El caso Robinsón

Y entonces alguien le dio unas palmaditas en el hombro. Karl, pensando, claro está, que se trataba de un huésped, se apresuró a meter en un bolsillo su manzana y corrió hasta el ascensor, dirigiéndole al hombre apenas una mirada.

—Buenas noches, señor Rossmann —dijo en ese momento el hombre—; yo soy Robinsón.

—¡Pero! ¡Cómo ha cambiado usted! —dijo Karl cabeceando de asombro.

—Sí, ahora me va bien —dijo Robinsón contemplándose a sí mismo con una mirada que se deslizó hacia abajo sobre su propia vestimenta, compuesta acaso de prendas bastante finas, pero en tan abigarrada mezcla que el conjunto parecía sencillamente miserable. Lo más llamativo era un chaleco blanco, evidentemente recién estrenado, con cuatro bolsillos pequeños fileteados de negro; Robinsón, por otra parte, trataba de ostentarlo ex profeso hinchando el pecho.

—Gasta usted prendas caras —dijo Karl y pensó fugazmente en su sencillo y hermoso traje con el cual él hubiera podido competir hasta con el mismísimo Renell y que aquellos dos malos amigos habían vendido.

—Sí —dijo Robinsón—, casi todos los días me compro algo. ¿Qué le parece el chaleco?

—Bastante bien —dijo Karl.

—No son bolsillos verdaderos; están hechos así sólo para figurar —dijo Robinsón cogiendo la mano de Karl para que éste se convenciera por sí mismo. Pero Karl retrocedió, pues la boca de Robinsón despedía un insoportable olor a aguardiente.

—De nuevo bebe usted mucho —dijo Karl, y ya estaba nuevamente junto a la balaustrada.

—No —dijo Robinsón—; mucho no. —En desacuerdo con su anterior comentario añadió—: Y, ¿qué más le queda al hombre en este mundo?

Un viaje en el ascensor vino a interrumpir la conversación y apenas hubo regresado recibió una llamada telefónica con la orden de ir a buscar al médico del hotel para una señora del séptimo piso que había sufrido un desmayo. Mientras se hallaba en camino para cumplir la orden, esperaba Karl secretamente que Robinsón se marchara entretanto, pues no quería que lo viesen con él y, teniendo presente la advertencia de Therese, no quería tampoco saber nada de Delamarche. Pero Robinsón seguía esperando, con el porte rígido de un beodo completo, y en ese preciso instante pasaba por allí un importante empleado del hotel, de levita negra y sombrero de copa, felizmente sin que Robinsón le mereciera, al parecer, mucha atención.

—Rossmann, ¿no quiere usted venir a visitarnos alguna vez? Ahora lo pasamos muy bien —dijo Robinsón mirando a Karl de un modo seductor.

—¿Me invita usted o Delamarche? —preguntó Karl.

—Delamarche y yo; estamos de acuerdo en ello —dijo Robinsón.

—Entonces le digo a usted y le ruego le transmita lo mismo también a Delamarche que nuestra despedida, si es que esto no había quedado en claro ya de por sí, ha sido definitiva. Ustedes dos me han causado más penas que las que nadie me causó nunca. ¿Acaso se han propuesto no dejarme en paz tampoco de ahora en adelante?

—Pero si somos sus camaradas —dijo Robinsón, y repugnantes lágrimas de borracho le asomaron a los ojos—. Delamarche le manda decir que desea indemnizarlo de todo lo anterior. Vivimos ahora con Brunelda, una magnífica cantante.

Y acto seguido se dispuso a entonar una sonora canción, pero Karl, a tiempo todavía, lo increpó siseando:

—Cállese, ¡cállese inmediatamente!, ¿acaso no sabe usted dónde se encuentra?

—Rossmann —dijo Robinsón, atemorizado ya en cuanto al canto—, pero si yo, diga usted lo que quiera, soy su compañero. Y ahora que tiene usted aquí un puesto tan excelente, ¿no podría facilitarme algo de dinero?

—Pero si usted no hará más que bebérselo otra vez —dijo Karl—; si hasta estoy viendo allí, en su bolsillo, una botella de aguardiente, del que usted seguramente ha bebido durante mi ausencia, pues al comienzo estaba usted todavía, poco más o menos, en sus cabales.

—Lo hago sólo para confortarme cuando estoy en camino haciendo alguna diligencia —dijo Robinsón excusándose.

—Si ya ni siquiera es mi propósito corregirlo a usted —dijo Karl.

—¡Pero el dinero! —dijo Robinsón con los ojos repentinamente rasgados.

—Sin duda Delamarche le ha encargado que le llevara dinero. Bien, le daré dinero; pero con la expresa condición de que usted se marche inmediatamente de aquí, y que jamás vuelva a visitarme en esta casa. Si quiere usted comunicarme algo, escríbame: Karl Rossmann, ascensorista, Hotel Occidental, son señas suficientes. Pero aquí, lo repito, no debe usted volver a visitarme. Aquí estoy de servicio y no tengo tiempo para recibir visitas. Bien, pues, ¿quiere usted el dinero con esa condición? —preguntó Karl, y ya introducía la mano en el bolsillo de su chaleco, pues estaba decidido a sacrificar la propina de aquella noche.

Robinsón, en respuesta a tal pregunta, sólo asintió meneando la cabeza y respirando con gran dificultad. Karl interpretó el hecho erróneamente y preguntó una vez más:

—¿Sí o no?

Y entonces Robinsón le hizo comprender por señas que se aproximara y entre contorsiones ya bastante elocuentes susurró:

—Rossmann, me siento muy mal.

—¡Al diablo! —exclamó Karl escapándosele involuntariamente tales palabras, y con ambas manos lo arrastró hasta la balaustrada. Y ya surgía el chorro y caía de la boca de Robinsón a las profundidades. Desamparado, en las pausas que le dejaba su malestar, se deslizaba hacia Karl ciegamente.

—Usted es, en verdad, un buen muchacho —decía luego; o bien—; ya va a terminar, ya —cosa que aún no era cierta ni remotamente, o—: ¡Qué brebaje me habrán echado ahí esos perros!

Karl, lleno de inquietud y de asco, ya no aguantaba cerca de él y comenzó a pasearse. En aquel rincón, junto al ascensor quedaba Robinsón, ciertamente un tanto escondido; pero ¿qué sucedería si no obstante, alguno reparase en él, uno de esos huéspedes nerviosos, ricos, que están en acecho constantemente, ansiosos de poder presentar una queja a algún empleado del hotel que acudiría sin duda corriendo, y que luego, furioso, tomaría venganza contra toda la casa, aprovechando ese motivo; o si pasara uno de esos pesquisantes del hotel que siempre cambian, que nadie conoce excepto la Dirección y cuya presencia se sospecha en cada hombre que uno ve, basta que se le descubra una mirada un tanto examinadora, acaso debida meramente a su miopía? Y allá abajo sólo hacía falta que con ese movimiento propio del restaurante, que no cesaba durante toda la noche, fuese alguien a las despensas, que notase aquella asquerosidad en el pozo de luz y preguntase a Karl por teléfono qué, por el amor Dios, estaba pasando allí arriba. ¿Podía Karl, en tal caso, desconocer a Robinsón? Y si lo hiciese, ¿no se referiría Robinsón, en su tontería y desesperación, y por toda excusa, precisa y exclusivamente a Karl? ¿Y no sería inevitable entonces que lo despidieran en el acto, pues habría sucedido la cosa inaudita de que un ascensorista —el más bajo y más prescindible de la enorme escala de la servidumbre de aquella casa— dejara mancillar el hotel por su amigo, permitiendo que asustara a los huéspedes o que del todo los ahuyentara? ¿Podía tolerarse por más tiempo a un ascensorista que tenía tales amigos, y a quienes, para colmo, permitía que lo visitaran durante las horas de servicio? ¿No parecería a todas luces evidente que un ascensorista de esa laya era un bebedor él mismo o algo peor aún?, pues ¿no sería la suposición más convincente que él, aprovechando los depósitos del hotel, hartaba a sus amigos hasta el punto de que llegasen a hacer cosas como la que ahora había hecho Robinsón en ese mismo hotel donde se mantenía una limpieza rigurosa y pedante? ¿Y por qué había de limitarse tal muchacho a los hurtos de víveres, si las ocasiones para robar eran realmente infinitas, dada la conocida negligencia de los huéspedes, y si estaban a la vista los armarios que quedaban abiertos por todas partes, los valores y preciosidades que se dejaban sobre las mesas, los estuches muy abiertos, las llaves distraídamente arrojadas en cualquier parte?

Precisamente veía Karl que a lo lejos, de un salón del sótano en el cual acababa de concluir una función de variedades, comenzaban a subir los huéspedes. Karl se apostó junto a su ascensor y ni siquiera se atrevió a volver la cabeza hacia Robinsón, por temor a lo que allí pudiera presentarse a sus ojos. Pero le tranquilizaba el que no oyese desde aquel lado el menor ruido, ni siquiera un suspiro. Seguía, por cierto, atendiendo a sus huéspedes, subía y bajaba con ellos; mas, no obstante, no podía ocultar del todo su distracción, y en cada viaje hacia abajo preparábase a encontrar alguna sorpresa desagradable.

Al fin dispuso nuevamente de unos momentos libres para echar una mirada al lugar donde estaba Robinsón y lo vio muy encogido, acurrucado en su rincón y con la cara apretada contra las rodillas. Tenía muy echado hacia atrás su sombrero redondo y duro.

—Ahora, váyase —dijo Karl en voz baja y con tono resuelto—. Aquí tiene usted el dinero. Si se apresura, podré mostrarle todavía el camino más corto.

—No podré irme —dijo Robinsón enjugándose la frente con un diminuto pañuelo—. Aquí moriré. No puede imaginarse usted que mal me siento. Delamarche me lleva a todas partes, a estos lugares finos, pero yo no soporto ese brebaje afeminado; se lo digo a Delamarche todos los días.

—Pero, de una vez para siempre, aquí no puede usted quedarse —dijo Karl—; piense usted siquiera dónde se encuentra. Si lo descubren aquí, lo castigarán a usted y yo perderé mi puesto. ¿Es esto lo que usted pretende?

—No puedo irme —dijo Robinsón—. Antes me arrojo allá abajo. —Y a través de los balaustres señaló el pozo de luz—. Quedándome aquí sentado, todavía puedo soportarlo, pero levantarme, ¡eso sí que no puedo! ¡Si ya lo intenté mientras usted no estaba!

—Entonces, bien, iré por un coche y lo llevarán al hospital —dijo Karl sacudiéndole ligeramente las piernas, pues Robinsón amenazaba hundirse a cada instante en una apatía absoluta. Pero apenas oyó Robinsón la palabra hospital, que parecía despertar en él imágenes terribles, se puso a llorar a lágrima viva y tendió las manos hacia Karl, implorando gracia.

—Quieto —dijo Karl; le bajó las manos de un revés, corrió hasta el ascensorista a quien él había reemplazado esa noche, le rogó que durante unos momentos le hiciera el mismo favor, y retornó corriendo hasta donde estaba Robinsón.

Levantó con todas sus fuerzas al que aún seguía sollozando y le dijo al oído:

—Robinsón, si quiere que yo me ocupe de usted, haga entonces un esfuerzo y recorra ahora un pequeñísimo trecho. Lo conduciré, ¿sabe usted?, a mi cama, donde podrá quedarse hasta que se sienta bien. Verá usted qué pronto se repondrá. Quedará usted asombrado. Y ahora sólo le pido que se conduzca razonablemente, pues en los pasillos hay gente por todas partes y mi cama, además, se halla en un dormitorio colectivo. Por poco que llame la atención, ya nada podré hacer por usted. Y tenga los ojos abiertos: no puedo andar llevándolo como a un enfermo moribundo.

