Norwich, abril de 1147

Aunque Losian no recordaba haber estado nunca en una ciudad, aquello no debía de ser nuevo para él, porque al entrar no sintió el espanto que se leía en los rostros de los siameses ni la indignación moral que se reflejaba en el del rey Edmund. Casas e iglesias de madera se apretujaban a lo largo de la calle que partía de la puerta de la ciudad. Había gente por todas partes, y parecía que todo el mundo tuviera prisa y estuviera muy ocupado. Más aún que el olor de todas esas personas y animales, lo que Losian encontró insoportable fue el ruido: el traqueteo de las ruedas de los carros, el sonido de los cascos golpeando contra el suelo, los chillidos de los cerdos y, dominándolo todo, el barullo de voces humanas.

—¿Y ahora adónde vamos? —preguntó el rey Edmund.

—A la iglesia conventual —respondió Losian—. Allí podremos pedir limosna.

Hacía tres días que habían acampado en el pueblo quemado, y desde entonces ninguno de ellos había comido nada.

—Losian —exclamó de pronto Wulfric detrás de él. El siamés parecía asustado.

Losian se volvió. Wulfric y Godric se habían inclinado sobre Oswald, que yacía, encogido sobre sí mismo, en el polvo de la calle.

—¿Pero esto qué es? ¿Otro desmayo? —preguntó Regy en tono de incredulidad—. Sois peores que una banda de novicias…

Oswald tenía los ojos cerrados y se apretaba el pecho con la mano izquierda. Losian le puso la mano en el hombro.

—¿Qué te pasa, muchacho?

Oswald abrió los ojos. No podía hablar, pero la súplica muda que se leía en su mirada hizo que a Losian se le encogiera el corazón.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó una voz desconocida en normando.

Losian volvió la cabeza. Frente a él se había detenido una figura de lo más peculiar: un hombre con un manto largo, oscuro, con barba y largos mechones de pelo que le tapaban las orejas y un sombrero puntiagudo muy curioso.

—Bien sabe Dios que la necesitamos. No sé qué podemos hacer por él —respondió Losian.

El hombre se arrodilló junto a Oswald y apretó la oreja contra su pecho.

—Es su corazón —explicó—. Rápido. Levantadle y seguidme.

Losian puso en pie a Oswald.

—Vamos, venid —susurró a los otros, y siguió al hombre—. Vigila la cadena de Regy, Wulfric.

—Losian, ¿sabes qué clase de individuo es ese? —preguntó Edmund en voz baja.

—¿Qué quieres decir?

—Quiere decir que el benefactor de Oswald es un judío —se mezcló Regy en la conversación—. Y los anglosajones no aprecian demasiado a los judíos, porque creen que están manchados con la sangre de Jesucristo.

El hombre judío no dio muestras de haberle oído. Los guio durante un trecho en dirección al castillo, y luego giró a la derecha por una callejuela y se detuvo ante una gran casa. Solo después de haber abierto la puerta, le dijo a Regy:

—También hay bastantes normandos que lo creen.

—Bueno, si es así, no os lo tomo a mal.

—Cierra el pico de una vez, Regy —gruñó Losian, y se inclinó ante su anfitrión—. Os pido perdón.

—Tended al joven ahí delante, sobre la yacija —le respondió el otro.

Losian miró en la dirección indicada y descubrió en una alcoba, junto a un hogar, una cama cubierta con una manta de lana. Tendió a Oswald sobre ella y retrocedió para dejar espacio al hombre. Entonces le vino a la mente algo que por lo visto había oído alguna vez sobre los judíos, seguramente en Tierra Santa.

—¿Sois médico?

—Así es Josua ben Isaac.

—A mí me llaman Losian.

Josua le ignoró. Había vuelto a apretar la oreja contra el pecho de Oswald y estaba concentrado escuchando. Luego se inclinó sobre la cabeza de Oswald, escuchó su respiración ronca, le palpó las manos y la frente, y finalmente le dijo a Losian:

—Su corazón es débil. Muchas personas que nacen con su defecto tienen un corazón débil. ¿Tal vez ha soportado un gran esfuerzo? ¿O ha tenido fiebre?

—Hace seis semanas que caminamos —explicó Losian—. A él le ha afectado más que a los otros.

—Naturalmente. Porque su corazón tiene que palpitar mucho más rápido que el vuestro. Necesita tranquilidad y alimentos. Yo puedo darle un reconstituyente, pero es muy posible que a pesar de todo muera.

—Haced lo que creáis conveniente, Josua ben Isaac. Pero no podré pagaros vuestro reconstituyente.

—Para empezar, quiero vuestra palabra de que no levantaréis vuestra espada contra mí si el joven muere.

—Tenéis mi palabra.

—Entonces volved junto a vuestros interesantes amigos y dejadme hacer mi trabajo.

Losian, igual que los siameses, Simon, el rey Edmund, Regy y Luke, observó fascinado cómo el médico judío le practicaba a Oswald un prolongado y cuidadoso masaje en el pecho. El enfermo parecía respirar un poco mejor y el inquietante tono azulado de su piel había disminuido de intensidad.

Josua se volvió y llenó un vaso de zinc hasta la mitad con vino tinto. Luego cogió un potecito de terracota de un estante de la pared donde se disponían alineados al menos dos docenas de recipientes. El judío tomó un minúsculo pellizco de polvo del pote y lo echó sobre el vino. Cuando quiso hacérselo beber al enfermo, Oswald empezó a quejarse y apartó la cabeza. El médico le dirigió unas palabras tranquilizadoras en normando, pero Oswald no podía entenderle. Losian se acercó.

—Tal vez sería mejor que me dejarais hacerlo a mí —propuso.

Josua asintió y le colocó el vaso en la mano. Losian le dio la mano izquierda a Oswald y le dijo:

—Es una bebida que te ayudará a encontrarte mejor.

—Este hombre tiene una cara que da miedo —murmuró Oswald.

—Pero quiere ayudarte.

Losian le sostuvo la cabeza y le acercó el vaso a la boca. Esta vez Oswald abrió los labios, y apenas hubo bebido se le volvieron a cerrar los ojos.

Losian se levantó y le devolvió el vaso a Josua.

—Os lo agradezco.

El médico negó con la cabeza.

—Mañana por la mañana sabremos si ha ayudado. ¿Os falta mucho para alcanzar vuestro destino?

—Nuestro viaje no tiene un destino concreto —reconoció Losian con inhabitual franqueza.

—¿Significa eso que vuestro viaje es una huida?

—Sí. Pero no huimos de la ley.

El médico judío paseó la mirada por el grupo de extraños peregrinos y pareció sacar algunas conclusiones.

—Comprendo.

—Tened la bondad de decirme qué puedo hacer para agradeceros vuestra ayuda, Josua ben Isaac, y cuando esté hecho, seguiremos adelante y dejaremos de importunaros.

Josua sonrió.

—Lo que podéis hacer por mí es justamente no hacer eso. Sed mis invitados durante unos días. En esta casa hay espacio suficiente, pues mi hermano, con quien la comparto, está de viaje con mi hijo. Descansad un poco y acumulad fuerzas. Sin embargo, mi invitación va unida a una condición. Quisiera examinaros a vos y a cada uno de vuestros compañeros de viaje.

—Permitidme que lo explique a mi modo a mis compañeros.

