East Anglia, abril de 1147

—¿Cómo es que hacía calor mientras tuvimos un tejado sobre nuestras cabezas y empieza a hacer frío en cuanto volvemos a encontrarnos de nuevo a la intemperie? —refunfuñó Godric—. Deberías tener cuatro palabras con Dios, rey Edmund.

—Mantén quieta esa lengua de víbora, insolente.

El rey Edmund estaba de muy mal humor desde que Losian le había revelado que se había enemistado con Josua ben Isaac, lo que había provocado que este los pusiera en la puerta. Aunque el motivo exacto de la disputa se lo había guardado para él.

Caminaron un rato en silencio, turbado solo por los gimoteos de Oswald. El joven tal vez hubiera aceptado quedarse sin un techo y sin comida; pero ¿sin Moses y sin pelota? Aquello ya era demasiado.

Avanzaban en dirección Sur, nadie sabía por qué. «Hacia ahí», había dicho el rey Edmund cuando habían cruzado la puerta de la ciudad, y nadie había puesto ningún reparo. Como ninguno tenía idea de lo que debían hacer ahora, se habían confiado a la dirección de Edmund.

—Revélanos lo que pasó, Losian —pidió Regy—. ¿Qué hiciste, eh? ¿Es posible que te insinuaras a la hija de nuestro benefactor judío?

Por primera vez desde su partida, Losian rompió su silencio.

—¿De dónde has sacado eso?

—Por lo que he oído, es una hermosa criatura. Y tú abandonas la tarea de pensar a tu rabo en cuanto hay una mujer cerca. Resulta penoso contemplarlo, si tengo que decirte la verdad. ¿Y bien? ¿Qué pasó entre tú y la encantadora virgen judía? ¿Le robaste acaso la inocencia?

—No.

La réplica sonó irritada, y también un punto peligrosa.

—Pero te hubiera gustado, ¿no es cierto?

Losian le dirigió una mirada sombría y se puso a caminar más rápido.

—Es respuesta suficiente —murmuró Regy divertido.

El condenado tiene toda la razón, pensó Simon, y sintió el impulso de golpear a Losian con los puños. A su lascivia debían el verse amenazados de nuevo por el hambre y la miseria y tener que vagar por el monte como bandidos. Pero Simon se dominó y se tragó su ira.

—Tendremos lluvia —dijo Luke.

—Deberíamos acelerar el paso —aconsejó el rey Edmund—. Detrás de esa cadena de colinas de ahí arriba hay un bosque. Podemos buscar protección bajo los árboles.

—¿Cómo sabes que ahí hay un bosque? —le preguntó Simon.

—Porque esto fue mi hogar, hijo mío.

—No iremos más rápido —decidió Losian—. No olvidéis lo que dijo Josua: Oswald no debe hacer grandes esfuerzos.

De modo que mantuvieron un ritmo pausado, y cuando llegaron a lo alto de la cadena de colinas, el cielo abrió sus compuertas.

Hacia el mediodía llegaron al lindero del bosque. Para entonces ya estaban todos empapados, y Luke y Oswald se quejaban del frío.

Losian se detuvo en un bosquecillo de avellanos.

—Trenzaremos las ramas y nos construiremos un tejado. Godric, Wulfric, encadenad a Regy al olmo de ahí delante.

Se pusieron manos a la obra y tejieron una estera de ramas más o menos cuadrangular de unos tres por tres pasos. Luego colocaron un extremo sobre los avellanos, en el lado protegido del viento, y el otro sobre la rama horizontal de un haya cercana, y así pudieron disponer de un techo bajo el que cobijarse.

Simon y los siameses salieron a recoger leña. El joven normando se desvió hacia el Este y se puso a recorrer con la mirada el suelo del bosque en busca de ramas aprovechables. Se estaba preguntando si alguno de ellos sería capaz de hacer un fuego en el suelo enfangado y con una leña empapada cuando su mirada se posó en un jabalí muerto. La sangre que había manado de la herida de flecha había formado un pequeño charco humeante. No cabía duda de que acababan de disparar contra el animal. El cazador, muy posiblemente un furtivo, aún debía de estar en las proximidades, pensó Simon. Pero antes de que hubiera podido iniciar la retirada, una mano lo agarró por el pelo desde atrás y casi al mismo tiempo sintió una hoja contra su garganta. La leña se le cayó de las manos.

—No tienes nada que temer de mí, amigo —dijo en inglés.

—¿Habláis también alguna lengua que un cristiano civilizado pueda entender? —le respondió una voz en francés.

Durante un instante Simon se quedó sin palabras. Ese furtivo era francés.

—De hecho sí lo hago —replicó Simon—. Lo que me pregunto es por qué debería tener esa cortesía con el hombre que cobardemente quiere acuchillarme por la espalda.

La hoja desapareció y Simon recibió un empujón entre los hombros. Rápidamente dio media vuelta y se encontró cara a cara con un joven noble vestido con ropas elegantes aunque sucias. El desconocido llevaba una espada en la mano, y la forma en que la empuñaba revelaba que sabía cómo utilizarla. Igual que sus anchos hombros dejaban ver que practicaba a menudo ese arte. El joven tenía unos ojos tan azules como el cielo en un día claro de mayo.