—Sí, sí, voy a hacer lo que usted quiera —dijo Robinsón—, pero usted solo no podrá llevarme. ¿Por qué no va usted a buscar también a Renell?

—Renell no está —dijo Karl.

—¡Ah, sí!, es verdad —dijo Robinsón—; Renell está con Delamarche. Si son ellos, ellos dos, quienes me han mandado por usted. Ya lo estoy confundiendo todo.

Karl aprovechó éste y otros monólogos incomprensibles de Robinsón para ir empujándolo adelante, y así llegaron felizmente hasta un recodo desde donde un pasillo un poco menos iluminado conducía al dormitorio de los ascensoristas. Precisamente venía por el pasillo a todo correr un ascensorista que pasó junto a ellos; por lo demás, hasta ese momento, sólo había tenido encuentros nada peligrosos; pues esa hora, entre las cuatro y las cinco, era la más tranquila, y bien sabía Karl que si no lograba sacar a Robinsón en seguida, a la hora del alba y al comenzar el tráfago del día ya no habría, de ninguna manera, ocasión favorable de hacerlo.

En el otro confín del dormitorio se realizaba precisamente una gran pelea o alguna función de otra índole. Se oía un palmoteo rítmico, un pataleo de pies agitados y aclamaciones deportivas. En la mitad de la sala situada cerca de la puerta se veía sobre las camas a muy pocos durmientes imperturbables, los más yacían boca arriba y miraban fijamente al vacío y de vez en cuando saltaba alguno de la cama, vestido o sin vestir, tal como en el momento se encontraba, para cerciorarse de cómo marchaban las cosas en el otro extremo de la sala. Y así pues, Karl, sin que lo notasen llevó a Robinsón, que entretanto se había acostumbrado hasta cierto punto a andar, a la cama de Renell, ya que ésta se encontraba muy cerca de la puerta y felizmente no la ocupaba nadie; mientras que en su propia cama, como bien podía verlo desde lejos, dormía tranquilamente otro muchacho, a quien ni siquiera conocía.

Apenas sintió Robinsón la cama bajo sí —una de sus piernas bamboleaba todavía fuera del lecho— se quedó dormido. Karl lo cubrió completamente con la colcha, incluso el rostro, y luego se fue creyendo que no tenía por qué preocuparse, puesto que Robinsón sin duda no despertaría hasta las seis y antes de esa hora él ya estaría de vuelta, luego —quizá entonces estaría también Renell para ayudarle— ya encontraría algún medio para quitar de allí a Robinsón. Una inspección del dormitorio realizada por funcionarios superiores producíase sólo en casos extraordinarios —hacía años ya que los ascensoristas habían conseguido la abolición de la inspección general que antes se practicaba—, de manera que tampoco en ese sentido había nada que temer.

Al llegar nuevamente junto a su ascensor advirtió Karl que partían hacia arriba, en ese preciso instante, tanto su propio ascensor como el de su vecino. Quedóse esperando, inquieto por ver cómo se explicaba ese asunto. Su ascensor bajó primero y salió de él aquel muchacho que precisamente hacía unos momentos había venido corriendo por el pasillo.

—¿Dónde has estado Rossmann? —preguntó—. ¿Por qué te has ido? ¿Y por qué no has dado aviso de que te ibas?

—Pero si le dije que me reemplazara por un momento —repuso Karl señalando al muchacho del ascensor vecino que se aproximaba—. Yo también lo he reemplazado a él durante dos horas y cuando más movimiento había.

—Perfectamente, perfectamente —dijo el interpelado—, pero eso no es suficiente. ¿Acaso no sabes que por poco que uno se ausente durante el servicio, debe dar aviso, como corresponde, a la oficina del camarero mayor? Para eso tienes ahí el teléfono. Yo te hubiera reemplazado con gusto, pero bien sabes que no es tan fácil. Precisamente esperaban ante los dos ascensores huéspedes nuevos, llegados en el tren rápido de las cuatro y treinta. Y como yo no podía primero hacerme cargo del ascensor tuyo y dejar que esperaran los huéspedes míos, he subido antes con el mío.

—¿Y entonces? —preguntó Karl intrigado, ya que los dos muchachos callaban.

—Y entonces —dijo el muchacho del ascensor vecino—, entonces pasa precisamente el camarero mayor, ve a la gente de pie, delante de tu ascensor, sin ser atendida, se le revuelve la bilis, llego yo a todo correr, me pregunta dónde te has metido, pero yo no tenía la menor idea pues tú no me dijiste adónde ibas, y entonces habla inmediatamente por teléfono al dormitorio y hace venir a otro muchacho en seguida.

—Si hasta te encontré en el pasillo —dijo el reemplazante de Karl. Éste asintió.

—Naturalmente —aseguraba el otro muchacho—, le dije en seguida que tú me habías pedido que te reemplazara, pero ¿acaso escucha ése semejantes excusas? Probablemente tú no lo conoces todavía. Y además nos dijo que tienes que ir inmediatamente a la oficina. De manera que es mejor que no te detengas: ve corriendo allí. Tal vez todavía te lo perdone, pues realmente te habías ausentado sólo dos minutos. Dile tranquilamente que me habías pedido que te reemplazara. Pero de que me hayas reemplazado tú a mí, será mejor que no hables, créemelo; a mí nada puede pasarme, puesto que yo tenía permiso, pero no es bueno hablar de una cuestión semejante entremetiéndola en ese asunto con el cual no tiene la menor relación.

—Ésta ha sido la primera vez que he abandonado mi puesto —dijo Karl.

—Siempre ocurre así, sólo que no lo creen —dijo el muchacho, y corrió hasta su ascensor viendo que se aproximaba gente.

El reemplazante de Karl, un muchacho de unos catorce años, que evidentemente sentía compasión por Karl, dijo:

—No sería la primera vez que se perdonan cosas semejantes. Generalmente lo trasladan a uno a otros trabajos. Por lo que yo sé, uno solo ha sido despedido por una cuestión como ésta.

»Tienes que inventar alguna excusa. No le digas en ningún caso que de pronto te has sentido mal, pues entonces sólo se reiría de ti. Será mejor que le digas que algún huésped te ha mandado a ver a otro huésped con un recado urgente y que ya no sabes quién es el primero de los huéspedes, y que al segundo no has podido encontrarlo.

—¡Bah! —dijo Karl—, no ha de ser tan grave.

Después de todo lo que había oído, ya no creía en la posibilidad de un desenlace favorable. Pues aunque quedase perdonada esta falta en el servicio, en el dormitorio seguía yaciendo Robinsón que representaba su culpa viviente; y el carácter atrabiliario del camarero mayor era más que probable que no se conformara con una investigación superficial y que, finalmente diera todavía, a pesar de todo, con Robinsón. Sin duda no existía ninguna prohibición expresa según la cual no se podía llevar gente extraña al dormitorio, pero si no regía una prohibición semejante era sólo porque nadie prohibía, por cierto, cosas inimaginables.

Cuando Karl entró en la oficina del camarero mayor estaba éste precisamente tomando su desayuno; bebía un sorbo de su café con leche y revisaba luego una lista que, sin lugar a dudas, lo había traído el portero mayor del hotel, que también se hallaba allí presente. Era un hombre grande a quien su uniforme abundante, ricamente adornado —hasta sobre los hombros y descendiendo por los brazos serpenteaban cadenas y cintas doradas—, hacía aparecer más ancho de hombros todavía de lo que ya era por naturaleza. Un bigote negro y lustroso, estirado en puntas distantes, como suelen gastarlo los húngaros, no se movía ni al más rápido movimiento de cabeza. Por otra parte el hombre, por el peso de su ropaje, apenas si podía moverse, con dificultad por regla general, y no estaba de pie sino esparrancado, con las piernas a manera de estacas, a fin de distribuir así exactamente su peso.

Karl entró con timidez y de prisa, costumbre que había adquirido en el hotel, pues la lentitud y cautela, que en un particular son señal de cortesía, considerábase pereza en un ascensorista. Por otra parte, no había de notarse ya en el primer momento su culpabilidad. Ciertamente el camarero mayor había dirigido una mirada fugaz hacia la puerta que se abría; pero luego volvieron a ocuparlo en seguida su café y su lectura, y ya no hizo caso de Karl. El portero, en cambio, tal vez porque se sentía molesto por la presencia de Karl, tal vez porque venía con alguna noticia o solicitud secreta, sea como fuese, lo miraba a cada instante, enfadado, con la cabeza rígida, inclinada, para volverse luego nuevamente hacia el camarero mayor, mas no antes de que sus miradas hubiesen encontrado las de Karl, lo que manifiestamente había sido su intención. No obstante creía Karl que al encontrarse ya allí no quedaría bien que abandonara la oficina sin haber recibido antes la orden correspondiente del camarero mayor. Pero éste seguía estudiando la lista y al mismo tiempo comía a intervalos un pedazo de torta, del que de cuando en cuando, sin interrumpir la lectura, sacudía el azúcar. En eso estaba cuando cayó al suelo una hoja de la lista; el portero ni siquiera intentó levantarla; sabía perfectamente que no lo lograría, mas no fue necesario porque en el acto ya estaba Karl entregándole la hoja al camarero mayor, que se la recibió con un ademán como si hubiese levantado vuelo por sí mismo desde el piso hasta su mano. Esa pequeña atención no sirvió de nada, pues tampoco en lo sucesivo suspendió el portero sus enojadas miradas.

No obstante, Karl estaba más tranquilo que antes. Ya el hecho de que su asunto pareciera tener tan poca importancia para el camarero mayor podía interpretarse ciertamente como buena señal. Al fin y al cabo esto era lo más natural. Ciertamente un ascensorista no significa nada en absoluto y nada puede permitirse por lo tanto; pero por el mismo hecho de no significar nada no puede tampoco originar ningún mal extraordinario. Al fin y al cabo el mismo camarero mayor había sido ascensorista en su juventud —cosa que seguía siendo un motivo de orgullo para los ascensoristas de la generación actual—, había sido él quien por primera vez había organizado a los ascensoristas y seguramente él también habría abandonado alguna vez su puesto sin permiso, aunque por cierto nadie podría obligarlo a que ahora lo recordase y no se debía menoscabar el hecho de que él, precisamente como antiguo ascensorista, considerara de su deber el mantenimiento del orden en el seno de este gremio, mediante una severidad inexorable en ciertas ocasiones.

Pero además confiaba Karl en la marcha del tiempo. De acuerdo con el reloj de la oficina ya eran las cinco y cuarto; Renell podía volver en cualquier momento, hasta era posible que ya estuviese allí; pues, por otra parte, debía haberle llamado la atención que Robinsón no regresara, esto se le ocurría a Karl ahora. Delamarche y Renell no podían haber estado muy lejos del Hotel Occidental, pues de otra manera Robinsón, en el estado miserable en que se hallaba, no habría llegado hasta allí. Ahora bien, encontrando Renell a Robinsón en su cama, cosa que tenía que suceder, ya todo marcharía perfectamente. Pues Renell, práctico como era, sobre todo si iba en ello su propio interés, ya se las arreglaría para alejar a Robinsón del hotel de alguna manera inmediata, cosa que entonces ya resultaría mucho más fácil, puesto que Robinsón se habría repuesto un poco entretanto, y ya que, por otra parte, sería probable que Delamarche esperase delante del hotel a fin de recogerlo.

Ahora bien, una vez alejado Robinsón, ya podría Karl enfrentarse con el camarero mayor mucho más tranquilo; por esta vez acaso se salvaría recibiendo sólo una amonestación que, por cierto, podía resultar bien grave. Y luego le pediría consejo a Therese, sobre si convendría que le confesase la verdad a la cocinera mayor —por su parte no veía obstáculo alguno—, y si esto era posible efectivamente, el asunto quedaría olvidado sin mayores perjuicios.

