Solo a Grendel había que agradecer que a Godric y Wulfric la despedida de Gilham no se les hubiera hecho demasiado amarga, tan encantados estaban los siameses de haber reencontrado a su amigo.
Los viajeros necesitaron dos semanas para llegar a Lincolnshire. Un caminante voluntarioso hubiera hecho el recorrido en la mitad de tiempo, pero por regla general Oswald se quejaba ya al inicio de la tarde de dolores en las piernas, y si Losian no le hacía caso, más pronto o más tarde empezaba a llorar; de modo que aprendieron a guiarse por él. También las características de la ruta elegida los retrasaron, ya que procuraban eludir las carreteras. Losian, Simon y Edmund habían considerado que era mejor evitar el encuentro con otros viajeros siempre que fuera posible.
Thurgar les había regalado a los siameses una honda en su despedida; de manera que vivían de la caza de pequeñas piezas que Godric y Wulfric cobraban, de las primeras plantas comestibles que el rey Edmund había descubierto en el bosque y del agua pura de los manantiales con que se tropezaban.
—Ahí —dijo Simon, y señaló con el dedo hacia el Este—. Ahí está.
A esas horas de la mañana, por todas partes se veían campesinos desterronando y sembrando. Woodknoll se levantaba junto al recodo que formaba un arroyo ancho y poco profundo, y en la orilla más cercana se distinguía, tras la protección de un seto de tejos, el patio de entrada de la casa señorial en que Simon había venido al mundo.
Los caminantes se detuvieron en la cima de la colina arbolada que había dado su nombre al pueblo y contemplaron el lugar desde arriba. Decidieron que primero bajarían solo Simon y Losian, para enterarse de cómo estaban las cosas. No querían arriesgarse a tener que soportar otra vez un recibimiento como el de Gilham.
Los dos compañeros descendieron la colina y llegaron a un sendero que conducía a la casa. A través de una puerta abierta en el seto llegaron al patio interior y luego al edificio principal, con una fachada de entramado de madera y cubierto de paja. Simon subió los dos peldaños, abrió la puerta y gritó:
—¿Edivia? ¿Wilbert? ¡He vuelto!
Un grito de júbilo llegó del interior en penumbra.
—¡Lord Simon! —Antes de que sus ojos se hubieran acostumbrado a la luz, dos musculosos brazos de mujer le rodearon el cuello—. ¡Estás de nuevo en casa! Oh, gracias sean dadas a Dios, estás de nuevo en casa.
Simon se liberó sonriendo.
—Edivia. Es… es tan fantástico volver a verte.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó la mujer, con la cara radiante de felicidad—. ¿Cómo es que no…? —En ese momento su mirada se posó en Losian y retrocedió un pasito—. ¿Quién es tu amigo?
—Es Reginald de Warenne. —Fue lo primero que le vino a la cabeza, y enseguida comprendió que no había sido una elección afortunada—. Reginald, esta es Edivia, el alma buena de esta casa.
Losian esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza casi imperceptiblemente. Edivia volvió a coger a Simon del brazo.
—Venid. Debéis de estar hambrientos y sedientos. —Arrastró a Simon hasta un banco junto a una mesa larga—. Siéntate, Simon. Y vos también, lord. Os traeré algo bueno. —Y salió de la sala por una puerta lateral.
Simon cogió unos vasos de un anaquel y llenó una jarra con el cazo que colgaba del barril de cerveza. Era un momento feliz. Estaba en casa.
Con una inclinación de cabeza, Losian cogió, agradecido, un vaso bien lleno y bebió ávidamente.
—¿Tu aya? —aventuró.
—Sí, y mucho más que eso. Después de la muerte de mi madre, ella cargó con todo. También con mi padre —dijo Simon sonriendo con ironía—. Es la hija de un herrero, pero pertenece más a mi familia que a la suya propia.
—¿Y la quieres mucho? —preguntó Losian.
—¿Y si fuera así qué? ¿Es ese un motivo para burlarse de mí? ¿Tienes que arrastrar por el fango todo lo que no sea duro y belicoso?
—No creo. Pero a ti, de todos modos, no te vendría mal hacerte un poco más duro y belicoso, porque entonces podrías digerir mejor la decepción que te espera.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Simon furioso.
—De que tu Edivia no podía mirarte a los ojos.
Losian se levantó, se volvió hacia la puerta lateral y sacó el cuchillo de su vaina. En el mismo instante, Simon oyó unos pasos apresurados. También él se levantó de un salto del banco, y lanzó una mirada horrorizada a Losian. Ocho hombres entraron en tromba en la habitación con las espadas desenvainadas. Y otros dos aparecieron en la puerta principal. Con expresión amenazadora, el grupo se acercó a los recién llegados y se colocó ante ellos formando un semicírculo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Simon desconcertado.