—No tenía ninguna intención de acuchillaros —explicó—, pero en una tierra extranjera es preciso extremar la prudencia. He oído que en este país no tienen piedad con los furtivos, y vos hubierais podido tomarme por un furtivo, monseigneur. —El joven pareció luchar un momento consigo mismo y finalmente se inclinó en una pequeña reverencia y dijo—: Os ruego que me perdonéis si os he asustado.

—Eso no es tan fácil —le aseguró Simon, y le devolvió la reverencia—. Simon de Clare, monseigneur. ¿Dónde están vuestro caballo y vuestros acompañantes? ¿Habéis tenido un accidente? ¿Tal vez necesitáis ayuda? —Si es así, has encontrado a la persona ideal, estuvo tentado de añadir sarcásticamente. Ni siquiera soy capaz de ayudarme a mí mismo…

—Creo que puede decirse que me encuentro en una situación un poco apurada —confesó el desconocido con una sonrisa desarmante—. Mi bolsa está vacía, perdí a mi compaña junto con mi caballo en el bosque hace dos días y, para acabar de arreglarlo, además me he extraviado.

A Simon se le escapó una sonrisa. Le empezaba a gustar este francés que no debía de ser mucho mayor que él mismo, pero hacía frente a los contratiempos con algo parecido al descaro.

—¿Y tenéis un nombre, monseigneur?

Extrañamente, el francés pareció dudar durante una fracción de segundo antes de responder:

—Henry Plantagenet.

Nunca lo había oído, pensó Simon.

—¿De dónde procedéis?

—De Anjou, Simon de Clare. Y supongo que con esto ha quedado descartada la ayuda que queríais ofrecerme.

El condado de Anjou no era, ciertamente, el vecino preferido de los normandos, pues el conde de Anjou era un hombre belicoso y ávido de poder. El conde se había aprovechado de forma desvergonzada de la difícil situación del rey Stephen: el rey de Inglaterra era en realidad también duque de Normandía, pero Stephen no había podido preocuparse del ducado desde que tenía que pelear por su corona en Inglaterra. El angevino —que estaba casado, además, con la rival del rey Stephen, la emperatriz Maud— había atacado Normandía una y otra vez, hasta que finalmente la había conquistado hacía tres años, y la nobleza normanda lo había reconocido como su nuevo duque. En otras palabras: el conde de Anjou le había robado Normandía al rey de Inglaterra.

Simon sabía todo eso, pero de todos modos respondió:

—De ninguna manera. ¿Qué mundo sería ese en el que un caminante le niega su ayuda a otro en apuros?

Losian, que después de sentarse sobre la tierra fría y mojada y apoyar la espalda contra el tronco del haya se había quedado dormido casi al instante, se despertó sobresaltado al oír una voz desconocida:

—¿Adónde vamos, De Clare?

—Ya hemos llegado —respondió Simon, y acto seguido condujo bajo el tejado improvisado a un joven desconocido que llevaba cargado al hombro un jabalí desangrado.

—Este es Henry —dijo Simon en inglés a sus compañeros—. Un noble francés que ha perdido a sus acompañantes y se ha extraviado en el bosque. —Y lanzó al suelo la leña que había recogido.

Los siameses hicieron lo mismo, y Godric explicó:

—Le hemos ofrecido un lugar bajo nuestro tejado a cambio de un pedazo de su jabalí, y Simon dice que está de acuerdo.

Losian se levantó, dio un paso hacia el recién llegado y se inclinó cortésmente:

—Sed bienvenido, monseigneur.

El joven se quedó parado, mirándole.

—Os doy las gracias. Parece que la fortuna también se ha mostrado algo esquiva con vos y vuestros amigos, ¿no es cierto? —dijo. Y sonrió, con la sonrisa despreocupada de un pícaro.

—En efecto, podría decirse así. Me llaman Losian. Estos son el rey Edmund, Oswald y Luke.

—¡Eh! —llegó un grito indignado desde el olmo—. ¿Y qué pasa conmigo?

Losian señaló con la barbilla en la dirección de donde había llegado el grito.

—Reginald de Warenne. Pero tened cuidado con él. Existen buenas razones para que lleve esos hierros.

El joven se acercó a Regy.

—Una comunidad muy peculiar.

—«Peculiar» es una palabra demasiado inocente —replicó Regy con un gesto cómplice—. Una cuadrilla de tarados y deficientes, y van y encadenan al único normal.

—¿De verdad? ¿Y por qué han hecho eso?

—Porque están locos. Ingleses, ¿comprendéis? Qué se puede esperar de ellos.

Losian observó, fascinado, cómo el joven Henry miraba a los ojos a Regy, lo examinaba con atención y lo reconocía por lo que era.

—Yo, en cambio, creo que vuestros compañeros han hecho bien en protegerse de vos, monseigneur.