Precisamente habíase tranquilizado Karl un poco con tales reflexiones y ya se disponía a hacer, sin llamar la atención, el recuento de la propina recibida esa noche, pues tenía la sensación de que era excepcionalmente abundante, cuando el camarero mayor, pronunciando las palabras: «Haga usted el favor de esperar un instante todavía, Feodor», dejó la lista sobre la mesa, se levantó de un salto elástico e increpó a Karl, gritando de tal manera que éste, en el primer momento, no hizo más que, asustado, mirar fijamente al interior de aquel grande y negro orificio bucal.

—Has abandonado tu puesto sin permiso. ¿Sabes lo que esto significa? Pues significa perder el empleo. No quiero conocer tus excusas; guárdate tus mentirosos pretextos; a mí me basta plenamente con el hecho de que no hayas estado. Que una sola vez tolere y perdone yo esto será suficiente para que en lo sucesivo los cuarenta ascensoristas abandonen sus puestos durante las horas de servicio y habrá que verme entonces a mí solo cargar con los cinco mil huéspedes escaleras arriba.

Karl no dijo nada. Se le había acercado el portero, el cual daba en ese momento unos tirones de la chaquetilla de Karl que mostraba unas cuantas arrugas; lo hacía sin duda para llamar la atención del camarero mayor, especialmente, sobre ese pequeño desorden del traje de Karl.

—¿Acaso te has sentido repentinamente mal? —preguntó con astucia el camarero mayor.

Karl le dirigió una mirada escudriñadora y respondió:

—No.

—¿De manera que ni siquiera te has sentido mal? —gritó el camarero mayor—. Pues si es así habrás inventado alguna mentira verdaderamente grandiosa. ¿Qué excusa tienes? Vamos, desembucha.

—Yo no sabía que hubiera que pedir permiso por teléfono —dijo Karl.

—¡Oh!, esto es, por cierto, delicioso —dijo el camarero mayor; cogió a Karl de la solapa y así, casi suspendido, se lo llevó frente a un reglamento relativo al servicio de los ascensores que estaba fijado en la pared. El portero también fue tras ellos.

—¡Lee aquí! —dijo el camarero mayor señalando cierto artículo.

Karl creyó que debía leerlo para sí.

—¡En voz alta! —ordenó con tono de mando el camarero mayor.

En vez de leer en voz alta, Karl, esperando que con ello aplacaría más fácilmente al camarero mayor, dijo:

—Conozco el artículo; he recibido, por supuesto, el reglamento y lo he leído detenidamente; pero precisamente una ordenanza como ésta, que uno nunca tiene ocasión de poner en práctica, suele olvidarse. Ya estoy desempeñando mi puesto desde hace dos meses y jamás he abandonado mi puesto.

—Pues entonces lo abandonarás ahora —dijo el camarero mayor.

Se acercó a la mesa, levantó de nuevo la lista como si fuese algún trapo sin valor y echó a andar por el cuarto, de aquí para allá, con la frente y las mejillas muy encendidas.

—¡Y por un granuja semejante tiene uno que pasar por todo esto! ¡Por semejantes disgustos durante el servicio nocturno! —Espetó tales palabras varias veces—. ¿Sabe usted quién era el que precisamente deseaba subir cuando este individuo había abandonado el ascensor? —dijo dirigiéndose al portero. Y nombró un apellido. Al escucharlo, el portero, que seguramente conocía y sabía apreciar el valor de todos los huéspedes, se estremeció tanto que no pudo menos que dirigir una rápida mirada hacia Karl, como si sólo la existencia de éste pudiese ser realmente una confirmación de que, en efecto, el portador de aquel apellido había tenido que esperar unos instantes, inútilmente, junto a un ascensor cuyo ascensorista se había escapado.

—¡Es horroroso! —dijo el portero presa de una inquietud infinita y meneando la cabeza lentamente en dirección a Karl.

Éste lo miraba con tristeza y pensaba que ahora tendría que pagar también las consecuencias de la torpeza mental de ese hombre.

—Por otra parte ya te conozco yo también —dijo el portero extendiendo su índice grueso, grande, rígido—. Eres el único de los muchachos que no me saluda, que sistemáticamente no me saluda. ¿Qué es lo que te crees tú, en verdad? Cualquiera que pase por la portería tiene el deber de saludarme. En cuanto a los demás porteros, puedes proceder como quieras; pero, por mi parte, exijo que se me salude. Es cierto que a veces me hago el distraído; pero puedes estar bien tranquilo, yo sé siempre, exactamente, quién me saluda y quién no, ¡pedazo de botarate!

Se apartó de Karl y en actitud altiva dio unos pasos hacia el camarero mayor; pero éste, en lugar de manifestar su opinión respecto de ese asunto del portero, concluía su desayuno hojeando un diario matutino que acababa de traerle un ordenanza.

—Señor portero mayor —dijo Karl queriendo aprovechar la distracción del camarero mayor al menos para dejar en claro el asunto del portero, pues comprendía que si bien no podía perjudicarle gran cosa el reproche del portero, sí podía hacerlo su enemistad—; ciertamente lo saludo a usted. No llevo mucho tiempo todavía en América y vengo de Europa, donde, como todo el mundo sabe, se saluda mucho más de lo necesario. Naturalmente no he podido deshabituarme del todo y hace apenas dos meses trataron de convencerme en Nueva York, donde casualmente tenía yo relaciones con gente del gran mundo, en cada ocasión que se presentaba, de que dejara yo a un lado mi exagerada cortesía. ¡Y siendo así, cómo no habría de saludarlo a usted, precisamente a usted! Todos los días lo he saludado a usted, y varias veces por día. ¡Claro que no cada vez que lo veía, puesto que cien veces al día paso yo frente a usted!

—Tienes que saludarme siempre, siempre sin excepción, y durante todo el tiempo que hables conmigo tienes que permanecer con la gorra en la mano y tienes que decirme siempre: «señor portero mayor» y no «usted». Y todo esto siempre y siempre.

—¿Siempre? —repitió Karl en voz baja y en tono interrogativo; ahora se acordaba, en efecto, de las miradas llenas de rigor y reproche que le había lanzado el portero durante toda su permanencia allí, ya a partir de aquella primera mañana en que, no habiéndose adaptado todavía suficientemente a su condición de subordinado, interrogó a aquel portero, sin más, con cierto exceso de audacia y queriendo saber si por ventura no habían preguntado por él dos hombres y si no habían dejado, quizá, alguna fotografía para él.

—Ahora ya ves a dónde lleva una conducta semejante —dijo el portero. Ya estaba otra vez muy cerca de Karl y dijo esto señalando al camarero mayor, que aún se hallaba leyendo, como si aquél fuese el representante de su venganza—. En tu próximo puesto ya sabrás saludar al portero aunque sólo sea el caso en alguna taberna miserable.

Karl comprendió que en realidad había perdido su puesto, pues el camarero mayor ya lo había declarado y el portero mayor lo había repetido como si se tratase de un hecho consumado, y tratándose de un simple ascensorista seguramente no sería necesaria la confirmación de su cesantía por parte de la Dirección del hotel. Por cierto, todo esto había podido imaginar, pues al fin y al cabo había cumplido durante esos dos meses lo mejor que había podido y sin duda mejor que muchos otros muchachos. Pero tales cosas por lo visto no se toman en consideración en el momento decisivo, en ninguno de los continentes, ni en Europa ni en América, sino antes bien se toman decisiones según el rapto de furia del primer momento y conforme a la primera sentencia que salga de la boca.

Tal vez hubiera sido lo mejor en aquel momento despedirse en seguida y marcharse; la cocinera mayor y Therese quizá estuvieran durmiendo todavía y él podría despedirse de ellas por carta, para ahorrarles así, al menos evitando la despedida personal, la decepción y la tristeza que su conducta les causaría; podría preparar rápidamente su baúl y marcharse en silencio. Pero si en cambio se quedaba aunque fuese un día más, y por cierto le hubiera sentado bien dormir un poco, no podía acontecer sino que su asunto se inflase hasta estallar en un escándalo y sólo podría esperar reproches de todas partes y la escena insoportable del llanto de Therese y quizá de la cocinera mayor, y posiblemente, para rematarlo todo, recibiese algún castigo. Mas por otra parte lo turbaba tener que enfrentarse con dos enemigos y el que cada palabra que él pronunciase fuese objetada e interpretada para mal, si no por uno, seguramente por el otro; quedó, pues, callado disfrutando momentáneamente de la tranquilidad que reinaba en el cuarto ya que el camarero mayor seguía leyendo el diario y el portero mayor ordenaba la lista dispersa sobre la mesa de acuerdo con los números de las páginas, lo que en vista de su miopía evidente le originaba grandes dificultades.

Por fin, bostezando, el camarero mayor dejó el diario, dirigió una mirada hacia Karl para cerciorarse de que éste seguía allí, y dando vueltas a la manivela hizo sonar la campanilla del teléfono que estaba sobre la mesa. Dijo varias veces «hola», pero nadie contestaba.

—No contesta nadie —le dijo al portero mayor. Éste, que había seguido con especial interés, por lo que le pareció a Karl, esa llamada telefónica, dijo:

—Pero si ya son las seis menos cuarto. Ya debe estar despierta sin duda. Insista usted, insista sin temor.

En ese momento llegó, sin que mediase otro pedido, la señal telefónica de respuesta.

—Habla el camarero mayor Isbary —dijo éste—. Buenos días, señora cocinera mayor. Espero no haberla despertado, ¡por Dios! Pues lo siento muchísimo. Sí, sí; ya son las seis menos cuarto. Pero siento sinceramente haberla asustado. Debería usted desconectar el teléfono mientras duerme. No, no, realmente es imperdonable, más aún si se considera la insignificancia del asunto por el cual quisiera hablarle. Pero claro está, tengo tiempo, seguramente; voy a esperar junto al teléfono, si le parece.

—Debe de haber corrido en camisa de dormir a atender el teléfono —dijo el camarero mayor sonriendo al portero mayor, que en el ínterin había permanecido inclinado sobre la caja telefónica, con un enorme interés reflejado en su rostro—. Realmente la he despertado. Por lo general la despierta esa chiquilla que escribe para ella a máquina, y sólo por excepción debe de haberse retrasado hoy. Siento haberle causado ese sobresalto; ya es bastante nerviosa de suyo.

—¿Por qué no sigue hablando?

—Se ha ido a ver qué ocurre con la muchacha —contestó el camarero mayor acercando el auricular a su oído, pues la campanilla sonaba otra vez—. Ya aparecerá —dijo luego dirigiéndose al teléfono—. No debe usted permitir que cualquier cosa la asuste de esa manera. Usted realmente necesita reponerse, y a fondo. Bueno, pues mi pequeña consulta… hay aquí un ascensorista que se llama… —con un gesto interrogativo se volvió hacia Karl y éste, ya que estaba prestando suma atención, pudo proporcionarle su nombre en seguida—, que se llama, pues, Karl Rossmann. Si mal no recuerdo, demostró usted cierto interés por él; desgraciadamente, él ha pagado muy mal su gentileza: ha abandonado sin previo permiso su puesto, me ha causado con ello disgustos gravísimos, cuyo alcance ni siquiera puede apreciarse todavía, y con tal motivo acabo de despedirlo. Espero que no lo tomará usted trágicamente. ¿Cómo dice? Despedido, sí, despedido. Pero si le he dicho que abandonó su puesto. No, en este caso realmente no puedo transigir, mi querida cocinera mayor. Se trata de mi autoridad; es mucho lo que entra en juego; un muchacho semejante me echa a perder a toda la pandilla. Precisamente tratándose de los ascensoristas hay que andarse con un cuidado del diablo. No, no; en este caso no puedo hacerle ese favor, por más que me empeñe siempre en ser cortés con usted. Pues si a pesar de todo le permitiera permanecer en la casa, aunque sólo fuera para mantener en actividad mi bilis, por usted, sí, por usted, señora cocinera mayor, por usted, él no podrá quedarse. Demuestra usted para con él un interés que no merece en absoluto; y puesto que no sólo lo conozco a él, sino también a usted, sé que esto sólo le acarrearía las más graves decepciones y yo quiero evitárselas a usted a cualquier precio. Lo digo con toda franqueza y a pesar de que ese chico empedernido está aquí presente, a unos pasos delante de mí. Se le despide, pues; no, no, señora cocinera mayor; se le despide totalmente; no, no, no se le trasladará a ningún otro trabajo, es completamente inepto. Por otra parte también acabo de recibir otras quejas acerca de él. El portero mayor, por ejemplo, ¿qué, Feodor?; sí, Feodor se queja de la descortesía e insolencia de este muchacho. ¿Cómo que eso no basta?; pues, querida señora cocinera mayor, reniega usted de su propio carácter por ese chico. No, no debe usted instarme en esa forma.