Losian dejó caer la mano con el cuchillo. El primero de los hombres armados, que llevaba una cota de malla de anillas negras y deformadas, levantó la mano izquierda y le hizo una seña.
—Trae eso. Vamos.
El cuchillo salió disparado de la mano de Losian y se clavó vibrando en el suelo, tan cerca de los pies del jefe del grupo que el hombre tuvo que dar un salto hacia atrás.
—Cogedlo vosotros mismos —gruñó.
Cuatro hombres se precipitaron hacia Losian, le colocaron los brazos a la espalda y le ataron las manos con un cordón de cuero.
Otros dos hicieron lo mismo con Simon.
—Pero ¿qué estáis haciendo? —preguntó este—. ¿Quiénes sois? Yo soy Simon de Clare, esta es mi casa…
—No me importa cómo te llames, zagal —lo interrumpió el bruto de la cota de malla—. Esta casa pertenece a Guy y Rollo de Laigle.
—¿Y quién se la ha dado? —quiso saber Simon.
El bruto soltó una carcajada ronca.
—Nadie. No estaba vigilada cuando pasamos por aquí, de modo que tomaron posesión de ella, ¿comprendes?
No, pensó Simon, aturdido, pero no lo dijo.
—¿Y Wilbert? ¿Dónde está mi camarero? —preguntó en lugar de eso.
—Te llevaremos con él. Supongo que tendréis mucho que contaros.
Los condujeron a un pequeño edificio. La puerta tenía un cerrojo, porque antes se habrían conservado víveres allí, supuso Losian.
—Cierra los ojos, Simon —le dijo volviendo la cabeza cuando lo empujaron el primero al interior.
Simon siguió su consejo y aterrizó dolorosamente sobre las rodillas.
—Tu camarero está muerto —dijo Losian cuando cerraron la puerta, y contempló el cadáver desnudo en el suelo. El cuerpo de Wilbert mostraba terribles quemaduras y era evidente que había muerto entre tormentos.
—¿Qué han hecho con él? —preguntó Simon con voz ahogada.
—Le preguntaron dónde había escondido tu dinero, imagino, y cuando él por fin lo dijo, le colocaron un lazo en torno al cuello y tensaron la cuerda atándola a sus pies. Así se estranguló él mismo lentamente. Tiene… mal aspecto. Si lo miras, piensa que ahora ya no siente nada, ¿de acuerdo?
El joven asintió y abrió los ojos. En silencio contempló al muerto, y las lágrimas rodaron por su rostro. Losian le dejó llorar. Aquella era realmente una amarga vuelta a casa. ¿Qué crimen podía haber cometido un joven ingenuo como Simon para merecer este castigo del destino? ¿Era aquello una prueba? ¿Había pensado Dios al crear a Simon: te marcaré con un defecto que te convertirá en un paria, y luego miraré cómo los hombres te escarnecen para ver cuán firme es tu fe? ¿Eran todos los que habían escapado de la isla hermanos de Job?
—Lo siento, Simon.
El joven carraspeó.
—Es tan horroroso verlo tendido ahí de esa forma.
Losian hizo un gesto de asentimiento. Desde que la puerta se había cerrado y se habían quedado solos, no había dejado de girar las muñecas en direcciones opuestas. El cordón de cuero le cortaba la carne, pero tenía la sensación de que ya lo había aflojado un poco.
—Es solo su envoltorio, como diría el rey Edmund. Y me parece que ya lo has mirado bastante. Vuélvete.
—No. Es lo único que aún puedo hacer por él. Mirarlo. Y no olvidar nunca. Para que un día pueda vengar su muerte.
Me maravilla tu optimismo sobre el tiempo que nos queda por vivir, pensó Losian al oírlo.
—Antes de ejecutar tu venganza, procura, en todo caso, no juzgar con demasiada dureza a tu aya.
—¿Y por qué no? Nos ha traicionado. En lugar de prevenirnos y alejarnos de aquí, ¡ha ido a buscar a esos… demonios!
—¿Y con qué te imaginas que la amenazaron en caso de que los engañara? Se alegró de verte de verdad, Simon. Pero tenía demasiado miedo. ¿Es eso tan imperdonable?
—Pero ¿cómo puede ocurrir algo así, Losian? ¿Cómo es posible que una cuadrilla de desalmados pase por aquí y decida sencillamente apoderarse de mis bienes y asesinar a mi gente sin recibir ningún castigo?