—¿Ah, sí? ¿Eso creéis? —replicó Regy enojado—. ¿Y vos tenéis también un nombre, mi joven amigo?

—Henry Plantagenet.

Durante una fracción de segundo, Regy se quedó petrificado.

—¿Plantagenet? ¿Queréis hacerme creer que sois el hijo de…?

—No quiero haceros creer nada.

—Besad el polvo, todos vosotros —gritó Regy a los demás—. O el fango, mejor dicho. Este petimetre que tenéis aquí afirma ser el hijo de la belicosa emperatriz Maud. —Se echó a reír—. Se supone que este barbilampiño se convertirá en el próximo rey de Inglaterra…

No pudo seguir hablando porque le ahogaba la risa, y empezó a reír a carcajadas. El rostro de Henry se había ensombrecido. El joven contempló el ataque de hilaridad de Regy con los brazos cruzados, y luego dio un paso en su dirección.

Pero Losian estaba atento y tiró de él hacia atrás.

—Eso es exactamente lo que pretende —le previno—. Y supongo que no querréis en serio golpear a un hombre que está atado a un árbol.

—No —gruñó Henry—. Claro que no.

—Entonces venid conmigo. Mirad, mis amigos han encendido un fuego. Asemos el jabalí del rey Stephen.

Henry lo acompañó hasta donde estaban los otros.

—No me creéis, ¿no es cierto? No puedo reprochároslo, viéndome así, vagando por la comarca, andrajoso, solo y sin caballo.

El joven tenía razón; Losian no creía ni una palabra de lo que había dicho. Era demasiado fantástico que precisamente él y sus compañeros hubieran ido a tropezar con el hijo de la mujer que reclamaba su derecho al trono de Inglaterra. Pero ¿qué importaba eso? Desde hacía casi tres años, Losian vivía en compañía de un hombre que se tomaba por un rey mártir muerto, pero que, sin embargo, era un buen hombre. Él mismo no se tenía ni por santo ni por el hijo de una emperatriz porque sencillamente había olvidado su identidad, y a pesar de todo su entendimiento y su conciencia funcionaban.

—Me es completamente indiferente quién seáis, Henry.

—¿Qué le ha pasado a Regy? —preguntó Luke—. Nunca le había oído reír así.

—No quería creer que nuestro amigo, aquí, sea el hombre que afirma ser —explicó Losian.

—¿Y eso por qué? —preguntó el rey Edmund—. ¿Quién dice que es?

—El hijo de la emperatriz Maud.

Todos se quedaron mirando, embobados, a Henry Plantagenet.

Finalmente, el rey Edmund carraspeó y dijo:

—En fin, seas quien seas, hijo mío, lo cierto es que encajas magníficamente en esta comunidad.

El día siguiente fue el peor de su peregrinación. Hacía un frío terrible, y hasta el mediodía el viento fue arreciando hasta convertirse en un auténtico temporal. Por si eso no bastara, el suelo se había vuelto pantanoso y tenían que avanzar con muchas precauciones.

Solo Henry parecía inmune a la furia de los elementos desencadenados, y cuando el temporal hizo que una rama cayera directamente ante sus pies, se detuvo, extendió los brazos y aulló:

—¿Qué te pasa, Dios? ¿Crees que aún no he comprendido que no quieres tenerme aquí, en esta extraña tierra? Pero a mí no me importa si te gusta o no, ¿me oyes? ¡No me amedrentarás tan fácilmente!

Suerte que el rey Edmund no lo ha oído, pensó Losian, y le preguntó a Henry:

—¿Crees de verdad que es inteligente retar a Dios precisamente aquí y ahora?

—Creo que siempre es igualmente poco inteligente retar a Dios.

—En eso tienes razón. De modo que ¿por qué lo haces?

—Es cosa de familia. Tenemos una gota de sangre demoníaca en las venas…

Se interrumpió de repente, porque ante ellos, en el bosque, se había escuchado un crujido siniestro.

—¡Edmund, cuidado! —gritó Losian, y casi al mismo tiempo saltó hacia el rey Edmund, lo arrastró al suelo y rodó con él por el fango.

El árbol cayó, y la tierra tembló cuando se desplomó justo sobre el lugar donde habían estado hacía solo una fracción de segundo. El rey Edmund se sentó y se persignó.

—Tenemos que buscar un refugio —dijo—. Se hace de noche y la tempestad arrecia.

Simon miró alrededor sin muchas esperanzas. Volvió la cabeza a la izquierda y luego a la derecha, y después volvió a girarla a la izquierda de una forma tan brusca que las gotas de lluvia volaron de su pelo.

Godric miró en la misma dirección.

—¿Qué hay ahí? —preguntó.

—No lo sé —respondió Simon dudando—. Me pareció que había visto una luz.

Volvieron a ponerse en camino. Y finalmente, al llegar al lindero del bosque, distinguieron en la luz crepuscular un resplandor en la ventana de un imponente castillo de piedra.

—Oh, fantástico —murmuró Henry—. Ahora Dios tiene la oportunidad de darme una lección. Si el señor del castillo está de parte del rey Stephen, mi viaje habrá llegado aquí a su final.