En ese instante inclinóse el portero al oído del camarero mayor susurrándole algo. El camarero mayor lo miró asombrado primero, y luego habló al teléfono con tal velocidad que Karl en un comienzo no pudo entenderlo perfectamente y de puntillas se acercó dos pasos más.

—Querida cocinera mayor —oyó—, sinceramente yo no hubiese creído que conociera usted tan mal a la gente. En este momento me entero de algo que concierne a ese angelito de muchacho suyo, y esto le hará cambiar radicalmente la opinión que de él tiene; casi me da pena que sea precisamente yo el que tenga que decírselo. Pues este delicado muchachito, al que usted llama modelo de decencia, no deja pasar ni una sola de las noches libres de servicio sin irse corriendo a la ciudad de la cual sólo regresa por la mañana. Sí, sí, señora cocinera mayor; eso está probado por testigos intachables, sí… ¿Podría usted decirme ahora, acaso, de dónde saca el dinero necesario para tales placeres? ¿Y si es posible que así mantenga alerta la atención indispensable en su servicio? ¿O acaso quiere usted que además le describa en qué cosas anda en la ciudad? Sí, pues; me apresuraré muy especialmente, a fin de verme libre de este muchacho. Y a usted, se lo ruego, que le sirva de escarmiento para que sepa cuánta cautela hay que emplear en el trato con estos mocitos vagabundos llegados de no se sabe dónde.

—Pero, señor camarero mayor —exclamó entonces Karl, realmente aliviado por aquel error grande que parecía haberse introducido allí, destinado quizá, antes que cualquier otra cosa, a tornarlo todo, inesperadamente, en su favor—, aquí hay con toda certeza una confusión. Según creo, el señor portero mayor le ha dicho que yo me ausento todas las noches. Pero esto no es cierto en absoluto; al contrario, me quedo todas las noches en el dormitorio; todos los muchachos podrán confirmarlo. Si no duermo, me dedico a estudiar correspondencia comercial; pero en ningún caso me muevo del dormitorio; ni una sola noche lo he hecho. Esto es fácil de probar, sin duda. Por lo visto el señor portero mayor me confunde con algún otro, y ahora ya entiendo también por qué cree que no lo saludo.

—¡Vas a callarte ahora mismo! —gritó el portero mayor agitando el puño por algo que a otro hubiera hecho mover un dedo—. ¡Que yo te confundo con algún otro, yo! Pues entonces ya no puedo ser portero mayor, si es que confundo a la gente. Escuche usted eso, señor Isbary, ya no puedo seguir como portero mayor, claro está, puesto que confundo a la gente. Ciertamente en mis treinta años de servicio aún no me ha ocurrido confundir a nadie, cosa que podrán confirmar los centenares de señores camareros mayores que hemos tenido desde entonces, pero en este caso, pillo miserable, quieres que haya comenzado a cometer confusiones. ¡Y contigo, con esa jeta tan llamativa, lisa, que tienes! ¿Qué es lo que se puede confundir en tu caso? Podrías haber ido todas las noches a la ciudad sin que yo te viera y yo confirmo, sin embargo, tan sólo por tu cara, que eres un bribón redomado.

—¡Deja, Feodor! —dijo el camarero mayor cuyo diálogo con la cocinera mayor parecía haber quedado interrumpido de pronto—. En primer lugar, no importan tanto sus diversiones nocturnas. Podría ser que antes de que lo despidamos quisiera él provocar todavía algo así como una gran investigación acerca de sus ocupaciones nocturnas. Bien puedo imaginarme que esto le complacería. Si fuera posible se citaría como testigos a los cuarenta ascensoristas en pleno y se les interrogaría; éstos, naturalmente, también lo habrían confundido, todos, de manera que poco a poco se requeriría el testimonio de todo el personal; desde luego, el movimiento del hotel quedaría paralizado un buen rato y si luego, al fin y al cabo, lo echaran a pesar de todo, él al menos se habría divertido en grande mientras tanto. Será, pues, preferible que nos abstengamos. Ya se ha burlado de la cocinera mayor, esa mujer tan buena, y con ello debe bastarnos. No quiero saber nada más; quedas despedido de tu servicio por tu falta disciplinaria. Aquí tienes un vale para la caja; te pagaran tu sueldo hasta el día de hoy. Esto, por otra parte, considerando tu conducta y dicho sea entre nosotros, es sencillamente un regalo y te lo doy sólo por consideración a la señora cocinera mayor.

Una llamada telefónica impidió que el camarero mayor firmara el vale acto seguido.

—¡Vaya si me dan que hacer esos ascensoristas hoy! —exclamó apenas hubo escuchado las primeras palabras—. ¡Pero si esto es inaudito! —exclamó nuevamente al cabo de unos instantes. Y dejando el teléfono se dirigió al portero del hotel diciendo—: Por favor, Feodor, sujeta un poco a este mocito; todavía tendremos que hablar con él. —Y volviéndose de nuevo hacia el teléfono ordenó—: ¡Sube inmediatamente!

Ahora, por lo menos, el portero mayor podía dar rienda suelta a su furia, cosa que no había logrado con las palabras. Sujetó a Karl por la parte superior del brazo, mas de ninguna manera agarrándolo tranquilamente, lo que hubiera podido soportarse, sino que, de vez en cuando, aflojaba su mano para luego apretarla in crescendo cada vez más, y dada su gran fuerza física, parecía que esto no terminaría nunca; por lo demás era tan fuerte que a Karl se le nublaba la vista. Pero no se limitaba a sostenerlo, sino que, como si hubiera recibido la orden de estirarlo al mismo tiempo, le daba de vez en cuando un tirón hacia arriba, sacudiéndolo; y a la vez, en un tono que era a medias interrogativo, le decía reiteradamente al camarero mayor:

—Con tal que no lo confunda ahora; con tal que no lo confunda ahora.

Para Karl significó una verdadera liberación que entrara en ese momento el jefe de los ascensoristas —un tal Bess, muchacho gordo que vivía resoplando eternamente—, el cual vino a desviar un poco hacia su persona la atención del portero mayor. Karl se sintió tan agotado que apenas saludó, cuando vio con asombro que tras el muchacho se deslizó al interior de la habitación Therese, lívida, desaliñada, con los cabellos medio sueltos. Al instante estuvo junto a él cuchicheando:

—¿Lo sabe ya la cocinera mayor?

—El camarero mayor se lo ha dicho por teléfono —respondió Karl.

—Entonces ya está todo bien; sí, entonces ya está todo bien —dijo rápidamente con gran vivacidad en los ojos.

—No —dijo Karl—; si tú no sabes lo que tienen ellos contra mí. Yo tendré que irme. La señora cocinera mayor también ya está convencida de ello. No te quedes aquí, vete arriba, iré luego a despedirme de ti.

—Pero, Rossmann, ¿qué se te ocurre? Te quedarás en esta casa el tiempo que te plazca. Si el camarero mayor lo hace todo tal como lo quiere la cocinera mayor, como que está enamorado de ella; esto lo he sabido últimamente. Y siendo así ya puedes estar bien tranquilo.

—Te lo ruego, Therese, vete ahora. No podré defenderme como es debido si te quedas aquí. Y debo defenderme con mucha precisión, porque me acusan alegando mentiras. Y cuanta más atención pueda yo prestar y cuanto mejor pueda defenderme, mayores serán las esperanzas de que me quede; bueno, pues, Therese… —Por desgracia, obedeciendo a un dolor repentino, no pudo dejar de añadir—: ¡Si me soltara este portero mayor! Ni sabía que fuese enemigo mío. ¡Cómo me aprieta y estruja!

«¡Pero cómo estoy diciendo todo esto!», pensó al mismo tiempo; «ninguna mujer podría escuchar tranquilamente tales cosas»; y en efecto, Therese, sin que él pudiera apartarla con la mano libre, se dirigió al portero mayor:

—Señor portero mayor, haga usted el favor de soltar a Rossmann inmediatamente. ¿No ve que le causa dolor? Ahora mismo vendrá la señora cocinera mayor en persona y luego ya se verá que están cometiendo una injusticia con él. Suéltelo usted; ¿qué placer puede procurarle el torturarlo? —Y hasta quiso coger la mano del portero mayor.

—Es una orden, señoritinga; es una orden —dijo el portero mayor, y con la mano libre atrajo hacia sí, amablemente, a Therese, mientras que con la otra apretaba el brazo de Karl haciendo ya un verdadero esfuerzo, como si no sólo quisiera causarle dolor, sino como si aquel brazo que tenía en su poder debiera servirle para alcanzar alguna meta especial que aún distaba mucho de lograr.

Therese necesitó algún tiempo para zafarse del abrazo del portero mayor y precisamente se disponía a intervenir en favor de Karl ante el camarero mayor, que aún seguía escuchando al ceremonioso Bess, cuando, con rápido paso, entró la cocinera mayor.

—A Dios gracias —exclamó Therese, y durante un instante no se oyó en el cuarto nada más que estas palabras pronunciadas en alta voz.

Inmediatamente el camarero mayor se levantó de un salto, apartando a Bess.

—¿Viene, pues, usted misma, señora cocinera mayor? ¿Y por tan poca cosa? Por cierto, ya me lo imaginaba, después de nuestra conversación telefónica y…, sin embargo, no lo hubiera creído. Y pensar que la causa de su protegido va empeorando de momento en momento. Me temo que, en efecto, no voy a despedirlo; pero en cambio tendré que hacerlo detener. Escuche usted misma. —Le hizo señas a Bess para que se aproximara.

—Primero quisiera yo cambiar unas palabras con Rossmann —dijo la cocinera mayor sentándose en un sillón, obligada por el camarero mayor.

—Karl, acércate, por favor —dijo luego.

Karl obedeció o, mejor dicho, fue arrastrado hasta donde ella estaba por el portero mayor.

—Pero suéltelo usted —dijo la cocinera mayor, disgustada—; ¡no es ningún temible asesino!

El portero mayor lo soltó, en efecto; pero no sin antes apretar una vez más con tanta fuerza que a él mismo se le llenaron los ojos de lágrimas por el esfuerzo que tuvo que realizar.

—Karl —dijo la cocinera mayor; asentó tranquilamente sus manos sobre su regazo y miró a Karl inclinando la cabeza (por cierto no parecía esto un interrogatorio)—, ante todo quiero decirte que aún sigo teniendo plena confianza en ti. También el señor camarero mayor es hombre justo; de ello respondo yo. A los dos, en el fondo, nos gustaría que tú te quedaras. —Al decir esto dirigió una mirada fugaz al camarero mayor como si quisiera rogarle que no la interrumpiese. Lo cual, en efecto, no sucedió—. Olvida por tanto lo que hasta ahora pueden haberte dicho. Ante todo: lo que tal vez te haya dicho el señor portero mayor no debes tomarlo muy a pecho. Es ciertamente un hombre excitable, lo que no es extraño si se considera la clase de funciones que desempeña; pero él también tiene mujer e hijos y sabe que no estaría bien martirizar sin motivo a un muchacho que depende enteramente de sí mismo; él sabe que de ello ya se encarga sobradamente todo el mundo.