—No tengo ni idea —reconoció Losian.
—Supongo que debe de ser esto lo que la gente tiene en mente cuando dice que la guerra ha precipitado al país en la anarquía —murmuró el joven—. Los sheriffs y los caballeros hace ocho años que están tan ocupados en aniquilarse unos a otros que ya no encuentran tiempo para mantener la ley y el orden.
Habían pasado tal vez dos horas cuando oyeron un ruido de cascos en el exterior.
—¡Dios, vaya caza! —gritó una voz profunda en normando—. Mira, fíjate en este jabalí, Pierre. ¡Una pieza digna de un rey!
Alguien respondió, y Losian reconoció la voz del tipo de la cota de malla.
—Simon, ven aquí, ponte a mi lado —dijo—. Vamos a tener visita.
Simon se colocó a su lado, con la espalda contra la pared y mirando a la puerta.
Un instante después, la puerta se abrió de golpe y entró el bruto de la cota de malla, que por lo visto se llamaba Pierre, acompañado de otro hombre, un normando de mediana edad que tenía más o menos la estatura y la envergadura de Losian.
—Tú no eres Reginald de Warenne —dijo este último en tono acusador mirando a Losian—. Lo conozco.
—No me extraña —replicó Losian. Siguió girando una contra otra sus muñecas, que ya habían empezado a sangrar. Casi había conseguido su objetivo; pero sabía que debía apresurarse.
—¿Cómo te llamas?
—¿Quién lo pregunta?
—Guy de Laigle.
—No veo ningún motivo para presentarme a un ladrón que le ha robado a este joven su propiedad y sus bienes.
—Yo en tu lugar sería un poco más prudente —le aconsejó De Laigle, y le hundió el puño con todas sus fuerzas en el plexo solar.
Losian vio venir el puñetazo, y algo muy curioso ocurrió con su vientre. Músculos que nunca había imaginado que existieran se tensaron de pronto y fue como si el puño tropezara con un muro. El golpe le dolió, pero era un dolor perfectamente soportable. La cara de De Laigle expresó una sorpresa casi cómica, pero no era nada en comparación con el pasmo del propio Losian.
—¿Quién eres tú? —preguntó otra vez De Laigle.
Losian señaló con el mentón en dirección a Simon.
—Él es el hombre con quien deberías hablar. Explícale cómo es que le has robado y has asesinado a su servidor.
De Laigle se volvió hacia Simon y sonrió con ironía.
—Era muy leal, tu camarero. Pero al final se puso a chillar como un cochinillo.
Simon le escupió a la cara.
El ultrajado sujetó a Simon por los cabellos, lo abofeteó en las dos mejillas y le agarró la garganta con la mano.
—Espera y verás, hijito…
Era el momento que había estado esperando Losian. De un tirón se liberó de sus ataduras, sacó la mano derecha de detrás de la espalda y le hizo un gesto a Pierre para que se acercara. El hombre abrió unos ojos como platos, se abalanzó contra él, y Losian lo recibió con un rodillazo. Mientras el soldado se derrumbaba aullando, Losian le arrebató su espada y se la clavó en la garganta. Luego apartó a Simon del paso empujándolo con el hombro y se plantó ante De Laigle, que también había desenvainado su arma. Igual que había ocurrido hacía un momento, su cuerpo tomó el mando: Losian trató de no pensar, de abandonarse por completo a sus instintos y a sus recuerdos enterrados, pues sabía que su vida dependía de ello. Los dos hombres levantaron sus armas al mismo tiempo, y las hojas se cruzaron con tanta furia que saltaron chispas.
—Simon, la puerta —dijo Losian.
El joven comprendió y cerró la puerta para que nadie pudiera verlos al pasar y acudiera en ayuda de De Laigle. Este era un notable espadachín, pero no tenía ninguna oportunidad ante Losian, que después de una docena de golpes, le arrancó la espada de la mano y le hundió el codo en la laringe. De Laigle cayó desplomado, respiró unas cuantas veces roncamente y luego se quedó inmóvil.
—Oh, Losian —susurró Simon, exultante—. Ha sido increíble. ¡Vamos, córtale la garganta!
—Creo que está muerto —dijo Losian, señalando la laringe aplastada, y luego cortó las ligaduras de Simon.
—Hazlo de todos modos —le animó el joven con voz ronca—. Más vale estar seguros.
—No. Necesito sus ropas, y empapadas de sangre no me sirven. —Losian le colocó a De Laigle la mano en el pecho para asegurarse—. Nada. Coge el puñal y la espada del soldado. Y puedes cortarle la cuerda a tu camarero si quieres.