Losian lo miró.

—No tenemos elección, Henry. Si no pedimos refugio ahí, el viaje habrá llegado a su final para todos nosotros.

No había nadie en la torre de acceso. Losian condujo a la comunidad a través del puente levadizo hasta un patio interior vacío. Uno de los primeros edificios de madera junto a los que pasaron era una cuadra.

—Entrad y esperad —decidió Losian—. Tú vienes conmigo, Simon. Si eres tan amable.

—Desde luego, Losian.

El rey Edmund condujo al aliviado pelotón de caminantes al calor del establo.

—¿Cómo es que no se ve a nadie por ningún sitio? —preguntó Simon extrañado.

—Ni idea —replicó Losian, que tenía un mal presentimiento.

—¡Jesús, María y José, mira esa torre, Losian! —exclamó Simon, profundamente impresionado.

—Subamos.

En el extremo occidental del recinto cercado por una empalizada se alzaba un montículo con una fuerte pendiente, como el que tenían la mayoría de los castillos normandos; pero en la cima plana de esa colina no había ninguna torre de madera sino una fortaleza de piedra: un torreón de la más moderna construcción. Una entrada protegida por un tejado de madera conducía colina adelante hasta una segunda empalizada, cuya torre de acceso estaba igualmente abierta y sin vigilancia, y luego, subiendo por una escalera de piedra, se alcanzaba la puerta. Losian y Simon subieron los escalones apresuradamente.

Tampoco en la sala principal había nadie. Sin embargo, un tentador fuego ardía en la chimenea de la parte frontal. En la esquina derecha de la pared de la chimenea se abría una puerta que conducía a la escalera que llevaba al piso superior.

Losian señaló en esa dirección.

—Por ahí. Veamos si hay alguien arriba.

Pero antes de que hubieran llegado a la puerta, se oyeron unos pasos ligeros en la escalera. Losian y Simon intercambiaron una mirada y se detuvieron. Pasó un momento antes de que el brillo de una antorcha iluminara la estrecha abertura en el muro, y un instante después apareció la orla de una falda.

—Perdonad, madame —dijo Losian—. Nos hemos introducido aquí sin ser invitados, pero no queremos causaros ningún daño.

—Tampoco os lo aconsejaría —recibió como respuesta. La voz pertenecía manifiestamente a una mujer mayor; la que un instante después entró en la sala.

—¿Qué deseáis? —preguntó con brusquedad.

—No había nadie en la puerta, madame —explicó Losian, y luego se inclinó cortésmente y dio, vacilando, un paso adelante—. Mis amigos y yo solicitamos refugio para protegernos de la tormenta.

La vieja dama inspiró tan hondo que sonó casi como un grito. La antorcha se le cayó al suelo y se tapó la boca y la nariz con las manos.

—¡Oh Dios…! ¡Oh bondadoso Señor Jesús…! —Parecía que no podía sostenerse en pie. Losian extendió instintivamente un brazo para sostenerla, y un instante después la mujer se había aferrado a él y apretaba el rostro contra su pecho—. Mi… querido muchacho… —Sollozó—. Que Dios sea alabado. Has vuelto a casa.

Losian se deshizo del abrazo.

—Vos… os confundís, madame —soltó con esfuerzo—. Por favor… ¿podría hablar con el castellano?

La anciana permaneció inmóvil, mirándolo fijamente. Las lágrimas mojaban sus mejillas arrugadas.

—Eres tú —replicó.

Losian abrió la boca, volvió a cerrarla y dirigió una mirada suplicante a Simon.

Este se inclinó a su vez.

—Él… ha perdido la memoria, madame. No sabe quién es.

Solo un parpadeo casi imperceptible evidenció su horror ante esta revelación. Luego sus hombros se pusieron rígidos, y tras acercarse a Losian, cogió su helada mano derecha entre las suyas. Era una figura que inspiraba respeto, con su elegante pellote azul y la cabeza cubierta con un pañuelo del mismo color, con los extremos cruzados bajo la barbilla, que caían formando pliegues sobre los hombros.

—Tu nombre es Alan de Lisieux. Naciste aquí, en este castillo.

Él sacudió la cabeza, desconcertado.

—¿Cómo se llama este lugar?

—Helmsby. Y así te han llamado siempre tus vasallos y arrendatarios ingleses: Alan de Helmsby.

El temporal había levantado el tejado del granero en el patio inferior del castillo. Ese era el motivo de que no hubieran visto un alma desde su llegada, ya que todos se habían dirigido corriendo al lugar para tratar de cubrir provisionalmente la parte del tejado que faltaba con pieles de animales y proteger de la lluvia las reservas de cereales y de heno.

La vieja dama le había pedido a Simon que fuera a buscar a sus compañeros y los trajera a la sala.

—No os vais a creer lo que ha pasado —les dijo a los otros nada más entrar en la cuadra.

—Os han echado de una patada —aventuró Wulfric.

—Están todos muertos, tendidos en la sala del castillo —sugirió su hermano.

