar un poco, si quieres. Y por el camino puedo explicarte cómo van las cosas aquí.

—Parece un plan razonable —asintió Alan.

Guillaume lo condujo hasta la cuadra, pidió a un mozo que les ensillara a Conan y Clito, y poco después cruzaban la puerta del castillo de camino a la iglesia. Conan era un ejemplar valioso, un caballo bayo con manchas blancas distribuidas regularmente. El animal se había alegrado visiblemente de volver a ver a su amo, que, en cambio, no recordaba en absoluto a su fiel compañero.

—Vino a casa sin ti —le explicó Guillaume—. El mes próximo hará tres años. Fue un día negro en Helmsby.

—Sí. Me lo imagino.

Cabalgaron uno junto a otro a lo largo de los campos recién arados, hasta que el camino se adentró en un bosquecillo. En el lindero, a la vista del pueblo, vieron llegar al rey Edmund, los siameses, Luke y Oswald. Alan y Guillaume se detuvieron.

—Oh, Alan, qué iglesia más magnífica —dijo Edmund encantado.

—Ahora iba a verla.

—¿Dónde está Simon? —preguntó Wulfric.

—Está intrigando con Henry y mi abuela. Me temo que lo convencerán de que se unza al carro y trabaje por sus intereses. Tal vez podríais tratar de hacerle entrar en razón. Y si vais a la torre, hacedme un favor: buscad un nuevo alojamiento para Regy. No puede quedarse ahí abajo.

Los siameses se miraron estupefactos y al final Godric carraspeó y dijo:

—¿Estás en tus cabales? Tarde o temprano habrá una desgracia, lo sabes, y entonces tú cargarás con la responsabilidad.

—De todos modos os pido que lo hagáis. Pero si os negáis, lo haré yo mismo en cuanto vuelva. Le he dado mi palabra, Godric.

—Oh, se me rompe el corazón. Ya puedes olvidarlo. ¡No voy a ayudarte en eso!

Alan espoleó a su caballo y dijo:

—Muy bien. Pero no me lo impedirás, porque aquí se hace lo que yo quiero.

—¡Siempre y en todas partes se hace lo que tú quieres, hijo de puta normando! —le gritó aún Godric.

—¿Dejas que te hable así? —preguntó, pasmado, Guillaume.

—Oh, no lo dice con mala intención. Además, me lo tengo merecido. Y dentro de una o dos horas se habrá tranquilizado y hará lo que le he pedido.

—Antes no eras así —comentó Guillaume.

Alan lo miró.

—¿Decepcionado?

—No. Bastante desconcertado, si quieres que te diga la verdad, primo.

Alan sonrió.

—Háblame de Helmsby. Dime cómo están las cosas aquí.

Helmsby había soportado una mala cosecha y un mal invierno, le informó Guillaume. Había estallado una fiebre, y de los aproximadamente trescientos habitantes del pueblo había muerto casi uno de cada diez.

—En los otros pueblos las cosas no están mejor. En Metcombe…

—¿Cuántas tierras tengo? —lo interrumpió Alan.

—Cuatrocientas centenas aquí en Norfolk, doscientas en Suffolk y algunas posesiones en Normandía, pero de ahí hace años que no llega dinero.

No, porque el maldito padre de Henry se ha lanzado sobre Normandía y la ha repartido entre sus vasallos, pensó Alan, furioso. ¿Y como agradecimiento debo ayudar a su hijito a salir de apuros aquí en Inglaterra?

—¿Cuánto se obtiene de los arriendos al año? Quiero decir en un año bueno o medio.

—Unas doscientas libras.

—¡Dios todopoderoso! ¿Entonces por qué no somos ricos?

—La construcción de la nueva torre del castillo, naturalmente, se tragó grandes sumas de dinero —explicó Guillaume—. Pero no fue ese el auténtico problema…

—A ver si lo entiendo. ¿Quieres decir que he dilapidado mis bienes y he metido todo mi dinero en la guerra de la emperatriz Maud?

—No de forma irresponsable. No exprimías a la gente ni nada parecido. Y no forzabas a nadie a seguirte cuando organizabas una tropa, como… alguno hizo y hace todavía.