Simon asintió con la cabeza y cogió las armas de Pierre, mientras Losian empezaba a desnudar a Guy de Laigle. Finalmente se arrancó los harapos que lo cubrían y se vistió con las ropas capturadas, que le sentaban perfectamente.
—¿Por qué haces esto? —preguntó Simon.
—Porque no quiero seguir pareciendo un mendigo —respondió Losian, y recogió su cuchillo del cinturón de Pierre.
—Oh, pensé que se te habría ocurrido algún astuto plan.
Losian asintió.
—El plan prevé sacarnos a los dos de aquí con vida. Me temo que no podemos esperar nada más que eso. Tú y yo solos no podemos enfrentarnos a esos brutos. Y si viene Rollo de Laigle, el hermano de Guy, supongo, se lanzará tras nuestra pista. Tenemos que desaparecer de aquí enseguida. Lo siento.
—Pero…
Losian echó una ojeada al exterior.
—Hay dos caballos junto a la entrada. ¡Ven!
Simon y Losian recorrieron en sentido inverso el camino por el que habían llegado, sin dejar de mirar en todas direcciones; pero todavía no había ningún perseguidor a la vista. Cuando llegaron junto a sus compañeros, Losian los conminó a huir con la máxima rapidez, y al cabo de un momento ya estaban todos de nuevo en marcha.
—Dos bribones normandos se han hecho con la propiedad de Simon y han asesinado a su camarero —explicó Losian—. He matado a uno de los dos y a uno de sus esbirros, de modo que pronto los tendremos detrás. Simon, ¿dónde podríamos escondernos? Debes de conocer algún lugar en las cercanías; al fin y al cabo tú creciste aquí.
—Sí. Conozco un sitio donde no les será fácil encontrarnos. A unas dos millas.
El joven los condujo colina abajo por la vertiente más alejada del pueblo. Al cabo de una milla aproximadamente tropezaron con un riachuelo, y siguieron su curso en dirección Este.
—¿Qué escondite es ese, Simon? —preguntó Losian.
—Una cueva.
—¿Podrán entrar también los caballos?
Simon sacudió la cabeza. Losian condujo a los caballos al otro lado del arroyo y los espantó para crear una pista falsa. Luego caminó hasta el centro del poco profundo curso de agua e indicó con un gesto a los otros que le imitaran.
—Eso hará que les resulte más difícil seguirnos —explicó.
El problema era que aquello también dificultaba su avance. Oswald empezó a llorar a gritos porque los pies le dolían mucho con el agua helada, y Luke se puso a gemir porque le parecía que la serpiente se había movido.
Dios mío, ¿qué será lo próximo que pase?, pensó Losian, pero no dijo nada.
El arroyo se precipitaba finalmente por una inesperada fractura del terreno de tal vez doce pies de profundidad, formando una cascada, y detrás de la cortina del agua había una cueva.
—Aquí es —dijo Simon.
Losian inspeccionó el escondite y asintió satisfecho.
—Todos adentro. Tenemos que ocultarnos. Propongo que hasta la medianoche.
—Losian —gimió Luke—. Dice que si no recibe pronto algo de comer, no se estará quieta y me roerá las entrañas…
—Lo sé. Todos tenemos hambre, Luke. —Se sacó el cordón con la llave del candado de Regy que llevaba colgado del cuello y se lo dio a Wulfric—. Toma. Tendréis que guardarlo un momentito. Yo echaré una ojeada por aquí y trataré de encontrar algo para comer. No hagáis ruido.
Cruzó de un salto la cortina de agua y vadeó el arroyo hasta llegar a la orilla.
En realidad no tenía intención de conseguir provisiones, y sabía que no era inteligente abandonar el escondite antes de que se hiciera de noche; pero tenía que estar solo. Desde que él y Simon habían vuelto a reunirse con sus compañeros de viaje, podía sentir cómo se acercaba ese inexplicable horror paralizador que siempre lo acechaba. Lo había mantenido a distancia con grandes esfuerzos hasta que se habían encontrado en un lugar seguro, pero sabía que no podría defenderse mucho más tiempo de él.
Tenía las manos húmedas y se sentía enfermo. Se le doblaron las rodillas y cayó sobre la tierra mojada. Le dominó el vértigo, y ese miedo que quería precipitarlo en las tinieblas. Había matado a dos hombres y no podía comprender cómo había podido hacerlo con tanta facilidad. Y oía gritos en su cabeza; no los de De Laigle, no los de su esbirro, sino los gritos de un niño, y supo, aunque no podía pensar, que aquello era un recuerdo. Su único auténtico recuerdo era el de la muerte entre tormentos de un niño. Rodó con la cara metida en la húmeda hojarasca y se apretó los antebrazos contra las orejas, pero las voces fantasmales no se dejaban expulsar.