—Alguien lo ha reconocido —dijo el rey Edmund en voz baja.

Simon clavó los ojos en él.

—Realmente, rey Edmund, a veces casi me das miedo.

—¿Qué dices? ¿Es verdad? —preguntó Regy estupefacto.

Simon asintió con la cabeza.

—Si lo que dice la vieja dama de ahí arriba es cierto, este castillo y todas las tierras de los alrededores le pertenecen. Además de un buen pedazo de Normandía. Afirma que su nombre es Alan de Lisieux.

—¿Lisieux? —repitió Regy—. ¿El cruzado?

—Bueno, si algo sabíamos sobre Losian era justamente esto —dijo Edmund.

—Pero el tipo al que me refiero hoy sería un vejestorio —replicó Regy.

—Entonces seguro que Losian es su hijo o su nieto.

Simon puso los brazos en jarras.

—Suéltalo ya, rey Edmund. ¿Cómo lo sabías? Y si lo sabías, ¿por qué no se lo dijiste nunca? ¡Ha sido un impacto terrible para él enterarse así! Y a eso lo llamas tú amor al prójimo, tú…

—Desde luego que no lo sabía, hijo mío. Pero basta oírle hablar inglés para darse cuenta de que procede de esta región. No se lo dije nunca porque no quería hacerle concebir falsas esperanzas. Sencillamente pensé que no le haría daño a nadie que hiciéramos una parada en cada uno de los castillos y haciendas de East Anglia por los que pasáramos.

—Así que por eso nos has traído hasta aquí —concluyó Wulfric.

Edmund asintió con una suave sonrisa.

—También —reconoció.

Cuando salieron al aire libre, Henry le dijo a Simon:

—La verdad, tal vez a él le asuste su nombre, pero a mí me parece perfecto.

—¿Fieles partidarios de tu supuesta madre, no, los Lisieux?

—E incluso un poco más que eso —replicó Henry—. Y por cierto, ¿tú con quién estás, Simon de Clare? ¿A quién apoyas?

Simon lo miró de reojo y sonrió:

—Al rey Stephen.

Henry gruñó.

—En fin. Nadie es perfecto.

Simon condujo a los peregrinos a la sala, y estos se detuvieron en actitud respetuosa ante la mesa alta. La anciana señora del castillo, que se llamaba Matilda de Helmsby, los observaba con expresión imperturbable desde su sillón ricamente tallado, y Losian estaba apoyado en la pared tras ella.

—Aquí están nuestros compañeros de viaje, madame —dijo Simon, un poco cohibido—. El rey Edmund, nuestro soporte espiritual. Luke, Wulfric y Godric, Oswald y Reginald de Warenne. Y hace dos días se tropezó con nuestra comunidad este hombre que dice que se llama…

—Henry Plantagenet —lo interrumpió Matilda de Helmsby—. Los milagros de este día parecen no tener fin.

Henry se acercó y se inclinó ante ella.

—¿De qué me conocéis, madame?

—Conozco a tu madre, y tú eres su viva imagen. Además, corrían rumores de que habías llegado a Inglaterra.

—¿Lo es de verdad? —preguntó Losian perplejo—. ¿El hijo de esa emperatriz que quiere ser la reina de Inglaterra?

Todos los compañeros tenían la mirada clavada en Henry, que les dirigió un saludo furtivo.

—Os perdono vuestras dudas —declaró con generosidad—. Probablemente yo tampoco me hubiera creído.

Un hombre de anchas espaldas, con largos cabellos rubios y grandes entradas, irrumpió en la sala.

—El tejado ya está más o menos impermeabilizado; lady Matilda, hemos… ¡Oh, por las orejas de san Wulfstan! ¡My lord! ¡Has vuelto! —El hombre dio la vuelta a la mesa a toda prisa, cogió a Losian del brazo y lo miró a la cara, radiante de alegría—. Pero ¿dónde te habías metido? Ya apenas teníamos esperanzas de que volvieras a casa. Solo ella confiaba aún. —Señaló discretamente a Matilda con la barbilla—. Ella nunca dejó de creer en tu retorno. ¡Qué alegría! ¿Cómo es que…?

El persistente silencio de Losian y su rostro sombrío hicieron que se detuviera, desconcertado.

—Ha perdido la memoria, Guillaume —explicó Matilda—. Alan, este es Guillaume FitzNigel, tu camarero. Guillaume, estos son los compañeros de viaje de Alan. Encárgate de atenderlos, si eres tan amable. Necesitan tomar algo caliente, y seguro que están hambrientos.

El camarero echó una ojeada al grupo.

—Naturalmente.

—Tú vienes conmigo, Alan. Y tú también, Henry —decidió la vieja dama, y a continuación se levantó y se dirigió hacia la puerta.

Instintivamente, Losian sintió la tentación de negarse a obedecer sus instrucciones, pero Simon, que se había dado perfecta cuenta, sacudió la cabeza y lo apremió a seguirla:

—Será mejor que vayas —le dijo con suavidad—. Antes de que aparezcan aquí docenas de personas que saben más sobre ti que tú mismo. Yo me ocuparé de todo, no te preocupes.