Simon, Godric y Wulfric estuvieron de acuerdo. Luke se mostró algo reticente, pero, como de costumbre, siguió a Losian, que también se declaró dispuesto a aceptar la extraña invitación. El rey Edmund, en cambio, como era de esperar, estaba decididamente en contra.

—Estas personas son impuras y pecadoras. Es una trampa, créeme. Realizan rituales espantosos en los que beben la sangre de Cristo.

Losian se sintió un poco incómodo al oír estas palabras.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Lo sabe todo el mundo —afirmó Edmund.

—Son solo tontas murmuraciones. Nos quedamos. Si seguimos adelante, mañana Oswald habrá muerto. Necesita tranquilidad, y todos nosotros necesitamos comer algo.

Ya oscurecía cuando Losian salió a la callejuela. Había estado velando un rato a Oswald, hasta que Simon había venido a sustituirlo y le había informado de que Regy estaba encerrado en un almacén para paños vacío con una puerta sólida. Los otros se encontraban en el cuarto del piso alto de la casa adonde los había conducido Josua. Losian había decidido salir a estirar un poco las piernas por el barrio judío. Había llegado a una plaza con una gran construcción que a primera vista podía tomarse por una iglesia pero que, si se miraba mejor, tenía algo distinto a las iglesias normales, cuando una muchacha y un chiquillo salieron corriendo de una calle en su dirección. Pegados a sus talones los seguían media docena de pilluelos que lanzaban piedras y porquería a la pareja.

Los perseguidos se detuvieron ante el pozo, en el centro de la plaza, y el más joven se colocó ante la muchacha y extendió los brazos.

—¡Dejadla en paz! —gritó en un tono en el que se mezclaban a partes iguales la furia y el miedo—. ¿Por qué no os las tenéis conmigo, cobardes?

Sus perseguidores se pararon, y el cabecilla dio dos pasos adelante.

—¿A quién estás llamando cobarde, cachorro judío? —exclamó, y le lanzó una bosta de caballo que le dio en plena cara.

El chico retrocedió asustado y chocó contra la muchacha. El cabecilla del grupito ya iba a lanzarse contra él cuando una mano le sujetó el brazo como si fuera una argolla de hierro y lo arrastró hacia atrás.

—A ti —dijo Losian—. Y por lo que veo tiene toda la razón. ¿Cómo llamarías, si no, a un tipo que necesita a cinco compinches para hostigar a una muchacha y a un chico que no puede tener más de ocho años?

—El pequeño William no era mayor que él cuando los judíos lo degollaron y bebieron su sangre —replicó el pillete.

Losian lo apartó de un empujón.

—Lárgate. Y si sabes lo que te conviene, no te dejes ver más por aquí.

La pandilla puso pies en polvorosa. Entretanto, el valiente pequeño protector se había puesto a llorar y trataba de limpiarse el estiércol que tenía pegado a la cara sin conseguirlo.

La muchacha le había apoyado la mano en el hombro y le hablaba con voz tranquilizadora. Estaba tiesa como un huso, y Losian se quedó impresionado por la dignidad que irradiaba. Entonces ella lo miró.

—Os doy las gracias, monseigneur.

El corazón le dio un brinco, y por un momento sintió como si no pudiera inhalar aire. No era su belleza la que le había dejado sin aliento, aunque de hecho era una muchacha muy hermosa. Llevaba un curioso vestido de paño azul oscuro de amplia caída con mangas anchas, y un largo pañuelo blanco le cubría la cabeza y los hombros y le caía haciendo ondas sobre la espalda. A pesar de sus ropas sencillas, le pareció una reina, con la cabeza alta y esa calma que parecía inquebrantable. Pero fue sobre todo la expresión de sus ojos oscuros la que hizo vibrar algo muy profundo en su interior; su alma, tal vez.

Inclinó la cabeza, apurado, y buscó frenéticamente algo que decir o que hacer. Al final se acercó al pozo, sacó un cubo de agua y se lo tendió al chico.

Pero el niño sacudió la cabeza y siguió llorando, ahora un poco más fuerte aún que antes.

—Mi hermano os agradece vuestra ayuda, pero solo podemos utilizar el cubo del pozo para sacar agua, porque si no existe el peligro de ensuciarla —explicó.

—Comprendo —respondió Losian—. ¿Cómo se llama vuestro hermano, madame?

—Moses.

—Forma un cuenco con tus manos, Moses. Yo te echaré agua dentro y tú te lavas la cara. Lo haremos hasta que estés bastante limpio para aparecer ante la vista de tu madre.

—Mi madre murió —murmuró Moses.

—Lo siento, pero mi ofrecimiento sigue en pie.

Cuando el pequeño Moses estuvo de nuevo presentable, obsequió a su salvador con una sonrisa aliviada, le dio las gracias y luego le preguntó:

—¿Y tú, cómo te llamas?

—Losian.

—Es un nombre muy raro.

—Moses… —le reconvino su hermana.

Pero Losian lo disculpó con un gesto.

—Tiene razón —dijo—. ¿Permitiríais que os acompañara a casa a vos y a vuestro hermano, madame?

—No es necesario —rehusó ella la propuesta—. No está lejos, y ya hemos abusado bastante de vuestro tiempo.

—De ninguna manera. Estaría encantado.

Ella sonrió, y Losian notó, asombrado, que esa sonrisa le hacía sentir un ligero vértigo. La muchacha señaló en la dirección por donde él había venido.

—De acuerdo, pues. Por ahí se va a la casa de Josua ben Isaac. Es nuestro padre.

—Entonces vamos por el mismo camino —replicó él rápidamente, y al menos en ese momento se sintió convencido de la bondad de Dios.

Entraron por un portal en el patio interior de la casa, en el que había una puerta que conducía a una gran cocina. Allí encontraron a Josua.

—¡Miriam! ¿Dónde te habías metido?

—He ido a recoger a Moses a la escuela, padre —respondió ella.

Josua miró a su hija y luego a su hijo pequeño con los ojos muy abiertos, y murmuró compungido:

—Lo siento, Moses.

—Te olvidaste —constató el chico lanzando un suspiro.

Josua se mesó su abundante pelo gris.

—Era una emergencia. —Señaló con la cabeza a Losian, que se hallaba junto a la puerta—. Uno de sus compañeros de viaje se desplomó en la calle y, por casualidad, yo pasaba a su lado.

Miriam cogió un hurgón y se volvió hacia la cocina.

—Cualquiera diría que se lanza a recorrer las calles con la esperanza de tropezarse con algún enfermo —susurró a las brasas.

—Eran personas en apuros, Miriam —explicó el padre indignado.

Ella asintió.

—Eso no lo dudo.

Por un momento pareció que iba a decir algo más, pero luego se lo pensó mejor.

Losian se sorprendió interviniendo en su favor.

—También estaban en apuros vuestro hijo y vuestra hija. Unos mozuelos con malas intenciones los acosaron en la calle.

Josua miró, consternado, a su hija, y luego a Moses, que asintió enfadado:

—Eran los malditos gojim de la semana pasada.

El padre le acarició la cabeza.

—Eso está muy mal hecho, Moses. Y entiendo que estés furioso, pero no maldeciremos a nadie solo porque no es judío, ¿me has comprendido? ¿Quién te ayudó a salir del apuro, eh?

Moses levantó la barbilla para señalar a Losian.

—Él.

—¿Y qué es él?

—Un goj.

—Pues ahí lo tienes.

—¿Tengo motivos para sentirme ofendido? —preguntó Losian.