Pasó, como siempre pasaba en algún momento. El temblor de sus miembros cedió: el horror lo abandonó y se retiró al mundo de sombras de donde había venido. De momento.
Losian se levantó y se dirigió hacia la orilla del arroyo. Allí se lavó la cara y las manos y bebió unos tragos de agua. Luego se paseó por el bosque hasta que empezó a oscurecer. El silencio le hizo bien. En un claro sacó la espada de De Laigle. Sus dedos le dijeron que estaban en casa allí. Finalmente hizo unos cuantos ejercicios. Los pasos y los amagos surgieron por sí solos y la concentración le proporcionó una paz interior que no conocía, casi una especie de serenidad. Pero de golpe se sintió molesto por esta esgrima contra sombras, y mientras aún se estaba preguntando por qué, se dio cuenta de que lo estaban observando.
Saltó súbitamente hacia la derecha, sacó de un tirón a su observador de detrás del grueso tronco de un árbol y le colocó la hoja de la espada contra la garganta.
—De algún modo ya había intuido que volveríamos a vernos, Edivia. ¿Y bien? ¿A cuántos de tus nuevos amigos te has traído esta vez?
—No son mis amigos —replicó ella—. Y estoy sola.
Losian no dudó de que decía la verdad. Edivia llevaba una cesta tapada en la mano. Seguramente había adivinado dónde podía haber buscado refugio Simon y quería llevarle algo de comer. Losian la soltó.
—Entonces solo nos queda confiar en que nadie te haya seguido. ¿Qué llevas ahí? —dijo señalando la cesta.
—Solo pan. Pensé que sería lo que mejor servicio os haría.
—Dame un pedazo.
Edivia levantó el paño y el seductor aroma del pan de centeno le llegó a la nariz. La mujer partió un buen pedazo y se lo tendió sin decir palabra. Losian lo devoró a grandes bocados.
—¿Tienes el suficiente para saciar a ocho hombres?
—¿Cómo que ocho hombres? —preguntó ella asombrada.
—Simon y yo no viajamos solos.
—¿Qué tal está? —Su voz estaba cargada de una sincera preocupación maternal—. Si quieres su bien, déjame que vaya a verle.
—Si quieres tu propio bien, dame esa cesta y desaparece. En este momento Simon no está en la mejor disposición para hablar contigo.
—Sí, ya lo imagino. Pero no podía hacer otra cosa.
Losian vio que se sentía infeliz, pero en su voz no había ni rastro de súplica. La encontró atractiva. Edivia debía de tener unos treinta años, calculó. Había algo retador en sus ojos azules, y su ancha boca le hacía perder el tino.
Asintió con la cabeza.
—Pero Simon es demasiado joven para comprenderlo. Y ha pasado una época dura. La idea de volver a casa le dio valor. Y ahora no sabe cómo seguir adelante.
—Si sois ocho, ¿no podríais expulsar de aquí a De Laigle y sus esbirros? Ellos solo son una decena…
Losian rio entre dientes.
—Sería una batalla digna de verse. No funcionaría, créeme. No podríamos derrotar a nadie. —En pocas palabras describió a sus compañeros de viaje y sus anomalías y le explicó qué los había unido. Luego dijo—: Debería marcharme. Pronto oscurecerá, y están hambrientos.
—Yo voy contigo —anunció ella—. Debo hablar con él.
—¿Para mitigar su humillación? ¿O para aliviar tu conciencia? Déjalo tranquilo, tiene bastantes cosas de las que preocuparse ahora. —Extendió la mano—. Dame el pan.
Edivia le tendió la cesta.
—Nunca había visto unos ojos como los tuyos —dijo—. En un momento dado piensas que son azules y al instante siguiente son verdes.
—¿De verdad? —No había tenido tiempo para pensarlo; sencillamente le había salido así. No tenía ningún recuerdo de su rostro.
Edivia le miró sin decir nada, y Losian resopló furioso.
—Ahórrame tu compasión.
Ella le puso la mano en la mejilla.
—Perdona…
Losian se estremeció y le apartó la mano bruscamente.
—¿De qué tienes tanto miedo? —le preguntó ella.
—De mí mismo. Y tú también deberías tenerlo.
—Es que a mí no me das miedo —replicó Edivia—. ¿No me vas a dejar ir a su lado?
Losian sacudió la cabeza.
—Es Simon… ¿como un hermano menor para ti? ¿Lo quieres?