—Y sin embargo, los campesinos me temen. Era bastante evidente antes en el granero.

—No es miedo, sino respeto. Tú… bueno… eres una leyenda.

—Creo que al próximo que me diga esto voy a hincharle la nariz —gruñó Alan.

Guillaume rio para sí. Era una risa profunda, campechana. Y Alan constató con cierto alivio que el camarero era realmente un hombre de su gusto.

—Pero es que es así —insistió Guillaume—. Y tienes razón: metiste hasta el último penique en la guerra de Maud. Por eso nunca teníamos reservas para un caso de emergencia.

—¿Y qué ha pasado en los últimos tres años con mi dinero?

Lady Matilda insistió en que se lo enviáramos todo a tu tío Gloucester, porque según dijo eso es lo que hubieras hecho tú. Pero… yo desvié algo cada año. Sé que no tenía ningún derecho a hacerlo, pero habíamos tenido tantos años buenos uno tras otro que sabía que tenía que llegar una mala cosecha. Hace diez años que soy camarero y me crie como hijo del camarero. Hay cosas que se sienten en los huesos cuando se tiene tanta experiencia.

—¿Y dónde está ese dinero ahora?

—La mayor parte se ha ido en comprar simiente. En su desesperación, los campesinos se comieron su simiente en invierno. El último otoño ya compré y repartí simiente nueva. Como un préstamo. Lo recuperaremos poco a poco.

Habían llegado ante la iglesia de St. Wulfstan. Alan casi se quedó sin respiración al contemplar la fachada occidental, con su portada de medio punto adornada con un afiligranado trabajo de talla, pero no apartó los ojos de su servidor.

—Bien hecho, Guillaume. No recuerdo si alguna vez supe más de agricultura de lo que sé hoy, es decir, nada en absoluto, pero lo que has hecho parece previsor e inteligente.

—Gracias. Y no has olvidado nada sobre la agricultura. Nunca entendiste nada de eso —le reveló el camarero sonriendo con ironía.

—Y, sin embargo, tú contabas con que te reprochara tu actuación.

—Antes lo hubieras hecho. No por avaricia, pero para ti no existía nada aparte de la guerra. Estabas obsesionado con ella.

—Sí. Parece que siempre estoy obsesionado con algo. —Alan volvió la mirada hacia su iglesia—. Es realmente magnífica.

Entraron juntos en la casa de Dios. Alan se acercó despacio al altar, se persignó, y luego levantó la mirada hacia la alta bóveda de cañón. Finalmente miró a lo largo de la nave principal en dirección Oeste. Cuatro pares de columnas perfectamente trabajadas la separaban de las naves laterales, donde la luz entraba a raudales a través de las ventanas de medio punto. Era una iglesia de una belleza conmovedora.

—Merecería tener unas vidrieras… —murmuró Alan.

—Ese ha sido el sueño de cada lord de Helmsby desde que esta iglesia existe; pero ninguno pudo permitírselo.

Tal vez nosotros lo consigamos algún día, se le ocurrió a Alan. Cuando la guerra haya acabado y Henry lleve la corona bien firme sobre su terca cabezota.

—¿Las tropas de Stephen nunca os atacaron mientras estuve fuera? —preguntó—. No se ve ninguna señal de la guerra por estos parajes. Y al llegar atravesamos comarcas totalmente devastadas. A solo unos días de marcha de aquí.

—Eso no fue obra de las tropas del rey, sino de bandas de caballeros salteadores fuera de la ley. Pero la gente de Helmsby sabe defenderse, porque tú te encargaste de que así fuera.

—No vi a ningún caballero en la sala. ¿Quién defiende Helmsby?

—Tenemos a una guardia del castillo excelente. Y también muchos campesinos saben cómo se maneja el hacha de combate y el arco. Algunos estuvieron un tiempo contigo en la guerra.