—No —le aseguró Josua—. La palabra solo designa a alguien que no es judío. Lo que ya es bastante malo, pero comprendemos que no podéis hacer nada contra eso.

Todos rieron, pero en realidad Losian estaba tan desconcertado como sorprendido por aquella reacción. Aunque sabía que la mayoría de los cristianos no tenían muy buena opinión de los judíos, nunca se le hubiera ocurrido pensar que al revés pudiera suceder exactamente lo mismo.

—Si me lo permitís, iré a ver cómo están mis compañeros —se disculpó.

Josua asintió con la cabeza.

—Enviad al joven Simon aquí dentro de una hora para que recoja vuestra comida.

—Que Dios os bendiga, Josua ben Isaac.

Losian se volvió para salir. Y ahora no la mirarás, se prometió a sí mismo. Pero al cruzar el umbral, cedió a la tentación y lanzó una mirada furtiva hacia la cocina por encima del hombro. Sus miradas se encontraron.

—No seas ridículo, rey Edmund, tienes que comer —le apremió Wulfric tendiéndole un pan—. Está buenísimo, de verdad.

—No tocaré ningún pan hecho por manos impuras.

Por encargo de Losian, Simon había ido a buscar la comida a la cocina.

—¿De dónde has sacado la idea de que la comida puede ser impura? —preguntó este.

—Su comida es impura porque sus manos están manchadas con la sangre de Cristo —dijo el rey Edmund en tono seco—. Y todos vosotros deberíais avergonzaros de flaquear con tanta facilidad y aceptar sus dones.

—Ya es suficiente —replicó Losian—. Josua ben Isaac se ha mostrado extraordinariamente amable y hospitalario con nosotros. Si tú no quieres su comida, me parece perfecto. Pero si no puedes referirte a este hombre sin que el odio hable por tu boca, te propongo que la cierres.

—Pero ¿cómo te atreves a hablarme así? ¡Soy el elegido de Dios! ¡Supongo que tendré derecho a preveniros de la peligrosidad de esta gente!

Losian lanzó un resoplido despreciativo, llenó dos cuencos con puchero, cogió dos cucharas limpias y se levantó.

—¿Adónde vas ahora? —preguntó Simon.

—A alimentar a Regy —recibió por respuesta—. Y a Oswald. Ya hace demasiado tiempo que está solo. Si se despierta y no encuentra a nadie a su lado…

Tiene razón, tuvo que reconocer Simon. Se levantó y tendió la mano:

—Yo me encargo de Oswald —dijo.

Losian levantó las cejas.

—¿Tan servicial de repente?

—Siempre lo soy cuando no me criticas antes de que empiece a hablar —gruñó el joven.

Oswald estaba tendido en su yacija y dormía, pero no tardó mucho en despertarse. Simon le tendió el cuenco y se sintió aliviado al ver la aplicación con que el joven enfermo se llevaba la cuchara a la boca.

Oswald le dirigió una sonrisa radiante.

—Está rico —opinó.

Simon asintió, y estaba meditando sobre cuál había sido el momento en que había empezado a experimentar ese afecto sin reservas que sentía hacia Oswald cuando oyó un estruendo sordo. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando comprendió de dónde procedía el ruido. Se levantó de un salto como si le hubieran pinchado.

—No te muevas de donde estás, Oswald. Vuelvo enseguida.

Corrió al almacén de paños, abrió la puerta de golpe y se quedó petrificado como si Dios lo hubiera transformado en una estatua de sal: Losian y Regy rodaban por el suelo estrechamente abrazados, jadeando. Las tablas del suelo estaban manchadas de puchero y de sangre.

—¿Cuánto crees que aguantarás todavía, Losian? —preguntó Regy—. Te estás desangrando. Y bastante rápido.

—Pero aún no hemos llegado a eso —replicó, furioso, Losian, e hizo rodar a Regy hacia un lado de modo que ahora quedó él encima. Regy le descargó un puñetazo en la cara y luego en la parte alta del vientre, en el lugar del que parecía manar la sangre, y Simon se dio cuenta de que a Losian le abandonaban las fuerzas. Esta vez fue Regy quien se dio impulso y quedó colocado sobre su oponente, y en ese momento inclinó la cabeza.

Cuando Simon comprendió lo que pretendía, se quedó tan horrorizado que por fin salió de su parálisis. Aunque todos sus instintos le impulsaban a huir, se acercó sin hacer ruido a los contendientes. Al pensar en lo que le esperaba si Regy lo descubría demasiado pronto, se le encogieron las tripas; pero no dudó. Cautelosamente levantó el extremo suelto de la pesada cadena y le golpeó en el cráneo con él.

El cuerpo de Regy se distendió, y Simon aprovechó el momento para enrollarle la cadena en torno al cuello, clavarle la bota en los riñones y tirar hacia atrás.

Al verse arrastrado, Regy empezó a defenderse. Simon sabía que no tenía ninguna oportunidad contra él. Pero antes de que la situación se complicara, Losian acudió en su ayuda. Los dos tiraron de la cadena tan fuerte que Regy se quedó sin aire y empezó a respirar roncamente.

—Vamos, acabemos con él —exclamó Simon, tirando con todas sus energías.

Pero Losian sacudió la cabeza y fijó el extremo suelto de la cadena con el cerrojo al poste que soportaba el techo del almacén de paños.

—¡Maldita sea, Losian, quería rajarte la garganta de un mordisco! —protestó Simon—. Es una bestia.

Losian le cogió del brazo y lo arrastró hasta la puerta, donde estaba fuera del alcance de la cadena. Lentamente Regy se incorporó y empezó a toser.

—Eres bastante fuerte para ser un crío barbilampiño, Simon de Clare —le alabó en tono jovial.

—¡Por qué tenías que hacer eso, repugnante montón de mierda! —le gritó Simon—. Te ha salvado la vida. Y siempre es amable contigo.

—Tenía que hacerlo porque vosotros me disteis la oportunidad, niño —le aclaró Regy—. Los culpables son tus inseparables amigos, por ser tan descuidados al encadenarme.

Losian se volvió.

—Simon, hazme el favor de coger mi puñal y traérmelo. Yo cerraré la puerta.

El joven hizo lo que le pedía y corrió enseguida a su lado.

—¿Cómo ha ocurrido?

—Como él ha dicho. No estaba encadenado y esperaba detrás de la puerta a que yo entrara. Estaba muy oscuro. Antes de que hubiera podido darme cuenta de lo que pasaba, me había robado el puñal y me había herido en el vientre. —Se detuvieron ante la puerta del cuarto donde seguramente Oswald todavía esperaba con paciencia—. Por favor, ve a buscar a Josua ben Isaac. Visto que Dios ha dispuesto las cosas de modo que nos encontremos en casa de un médico, tal vez no sea mi destino desangrarme hoy.

Oswald había vuelto a amodorrarse, y Losian se dejó caer en un escabel junto a la mesa procurando hacer el mínimo ruido posible. Con aire sombrío miró hacia abajo, a sus ropas empapadas de sangre.

Josua cruzó el umbral con Simon pegado a sus talones. El médico sacudió la cabeza.

—Supongo que tendré que enviar a todos mis pacientes regulares a mi competidor hasta nueva orden para poder dedicaros toda mi atención a vosotros.

—Me siento profundamente avergonzado, Josua ben Isaac —reconoció Losian—. Simon, despierta a Oswald y llévalo arriba. No, espera… Déjame intentarlo otra vez: Simon, ¿serías tan amable de llevar a Oswald arriba?