—No creo que sea capaz de tener sentimientos tan hermosos. Cuido de él porque él mismo no puede hacerlo. Eso es todo.
—Jura que te preocuparás por él y que nunca lo dejarás en la estacada.
—¿Y si te lo juro, te tenderás en la hierba conmigo?
Edivia le cogió la mano izquierda y lo arrastró con ella al suelo.
—¿De modo que crees que mi lealtad está a la venta? —preguntó él.
Edivia rio.
—En este momento y tal como te veo, diría que sí, la verdad.
—Demonios, tienes razón —tuvo que reconocer él.
Edivia se dejó caer hacia atrás, se arremangó la falda y abrió los muslos tentadoramente. Era una amante experimentada. Losian se descargó casi inmediatamente después de penetrarla, y ella lo retuvo y le besó los párpados cerrados. Luego esperó un rato, le dio pan a pedacitos y le hizo reír, y cuando Losian volvió a estar preparado, trepó sobre él y lo hizo con calma, se dejó besar en su maravillosa boca, y esta vez alcanzó el clímax al mismo tiempo que él.
Al final Losian quedó tendido de espaldas, agotado, con los brazos abiertos.
—Tengo que hacerte una confesión —murmuró—. Ya tenías lo que querías comprar. No hubiera podido dejarlo nunca en la estacada, ni a él ni a los otros.
—Porque ellos son todo lo que tienes —presumió ella.
A Losian nunca se le había ocurrido esa idea.
—Tal vez.
—Bueno, como el precio no era ningún sacrificio, no importa. Además, no estaría mal que de vez en cuando recordaras nuestro pacto.
Al acercarse a la cueva, Losian pudo comprobar que el rumor de la cascada no bastaba para ahogar del todo las voces que surgían del interior.
—Se ha despertado, y ahora se arrastra, se arrastra serpenteando…
—No importa lo que digas, chiquitín; él no va a volver…
—Cierra tu maldita boca, Regy…
Losian cruzó apresuradamente la cortina de agua.
—¿Estáis locos? ¿No sabéis que se os puede oír a veinte pasos de distancia? ¿Queréis que vengan y os hagan pedazos?
Todos habían callado y lo miraban fijamente a la luz de la pequeña hoguera. Regy estaba sentado, apoyado contra la pared de la cueva, mirando despreciativamente a Simon, que se encontraba plantado frente a él con los puños cerrados. Luke se agarraba el vientre con las manos. Y Oswald estaba tendido sobre la tierra fría y lloraba en voz baja.
Simon fue el primero en moverse.
—¡Maldita sea tu estampa! ¿Dónde te habías metido? ¡Estábamos enfermos de preocupación!
Losian sintió que la ira crecía en su interior.
—Puedo ir y venir como me plazca, y no tengo por qué darte cuentas a ti, Simon de Clare, ¿me has entendido? Sencillamente necesitaba… —un descanso de esta colección de monstruos de feria, tenía en la punta de la lengua, pero consiguió reprimirse a tiempo. No quería decir algo así, porque no era verdad. Era cruel ofenderlos porque Dios los hubiera hecho de otro modo que al resto de la humanidad. Ninguno de esos hombres, aparte de él mismo y de Regy, era culpable de ser lo que era. Y además eran más bondadosos e inocentes que el promedio de la gente, también de eso estaba seguro.
Empezó otra vez desde el principio.
—He tardado un poco, pero he conseguido pan. Mirad.
Le tendió la cesta a Edmund, que la agarró y apartó el paño.
—¡Oh, que Nuestro Señor Jesucristo sea alabado! Y tú también, Losian.
Losian sacó una de las hogazas, la partió en dos mitades y se agachó ante Luke.
—Tienes que alimentarla, así volverá a dormirse.
Luke asintió y Losian le puso en la mano una de las mitades. Luego se acercó a Oswald y le dijo:
—Vamos, muchacho. Siéntate. Tienes que comer algo. —Y le tendió la otra mitad.
Después de dudar un momento, Oswald la cogió.
—Pensé que no ibas a volver. —Las lágrimas aún le corrían por el rostro.
—¿Cómo se te ha podido ocurrir algo así?
Durante un rato solo se oyeron ruidos de masticación de diferentes intensidades, mientras los ocho caminantes devoraban el pan del que tan necesitados estaban.
—¿Puedo comer más? —preguntó Oswald finalmente.
El rey Edmund lanzó una ojeada a la cesta.
—Nos quedan tres panes. Yo voto por que los guardemos para mañana por la mañana.
Losian asintió con la cabeza.
—El rey Edmund tiene razón, Oswald. Esta noche aún tenemos que caminar unas millas, y mañana por la mañana estaremos contentos de tener aún pan para comer.