En el cuarto reinaba un silencio profundo. El portero mayor miraba al camarero mayor exigiendo explicaciones, y éste a su vez, meneando la cabeza, miraba a la cocinera mayor. El ascensorista Bess, en forma bastante absurda, reía tras la espalda del camarero mayor. Therese sollozaba para sus adentros, de placer y de pena, y tenía que esforzarse mucho para que nadie la oyese.

Y Karl, pese a que aquello sólo podía ser interpretado como mala señal, no miraba a la cocinera mayor, que seguramente requería su mirada, sino fijamente delante de sí, clavados los ojos en el piso. En su brazo el dolor vibraba convulsivamente, ramificándose en todas las direcciones; su camisa estaba pegada a los cardenales y en realidad lo que debía hacer era quitarse la chaqueta para examinar eso. Todo lo que decía la cocinera mayor era, desde luego, muy amable en el fondo; pero por desgracia le parecía que precisamente esa actitud de la cocinera mayor demostraría a las claras que él no era digno de amabilidad alguna, que ya durante dos meses había disfrutado inmerecidamente de la bondad de la cocinera: sí, sí, que no merecía sino caer en las manos del portero mayor.

—Y digo esto —continuó la cocinera mayor— para que ahora contestes sin turbación alguna; aunque por otra parte, por lo que creo conocerte, muy probablemente sea eso lo que de todas maneras habrías hecho.

—Por favor, ¿puedo ir mientras tanto a buscar al médico? Porque de otro modo el hombre podría desangrarse en el ínterin —entrometióse de pronto, muy cortés pero muy oportuno, el ascensorista Bess.

—Ve —dijo el camarero mayor a Bess; éste salió corriendo inmediatamente. Y luego, dirigiéndose a la cocinera mayor—: El asunto es éste: no sin motivo ordené al portero mayor que sujetase a este muchacho; pues abajo en el dormitorio de los ascensoristas ha sido hallado en una de las camas un hombre completamente extraño, borracho hasta más no poder, cuidadosamente tapado. Como es natural lo despertaron y quisieron echarlo de allí. Pero entonces el hombre armó un tremendo alboroto, poniéndose a gritar una y otra vez que el dormitorio le pertenecía a Karl Rossmann, de quien era huésped, y que Rossmann lo había llevado allí y castigaría a cualquiera que se atreviese a tocarlo. Además era necesario, decía, que esperase a Karl Rossmann porque éste, por otra parte, le había prometido dinero y había ido a buscarlo. Repare usted, se lo ruego, en esto, señora cocinera mayor: le había prometido dinero y había ido a buscarlo. Tú también puedes prestar atención, Rossmann —dijo el camarero mayor dirigiéndose también a Karl, quien en ese momento se había vuelto hacia Therese, pues ésta miraba al camarero mayor como fascinada, y al mismo tiempo se apartaba una y otra vez algún mechón de la frente, bien fuera por el ademán mismo, o bien contra su voluntad—, tal vez pueda recordarte yo ciertos compromisos que has contraído. Pues ese hombre ha dicho además que vosotros dos, a tu regreso, haríais una visita nocturna a cierta cantante, cuyo nombre por cierto nadie consiguió entender, puesto que el hombre sólo podía pronunciarlo cantando.

Interrumpióse el camarero mayor, pues la cocinera mayor se había puesto visiblemente pálida y se había levantado del sillón empujándolo ligeramente hacia atrás.

—Le ahorraré lo demás —dijo el camarero mayor.

—No; se lo ruego, no —dijo la cocinera mayor y lo cogió de la mano—, siga usted contando; quiero escucharlo todo, todo; para eso he venido.

El portero mayor, adelantándose y golpeándose el pecho ruidosamente en señal de que él lo había comprendido todo desde un comienzo, fue tranquilizado y a la vez rechazado por el camarero mayor:

—¡Sí, tenía usted razón, Feodor!

»Ya no queda mucho que contar —dijo el camarero mayor—. Usted sabe cómo son estos muchachos; primero se rieron del hombre y luego se trabaron en riña con él, y puesto que allí hay siempre buenos boxeadores a disposición, pues sencillamente lo han derribado a puñetazos y yo ni siquiera he osado preguntarles cuáles y cuántas son las partes de su cuerpo que están sangrando, pues estos muchachos son boxeadores terribles y, naturalmente, ¡tienen juego fácil con un borracho!

—¡Ah! —dijo la cocinera mayor, agarró el sillón por el respaldo y se quedó mirando el sitio que acababa de dejar.

»¡Di, pues, te lo ruego, una palabra, Rossmann! —dijo luego.

Therese, dejando el sitio donde había estado hasta entonces, corrió junto a la cocinera mayor y la cogió del brazo, cosa que Karl nunca la había visto hacer antes. El camarero mayor estaba de pie tras la cocinera mayor, muy cerca de ella, y pasaba lentamente la mano por el modesto cuellecito de encaje de la cocinera mayor que se había doblado un poco. El portero mayor, apostado junto a Karl, dijo:

—¿A qué esperas? —pero con ello sólo quiso disimular un empujón que mientras tanto le propinó a Karl por la espalda.

—Es cierto —dijo Karl con menos seguridad de la que hubiera querido, debido a ese golpe— que he llevado a ese hombre al dormitorio.

—Nos basta con eso —dijo el portero en nombre de todos. Pero la cocinera mayor, muda, miró primero al camarero mayor y luego a Therese.

—No me quedaba más remedio —siguió diciendo Karl—. El hombre es un antiguo camarada mío; no nos habíamos visto durante dos meses y vino aquí a visitarme; pero estaba tan borracho que ya no pudo marcharse solo.

El camarero mayor, de pie junto a la cocinera mayor, murmuró como para sí:

—De manera que vino a visitarlo y luego estaba tan borracho que ya no podía marcharse.

La cocinera mayor dijo algo al oído del camarero mayor, por encima de su propio hombro; pero él parecía oponer reparos con una sonrisa que evidentemente no venía al caso. Therese —Karl sólo la miraba a ella—, del todo desamparada, apretaba su rostro contra la cocinera mayor y ya no quería ver nada. El único que parecía plenamente satisfecho por la declaración de Karl era el portero mayor, que repitió varias veces:

—Pero si eso está perfectamente bien; a su compinche de borracheras debe uno ayudarle. —Y mediante miradas y ademanes trataba de inculcar lo que decía a cada uno de los presentes.

—De manera que soy culpable —dijo Karl haciendo una pausa como si esperase una palabra amable de parte de sus jueces, una palabra que le diera valor para su próxima defensa; mas esta palabra no fue dicha—. Soy culpable sólo de haber llevado al dormitorio a ese hombre: se llama Robinsón y es irlandés. Todo lo demás, lo que él dijo, lo dijo en su borrachera y no es verdad.

—¿De manera que no le has prometido dinero? —preguntó el camarero mayor.

—Sí —dijo Karl y lamentó haberlo olvidado; por irreflexión o distracción se había declarado libre de culpa en términos demasiado absolutos—. Le he prometido dinero porque él me lo ha pedido. Pero yo no iba a buscarlo; pensaba darle la propina que había ganado esta noche. —Y por toda prueba sacó el dinero del bolsillo y mostró sobre la palma de la mano las pocas moneditas.

—Te enredas cada vez más —dijo el camarero mayor—. Si uno quisiera creerte tendría que olvidar lo que dijiste antes. De manera que primero llevaste al hombre —no creo siquiera que se llame como tú dices, pues desde que Irlanda existe no creo que ningún irlandés se haya llamado Robinsón—, de manera que primero lo llevaste al dormitorio, lo que ya bastaría por sí solo para que volaras de aquí sin más y, primero también, no le habías prometido dinero; pero luego si se te pregunta de sopetón, entonces sí, le has prometido dinero. Pero no estamos jugando aquí a las preguntas y respuestas: queremos escuchar tu justificación. De manera que primero no ibas a buscar dinero para él, sino querías darle tu propina del día; pero luego resulta que todavía llevas ese dinero contigo, de modo que, por lo visto y a pesar de todo, ibas en busca de algún otro dinero, cosa que abona, por otra parte, tu prolongada ausencia. Finalmente, no sería nada extraordinario que fueras a buscar ese dinero para él en tu baúl; pero que lo niegues con toda tenacidad, eso sí es extraordinario, lo mismo que el hecho de que quieras callar constantemente que fuiste tú el que emborrachó a ese hombre, aquí en el hotel y no antes; de ello no cabe la menor duda, puesto que tú mismo has confesado que él había venido solo, pero que solo ya no podía marcharse y él mismo se ha puesto a gritar en el dormitorio que es tu huésped. Por tanto quedan ahora dos cosas inciertas, que tú, si quieres simplificar la cuestión, podrías aclarar contestando directamente; pero que, al fin y al cabo, se podrán establecer igualmente sin tu ayuda: primero, ¿cómo has conseguido acceso a las despensas?; y segundo, ¿cómo has acumulado dinero en una cantidad que te permite regalarlo?

«Es imposible defenderse si falta la buena voluntad», díjose Karl y ya dejó de contestar al camarero mayor por más que Therese, probablemente, pudiera sufrir por ello. Sabía que lo que él pudiera decir tendría luego otro aspecto muy distinto; que ya no sería lo que él había querido decir; y que sólo quedaba a la merced de la manera de juzgar las cosas el que se viera en ellas algo bueno o algo malo.

—No contesta —dijo la cocinera mayor.

—Es lo más razonable —dijo el camarero mayor.

—Ya conseguirá inventar algo —dijo el portero mayor acariciándose delicadamente el bigote con aquella mano antes tan cruel.

—Quieta —dijo la cocinera mayor a Therese, que comenzaba a sollozar a su lado—; ya lo ves, no contesta. ¿Cómo quieres entonces que haga algo por él? Al fin seré yo la que tenga que darle la razón al señor camarero mayor. Dilo tú, Therese, ¿crees que he descuidado algo, que he dejado de hacer algo por él?

¿Cómo podía saberlo Therese y de qué podía servir ahora que la cocinera mayor, mediante esa pregunta y ese ruego dirigidos públicamente a la muchachita, faltara acaso demasiado a su propia dignidad ante esos dos hombres?

—Señora cocinera mayor —dijo Karl cobrando ánimo una vez más, y esto sólo para evitarle a Therese la respuesta, y sin ningún otro fin—, no creo haber sido para usted motivo de vergüenza en ningún caso y después de una investigación minuciosa tendría que verlo así cualquier otra persona también.

—Cualquier otra persona —dijo el portero mayor señalando con el dedo al camarero mayor—, esto es una punta contra usted, señor Isbary.

—Bien, señora cocinera mayor —dijo éste—, son las seis y media; es ya muy tarde. Pienso que será lo mejor que me deje usted a mí la palabra final en este asunto tratado ya con excesiva indulgencia.

Había entrado el pequeño Giácomo y quiso acercarse a Karl; pero, asustado por el silencio general que reinaba, se detuvo esperando.

Desde las últimas palabras de Karl la cocinera mayor no le había quitado la mirada de encima, y nada indicaba que siquiera hubiese oído la observación del camarero mayor. Sus ojos se fijaron en Karl y lo miraron de lleno; eran grandes y azules, pero un tanto enturbiados por los años y los muchos afanes. Tal como permanecía allí, de pie, meciendo débilmente el sillón que tenía delante, hubiera podido esperarse perfectamente que al instante dijese: «Pues bien, Karl, si bien lo considero, esta cuestión no está aún lo suficientemente aclarada y exige todavía, como bien lo has dicho, una investigación minuciosa. Y ahora procederemos a efectuarla, estén ellos de acuerdo o no, pues la justicia cuenta ante todo».