Simon sonrió con ironía.

—Desde luego, Losian.

En cuanto estuvieron solos, Josua le sacó el brial y la camisa y luego cogió unos lienzos de un arca cercana y absorbió la sangre con ellos.

—Umm… No es profunda. Pero tiene bastante mal aspecto. Tendré que coserla si no queréis desangraros.

—Mañana abandonaremos vuestra casa, Josua. Es demasiado peligroso tener a una criatura como Reginald de Warenne…

—Creo que de momento no iréis a ninguna parte —lo interrumpió Josua.

—Eso ya lo veremos —se rebeló Losian, y a continuación todo se puso negro a su alrededor y cayó agradecido en esa oscuridad sin fondo.

Volvió a soñar con su cabalgada a través del desierto; pero en este sueño no bebía la sangre de su caballo agonizante, sino la suya propia. Desenvainó su puñal, se rajó el vientre, sostuvo un odre vacío bajo la herida y recogió su sangre para beberla. Y como en cada ocasión, se le apareció el rey de Jerusalén con su máscara dorada:

—Si vuelves a hacer eso, tendrás que abandonar mi servicio.

—Lo he hecho por vos. Para que la noticia llegue a Akkon.

—Lo has hecho por ti. Porque eres vanidoso y estás ávido de gloria.

—Perdonadme.

—Tal vez. Lo decidiré cuando llegues a Akkon sin beber tu sangre como un bárbaro pagano.

—Pero ¿cómo podré llegar si no conozco mi nombre?

—Esta es tu prueba.

—¡Decídmelo! Sé que lo conocéis, de modo que decídmelo…

—Chsss… No conozco vuestro nombre; si no os lo diría, tenéis mi palabra.

La voz había cambiado. Seguía sonando áspera, pero ya no era despreciativa, sino consoladora.

—Josua.

—Oh, alabado seas, Señor. Por fin me oye. Estáis herido y tenéis fiebre. La fiebre os mantiene atrapado en un sueño eternamente repetido que os atormenta, Losian.

—Ese no es mi nombre… —El desierto volvió.

—¿Cuál es, pues?

Abrió la boca para pronunciarlo, pero el viento le lanzó polvo caliente a la lengua y le falló la voz. El nombre se le escapó de nuevo.

Cuando volvió en sí de verdad por primera vez, sintió un dolor infernal, como si alguien le hubiera llenado la herida de carbones ardientes, y vio que Josua estaba sentado en un escabel junto a su cama, con un vaso en la mano.

—Bebed esto —le ordenó el médico, y le acercó el recipiente a los labios.

Losian giró la cabeza.

—Ya me lo disteis otra vez. Y me provocó sueños horribles. Yo… conozco esta cosa.

—Como todas las cosas buenas, viene de Oriente —le informó Josua—. Allí lo llaman hachís. Es un calmante excelente; por eso debéis beberlo. Si no, el dolor os robará la fuerza que necesitáis para sanar.

—Prefiero esto a que los sueños me roben el poco entendimiento que… me queda. —Losian entrecerró los ojos y apretó los dientes—. El desierto…

—Sí, lo sé. Creo que a estas alturas conozco vuestro sueño en todas sus variantes. Comprendo que queráis escapar de él, pero de todos modos debéis beber. Vuestra herida era gangrenosa. Tuve que cortar. Fue delicado, y aún no estáis fuera de peligro.

—¿Gangrenosa? ¿Cómo es que… no estoy muerto entonces?

Josua sonrió con indisimulado orgullo y no dijo nada.

Losian gruñó, enojado, pero bebió el dulzón brebaje. En contra de lo que había esperado, no volvió a dormirse.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Una semana.

—Dios todopoderoso… Supongo que en ese tiempo habréis deseado mil veces haber elegido otro camino ese día para ir a casa. ¿Qué hace Oswald?

—Sentís un especial afecto por él, ¿no es cierto? Los otros me lo han explicado. Está bien, no os preocupéis. Su corazón es débil y siempre lo será. No llegará a viejo, eso es seguro. Pero de momento se ha recuperado.

—Que Dios os bendiga. El vuestro o el mío, tanto da.

—Es el mismo, inculto cabeza hueca normando.

—Procurad que no lo oiga el rey Edmund.

—Umm… Un caso realmente interesante. Tal vez el más fascinante de entre todos vosotros.

—¿Nos encontráis fascinantes?

—Perdonadme. Sé que puede sonar muy insensible, pero no lo he dicho con esta intención. Es solo que desde hace años escribo un libro sobre las enfermedades del espíritu y el alma. En este sentido, para mí sois un regalo del cielo. Y vuestro compañero que se tiene por un rey mártir inglés es un valioso objeto de estudio. Sobre todo desde que ha cambiado de opinión sobre los judíos en general y sobre mí en particular.

—¿Cómo habéis conseguido ese milagro?

—Mantuvimos una discusión sumamente erudita sobre Dios. Al final tuvo que darse por vencido.

—Bien, entonces puede decirse que de verdad sois un auténtico erudito… Vuestro maldito brebaje pagano no hace efecto.

—Oh, sí lo hace. Ya solo el hecho de que maldigáis lo demuestra. He oído que eso es algo sumamente raro en vos. Mi maldito brebaje pagano desinhibe. También por eso os lo he dado.

—Si es así, podéis iros al infierno.

—Eso es lo que más teméis, ¿no es verdad? Perder el control. Por eso tenéis que controlarlo todo y a todos en vuestro entorno. Una suerte para vuestros compañeros, diría yo. Conseguisteis hacer su vida mucho más llevadera en la isla en que os mantenían prisioneros.

—El problema con mis compañeros es que sueltan demasiados disparates… ¿Qué hay de Simon? ¿Podéis curarle?

—No. Pero la epilepsia no es una enfermedad tan terrible, y nadie se muere de eso. Le ha consolado enterarse. Creo que aprenderá a vivir con ello.

El brebaje efectivamente funcionaba, constató Losian. El dolor no había desaparecido, pero parecía como adormecido.

—¿Y Regy?

—No os preocupéis por él. Está bien vigilado. Los siameses no pueden perdonarse haberse mostrado descuidados, y ahora consideran que es su deber encargarse de que nunca vuelva a pasar. Y ahora dormid.

—Si no estuviera ese maldito sueño…

—Entonces ahuyentadlo.

—No puedo. Es el único recuerdo que tengo.

—Lo dudo. Vuestro sueño es una imagen engañosa y no un recuerdo.

—¿Y cómo podéis saberlo? —preguntó Losian con voz soñolienta.

—Porque Akkon no está en el desierto.

Josua ben Isaac y su hermano Ruben habían llegado hacía doce años a Norwich con un numeroso grupo de judíos y se habían construido una casa en el barrio de la ciudad que el sheriff les había asignado, por encargo del rey, justo al pie del castillo. La casa era bastante grande para albergar a la familia, el almacén de paños y especias de Ruben y las salas de tratamiento y de suministros de Josua, y había sido levantada en un terreno cuadrado que encerraba un jardín.

Losian se quedó parado junto a la puerta, en el exterior, y miró alrededor sorprendido.

La extensión de césped salpicada de narcisos y jacintos que ocupaba el centro del jardín estaba orlada de macizos donde crecía una enorme variedad de plantas —probablemente especies medicinales y hierbas de uso culinario—. A unos veinte pasos de la puerta había un banco de madera. Losian dudó un momento y luego avanzó con pasos cortos y un poco inseguros en dirección a él.