—¿Y adónde vamos? —preguntó Wulfric.
Durante un momento nadie respondió.
—Bueno, si a nadie se le ocurre nada mejor, ¿por qué no vamos a East Anglia? —propuso el rey Edmund—. Yo estoy seguro de que ese es mi camino. Y quién sabe, tal vez el Señor nos haya unido porque es también el vuestro.
—Oh, claro —se burló Regy—. Dios te ha elegido para acabar con los males de la guerra o algo por el estilo, ¿no era eso? Pero ¿en East Anglia? Ahí no hay nada, aparte de pantanos y monjes.
—Y aun así, allí iremos —decidió Losian—. Ya descubriremos qué planes tiene Dios para nosotros.
El segundo día después de su huida de Woodknoll se arriesgaron a salir a la carretera que conducía a Norwich y así avanzaron más deprisa. De vez en cuando se encontraban con comerciantes con carros o campesinos con yuntas de bueyes que les dirigían miradas curiosas, y a menudo también hostiles, pero nadie los importunó. Para su alimentación dependían otra vez de la habilidad para la caza de los siameses y de los conocimientos sobre plantas de Edmund, y era raro que unos y otro consiguieran suficientes provisiones para saciarlos a todos. Además, Simon sabía que atravesaban un terreno de caza real, y que quien era atrapado cazando furtivamente en esos bosques corría el riesgo de perder una mano o algo peor.
Por eso tenían que mostrarse prudentes, lo que en no pocas ocasiones significaba que no tenían nada para comer. Sobre todo Oswald sufría por la falta de alimento. El joven tenía las mejillas chupadas, y a veces parecía como si su cara adquiriera un tono azulado.
—Losian, deberíamos hacer un alto —dijo Simon cuchicheando, y señaló discretamente hacia atrás con la cabeza—. No puede seguir adelante.
Losian se detuvo y se volvió. Oswald se aferraba a la mano del rey Edmund, tenía la cabeza gacha y jadeaba.
—Tienes razón. Aunque hubiera preferido parar en un lugar más protegido.
Desde la tarde del día anterior, la carretera los conducía a través de los fens, esas marismas salpicadas de lagos y pantanos que cubrían la mayor parte de Lincolnshire e East Anglia.
—¿No creerás en serio que De Laigle aún nos sigue, o sí? —preguntó Simon en voz baja.
—No, probablemente no. Si lo hubiera hecho, haría tiempo que nos habría atrapado.
Wulfric señaló con el brazo extendido una agrupación de casas situada un poco más lejos hacia el Sur.
—Ahí. Un pueblo.
—¿Aún tienes el penique que Oswald encontró en el adarve, Losian? —preguntó Godric de repente.
Losian abrió la bolsa que colgaba de su cinturón y sacó el penique.
—Fantástico. —Wulfric estaba radiante—. Con esto seguro que podremos conseguir de la gente del pueblo gachas para ocho.
Necesitaron casi media hora para llegar, y lo que encontraron entonces fue un lugar totalmente devastado: la mayoría de las cabañas estaban quemadas y solo quedaban de ellas unos pocos postes ennegrecidos, y en los patios yacían aplastadas las aves de corral. Muchos cascos herrados habían dejado huellas en el barro. Losian encadenó a Regy a un árbol, y luego se dividieron para inspeccionar el pueblo. Al parecer, la mayoría de los habitantes habían podido huir, porque no encontraron muchos cadáveres. Pero los pocos que había estaban horriblemente destrozados.
—¿Qué habrá pasado aquí? —preguntó Losian sacudiendo la cabeza.
Simon se encogió de hombros.
—En East Anglia, las tropas del rey Stephen son más numerosas que los hombres de Maud, pero también aquí hay gente que simpatiza con ella. Tal vez estos campesinos escondieran a uno de sus caballeros, y entonces el conde de Norfolk o vete a saber quién envió un grupo de hombres para asegurarse de que no volvieran a hacerlo.
—Y lo malo es que la semana próxima pueden cambiar las tornas —dijo Godric—. El conde de Norfolk puede mudar de bando o ser expulsado por las tropas de Maud, y entonces aniquilarán a los campesinos que hayan escondido a los fugitivos de las filas de Stephen. Y además están, naturalmente, los lores que no sirven ni a Maud ni a Stephen, sino que tienen sus propios planes. Como De Laigle, por ejemplo.
—Explícame más sobre esto —pidió Losian—. Hasta ahora siempre había dicho que esta guerra no me concernía y que no quería saber nada de ella, pero tengo la sensación de que se nos acerca. —Señaló la pared de tablas carbonizadas junto a la que se habían agachado para protegerse del viento y contemplar su botín: un pequeño barril con col agria, medio barril de cerveza y unos cuantos pedazos de pan medio enmohecido.