Pero en lugar de decir esto, la cocinera mayor, después de una breve pausa que nadie osó interrumpir —sólo el reloj confirmando las palabras del camarero mayor dio las seis y media y, como todo el mundo sabía, al unísono con él todos los relojes del hotel entero; sonaba esto, en el oído y en el presentimiento, como una reiterada contracción de una sola impaciencia general—, dijo:

—No, Karl, ¡no, no! No podemos persuadirnos de ello. Las causas justas suelen tener cierto aspecto especial que tu asunto, debo confesarlo, no tiene. Yo tengo derecho a decirlo y debo hacerlo; no puedo menos que confesarlo, pues he sido yo la que se ha presentado aquí inspirada por la mejor buena voluntad para contigo. Ya lo ves, también Therese se calla. —Pero si ella no se callaba, ¡si estaba llorando!

La cocinera mayor se interrumpió, pues una resolución se apoderó de pronto de ella, y dijo:

—Karl, acércate un poco.

Cuando hubo llegado hasta ella —inmediatamente se juntaron a sus espaldas, en vivo diálogo el camarero mayor y el portero mayor— lo rodeó con el brazo izquierdo y se dirigió con él y con Therese, que los seguía automáticamente, hasta lo más apartado del cuarto, y allí se paseó varias veces con los dos, de un lado para otro, diciendo:

—Es posible, Karl, y tú pareces confiar en ello, pues de otra manera no te comprendería en absoluto, que una investigación te dé la razón en algunas pequeñeces. ¿Por qué no? Quizá realmente saludaras al portero mayor. Hasta lo creo con certeza, pues sé lo que debo pensar del portero mayor; ya lo ves, aún ahora te hablo con absoluta franqueza. Pero insignificantes justificaciones de esa clase no te servirían de nada. El camarero mayor, cuyo conocimiento de los hombres he aprendido a estimar en el transcurso de muchos años y que es el hombre más formal que yo haya conocido, se ha pronunciado claramente al creer en tu culpabilidad; culpabilidad que, por cierto, me parece que no puede ponerse en duda. Acaso sólo obraste irreflexivamente; pero quizá también, ¿quién sabe?, no seas el que yo creía. Y, sin embargo —de algún modo se cortaba a sí misma la palabra y miraba, aunque fugazmente, hacia atrás, donde se hallaban los dos hombres—, sin embargo, me cuesta dejar de creer que, en el fondo, seas un muchacho decente.

—¡Pero, señora cocinera mayor! —exhortó el camarero mayor que había captado su mirada.

—Ya, ya estaremos —dijo la cocinera mayor, y comenzó a hablarle a Karl con mayor insistencia y rapidez—: Escucha, Karl, tal como considero este asunto, me daré por satisfecha con que el camarero mayor no quiera iniciar investigaciones de ninguna clase; pues, si quisiera hacerlo, debería yo impedírselo en tu propio interés. Que nadie se entere cómo y con qué medios has invitado a ese hombre, el cual, por otra parte, no puede haber sido uno de tus antiguos camaradas, tal como tú alegas; puesto que habías reñido definitivamente cuando te despediste de ellos, y por lo tanto no los invitarías ahora. Puede ser, pues, sólo algún conocido con el cual, en tu ligereza, te has reunido durante la noche en alguna taberna de la ciudad. ¿Cómo, Karl, has podido ocultarme todo esto? Si acaso no has podido soportar las condiciones que reinan en el dormitorio y fue ése el primer motivo, bastante inocente, para tus trasnochadas, ¿por qué entonces no me dijiste ni una palabra? Bien sabes que yo quería conseguirte un cuarto propio y que he desistido de ello tan sólo accediendo a tus ruegos. Ahora parecería que tú preferías el dormitorio general porque allí te sentías menos atado, más libre. Guardabas tu dinero, por cierto, en mi caja de caudales y me traías tus propinas semana tras semana; ¿de dónde, por el amor de Dios, chico, sacabas tú el dinero para tus placeres, y a dónde querías ir a buscar ahora ese dinero para tu amigote? Todas éstas son cosas que naturalmente ni siquiera insinuaría yo, pues en tal caso sería tal vez inevitable una investigación. Por eso debes abandonar el hotel sin falta, y ciertamente lo más pronto posible. Vete derechamente a la pensión Brenner, ya estuviste allí varias veces acompañando a Therese, con esta recomendación. —La cocinera mayor con un lápiz de oro que sacó de su blusa escribió unas líneas en una tarjeta de visita, mas sin interrumpir entretanto su discurso—. Te recibirán gratuitamente y yo te mandaré luego, sin tardanza, tu baúl. Therese, ¡vete corriendo al guardarropa de los ascensoristas y prepara su baúl!

Pero Therese seguía sin moverse; pues, tal como había soportado la pena toda, quería vivir también plenamente el aspecto favorable que el asunto de Karl, gracias a la bondad de la cocinera mayor, estaba tomando ya.

Alguien abrió un poco la puerta y, sin mostrarse, volvió a cerrarla en seguida. Por lo visto había sido para Giácomo, pues éste se adelantó y dijo:

—Rossmann, tengo algo que comunicarte.

—En seguida —dijo la cocinera mayor y le metió a Karl, que la había escuchado con la cabeza gacha, la tarjeta de visita en el bolsillo—; guardaré tu dinero por el momento; ya sabes que puedes confiármelo. Por hoy quédate en casa y recapacita sobre tu asunto; mañana, ya que hoy no tengo tiempo y además me he entretenido aquí muchísimo, iré a la casa de Brenner y ya veremos lo que en adelante se podrá hacer por ti. No te abandonaré; esto, de todas maneras, debes saberlo desde ahora. No tienes por qué preocuparte por tu futuro, hazlo más bien por esta última época de tu vida.

Luego le dio unas palmaditas en el hombro y se acercó al camarero mayor. Karl levantó la cabeza y siguió con la mirada a aquella señora grande, gallarda, que con paso tranquilo y porte franco se alejaba de él.

—Pero ¿no estás contento —dijo Therese quedándose junto a él— de que todo haya salido tan bien?

—¡Oh, sí! —dijo Karl sonriéndole, pero sin entender por qué había de contentarlo tanto el hecho de que lo despidieran por ladrón.

Los ojos de Therese irradiaban la alegría más pura, como si a ella le fuese absolutamente indiferente que Karl hubiera perpetrado algún crimen o no, que hubiera sido juzgado con justicia o no, con tal de que se le dejara escapar, cubierto ya de oprobio, ya de honores. Y así procedía nada menos que Therese, esa muchacha que era tan escrupulosa en sus propios asuntos y que resolvía y escudriñaba en sus pensamientos, durante semanas, una palabra no del todo unívoca de la cocinera mayor.

Intencionadamente preguntó Karl:

—¿Harás mi baúl y lo despacharás en seguida?

Contra su propia voluntad tuvo que menear Karl la cabeza de asombro, ¡tan pronto se acomodó Therese a esta pregunta!; y la convicción de que en el baúl había cosas cuyo secreto habría que guardar ante todo el mundo, ni siquiera le permitió mirar a Karl, ni siquiera tenderle la mano. Sólo dijo susurrando:

—Naturalmente, Karl, en seguida, en seguida haré el baúl —y ya había salido corriendo.

Pero ahora Giácomo ya no podía más y, excitado por su larga espera, exclamó en voz alta:

—Rossmann, el hombre está revolcándose en el pasillo y no podemos sacarlo de allí. Querían llevarlo al hospital, pero se resiste y afirma que tú jamás tolerarías que lo llevasen al hospital. Que se tome un automóvil, dice, y se le envíe a su casa, y que tú pagarás el viaje. ¿Quieres?

—El hombre tiene confianza en ti —dijo el camarero mayor.

Karl se encogió de hombros y puso su dinero, contando las monedas, en la mano de Giácomo.

—No tengo más —dijo luego.

—Y que te pregunte también si quieres ir con él —siguió preguntando Giácomo, haciendo sonar las monedas.

—No, no irá —dijo la cocinera mayor.

—Bien, Rossmann —dijo el camarero mayor rápidamente y sin esperar siquiera que Giácomo estuviese afuera—, ya estás despedido.

El portero mayor asintió meneando varias veces la cabeza, como si éstas fuesen sus propias palabras que el camarero mayor tan sólo estaba repitiendo.

—No puedo pronunciar siquiera en voz alta los motivos de tu expulsión, pues en tal caso tendría que hacerte encarcelar.

El portero mayor dirigió a la cocinera mayor una mirada notablemente severa, pues él había comprendido perfectamente que era ella la causa de aquel trato exclusivamente benigno.

—Ahora te presentas a Bess, te cambias la ropa, entregas a Bess tu librea y abandonas inmediatamente, pero inmediatamente, la casa.

La cocinera mayor cerró los ojos; así quiso tranquilizar a Karl. Al inclinarse en señal de despedida vio Karl fugazmente que el camarero mayor retenía la mano de la cocinera mayor, como en secreto y jugando con ella. El portero mayor acompañó a Karl, con pasos pesados, hasta la puerta, que no le dejó cerrar, sino que, por el contrario, mantuvo abierta para poder gritar en pos de Karl:

—¡Dentro de un cuarto de minuto quiero verte pasar junto a mí, por la puerta principal! ¡Recuérdalo!

Karl se apresuró cuanto pudo con tal de evitar una molestia al llegar a la puerta principal, pero las cosas transcurrían mucho más lentamente de lo que él deseaba. Primero, a Bess no se le podía encontrar en seguida y además en ese momento, a la hora del desayuno, todo estaba lleno de gente; y luego resultó que algún muchacho había tomado prestados los pantalones viejos de Karl y éste tuvo que examinar las perchas de casi todas las camas antes de encontrar sus pantalones, de manera que bien podían haber pasado unos cinco minutos antes de que Karl llegara a la puerta principal. Precisamente delante de él iba una dama en medio de cuatro señores. Aproximábanse todos a un gran automóvil que los aguardaba y cuya puerta mantenía abierta un lacayo, el cual a la vez extendía en actitud rígida su brazo izquierdo que quedaba libre, horizontalmente, hacia un costado esto ofrecía un aspecto sumamente solemne. Pero Karl en vano había esperado poder salir sin que lo advirtiesen tras aquel grupo distinguido. Ya el portero mayor lo cogía de la mano y entre dos señores, a los que pidió perdón, lo atrajo hacia sí.

—Y esto ha sido un cuarto de minuto —dijo mirándolo como si observase un reloj de marcha defectuosa—. Ven aquí —dijo luego, y lo condujo a la portería grande, que Karl por cierto había tenido deseos de visitar alguna vez, hacía mucho ya; pero donde ahora, empujado por el portero, entraba sólo con recelo. Ya estaba junto a la puerta cuando se volvió e intentó empujar a un lado al portero mayor para huir.

—No, no; por aquí se entra —dijo el portero mayor haciendo girar a Karl.

—Pero si ya estoy separado del servicio —dijo Karl queriendo expresar con ello que ya nadie podía ordenarle nada en el hotel.

—Mientras yo te sujete no estás separado —dijo el portero; lo que, ciertamente, era exacto también.