Casi había alcanzado su objetivo cuando la voz de Miriam dijo tras él:

—No creo que sea una idea muy inteligente.

Losian giró en redondo sobresaltado, se tambaleó, dio dos pasos hacia atrás bamboleándose y aterrizó con más rudeza de lo previsto sobre el banco. Su herida, apenas curada, dio claros signos de protesta ante todos esos movimientos rápidos y bruscos.

Miriam estaba arrodillada al borde del macizo y trabajaba en las plantas, que apenas asomaban de la tierra, con un pequeño rastrillo.

—Tal vez tengáis razón —reconoció él—. Me parece que vuestro padre me arrancaría la cabeza si me descubriera aquí fuera. Espero que sus clientes aún lo retengan un rato.

—Pacientes —lo corrigió ella, y sonrió—. Yo también lo espero. Porque no le gusta demasiado que trabaje en el jardín.

—¿Y por qué demonios no le gusta? Yo creía que todos los padres se sentían aliviados cuando sus hijas se mostraban diligentes, en lugar de pasarse el día ante el espejo y adornarse con cintas de colores el cabello.

—Paga al hijo de un vecino para mantener el jardín arreglado —explicó Miriam—. Piensa que este trabajo no es propio de una mujer de buena familia. Pero ese joven no sabe distinguir un pico de cigüeña de una celidonia y estropea más de lo que arregla.

—¿Es que se parecen, los picos de cigüeña y las celidonias?

Miriam se levantó, dio unos pasos a la izquierda, se inclinó y arrancó una hoja de una plantita; a continuación recogió otra de una planta mayor, y luego se acercó al banco y tendió las manos en dirección a Losian con una hojita en cada una.

Él las observó.

—Sí. Ya veo. Realmente es difícil diferenciarlas.

—Solo para un ojo no educado —replicó ella—. Y si se tienen dudas, siempre se pueden distinguir por la nariz. Los picos de cigüeña tienen un olor inconfundible. ¿Veis?

La muchacha frotó la hoja que tenía en la palma de la mano con el pulgar de su mano izquierda y se la acercó. Losian olfateó. Era un olor fuerte, especiado, pero muy agradable.

—¿Y cuál es la mala hierba que hay que eliminar?

—Eso depende de a quién se lo preguntéis. Eruditos como mi padre dirían que la celidonia, pero las herboristas inglesas juran que es útil para los problemas de la vesícula.

—¿Y qué hace… cómo se llama? ¿El pico de cigüeña?

—Frenar hemorragias, curar enfermedades de la piel, limpiar la sangre y algunas otras cosas. —Miriam se sentó a su lado, aunque por desgracia en el otro extremo del banco, y lo miró—. Tenéis muy mala cara, monseigneur. ¿Estáis seguro de que no sería mejor que guardarais cama?

—Solo estoy seguro de que estaba harto de mirar fijamente la manta. A pesar de que es una habitación muy amplia y agradable. No quiero que penséis que soy desagradecido.

—Es la habitación de mi hermano —le explicó ella—. Quiero decir de mi hermano mayor, David. Está con mi tío en Londres.

—¿Vuestro hermano es comerciante como vuestro tío, no médico? —preguntó Losian.

Miriam sacudió la cabeza.

—David será médico un día, como mi padre. Pero aún falta para eso, solo tiene diecisiete años. Él y mi tío no están por negocios en Londres, sino para asistir a un entierro. Un orfebre de Lincoln, que era nuestro primo.

—¿Vivía en Lincoln y lo entierran en Londres?

—En Londres está el único cementerio judío de toda Inglaterra.

Losian calló, sorprendido. Sin duda representaba una gran molestia tener que hacer un viaje tan penoso siempre que se producía un fallecimiento.

—Creo que vuelven la semana que viene. Para la fiesta de Pesaj —continuó Miriam—. Y luego mi hermano se casará.

—¿Con diecisiete años?

—Nosotros nos casamos jóvenes. Así lo prescribe la ley, es la voluntad de Dios.

Losian pudo percibir que la perspectiva de la boda de su hermano no la hacía feliz.

—¿Y vivirá con su esposa en esta casa?

Miriam asintió con la cabeza y se levantó.

—Ahora debéis perdonarme, monseigneur.

Fue hacia la puerta de la cocina y desapareció. Y lo hizo justo a tiempo, porque su padre ya entraba por el portal del patio con los siameses y Grendel.

—No recuerdo haberos autorizado a que abandonarais la cama —le espetó con rudeza Josua a su paciente.

—Y yo no recuerdo haber oído que necesitara vuestro permiso para eso, Josua ben Isaac. Además, solo quería un poco de aire primaveral y de sol. Pero ya me doy cuenta de que llevo demasiado tiempo levantado y enseguida volveré a la cama dócilmente. ¿Satisfecho?

La frente arrugada del médico se alisó.

—Hasta cierto punto.

Los siameses se dejaron caer a su lado, como siempre con un movimiento perfectamente armónico, casi grácil.

—Tengo que reconocer que me alivia verte de una pieza —anunció Godric—. Me tranquiliza la conciencia.

—Todos sabíamos que tarde o temprano tenía que pasar. O si lo prefieres: yo sabía el riesgo que corría.

—Esto no te afecta en absoluto, ¿eh? Que le haya faltado un pelo para matarte —dijo Wulfric—. La verdad, no puedo entenderlo.

Losian pensó en ello un momento. Tenía razón: era curioso que apenas sintiera ningún rencor hacia Regy. Pero prefirió cambiar de tema.

—¿Y a vosotros, cómo os ha ido?

—¿A ti qué te parece? —replicó Godric con una amplia sonrisa—. Dormimos calientes y nos alimentan regularmente. De acuerdo, volvemos a estar encerrados igual que antes, pero es mucho más soportable.

—¿Encerrados? —repitió Losian escamado—. ¿Qué quieres decir?

—Les he pedido que no abandonen la casa —explicó Josua—. Era necesario.

Losian levantó la cabeza.

—¿Qué significa eso?

Los dos hermanos se levantaron.

—Vamos a cortar un poco de leña, Losian. Hasta luego —dijo Wulfric—. Ven, Grendel.

Y se marcharon con paso tranquilo llevando el perro a remolque.

Josua ocupó su puesto en el banco.

—Son dignos de envidia. Creo que no he conocido a nadie tan equilibrado y satisfecho de la vida como esos dos. Y eso que lo han perdido todo. Y no están solos ni un segundo. ¿Cómo lo consiguen?

—No lo sé —reconoció Losian—. La fuente de su equilibrio es su falta de exigencias. El don que tienen de aceptar todo lo que les ofrece la vida tal como viene. Pero aún no he podido averiguar cómo es que poseen esta sabiduría y cómo se aprende.

—Podría operarlos, sabéis. Separarlos, quiero decir. Ya se ha hecho antes, he leído sobre ello.

—¿Y qué probabilidades hay de que saliera bien? —preguntó Losian.

—Es difícil de decir. Naturalmente podrían morir. Pero también podrían sobrevivir los dos. ¿Qué pensáis? ¿Debería proponérselo?

—Desde luego. Solo Godric y Wulfric pueden decidirlo.

—¿Y vos, qué tal estáis? ¿Ha vuelto el sueño?