El piso superior del castillo estaba dividido en dos mitades por un corredor. Las antorchas humeaban en los soportes de hierro y de vez en cuando una puerta de madera interrumpía la continuidad de los gruesos muros.

—Este castillo no es viejo —señaló Henry mientras seguían a Matilda a lo largo del corredor—. ¿Quién lo construyó?

La anciana señaló a su nieto.

—Él.

Losian se estremeció y de repente observó las paredes con recelo, como si fueran a derrumbarse y a sepultarlo si no estaba atento.

—En caso de que efectivamente sea quien vos creéis que soy, madame.

—¡Oh, no digas ridiculeces! Tus meñiques están encogidos, como los míos. Y en el lado derecho del pecho tienes una cicatriz en forma de hoz. ¿Te convence eso?

Él se la quedó mirando. Le trastornaba que esa extraña conociera detalles tan íntimos de su fisonomía. Y sobre todo le trastornaba que a él no le quedara otro remedio que creerla. Siempre había supuesto que se pondría a gritar de alegría cuando alguien lo reconociera. Pero ocurría lo contrario. Temía a esa mujer, ese lugar y a sus gentes, que Dios sabía lo que sabían y lo que esperaban de él. Pero ocultó su miedo y respondió con aparente tranquilidad:

—Supongo que no me queda otro remedio.

—La cicatriz procede de una herida que recibiste en la batalla de Lincoln. Una herida peligrosa. Tan seria era que Gloucester me envió un mensajero para informarme.

—¿Quién?

—El conde Robert de Gloucester —respondió Henry—. Es nuestro…

—Perdona si te interrumpo, Henry, pero creo que deberíamos aplazar estas explicaciones para más tarde —dijo ella.

—Pero madame, ¿no creéis que Losian tiene derecho a saber…?

—Su nombre es Alan —lo interrumpió Matilda de nuevo en tono cortante—. De ahora en adelante lo llamarás así. Y esto es válido también para todos vuestros compañeros.

—Con todo el respeto, madame —replicó su nieto—, diría que no os corresponde impartir órdenes a Henry o a mis otros compañeros.

—Eso es muy cierto, muchacho. Pero es que ese es tu nombre. Me doy cuenta de que todo esto está yendo demasiado rápido para ti, pero eso no cambia nada en los hechos. Y puedes estar tranquilo. Antes de que lo olvidaras, llevaste este nombre con orgullo.

—Esto no me tranquiliza en lo más mínimo; porque sospecho que el hombre que fui una vez y el que soy hoy nunca estarían orgullosos de las mismas cosas.

—No te gusta demasiado ese Alan de Helmsby, ¿no?

Él sacudió la cabeza.

—Apenas lo conozco. Pero cuando eventualmente he tenido ocasión de echarle una mirada, me ha causado repugnancia.

—No lo merecía. El hombre que fuiste una vez quizá fuera en ocasiones demasiado orgulloso. Tal vez incluso respecto a cosas equivocadas. Pero no tienes ningún motivo para temerlo. —Matilda señaló una puerta a su derecha—. Entra, Henry. Es nuestra cámara más distinguida. En realidad la de Alan, pero como la ha olvidado, no la echará en falta.

Madame… —empezó el joven francés, pero ella cortó sus protestas con un elegante gesto de rechazo.

—Te corresponde como nuestro invitado de honor. Sé que ardes de impaciencia y tienes que trazar tus planes; pero espero que me permitas pasar esta velada a solas con mi nieto. Piensa que eso solo va en tu beneficio. Cuanto antes recuerde quién es, mayores serán tus posibilidades de convertirte en rey de Inglaterra.

El susodicho nieto sintió que se le removían las tripas.

—¿Qué demonios significa eso? —exigió saber, demasiado trastornado para preocuparse de sus modales.

Matilda, que de hecho también podía jurar como una pescadera, lo cogió de la mano y lo condujo una puerta más allá.

—Una cosa después de la otra, muchacho.

Una criada trajo cerveza, un puchero y pan, y mientras tomaba su cena, Losian miró disimuladamente a su alrededor. Una cama con baldaquino y cortinas de sencilla lana de color marrón rojizo. Una mesa sólida con dos escabeles. Una vela en un candelabro de zinc. Su abuela, concluyó, no era una mujer que concediera un gran valor al lujo y al ornato. Cuando acabó, dejó la cuchara en el cuenco vacío y dijo:

—Mi vuelta a casa debe de haber representado una gran decepción para ti, abuela. Lo siento.

—Tu vuelta ha representado una alegría para mí que seguramente un joven como tú no puede llegar a imaginar. Es cierto lo que dijo Guillaume: nunca creí que estuvieras muerto; pero poco a poco empecé a dudar de que algún día pudiera volver a verte, porque ya tengo sesenta y seis años.

Losian asintió con la cabeza y luego extendió los brazos y le dirigió una sonrisa cohibida.