Karl, después de todo, no veía tampoco motivo alguno para ofrecerle resistencia al portero. En el fondo, ¿qué podía sucederle todavía? Por otra parte, las paredes de la portería estaban enteramente formadas por gigantescos ventanales a través de los cuales se veía claramente la muchedumbre que, en corrientes encontradas, fluía por el vestíbulo, tal como si estuviese uno en medio de ella. Más aún: en toda la portería no parecía haber rincón alguno donde fuese posible esconderse de las miradas de la gente. Por grande que fuese la prisa que la gente parecía tener —puesto que cada uno seguía su camino con el brazo extendido, la cabeza gacha, los ojos en acecho, con equipajes levantados en vilo—, ninguno de ellos, no obstante, dejaba de echar una mirada a la portería tras cuyos vidrios había siempre anuncios y comunicados, importantes tanto para los huéspedes como para el personal del hotel.

Pero además existía también un tránsito directo entre la portería y el vestíbulo, pues frente a dos ventanillas corredizas permanecían sentados dos porteros, ocupados constantemente en dar informes referentes a los más diversos asuntos. Era, en verdad, gente abrumada de trabajo y Karl hubiera afirmado que el portero mayor, tal como él lo conocía, habría buscado algún camino tortuoso a fin de eludir en su carrera aquel puesto. Estos dos informantes —desde afuera no podía uno imaginárselo debidamente— tenían siempre ante sí, en la abertura de su ventanilla, por lo menos diez caras interrogantes. Entre estos diez que cambiaban sin cesar, producíase a menudo una barahúnda de idiomas como si cada uno hubiese sido enviado allí de un país distinto. Preguntaban siempre varios a la vez; además había siempre algunos que conversaban entre sí. Los más iban a buscar o bien a dejar algo en la portería y por eso se veían también, constantemente, manos que en impaciente agitación surgían de la turbamulta.

Una vez se presentó uno con un pedido referente a algún diario que imprevistamente se desplegó desde lo alto, cubriendo por un instante todas las caras. Y todo esto, pues, tenían que resistir los dos porteros. No hubiera sido suficiente, para el cumplimiento de su tarea, el mero hablar: estaban parloteando; uno de ellos especialmente, hombre sombrío con barba oscura que rodeaba todo su rostro, daba sus informes sin la menor interrupción. No miraba ni la tabla de la mesa desde donde debía alcanzar cosas constantemente, ni la cara de éste ni de aquel preguntador; sino exclusiva, fijamente al vacío, de seguro a fin de ahorrar y concentrar sus fuerzas. Por otra parte, su barba parecía dificultar un poco la comprensión de sus palabras y Karl, durante el breve rato en que se detuvo junto a él, pudo recoger sólo muy poco de lo dicho; aunque bien podía ser que, pese al acento inglés, estuviera hablando en otras lenguas, a las que precisamente tenía necesidad de recurrir en ese momento. Además, lo confundía a uno el hecho de que los informes se sucedieran sin transición alguna, uno detrás de otro, de manera que a menudo seguía escuchando con la cara muy atenta alguno de los que se informaban, creyendo que aún se trataba de su asunto, para darse cuenta sólo al cabo de unos instantes de que él ya estaba despachado. Había que acostumbrarse también al hecho de que el portero no pidiese jamás que se le repitiera ninguna pregunta, aun cuando en su totalidad resultase comprensible y lo defectuoso de ella sólo residiese en la escasa claridad de la pronunciación. Cierto cabeceo apenas perceptible revelaba entonces que no era su intención responder a esa pregunta y era asunto del interlocutor reconocer su propia falta y formularla mejor. Debido a esta situación, especialmente, se pasaba alguna gente muchísimo tiempo ante la ventanilla.

Para auxilio de los porteros, cada uno de ellos tenía a su servicio a un ordenanza que, a la carrera, debía llevar desde un estante de libros y diversos cajones todo lo que el portero necesitara por el momento. Eran éstos los puestos mejor pagados; si bien eran, por otra parte, los más fatigosos que había en el hotel para la gente muy joven. En cierto sentido su condición era mucho peor aún que la de los porteros, pues éstos sólo tenían que pensar y que hablar, mientras que los jóvenes debían pensar y correr simultáneamente. Si alguna vez traían alguna cosa equivocada, el portero, dada su prisa, no podía naturalmente entretenerse dándoles largas explicaciones; antes bien, arrojaba entonces de la mesa de un solo empujón lo que le habían puesto delante.

Muy interesante resultó el relevo de los porteros que se efectuó precisamente unos momentos después de entrar Karl. Claro que ese relevo debía realizarse con cierta frecuencia, al menos durante el día; pues era difícil que existiese alguna persona capaz de resistir más de una hora tras aquella ventanilla. Ahora bien, en el momento del relevo sonó una campanilla, y simultáneamente entraron por una puerta lateral los dos porteros a quienes entonces tocaba el turno, cada uno de ellos seguido por su mandadero. Por el momento apostáronse inactivos junto a la ventanilla, contemplando a la gente de afuera durante un breve rato, para establecer en qué estado se encontraba, exactamente, el desarrollo de la contestación de las preguntas. Cuando el momento le pareció apropiado para intervenir, cada uno de ellos golpeó en el hombro al portero a quien había de relevar, y éste, a pesar de que hasta entonces no se había preocupado por nada de lo que ocurría a sus espaldas, comprendió en seguida y desocupó su asiento. Todo esto llevóse a cabo con tal velocidad que la gente de afuera quedó sorprendida y retrocedió un poco por el susto que le causaba esa cara nueva que, de pronto, surgía ante ellos. Los dos hombres relevados estiraron sus miembros y luego en dos lavabos preparados echaron agua sobre sus cabezas ardientes. En cambio, los mandaderos relevados aún no podían estirarse, puesto que durante un rato siguieron ocupados todavía en levantar y volver a su sitio los objetos arrojados al suelo durante sus horas de servicio.

Todas estas impresiones las recogió Karl en pocos instantes, mediante una atención tensísima, y luego, con un leve dolor de cabeza, siguió en silencio al portero mayor, que lo condujo más adentro. Evidentemente el portero mayor había observado la fuerte impresión que esa manera de despachar informaciones había causado a Karl y, dando un repentino tirón de la mano de éste, dijo:

—Ya lo ves, así se trabaja aquí.

Desde luego que Karl no había estado haraganeando en ese hotel, pero un trabajo semejante, ni siquiera se lo habría imaginado; y olvidando casi por completo que el portero mayor era su gran enemigo, levantó los ojos, lo miró a la cara y, mudo y pleno de convicción, asintió con la cabeza. Pero parecía que el portero mayor interpretaba ya esto como una estimación de los porteros que excedía las medidas de lo justo, y acaso como una descortesía frente a su propia persona, pues como si se hubiese burlado de Karl, y sin preocuparse de que pudieran oírlo, exclamó:

—Claro que éste es el trabajo más estúpido de todo el hotel; habiendo escuchado eso durante una hora, ya conoce uno sobre poco más o menos todas las preguntas que se hacen, y a las otras no es necesario responder. Si no hubieras sido insolente y mal educado, si no hubieras mentido, ni bebido, ni robado, entonces tal vez habría yo podido emplearte junto a una de estas ventanas, pues para ello me sirven sólo y exclusivamente las cabezas obtusas.

Karl pasó por alto las injurias en cuanto a él se referían: tanto le indignaba el hecho de que aquel trabajo tan honrado y tan oneroso de los porteros fuese escarnecido en vez de ser estimado; y escarnecido además por un hombre que, si se hubiese atrevido a sentarse una sola vez ante una ventanilla semejante seguramente habría tenido que retirarse a los pocos minutos, acompañado de las risas de todos los circunstantes.

—Déjeme usted —dijo Karl; su curiosidad en lo concerniente a la portería había quedado sobradamente satisfecha—; ¡yo no quiero tener que ver nada más con usted!

—Eso no es suficiente para marcharse —dijo el portero mayor, y apretó tanto los brazos de Karl que éste ni siquiera podía moverlos; y así se lo llevó, levantándolo casi, hasta el otro extremo de la portería.

¿No veía la gente desde afuera ese acto de violencia que estaba cometiendo el portero mayor? O bien si lo veían, ¿cómo lo tomaban, cómo lo entendían para que ninguno de ellos se escandalizase, ni siquiera golpease en el vidrio para hacerle comprender al portero mayor que se le estaba observando y que él no podía proceder a su antojo con Karl?

Pronto, sin embargo, ya no le quedó a Karl ninguna esperanza de recibir auxilio desde el vestíbulo, pues el portero mayor tiró de un cordón y sobre los vidrios de la mitad de la portería se juntaron como en un vuelo, y hasta el último borde en lo alto, negros cortinajes. Por cierto había gente también en esta parte de la portería, pero todos ellos dedicados de lleno a sus tareas, y no teniendo ni ojos ni oídos sino para lo que se relacionaba con su trabajo. Además ellos dependían absolutamente del portero mayor y, en lugar de ayudar a Karl, más bien hubieran procurado ayudar a ocultar todo lo que se le ocurriera hacer al portero mayor, fuese lo que fuese.

Había allí, por ejemplo, seis porteros frente a seis teléfonos. Podía advertirse al instante que allí todo estaba distribuido de manera que uno solamente recibiera las conversaciones mientras que su vecino daba curso, telefónicamente, a los pedidos anotados en los registros que había recogido el primero. Tratábase de esos teléfonos novísimos para los que no se necesitaba ninguna casilla telefónica, pues la llamada de la campanilla no era más fuerte que un zumbido: podía hablarse al micrófono del teléfono en tono susurrante y, sin embargo, surgían las palabras con voz de trueno en su lugar de destino, merced a los amplificadores eléctricos especiales. Por eso apenas se oía a los tres locutores frente a sus teléfonos y se hubiera podido creer que, murmurando, observaban algún proceso que se cumplía dentro del aparato, mientras que los otros tres, como aturdidos por el sonido que los acometía y que, por otra parte, nadie más que ellos podía oír, dejaban colgar las cabezas sobre el papel que, de acuerdo con su tarea, debían llenar. Nuevamente en este caso también, junto a cada uno de los tres locutores había, de pie, un muchacho para los trabajos auxiliares; esos tres muchachos no hacían otra cosa que inclinar, primero, la cabeza hacia sus jefes escuchando con suma atención, para buscar luego con mucha prisa, como si los hubieran pinchado, en gigantescos libros amarillos —el ruido de las revueltas masas de esas hojas excedía en mucho cualquier ruido de los teléfonos— los números telefónicos, y así alternativamente.

Karl, en efecto, no pudo resistirse a observar todo eso muy detenidamente, a pesar de que el portero mayor, habiéndose sentado, lo mantenía cogido delante de sí, en una especie de abrazo atenazante.

—Es mi deber —dijo el portero mayor, y sacudía a Karl como si sólo quisiera lograr que volviese hacia él la cara— reparar en nombre de la dirección del hotel, al menos en parte, lo que el camarero mayor ha descuidado, sean cuales fuesen las causas que para ello haya podido tener. En esta forma sustituye aquí siempre cada cual a su prójimo. Sin ello un movimiento tan grande sería inimaginable. Querrás decir, tal vez, que yo no soy tu superior inmediato; bien, tanto mejor hecho de mi parte que tome yo a mi cargo este asunto que de otra manera quedaría abandonado. Por lo demás, en mi calidad de portero mayor soy en cierto sentido el superior de todos, puesto que a mi cuidado están todas las puertas del hotel: esta puerta principal, por lo tanto, las tres del medio y las diez puertas laterales, y ni qué hablar de las innumerables portezuelas ni de las salidas sin puertas. Es natural que deban obedecerme, en absoluto, todos los equipos de servicio que entran en cuestión. Frente a estos grandes honores tengo, naturalmente, también la obligación ante la Dirección del hotel de no dejar salir a nadie que resultara sospechoso por cualquier causa. Y precisamente tú, puesto que así se me antoja, no sólo me pareces sospechoso, sino hasta muy sospechoso.

Y en la alegría que todo esto le causaba levantó las manos y dejólas caer con fuerza; eso sonaba y dolía.