—Desde que habéis dejado de administrarme esa sustancia infernal, no.

—Umm… Os estáis recuperando bien. Esto os ha debilitado, pero nunca había visto a nadie que soportara tan bien las heridas y la pérdida de sangre como vos. Fuisteis soldado. Y a menudo os hirieron. No es difícil verlo. Vuestro cuerpo está acostumbrado a resistir las heridas.

Losian reflexionó sobre aquello. Era posible que fuera así, se dijo. Había sido duro aguantar el dolor, la debilidad, la fiebre, pero tenía la sensación de que nada de eso era extraño para él. Podía soportarlo como una visita no deseada pero familiar. Con resignación y, hasta cierto punto, como algo rutinario.

—¿Por qué habéis prohibido a mis amigos que abandonen la casa? —preguntó.

—No prohibiría nada a un huésped, Losian. Solo se lo pedí. Es una triste necesidad. Las relaciones entre los judíos y los cristianos de Norwich no están en su mejor momento. Tanto vuestro obispo como nuestro rabino prohíben que se tengan más contactos de los necesarios, y de hecho no nos está permitido dar alojamiento a ningún cristiano.

—¿Por qué no?

—Es una larga historia. Os la contaré con la condición de que la oigáis tumbado. Venid. Quiero examinar la herida.

Rehicieron el corto camino en silencio, y cuando llegaron Losian estaba bañado en sudor. Aliviado, se dejó caer sobre el deliciosamente blando cojín y cerró los ojos un momento.

—¿Dolores? —preguntó Josua escuetamente.

—Apenas ya. Realmente conocéis vuestro arte, Josua.

El médico asintió, levantó el extraño vestido judío con el que Losian se había despertado y le quitó el vendaje.

—Umm… —gruñó satisfecho—. Ahora retiraré los puntos.

Losian levantó la cabeza. Se le hizo un nudo en la garganta al ver lo grande que había sido la herida después de que Josua hubiera sacado la parte gangrenada.

—Queríais explicarme por qué hay dificultades entre los judíos y los cristianos en Norwich.

Josua acercó un escabel, se sentó y sacó un cuchillo muy pequeño con el que se puso a trabajar.

—Desde que el primer rey William invitó a los judíos de Normandía a instalarse en Inglaterra, nos encontramos bajo la protección de la corona en esta tierra. No porque el rey nos tenga un especial afecto, sino porque a él y a sus lores les conviene pedirnos dinero prestado. El caso es que nuestra religión no nos prohíbe prestar con intereses, al revés que la vuestra.

—Oh. Usura —se le escapó a Losian.

—Decidme, joven amigo; si fuerais comerciante en lanas y quisierais comprar un saco de lana por una libra a un criador de ovejas y venderlo en el mercado de lanas por una y media, ¿sería eso inmoral?

—Claro que no. Al fin y al cabo, si fuera un comerciante en lanas, debería ganarme el sustento con esa media libra de diferencia. ¿Queréis decir con eso que prestar dinero con interés no es más inmoral que vender un saco de lana con beneficios?

—Exacto. Nadie está obligado a tomar nuestro dinero. Pero a los normandos, y en los últimos tiempos también a un número cada vez mayor de comerciantes anglosajones, no les importa hacer uso de esta posibilidad. Sin embargo, cuando los deudores se dan cuentan de que los intereses aprietan, desarrollan de pronto, en algunos casos, escrúpulos morales contra el negocio del prestamismo y contra los judíos. Esa es también una de las razones por las que el rey nos dio tierra en la inmediata cercanía del castillo. Y es una bendición para nosotros que así fuera. Hace tres años ocurrió aquí una desgracia. Encontraron muerto en el bosque a un joven aprendiz de curtidor. Su nombre era William.

—Los pilletes que acechaban a Moses mencionaron a un William que supuestamente había sido asesinado por los judíos —recordó Losian.

—Sí, se referían a ese aprendiz del que os hablo. Iba a menudo al barrio judío para entregar mercancía. Luego murió de repente. Vi su cadáver, y estaría dispuesto a jurar que fue un envenenamiento por setas lo que lo mató. Pero… en la ciudad corrió el rumor de que los judíos lo habíamos sometido a algún tipo de ritual espantoso, que habíamos bebido su sangre y lo habíamos matado. Algunos hombres se agruparon y un sacerdote los guio al barrio judío para que vengaran la muerte del muchacho. Si no hubiera intervenido el sheriff, hubiera habido un baño de sangre. Desde entonces las cosas se han puesto difíciles. El nuevo obispo de Norwich informa casi a diario de milagros que supuestamente se han producido junto a la tumba de William. Llegan peregrinos a la ciudad para visitar la tumba. Esta gente trae mucho dinero que le resulta muy útil al obispo, ya que la construcción de su gigantesca nueva iglesia ha devorado enormes sumas. Le ha pedido al Papa que canonice al joven. Como mártir, ¿comprendéis?

Losian se incorporó y apartó la mano de Josua, que quería aplicar una pomada sobre la herida casi curada.

—Un momento. ¿Estáis acusando a un obispo de la Santa Iglesia de difundir mentiras sobre vosotros y levantar a la gente en vuestra contra por codicia?

Josua lo miró a los ojos.

—Yo no acuso a vuestro obispo. Solo describo lo que ha ocurrido. Es posible que Turba, ese es el nombre del obispo de Norwich, crea realmente que William es un mártir y que los judíos lo mataron. Pero no es verdad. Es cierto, en cambio, que solo puede hacer un mártir de William si hace creer a todo el mundo que los judíos lo mataron. Sirve a sus intereses buscar al culpable entre nosotros, y no sería el primer hombre cuyas convicciones se guían por sus intereses. Eso solo es humano, mi joven amigo normando.

Losian estaba desconcertado. No sabía qué debía creer. Josua se había mostrado incomparablemente amable y generoso con él y con sus compañeros. Hasta hacía un cuarto de hora lo hubiera calificado como un hombre honorable y honrado a carta cabal. Pero una voz en su interior le decía que ningún hombre honorable y honrado diría nunca cosas parecidas sobre un obispo.

—¿Me tenéis por un mentiroso, Losian? ¿O por un asesino?

—No, claro que no.

—Pero ¿pensáis que soy un infiel, de modo que debo estar equivocado, y que vuestro obispo tiene razón porque representa a la Iglesia del único Dios verdadero? Debéis de creerlo, ¿no es así?, porque en otro caso la guerra en que os habéis involucrado por esta fe no tendría sentido.

Losian se exaltó al escuchar estas palabras heréticas.

—Tenéis razón. ¿Y cómo podría dejar de creer en esas cosas si son lo único que queda del hombre que fui una vez?

—No deberíais convenceros a vos mismo de que es así. Queda mucho más aparte de eso. Seguís siendo el mismo hombre que siempre fuisteis, aunque hayáis olvidado su nombre y su historia.

Ahora los siameses y Simon iban siempre juntos a ver a Regy. Mientras Godric y Wulfric le llevaban la comida y la jarra de agua, Simon lo mantenía a raya con la espada.

—Sabes, podría perdonarte que me cortaras la garganta, pero nunca te perdonaría que lo hicieras con una hoja tan lamentable como esta —señaló Regy—. Parece más un cuchillo de carnicero que una espada, ¿no crees?

—En ese caso no podría haber encontrado un arma más apropiada para ti, ¿no te parece? —replicó Simon.