—¿Y bien? ¿Quién soy yo?

Matilda rio.

—¿Tenemos que empezar enseguida por la pregunta más difícil?

—Está bien. Entonces dime, ¿quién eres tú?

—La hija de Caedmon de Helmsby y Aliesa de Ponthieu. Él era un anglosajón de la pequeña nobleza rural y ella una noble normanda. Un extraño y trágico destino los unió, pero esto te lo explicaré en otra ocasión. Mi padre era famoso. Le llamaban «la boca del Conquistador». Era el traductor del rey William, y créeme, no era un puesto nada fácil.

—Puedo imaginármelo. William era un hombre colérico.

Matilda levantó las cejas.

—Vaya. ¿Eso sí lo sabes?

Él asintió.

—Parece que sé un montón de cosas de hace tiempo. Solo sobre mi propia historia no sé nada. Mi memoria empieza un día hará más o menos tres años, cuando me desperté de la fiebre en un monasterio y…

—¿Qué has hecho en estos tres años? —lo interrumpió ella.

En pocas palabras Losian la informó, con tanta delicadeza como pudo, sobre la época que había pasado en la isla. Pero era evidente que a Matilda de Helmsby no le resultaba difícil adivinar lo que él callaba. Sus ojos chispearon un momento sospechosamente y luego sacudió la cabeza.

—Cuando volví en mí, llevaba un manto de cruzado.

—Eso es curioso, porque tú nunca estuviste en Tierra Santa.

—¿Qué? Pero… tengo que haber estado allí. El manto… Y siempre tengo el mismo sueño de una cabalgada hacia Akkon.

—Ese era tu abuelo, mi esposo. Él llevó la noticia a Akkon y de este modo evitó su caída.

—¿Y bebió la sangre de su caballo para llegar hasta la ciudad?

—Eso dicen. Sin embargo, nunca lo oímos de su propia boca. Pero su cabalgada a Akkon forma parte de nuestra historia familiar, de esos relatos que se cuentan por las noches junto al fuego. De pequeño estabas completamente obsesionado con todas esas historias de Tierra Santa.

Su nieto suspiró desanimado.

—De modo que mi único recuerdo es una imagen engañosa. ¿Mi abuelo vive aún?

—Murió hace más de treinta años en Jerusalén. De una fiebre, dijeron sus hombres, pero yo creo que era una mentira. Tal vez fuera una riña entre héroes borrachos. O con un marido furioso.

—No parece que te preocupe especialmente.

Matilda se encogió de hombros.

—Tu abuelo era un buen hombre; pero yo solo pude ofrecerle las atenciones que me imponían mis deberes de esposa, porque mi corazón pertenecía al rey Henry. Más o menos desde mi quinto año de vida, creo —añadió con una sonrisa.

—El rey Henry… —repitió él—. Si no me equivoco, eran muchos los corazones femeninos que le pertenecían.

—Probablemente sea verdad. Era un seductor sin escrúpulos. A mí eso no me importaba. Nunca esperé que se casara conmigo. Ya me hubiera sentido más que satisfecha con que me hubiera convertido en su amante.

—¡Madame abuela! —soltó él escandalizado.

—Soy demasiado vieja para embellecer la verdad. Pero mi padre pensaba como tú, y me casó con De Lisieux.

—Y… ¿eres la madre de mi madre o de mi padre?

—De tu madre. No tuve hijos varones. Una gran decepción para De Lisieux. Dos hijas, eso fue todo. En fin, de hecho él tampoco estaba prácticamente nunca en casa. Siempre en Tierra Santa. Ese era su gran amor, igual que el rey Henry era el mío. Tu madre era una niña encantadora. Espero que Dios me perdone, pero la quise mucho más que a su hermana. Se llamaba Adelisa. Y tenía los mismos ojos que tú, a veces verdes y a veces azules. Según la luz, según su humor, los colores parecían cambiar.

—Está muerta, supongo.

Esperó a la respuesta con el cuerpo en tensión.

Matilda asintió con la cabeza.

—Murió en tu nacimiento. El 25 de noviembre hará veintisiete años. La noche en que se hundió el White Ship.

Recordó la historia del naufragio que le había contado Simon en el pueblo quemado.

—¿Y… mi padre? —preguntó. Matilda sacudió la cabeza. Parecía agotada y preocupada—. Ya imagino que debe de ser doloroso para ti pensar en esa noche —se excusó—. Lo siento.