—Dios mío. Y yo ni siquiera conozco sus nombres. ¿Qué voy a hacer, Guillaume? ¿Cómo puedo presentarme ante esos hombres y explicarles que, aunque aún tengo el aspecto del Alan de Helmsby de antes, me he convertido en alguien completamente distinto? Que son unos extraños para mí. Que yo mismo soy un extraño para mí mismo.

—Yo, en tu lugar, no me preocuparía por eso. Se extrañarán un poco, y luego se acostumbrarán. Exactamente igual que tú.

—Yo nunca me acostumbraré a esto. Y no sé cómo voy a poder reanudar una vida que ya no es la mía.

Guillaume asintió con la cabeza. Su mirada estaba llena de compasión, pero no había en ella ni rastro de condescendencia.

—¿De verdad quieres sacar a ese demonio del collar de hierro de la mazmorra? —preguntó finalmente.

—Tenemos que hacer eso o bien matarlo.

—Supongo que ha merecido morir…

—Muchas veces.

—Y sin embargo dudas en matarlo. ¿Por qué?

—Porque ha depositado su confianza en mí, exactamente igual que los otros.

En el momento en que lo decía, Alan comprendió que esa era, en efecto, la única razón. No creía que entre Regy y él existiera ningún tipo de lazo misterioso. Pero Regy había subido a la balsa con los otros porque había decidido colocarse bajo su tutela. Esta confianza incondicional de sus compañeros y el hecho de que los hubiera llevado hasta allí era lo único que Alan podía presentar como motivo. Helmsby, la guerra, todo eso no contaba, porque eran los hechos de otro.

—Forman un grupo… bastante curioso —señaló Guillaume—. En el castillo la gente no acaba de explicarse cómo pudieron convertirse en tus compañeros. Contrahechos y deficientes mentales. Antes les hubieras lanzado unos peniques y te hubieras apartado con un estremecimiento. Y hoy son tus amigos.

—Son mejores de lo que podría creerse a primera vista. Sobrevivimos juntos. En… condiciones difíciles. Eso une. Y será mejor que la gente del castillo se acostumbre a ellos; porque si me quedo en Helmsby, también se quedarán mis compañeros. Siempre que quieran hacerlo.

Simon encontró a Alan en la sala grande. Era el inicio de la tarde y había poca gente en la estancia. Alan estaba sentado con un vaso de vino junto a la mesa alta y había girado el sillón para contemplar el fuego.

Simon se sentó a su lado.

—He oído que has trasladado a Regy.

—Sí. Al piso alto de la torre sur. Lo propuso Guillaume. Tiene una puerta con cerradura y una gruesa columna. Bastante sólida para su cadena. Y dos ventanas que le darán luz, pero demasiado pequeñas para que pueda salir por ellas.

—Parece una buena solución. Me alegro de que lo hayas sacado de ahí abajo.

—¿Estuviste con él? —preguntó Alan, sorprendido.

—Esta mañana temprano. Pensé que alguien tenía que llevarle algo de comer. Estaba tendido en el suelo, gimoteando.

Alan asintió con la cabeza.

—He venido para decirte que mañana temprano me voy, Alan —continuó Simon—. Tu abuela tiene razón; no hay nadie por aquí, aparte de mí, que pueda transmitir este mensaje.

—Pero va contra tus convicciones. Tú estás de parte del rey Stephen. ¿Por qué deberías ayudar a su rival a salir de apuros?

—Lo hago por Henry. Ha sido un buen compañero de viaje. Y lo hago por ti. Porque, aunque lo hayas olvidado, luchas por la causa de su madre y seguro que no quieres que Henry caiga en manos del rey Stephen. Y lo hago por mí, como sabes muy bien.

—Regy me dijo más o menos lo mismo —le informó Alan—. Y opina que el riesgo que corres es aceptable. Aunque este asunto sigue sin gustarme, no puedo impedir que vayas; pero no permitiré de ningún modo que lo hagas solo. Estoy seguro de que Helmsby podrá prescindir por un tiempo de cuatro de sus guardias.

—¿Cuatro campesinos en cota de malla contra un ejército de soldados de Stephen bien entrenados? —Simon sacudió la cabeza—. Tengo una idea mejor. Pero para llevarla a la práctica tendrías que prestarme un carro y al tranquilo percherón que tienes en la cuadra.