Simon miró a Losian con cara de impotencia.
—Todo ocurrió porque no había ningún sucesor al trono cuando el viejo rey murió hace doce años —explicó—. Solo su hija. La emperatriz Maud.
—¿Cómo que emperatriz? —lo interrumpió Losian.
—Estaba casada con el emperador alemán Heinrich. Y aunque este hace una eternidad que murió y ahora su esposo es el conde de Anjou, sigue haciéndose llamar «emperatriz Maud». El viejo rey hizo jurar a los lores que elegirían a Maud como reina cuando él muriera. Y su primo, Stephen de Blois, fue uno de los primeros que prestaron juramento. Igual que el hermano de Maud, Robert de Gloucester.
—Un momento. ¿No decías que no tenía hermanos?
—Gloucester es un bastardo —explicó Simon—. El viejo Henry tenía dos docenas de bastardos, decía siempre mi padre, y los hizo condes de Gloucester, de Cornualles y qué sé yo de dónde más. En cualquier caso, cuando murió, los lores rompieron su juramento y colocaron en el trono a su primo Stephen. Porque lo conocían —al contrario que a ella—, y sobre todo porque no querían que el esposo de Maud, Geoffrey de Anjou, se hiciera con el poder en Inglaterra. Y en eso tenían razón. Geoffrey es un hombre sanguinario, ávido de poder. Y Stephen es un buen rey. Un hombre de honor. Si esta guerra se lleva a cabo con tanto encarnizamiento y crueldad, no es por su culpa.
Regy lanzó un resoplido.
—Yo diría que sí es culpa suya, porque nunca acaba de decidirse a emplear la dureza necesaria para imponerse a sus enemigos. Por eso esta estúpida guerra no se acaba nunca. Y además hay un hecho cierto: ese hombre de honor y los otros lores rompieron su juramento y traicionaron la última voluntad del rey. Cuando la emperatriz Maud llegó a Inglaterra, muchos de ellos se unieron a su causa.
Simon asintió a regañadientes.
—Sobre todo su hermanastro, el conde de Gloucester, que es un soldado excepcional. Y así estalló la guerra. El rey David de Escocia, tío de la emperatriz Maud, cruzó la frontera y aseguró el norte para ella. Su hermano Gloucester hizo lo mismo con el sudoeste. El rey Stephen controla el sudeste. Y guerrean por dominar el resto. Y esto desde hace más de ocho años.
—¿Cómo puede ser que el viejo rey tuviera una hija y dos docenas de bastardos pero ningún hijo legítimo? —preguntó Losian.
—Bueno, había un sucesor al trono, el príncipe William Ætheling. Pero hace tiempo que murió. Ahogado en el viaje de vuelta de Normandía a Inglaterra. Muchos hombres destacados se ahogaron entonces, cuando el White Ship se hundió y… ¿Losian?
Losian, sin ningún signo que pudiera presagiarlo, se había desplomado de repente.
Los siameses intercambiaron una mirada sorprendida y se inclinaron sobre él.
—Se ha desmayado —informó Wulfric hablando por encima del hombro.
—Bueno, tu forma de explicar la historia era para dormirse —opinó Regy—. Pero tampoco era tan mala como para eso.
Losian despertó de un hermoso sueño, extraordinariamente vívido, pero que había olvidado al instante, y se incorporó.
—¿Qué…? —Vio las caras que lo rodeaban y desvió la vista, un poco turbado—. No hay motivo para preocuparse. Debe de ser el hambre. Haced el favor de no mirarme como si me hubiera crecido otra cabeza.
Simon le dirigió una mirada escrutadora.
—Estabas… realmente en otro mundo.
—¿Y eso qué importa? Sigue contando.
—No hay mucho más que contar —dijo Simon—. Hace seis años hubo una gran batalla en Lincoln. El rey Stephen perdió y fue hecho prisionero. Pero poco después también Gloucester fue hecho prisionero, y los intercambiaron. Todo volvió a empezar desde el principio. En su huida de Oxford, hace unos años, también la emperatriz estuvo a punto de caer en manos de sus enemigos, y desde entonces se ha atrincherado en el castillo de Devizes y no se mueve de allí.
—La guerra se arrastra cansinamente y los lores hacen lo que quieren —resumió Regy—. Supongo que muchos han comprendido que se las arreglan muy bien sin un rey, o sin una reina, y prefieren disfrutar sin trabas de su ilimitado poder.