—Es posible —agregó divirtiéndose como un rey— que por otra salida hubieras podido marcharte inadvertidamente; pues, como es natural, tú no valías la pena de que yo emitiese instrucciones especiales. Pero, ya que estás aquí, quiero gozarme contigo. Por lo demás no he dudado de que acudirías a esta cita que nos dimos en la puerta principal, pues es regla que el porfiado y el desobediente cese en sus vicios precisamente allí donde esto le resulta perjudicial y en el momento menos propicio. Sin duda podrás todavía observar esto en tu propia persona con bastante frecuencia.

—No crea usted —dijo Karl respirando ese olor curiosamente húmedo, mohoso, que emanaba el portero mayor y que él sólo notaba ahora permaneciendo tanto tiempo en su proximidad—, no crea usted que me hallo completamente a su merced; yo puedo gritar.

—Y yo puedo taparte la boca —dijo el portero mayor con la misma seguridad y rapidez con que seguramente pensaba ejecutar lo dicho en caso necesario—. ¿Y acaso crees realmente que, si entraran por tu causa, se encontraría alguien que te diese la razón frente a mí, el portero mayor? Reconocerás, por lo tanto seguramente, lo absurdo de tus esperanzas. Cuando todavía llevabas el uniforme, ¿sabes?, tenías aún, en efecto, cierta apariencia estimable, pero con ese traje, ¡que realmente es admisible sólo en Europa!… —Y lo zarandeaba tirando de los más diversos puntos del traje; traje que ahora, por cierto, a pesar de que sólo hacía cinco meses había estado casi nuevo, ya estaba raído, arrugado, pero sobre todo manchado, y esto se debía principalmente a la falta de consideración de los ascensoristas que, cada día, a fin de mantener brillante y sin polvo el piso de la sala, en observación de la orden general, no efectuaban, por pura haraganería, una limpieza verdadera, sino que salpicaban el piso con algún aceite y rociaban así al mismo tiempo, miserablemente, toda la ropa que colgaba de las perchas.

Ahora bien, podía uno guardar su ropa donde quisiera, siempre se daba el caso de alguno que precisamente no tenía a mano su propia ropa y en cambio encontraba con facilidad la ajena aunque estuviese escondida, y entonces se la llevaba, sin más, prestada. Y quizá, por coincidencia, era el muchacho que ese mismo día tenía a su cargo la limpieza de la sala y entonces no sólo rociaba la ropa con el aceite: en tal caso la empapaba completamente desde arriba hasta abajo.

Sólo Renell había guardado su precioso traje en algún lugar secreto, del cual, seguramente, nadie lo había sacado nunca; claro que, por otra parte, nadie se llevaba prestada la ropa ajena ni por malicia ni por mezquindad, sino que la tomaba allí donde la encontraba, debido meramente a su prisa y dejadez. Pero aún el traje de Renell ostentaba en plena espalda una rojiza y circular mancha de aceite; de modo que, en la ciudad, un conocedor hubiera podido establecer precisamente por esa mancha que aquel elegante joven era ascensorista.

Y al recordar todo esto díjose Karl que él también había sufrido bastante como ascensorista, y que, sin embargo, todo había sido en vano, pues ahora, según veía, ese servicio de ascensorista no había sido, tal como él esperara, un escalón previo para llegar luego a un puesto mejor; antes bien, había sido empujado ahora más abajo todavía; hasta se había aproximado bastante a la cárcel. Y para colmo, ahora todavía lo sujetaba ese portero mayor, que seguramente estaba pensando en cómo podría abochornar a Karl aún más. Y olvidando por completo que el portero mayor no era, en absoluto, un hombre que se dejara persuadir, Karl, golpeándose varias veces en la frente con la mano que en ese momento tenía libre, exclamó:

—¡Y aunque realmente no le haya saludado a usted, cómo es posible que un hombre adulto se vuelva tan vengativo por la omisión de un simple saludo!

—No soy vengativo —dijo el portero mayor—, sólo quiero registrar tus bolsillos. Estoy por cierto convencido de que no encontraré nada, pues seguramente habrás tenido buen cuidado de que tu amigo se llevase las cosas poco a poco y cada día algo. ¡Pero es indispensable que se te registre! —metió la mano en uno de los bolsillos de Karl con tal fuerza que reventaron las costuras de los costados—. Aquí, por lo pronto, no hay nada —dijo y examinó minuciosamente en su mano el contenido del bolsillo: un almanaque de propaganda del hotel, una hoja con un ejercicio de correspondencia comercial, algunos botones de chaqueta y de pantalón, la tarjeta de visita de la cocinera mayor, un pulidor de uñas que una vez le había arrojado un huésped al hacer los baúles, un viejo espejito de bolsillo que cierta vez le regaló Renell en recompensa de quizá diez reemplazos en el servicio y algunas pequeñeces más—. Aquí no hay nada, por lo visto —repitió el portero mayor arrojando todo debajo del banco, como si se sobreentendiese que toda la propiedad de Karl, por cuanto no era robada, debía ir a parar debajo del banco.

«Ahora sí; basta ya», díjose Karl —su cara debía de estar ardiendo, roja como el fuego—, y cuando el portero mayor, abandonándose a su avidez y perdiendo así toda cautela, hurgaba en el segundo bolsillo de Karl, éste se libró instantáneamente de las mangas, empujó a uno de los porteros contra su aparato telefónico con bastante fuerza, pues no pudo dominarse en el primer salto que dio, atravesó corriendo el aire sofocante hasta llegar a la puerta, en realidad más despacio de lo que había sido su propósito, y felizmente se halló afuera antes de que el portero mayor, con su pesado abrigo, hubiese podido incorporarse siquiera.

La organización de vigilancia, por lo visto, no debía de ser tan ejemplar, pues ciertamente sonaron algunas campanillas, pero ¡sabe Dios para qué fines! En el zaguán de la puerta de salida había, es cierto, tal cantidad de empleados del hotel que marchaban de un lado para otro entrecruzando sus pasos que casi se podía pensar que, sin llamar la atención, se disponían ellos a impedirle la salida, pues no se podía descubrir ningún otro sentido en aquel constante ir y venir. De todas maneras, Karl llegó pronto al aire libre, pero aún tuvo que seguir andando a lo largo de la acera del hotel, pues no era posible llegarse hasta la calzada, ya que una hilera ininterrumpida de automóviles pasaba como a empellones delante de la puerta principal.

Esos automóviles, para llegar lo antes posible ante los dueños que los aguardaban, casi se habían encajado, por así decirlo, uno dentro de otro y cada uno era empujado por el que lo seguía. Peatones que llevaban demasiada prisa por llegar a la calzada atravesaban por cierto, de vez en cuando, alguno de los automóviles, abriendo y cerrando sus portezuelas como si se tratase de un pasaje público; y les daba completamente lo mismo que en el automóvil estuviese sólo el chófer y la servidumbre, o bien la gente más distinguida. Pero una conducta semejante parecióle a Karl exagerada de cualquier manera, y seguramente había que conocer al dedillo condiciones y costumbres para atreverse a tanto; cuán fácilmente podía él caer en un automóvil cuyos ocupantes lo tomaran a mal, lo echaran y provocaran un escándalo; y nada había que él pudiera temer más, siendo un empleado fugitivo del hotel, sospechoso, en mangas de camisa.

Al fin y al cabo aquella hilera de los automóviles no podía continuar así por toda la eternidad y además lo menos sospechoso, en verdad, era seguir andando a lo largo del hotel. En efecto, llegó Karl por fin a un punto donde, si bien no terminaba la hilera de los automóviles, a lo menos doblada hacia la calzada, aflojándose un poco. Cuando quiso escabullirse en el tránsito de la arteria, donde seguramente se movían en libertad personas acaso mucho más sospechosas aún que él, oyó que lo llamaban por su nombre desde algún sitio bien cercano. Se volvió y vio a dos ascensoristas a quienes conocía mucho que se esforzaban tremendamente por hacer salir del vano de una puerta baja y pequeña, que semejaba la entrada de un mausoleo, una camilla sobre la cual, según ahora pudo comprobar Karl, yacía Robinsón con múltiples vendajes en torno de la cabeza y alrededor de la cara y los brazos. Era repelente ver cómo se llevaba los brazos a los ojos para secarse con el vendaje las lágrimas que vertía, ya de dolor, ya por alguna otra pena, o bien por la alegría que el volver a encontrar a Karl le causaba.

—Rossmann —exclamó en tono de reproche—, ¿por qué me haces esperar tanto? Desde hace una hora lo único que hago es resistirme a que me trasladen de aquí antes de que tú vengas. Estos tipos —y le propinó a uno de los ascensoristas un coscorrón, como si los vendajes lo protegieran contra golpes— son, pues, unos verdaderos diablos. ¡Ay!, Rossmann, me ha salido cara esta visita que te he hecho.

—Pero ¿qué te hicieron? —dijo Karl, y se aproximó a la camilla que los dos ascensoristas, a fin de descansar, depositaron, riendo, en el suelo.

—Todavía lo preguntas —suspiró Robinsón— viendo mi aspecto. Imagínate; lo más probable es que me hayan mutilado y que quede inválido para toda mi vida. Siento unos dolores horribles desde aquí hasta ahí. —Señaló primero la cabeza y luego los dedos de los pies—. Desearía que hubieras visto cómo sangraba yo por la nariz. Mi chaleco está del todo echado a perder; ya ni siquiera me lo llevo; mis pantalones están hechos trizas, estoy en calzoncillos. —Levantó ligeramente la colcha para invitar a Karl a que mirara debajo—. ¿Qué será de mí ahora? Tendré que guardar cama durante algunos meses por lo menos, y, quiero decírtelo desde ahora, no tengo a nadie más que a ti para que me cuide; bien sabes tú que Delamarche es demasiado impaciente. ¡Rossmann, Rossmanncito!

Y Robinsón extendió la mano hacia Karl, el cual retrocedió un poco, para conquistarlo así, acariciándolo.

—¡Por qué habré venido a visitarte! —repitió varias veces, a fin de que Karl no pudiese olvidar la parte de culpa que a él le tocaba en su desgracia…

Ahora bien, Karl reconoció en seguida que los quejidos de Robinsón no eran originados por sus heridas, sino por la tremenda modorra de su borrachera, ya que lo habían despertado no bien se quedó dormido en un estado de completa embriaguez y, para sorpresa, fue desafiado y derribado en cruenta lucha; ya no podía orientarse para nada en el mundo. La insignificancia de las heridas quedaba patente en aquellos vendajes informes, compuestos por trapos viejos, en que los ascensoristas lo habían envuelto con evidente intención de divertirse. Y además, aquellos dos ascensoristas, uno en cada punta de la camilla, reventaban de risa a cada rato. Ahora bien, ése no era sitio para volver a Robinsón a sus cabales pues los transeúntes pasaban por allí llevándose todo por delante, sin preocuparse por el grupo de la camilla. A menudo saltaban algunos, verdaderos atletas, por encima de Robinsón, y el chófer pagado con el dinero de Karl clamaba:

—Vamos, vamos.

Los ascensoristas levantaron la camilla empeñando el resto de sus fuerzas; Robinsón cogió la mano de Karl y en tono zalamero dijo:

—Anda, ven, pues.

¿Y acaso Karl, considerando su actual aspecto, no estaría mejor que en ninguna otra parte allí, al abrigo de las sombras del automóvil? Y así, pues, se sentó junto a Robinsón y éste apoyó en él su cabeza. Los ascensoristas, que aún estaban allí, le estrecharon cordialmente la mano a través de la ventanilla del coche, pues él había sido su colega; y el automóvil arrancó e hizo un pronunciado viraje hacia la carretera. Parecíale inevitable que ocurriese un desastre; pero en seguida el tránsito, que lo envolvía todo, acogió también en su seno, tranquilamente, a aquel automóvil en su viaje rectilíneo.