—Tendrás todo lo que necesites. Dime qué te propones hacer.

—Me llevaré conmigo a Godric y Wulfric. Están entusiasmados con el plan. Nos presentaremos como un grupo de juglares itinerantes. Al fin y al cabo, con su aspecto, serían la gran atracción de cualquier mercado anual. Nadie querrá atacarnos y robarnos porque tendremos un aspecto de lo más mísero e inofensivo. Y cuando hayamos encontrado al rey, me cambiaré y le transmitiré el mensaje.

—Un mensaje que no contribuirá a que sienta un gran aprecio por ti —resaltó Alan de nuevo.

—No creo que me lo tome a mal. Pero en caso de que me equivoque… Alan… deberías ocultar a Henry en un lugar seguro fuera de Helmsby. Por si consiguen sonsacarme dónde se oculta, como dijiste. Y tu castillo debería estar preparado para la defensa. Posiblemente lo que voy a hacer traiga la guerra a Helmsby.

Llovía cuando Simon y los siameses, a la mañana siguiente, partieron de Helmsby. Después de despedirles en el patio, Alan volvió al castillo con la intención de esconderse en su cámara y tocar un poco el laúd. Pero no llegó a hacerlo, porque en el momento en que pasaba ante el cuarto de su abuela, esta abrió la puerta y permaneció inmóvil en la entrada como invitándole a pasar. Sin decir palabra, Alan cruzó el umbral.

—¿Aún me guardas rencor? —preguntó Matilda sin más preámbulos.

—¿Y qué si fuera así? —replicó él sentándose en un escabel sin que le hubieran invitado a hacerlo—. Has conseguido lo que querías. Eso es lo que cuenta, ¿no?

—Sabes, a lo largo de tres años he tomado las decisiones que creía que tú mismo habrías tomado si hubieras estado aquí. Y eso justamente fue lo que hice ayer. Aunque supongo que no fue correcto por mi parte pensar: el viejo Alan hubiera dado su aprobación a esta forma de proceder, de modo que debo colocar al Alan cambiado ante un hecho consumado. La impaciencia siempre fue mi mayor debilidad. Sin embargo, no soy el monstruo despótico y sin sentimientos por quien probablemente me tomas.

Alan no se dejó ablandar por su dolorida sonrisa.

—No sé quién o qué eres —dijo—, y no me considero en condiciones de juzgarte. Pero si Simon no vuelve, nunca te lo perdonaré.

—¿Tanto aprecias a ese muchacho? —preguntó ella.

Alan asintió.

—Estas personas que han venido conmigo son todo lo que se encuentra entre el abismo y yo. Por lo que a ellos hace, no puedo permitirme mostrarme despilfarrador.

—Curioso. Antes no necesitabas a nadie. Siempre creí que tenía que ver con el hecho de que hubieras sido un niño solitario. Porque eso es lo que eras. Yo hice lo que pude para sustituir a tu padre y a tu madre, pero naturalmente solo podía conseguirlo dentro de unos determinados límites. Y tú tampoco permitiste nunca que nadie sobrepasara esos límites.

—¿Yo crecí aquí? ¿En Helmsby?

Ella asintió.

—¿Dónde si no? Este fue y es tu hogar. Tu dominio.

—Pero ¿cómo puedo haber heredado Helmsby si soy un bastardo de William Ætheling? ¿No había ningún heredero legítimo?

—Mi hermano Richard y sus hijos habían muerto, como ya te dije. Y el rey Henry sabía que eras su nieto. Te dotó tan generosamente como lo había hecho con sus propios bastardos y te dio Helmsby como feudo real. Eres un vasallo de la corona, Alan.

Él asintió sin decir nada, y su mirada fue a posarse en el bastidor que estaba junto a la mesa y en cuyo bordado por lo visto Matilda había estado trabajando. Una pieza de lino estaba tensada en el bastidor y el bordado apenas estaba empezado. Un dibujo al carbón revelaba lo que el tapiz representaría un día: era el martirio de san Edmund.