Regy soltó una risita ahogada.

Touché, luz de mis ojos. ¿Se ha desangrado Losian?

—No.

Simon trató de mantenerse imperturbable. Regy no debía adivinar lo enfermo que había estado Losian y el miedo que habían pasado por él. Al principio su estado era tan preocupante que se habían alternado para velar junto a su cama día y noche.

—¿Y qué puede significar este escueto y frío «no»? —quiso saber Regy—. ¿Está en camino de recuperarse? ¿O se encuentra en la fase de los estertores antes de la despedida?

—¿Y por qué iba a contártelo precisamente a ti? —soltó Simon furioso.

Los siameses dejaron el plato y la jarra.

—Gracias —dijo Regy cortésmente—. Esto no es normal en vosotros, os veo muy abatidos. ¿Qué puede ser lo que os tiene así?

—¿No estás del todo a gusto? —preguntó Godric malhumorado—. ¿Te falta algo quizá? ¿Una patada en el culo tal vez?

Los tres jóvenes abandonaron el almacén de paños y salieron al jardín. El cielo estaba encapotado, pero no llovía, y en el césped Oswald y Moses se lanzaban una pelota. Oswald se ponía a gritar entusiasmado cada vez que conseguía atraparla. Losian estaba sentado en el banco mirándolos. Simon y los siameses se le acercaron.

—¿Cómo te sientes esta mañana? —preguntó Wulfric.

—Vivo —respondió Losian con una sonrisa, y se hizo a un lado para dejarles sitio—. Veo que os habéis decidido.

Los dos hermanos hicieron un gesto de asentimiento.

—No lo haremos —explicó Godric.

—Hubiera sido mejor que Josua no os lo hubiera preguntado —opinó Simon—. Os ha colocado ante una elección endemoniada.

—Ha sido culpa mía —reconoció Losian—. Me pidió consejo sobre si debía proponeros esta… operación. Le respondí que solo vosotros podíais decidirlo.

Wulfric suspiró.

—Tienes razón, desde luego. Pero de todos modos no puede decirse que te esté terriblemente agradecido.

—Supongo que también podré sobrevivir a eso…

—Sí, tú bromea, Losian. Probablemente nos tomas por unos cobardes; pero tú no puedes entenderlo. Dios nos envió así al mundo. Tenemos miedo de que no nos quiera de otro modo. De que nos abandone a uno de los dos si lo intentamos.

—No os tomo por unos cobardes —le contradijo Losian—. Más bien me parece que sois vosotros los que lo hacéis, y eso es una tontería.

—Tiene razón —asintió el rey Edmund, que se había unido a ellos—. Vosotros mismos conocéis las razones de vuestra decisión mejor que nadie y no deberíais albergar dudas sobre ella. Y el argumento de que Dios os ha enviado al mundo así y no de otro modo no se puede despreciar. —Se volvió hacia Losian—. Oswald se ha recuperado. Y tú también. ¿Cuándo nos iremos?

—Josua ha expresado el deseo de examinarnos e interrogarnos a todos; al menos deberíamos concederle la ocasión de hacerlo a su satisfacción.

—Oh, yo diría que ya lo ha hecho. Josua ben Isaac es un excelente médico, no me entiendas mal, le ha salvado la vida a Oswald y también a ti. Pero él ya no puede hacer nada más por nosotros. Ahí fuera hay una tarea que nos espera. Y ya está próxima.

Simon le dirigió una mirada cargada de escepticismo.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?

—Supongo que forma parte de las cosas que me fueron dadas para el camino cuando fui enviado de vuelta.

Losian se levantó.

—No dudo de tu palabra, rey Edmund. Y por otra parte tampoco me gustaría abusar más de lo necesario de la hospitalidad de Josua ben Isaac.

—¿Y bien? ¿Cuándo nos vamos, pues? —preguntó Edmund de nuevo.

—Como siempre dices: se hará la voluntad de Dios. Él se encargará de que partamos cuando haya llegado el momento. Y ahora perdonadme.

Los otros le siguieron con la mirada mientras se marchaba, caminando más despacio de lo habitual.

—No está del todo recuperado, rey Edmund —dijo Wulfric—. Él nunca lo admitiría, pero le vendrían bien unos días más de descanso.

El rey Edmund asintió ensimismado.

—Solo temo que no sea la curación y el descanso lo que busca en esta casa. Y por eso creo que cuanto antes partamos de aquí, mejor será.

Simon y los siameses se miraron perplejos, pero su santo no se dejó arrancar ninguna otra explicación.

Josua sacó un grueso infolio de un arca que estaba junto a la puerta, volvió con él a la mesa y lo colocó ante Losian.

—Es un libro antiguo —explicó—, con poesías e historias sobre la guerra de los anglosajones contra los daneses y cosas de este tipo. Le prometí al rey Edmund que podría echarle una ojeada.

Vacilando, Losian rozó con los dedos de su mano izquierda la enorme cubierta de cuero y luego apartó el libro a un lado.

—Mis amigos y yo hemos hablado y pensamos que deberíamos abandonaros pronto, Josua. Supongo que habréis dado por concluidos vuestros exámenes.

El judío se encogió de hombros.

—Podría estudiaros a vos y a vuestros amigos durante todo un año, pero mi estricta hija me ha indicado que no debo olvidar que sois seres humanos y no objetos de estudio que Dios ha conducido hasta aquí para mi ilustración.

A Losian se le escapó una sonrisa.

—Una joven inteligente, vuestra hija.

—Sí, lo es. Y ya es tiempo de que encuentre un hombre para ella. En realidad Miriam hace tiempo que debería estar casada, pero su prometido murió. Y dos meses después falleció su madre. Desde entonces ha llevado mi casa; pero dentro de pocos días su cuñada se trasladará aquí y le arrebatará ese papel, y no sé si… Pero ¿por qué os estoy explicando todo esto? Ya tenéis bastantes preocupaciones propias. Perdonadme. Soy un hombre hablador, al contrario que vos.

Losian se encogió de hombros.

—Como he olvidado prácticamente todo lo que sabía, no tengo mucho que decir.

—Yo, en cambio, pienso que ahí hay más memoria de lo que creéis. Lo único que ocurre es que está enterrada.

—Y aunque fuera así, ¿cómo voy a poder… desenterrarla?

—Abrid el libro. Me gustaría intentar una cosa.

Losian titubeó un momento, y luego acercó el libro y lo abrió al azar por el centro. Su mirada se deslizó por la esquina superior izquierda: «¿Oyes, peregrino de los mares, lo que dice este pueblo? Lanzas te darán como tributo…». Levantó la cabeza sobresaltado:

—Dios mío. Sé leer.

Josua sonrió con ironía.

—Sabéis leer —confirmó.

—¿Cómo lo habéis sabido?

—No lo sabía. Pero algo en la forma en que habláis y pensáis me hizo intuir que la palabra escrita no os era desconocida.

—Pero… ¿cómo es posible que sepa leer cuando no sé que sé leer? Esto es… un absoluto contrasentido.

—De ningún modo. Hasta ahora no lo habíais descubierto porque no os habíais tropezado en ningún sitio con una palabra escrita. Pero el hecho de que no hayáis olvidado la habilidad de leer demuestra mi teoría. —Levantó la mano y la posó sobre la frente de Losian—. Está todo ahí dentro. Solo tenemos que cavar para desenterrarlo. Por eso me gustaría que os quedarais un tiempo más. Pero vuestros compañeros tampoco están mal atendidos en mi casa, ¿no?