—Desde mi niñez he soñado con ese barco de muerte. Y también el rey Henry soñó con él cuando aún era un pequeño príncipe. Era una de las conexiones misteriosas que existían entre nosotros. No sé qué podía significar, pero una cosa sí sé: el hundimiento de ese barco estaba predestinado. Igual que todo lo que sucedió esa noche. Pero fue… una catástrofe tan espantosa, Alan. Todos los que iban a bordo estaban eufóricos y borrachos, porque la guerra en Normandía parecía ganada y toda la corte volvía a Inglaterra. El príncipe dio orden de adelantar a la flota para llegar el primero a la costa inglesa. Pero era de noche y hacía un tiempo espantoso. Ya con el puerto a la vista, el White Ship chocó contra un escollo y se hundió. El príncipe escapó en un bote auxiliar; pero cuando oyó los gritos de socorro, dio media vuelta. Los náufragos, a punto de ahogarse, se agarraron al bote, lo desequilibraron y… Solo sobrevivió un hombre, que comunicó la terrible noticia. El príncipe William, dos de sus hermanos bastardos, casi toda su casa, murieron allí. Mi hermano Richard perdió a sus dos hijos. Eran caballeros en la casa del príncipe. Mi hermano no sobrevivió dos semanas a la noticia. Y Henry… su dolor no conocía límites. Tuve que ofrecer consuelo al rey y al mismo tiempo llorar a mi hija y decidir qué iba a ser de ti, mi diminuto huérfano. Fueron malos días y malas noches. Bastante malos para que aún hoy me estremezca al recordarlos.

Él asintió y reprimió con esfuerzo sus deseos de preguntar de qué modo exactamente había ofrecido consuelo al rey.

De todos modos ella contestó.

—La reina había muerto hacía dos años. Henry… estaba solo después de su muerte. Y yo también. Y así volvimos a encontrarnos el uno al otro. Después de todos esos años.

—Tengo la sensación de que me explicas cosas que no me incumben.

—Te incumben, porque solo cuando sepas estas cosas, podrás entender el camino que tomó tu madre. Su padre la prometió con Hamo de Clare…

—¿De Clare? —la interrumpió él, pasmado.

—Eso es. Hamo podría haber sido un tío o un primo de tu amigo Simon. Los De Clare son una gran familia. El joven Hamo estaba tan obsesionado con la guerra contra los paganos como mi esposo y continuamente estaba con él en Tierra Santa. Adelisa… Envié a tu madre a la corte, donde debía pasar el tiempo de espera hasta que llegara su prometido y habituarse a la vida en sociedad. Y allí conoció al príncipe William.

—Y compartió el destino de su madre y se enamoró del príncipe que no podía tener, ¿no es eso? —dijo él en tono burlón.

—Sé tan amable y sírveme un vaso de vino, por favor —se limitó a decir ella—. Y coge uno tú también. Lo necesitarás.

Él echó una ojeada alrededor, descubrió una jarra y vasos sobre el arca, se levantó y volvió a la mesa con ellos. Permaneció de pie mientras servía, y tras tenderle el vaso a su abuela, señaló:

—¿Debo deducir de eso que soy un bastardo de sangre real?

—Sea lo que sea lo que te haya ocurrido durante los últimos tres años, al menos tu entendimiento no ha sufrido por ello.

—Si prescindimos de la pequeñez de que he olvidado quién soy. ¿William Ætheling, el noble príncipe, atrajo a su lecho a la inexperta virgen de la campiña y tú lo permitiste para que tu hija no tuviera que soportar el mismo destino que tú?

Matilda sonrió, llena de nostalgia.

—No puedes imaginarte lo enamorados que estaban. Se me puede reprochar el haber puesto en juego el futuro de una muchacha sin experiencia al no intervenir; pero como se comprobaría luego, ella no estaba destinada a tener un futuro. Por eso estoy satisfecha de mi decisión.

—Sí. Puedo comprenderlo —tuvo que reconocer él.

—No pareces… demasiado escandalizado, muchacho.

—Probablemente se deba a que sigo teniendo la sensación de que lo que estoy escuchando aquí es la historia de un desconocido.

—Sí, quién sabe. Aunque, de todos modos, antes te incomodaba el hecho de ser un bastardo. A menudo me alegré de que tu madre ya no viviera y no tuviera que escuchar tus fatuas protestas.

—¿Lo ves? Tú misma encuentras que Alan de Helmsby era un… bueno, podríamos decir que un bastardo ególatra.

Lady Matilda rio para sí.

—Solo a veces —lo corrigió—. Y por lo visto en el intervalo ha aprendido algo.

—Será mejor que no estés tan segura. De momento solo me siento aliviado. Dios sabe que hay cosas peores que ser el hijo de un hombre que arriesgó su vida para salvar a sus amigos de morir ahogados.

—Eso es cierto. El joven William Ætheling era un hombre magnífico. Cuando tu madre se dio cuenta de que estaba embarazada, la traje a Helmsby, para alejarla de la corte y mantener en secreto el percance. El príncipe venía continuamente, porque tenía mala conciencia y se preocupaba por ella. De hecho, ese fue también el motivo de que, al volver de Barfleur, tuviera tanta prisa y diera la orden de adelantar a la flota. Sabía que el momento del alumbramiento estaba próximo. Quería volver lo más pronto posible junto a tu madre. —Suspiró—. Pero eso nunca llegaría a suceder. Ella te trajo al mundo y se desangró. Debió de ser más o menos en el momento en que el White Ship se hundía.

Al oír esto, sintió un gran peso en el corazón. Por primera vez tenía la sensación de que había algo que le concernía en esta historia, y de repente se sintió terriblemente agotado.