—Es para la iglesia de Bury, donde está enterrado —explicó Matilda, que había seguido su mirada—. Por lo que he oído, uno de tus compañeros podría servirme de ayuda para mi representación con su incomparable conocimiento de los detalles del martirio del santo.

Alan sonrió.

—Te juro que si haces que te explique su historia, al final no sabrás qué creer. Tiene un increíble poder de convicción.

—En todo caso los campesinos le creen. Ayer por la noche organizó un buen espectáculo en el pueblo, según me han informado. Este tipo de cosas crean intranquilidad. Deberías controlarlo.

—No estoy en posición de ordenarle nada, y tampoco considero que haya motivo para ello. Es inofensivo.

Matilda soltó un resoplido.

—Los hermanos de Ely están preocupados por eso.

—Los hermanos de Ely son libres de volverse a casa si aquí hay algo que no les complace —dijo Alan en tono terminante—. Dado que Mandeville está muerto, en realidad no hay ninguna razón para que sigamos alimentándolos, ¿no?

—No —reconoció ella—. En realidad, no. —Y luego inclinó la cabeza sobre su trabajo y se concentró en el bordado de la capa del pobre rey mártir.

—Le quitaron la ropa, dice el rey Edmund —señaló Alan.

—Umm… Dudo mucho que el abad quiera tener a un mártir desnudo colgando de su pared.

—Me parece que a veces te muestras sumamente irrespetuosa, abuela.

—Ese es el único lujo que puede ofrecer la edad: puedo permitirme ser poco respetuosa. Nadie se atrevería nunca a regañarme por ello. ¿Qué hace Henry?

—Ha salido a cabalgar.

—¿Solo? Realmente este muchacho pone a prueba la paciencia de Dios. Solo espero que no coja la carretera de Maldon, porque pasa por Ashby y el lugar pertenece a uno de los más fieles caballeros de Stephen.

—Maldon… —repitió Alan, pensativo—. Hace unos días leí un relato de una antigua batalla que se libró en Maldon. Eran… palabras llenas de fuerza. Y me parecieron extrañamente familiares. El hombre en cuya casa lo leí era un erudito judío. Dijo que debía desenterrar mis recuerdos. Me pregunto si Maldon no sería el lugar correcto para empezar a cavar.

—Creo que es más el relato que el lugar lo que despertó tus recuerdos. Aquí tenemos una transcripción de él.

—¿De verdad? ¿Puedo verla?

Su abuela se levantó, fue hacia el arca que había detrás de la cama y volvió con un grueso libro.

—Llévatelo si quieres. De todos modos tenía intención de dártelo. Muchas de las cosas que quieres saber están aquí dentro.

Alan lo colocó sobre la mesa y lo abrió por la primera página.

La historia de los normandos, ingleses y daneses antes y después de la conquista. Por Leif Guthrumson —murmuró.

Matilda asintió.

—Mi tía Hyld estaba casada con un marino danés. Ese Leif era su hermano, y era caballero en la corte. Lo anotaba todo. También todo lo que sucedió en Helmsby. Léelo, Alan. Léelo y comprenderás quién eres.

Alan cerró el libro mientras su abuela volvía hacia el arca. Matilda bajó la tapa, y cuando se irguió, su mirada se deslizó hacia la ventana y siseó irritada:

—Maldita sea. ¿Cómo ha podido enterarse tan rápido?

Alan se levantó, se acercó a ella y miró afuera. Un hombre montado a caballo, más o menos de su edad y vestido con mucha distinción, había entrado en el castillo. A su lado cabalgaba una joven dama cubierta con una elegante capa verde. Cuando la mujer se echó la capucha hacia atrás, descubrió, bajo un delicado velo, una magnífica cabellera de un inhabitual rubio blanquecino.

—¿Quién es ese? —preguntó Alan, interesado.

—Haimon de Ponthieu. Es mi nieto, como tú. Tu primo y tu vecino más próximo. —Por su tono era evidente que no sentía un gran aprecio por Haimon.

—¿Con su esposa? —preguntó de nuevo Alan.

Matilda volvió la cabeza y lo miró:

—No. Con la tuya.