Losian titubeó.

—Regy es demasiado peligroso. Para vos, y sobre todo para vuestros hijos. En algún momento conseguirá de nuevo herir a alguien. Todos sus esfuerzos están orientados a ese objetivo.

—Lo sé. —Josua sacudió la cabeza—. Nunca me había tropezado con un hombre que estuviera tan encantado con su propia maldad. Pero si tanto os inquieta su presencia en esta casa, puedo pedirle al sargento del sheriff que lo encierre arriba en el castillo. ¿Ayudaría esto a que reconsiderarais la idea de permanecer bajo mi techo un tiempo más?

—Tengo que reflexionar sobre ello.

Josua se levantó.

—Hacedlo. Para mí ha llegado la hora de bañarme.

—¿De bañaros?

El médico asintió con la cabeza.

—Hoy, al ponerse el sol, empieza el Sabbat, y antes del Sabbat todos los judíos respetables van a la casa de baño. Quedaos aquí, si queréis, y leed un poco. Hablaremos más tarde.

—Gracias, Josua. Por todo lo que habéis hecho por mí y por mis amigos. Diga lo que diga aquí la gente sobre los judíos, no creo que haya muchos cristianos capaces de mostrarse tan generosos.

Losian siguió leyendo la larga poesía sobre la batalla de Maldon, que había enfrentado a los anglosajones contra los daneses y que los primeros habían perdido, y cuanto más leía mayor era su excitación. Tenía la sensación de que esa poesía le era familiar. De que la conocía. Pero ¿cómo era posible que un canto sobre una batalla inglesa hacía tiempo olvidada emocionara a un cruzado normando como la caricia de una mano familiar? ¿Y cómo era que sabía leer? Solo los monjes y los sacerdotes sabían hacerlo. ¿Sería un sacerdote? No. Claro que no. Él era soldado. Cada una de las experiencias que había tenido desde su partida de la isla le confirmaba en esta suposición.

Hundió la cabeza entre las manos, porque el eterno círculo sin sentido en que se encontraba atrapada su mente amenazaba con precipitarlo en las tinieblas. Antes de que acabara por paralizarlo, sería mejor que volviera a la habitación que seguía ocupando todavía, pensó. Pero al llegar a su cuarto constató que ya había alguien allí: Miriam, de espaldas a la puerta, dejó algo sobre el arca y luego se volvió. Le pareció que se había estremecido casi imperceptiblemente al verlo en el umbral.

—Perdonad si os he asustado —le dijo.

Miriam señaló con un dedo largo y fino en dirección al arca.

—Vuestro vestido, monseigneur. Limpio y remendado.

—Ha sido muy amable por vuestra parte. Seguro que ya tenéis bastante que hacer sin necesidad de ocuparos de los peculiares invitados de vuestro padre.

—Oh, no me importa. Como ya habéis podido comprobar, no soy de esas mujeres que se pasan el día ante el espejo y se adornan con cintas de colores el cabello, sino que prefiero trabajar.

Sonrió fugazmente, pero enseguida volvió a ponerse seria.

—Oswald le ha explicado a Moses que no sabéis quién sois. Y que eso os desespera. Yo he reflexionado sobre ello. Y he llegado a la conclusión de que os envidio.

—¿De verdad?

—¿No habéis pensado nunca que tal vez Dios os haya hecho un gran regalo? ¿Que os ha proporcionado una gran oportunidad porque ahora podéis elegir quién queréis ser? Ningún pasado, ningún deber familiar os ata. Podéis… encontraros a vos mismo. Y ser quien queráis ser. Sois… libre.

Y un desarraigado, pensó él. Alguien sin identidad. Nadie. Y con todo, le fascinaba lo que había dicho ella. Pero replicó:

—No puedo creer que vos sintáis el deseo de inventaros de nuevo. Quien os mira ve a una mujer que descansa en sí misma.

—Quien me mira ve a una mujer que ha aprendido a dominarse —le contradijo ella—. En todo caso, la mayoría de las veces.

—Diría que la mayoría de las veces no os queda otro remedio. Vuestro padre mencionó la muerte de vuestra madre y de vuestro prometido. Lo lamento.

—Pero supongo que en su bondad olvidó mencionar que la culpa por la muerte de mi prometido pesa sobre mi conciencia.

—¿Por qué creéis eso?

—Porque es la verdad. Y ahora debo irme. Dentro de media hora empieza el Sabbat, y aún tengo que preparar algunas cosas. Me hubiera gustado invitaros, a vos y a vuestros amigos, a compartir nuestra comida del Sabbat; pero mi padre estaba en contra. Dice que no debería olvidar que un abismo nos separa.

—Sin duda tiene razón —asintió Losian con voz ronca, y la cogió del brazo, la atrajo hacia sí y la besó. Miriam no se resistió. Por un momento sus grandes y serios ojos se clavaron en los suyos, y luego cerró los párpados y dejó que él la apretara contra su cuerpo.

«Deja eso enseguida», le advirtió la tímida voz de la razón en su cabeza. Losian sabía muy bien que debía obedecer a esa voz, que obedecería a esa voz, pero no inmediatamente. Quería tener aún un momento a Miriam entre sus brazos, saborear su lengua…

Y entonces una mano cayó sobre su hombro, le hizo dar media vuelta, y se encontró cara a cara con Josua. El médico volvió la cabeza e intercambió una mirada con su hija. Miriam le sostuvo la mirada más tiempo del que Losian hubiera creído posible, pero luego bajó los ojos y salió.

Losian apretó los dientes y esperó al estallido de cólera paternal; pero Josua se limitó a contemplar a su huésped y a sacudir la cabeza con tristeza.

—Lo habéis preparado de una forma muy inteligente. Habéis encontrado el único camino para forzarme a poneros en la puerta. Os mostré que tal vez era posible colocaros tras la pista de vuestro pasado, pero eso os provoca un miedo tan patético que preferís huir de ello.

—Puedo ser muchas cosas despreciables, Josua ben Isaac, pero creo que no soy un cobarde.

—Sois un hombre enfermo. Por eso renuncio a deciros todo lo que llevo en el corazón, por difícil que me resulte dejar de hacerlo.

—Preferiría mil veces vuestros puños a vuestra compasión.

—Tendréis que contentaros con eso. ¿Qué otra cosa puedo ofrecerle a un hombre que abusa de los sentimientos de una muchacha infeliz para escapar de unas cuantas verdades incómodas?

—Os juro que no se trataba de eso —afirmó Losian impotente.

—¿Y de qué si no?

¿Qué podía decir? ¿Que se había enamorado de la hija de Josua? Sin duda era cierto; pero también era cierto que se había sentido atraído por todas las mujeres con que se había tropezado desde el inicio de su peregrinación. Y aunque esta vez las cosas le parecían muy distintas, ¿qué cambiaba eso? Respiró hondo y dijo:

—Si yo fuera otro hombre, seguramente os pediría la mano de vuestra hija, Josua.

Esa confesión dejó al médico sin palabras por un momento, lo que no era nada habitual en él. Pero era evidente que no había sido la franqueza de Losian lo que le había dejado pasmado, sino su desfachatez y su estupidez.

—Aunque una mañana os despertarais y recordarais que sois el rey de Inglaterra, no por eso deberíais concebir ninguna esperanza con respecto a mi hija, monseigneur, porque vos no sois judío.