Prólogo

«Es curioso cuántas cosas empiezan conmigo siendo arrojado a la cárcel», pensó Vasher.

Los guardias rieron y cerraron la puerta de golpe. Vasher se levantó y se sacudió, meneó el hombro y dio un respingo. Aunque la mitad inferior de la puerta era de gruesa madera, la superior tenía barrotes, y pudo ver a los tres guardias abrir su mochila y rebuscar entre sus pertenencias.

Uno de ellos advirtió que los estaba mirando. Era un hombretón bestial de cabeza afeitada y uniforme sucio; apenas conservaba los brillantes colores amarillos y azules de la guardia ciudadana de T’Telir.

«Colores brillantes —pensó Vasher—. Tendré que acostumbrarme de nuevo a ellos». En cualquier otra nación, aquellos vibrantes azules y amarillos habrían quedado ridículos en los soldados. Sin embargo, estaba en Hallandren, la tierra de los dioses Retornados, los servidores sinvida, la investigación biocromática y, naturalmente, el color.

El corpulento guardia se acercó a la puerta de la celda, dejando a sus amigos divertirse con las pertenencias de Vasher.

—Dicen que eres bastante duro —dijo, calibrando a Vasher.

Éste no respondió.

—El tabernero dice que derrotaste a unos treinta hombres en una pelea. —El guardia se frotó la mandíbula—. No me pareces tan duro. Sea como sea, deberías haber sabido que no es conveniente pegarle a un sacerdote. Los demás pasarán una noche entre rejas. A ti, sin embargo, te colgarán. Loco incoloro.

Vasher se dio media vuelta. Su celda era funcional, nada original. Una fina rendija en lo alto de una pared dejaba entrar la luz, las paredes de piedra rezumaban agua y moho, y una pila de paja seca se descomponía en un rincón.

—¿Me ignoras? —preguntó el guardia, acercándose a la puerta.

Los colores de su uniforme refulgieron, como si hubiera entrado en una zona más iluminada. No obstante, fue un cambio leve. Vasher no tenía mucho aliento ya, y por eso su aura no influyó demasiado en los colores que lo rodeaban. El guardia no advirtió el cambio en el color, igual que no lo había advertido en el bar, cuando sus colegas y él recogieron a Vasher del suelo y lo arrojaron al carro. Naturalmente, era un cambio tan sutil que al ojo sin experiencia le resultaba casi imposible de detectar.

—Vaya, vaya —dijo uno de los que rebuscaban en la mochila—. ¿Qué es esto?

A Vasher siempre le había parecido interesante que quienes vigilaban las mazmorras fueran tan malos, o peores, que aquellos a quienes vigilaban. Tal vez era deliberado. A la sociedad no parecía importarle si esos hombres estaban dentro o fuera de las celdas, mientras estuvieran apartados de los hombres honrados.

Si es que tal cosa existía.

El guardia sacó un objeto largo envuelto en lino blanco. Silbó mientras desenvolvía la tela, revelando una espada larga de hoja fina en una vaina de plata. La empuñadura era negro puro.

—¿A quién creéis que le habrá robado esto?

El guardia principal miró a Vasher, probablemente preguntándose si era alguna clase de noble. Aunque Hallandren no tenía aristocracia, muchos reinos vecinos tenían sus lores y damas. Sin embargo, ¿qué lord llevaría una sucia capa marrón remendada en varios sitios? ¿Qué lord tendría cardenales de una pelea de bar, barba de varios días y botas gastadas tras años de caminar? El guardia se volvió, aparentemente convencido de que Vasher no era ningún lord.

Tenía razón. Y se equivocaba.

—Déjame ver eso —dijo, y cogió la espada. Gruñó, sorprendido por su peso. La giró en su mano, advirtiendo el cierre que sujetaba la vaina a la empuñadura e impedía desenvainarla. Lo abrió.

Los colores de la habitación se volvieron más intensos, no más brillantes como había sucedido con el jubón del guardia cuando se acercó a Vasher. Se hicieron más fuertes. Más oscuros. Los rojos se volvieron marrones. Los amarillos se endurecieron a dorado. Los azules se hicieron casi negros.

—Ten cuidado, amigo —dijo Vasher en voz baja—, esa espada puede ser peligrosa.

El guardia alzó la mirada. Todo estaba en silencio. El guardia bufó y se alejó de la celda, llevándose la espada. Los otros dos lo siguieron, con la mochila de Vasher, y entraron en la sala de guardia situada al fondo del pasillo.

La puerta se cerró de golpe. Al punto, Vasher se arrodilló junto al montón de paja y seleccionó un puñado de recias briznas. Sacó hilos de su capa, que empezaba a ajarse por abajo, y ató la paja hasta darle forma de una persona pequeña, de unos tres centímetros de altura, con brazos y piernas hirsutos. Se arrancó un pelo de una ceja, lo colocó en la cabeza de la figura y luego rebuscó en su bota y sacó un brillante pañuelo rojo.

Entonces Vasher exhaló aliento.

Brotó de él hinchándose en el aire, translúcido pero radiante, como el color del aceite sobre agua al sol. Lo dejó fluir: aliento biocromático, lo llamaban los sabios. La mayor parte de la gente lo llamaba sólo aliento. Cada persona tenía uno. O, al menos, así solía ser. Una persona, un aliento.

Vasher tenía unos cincuenta alientos, suficientes para llegar a la Primera Elevación. Tener tan pocos le hacía sentirse pobre comparado con lo que una vez había tenido, pero muchos considerarían cincuenta alientos un gran tesoro. Por desgracia, incluso despertar una figura pequeña hecha de materia orgánica (usando algo de su propio cuerpo como foco) consumía casi la mitad de sus alientos.

La figurita de paja se sacudió, absorbiendo el aliento. En la mano de Vasher, la mitad del brillante pañuelo rojo se convirtió en gris. Se agachó, imaginando lo que quería que hiciera la figura, y completó el proceso con una orden:

—Coge las llaves.

La figura de paja se levantó y alzó su única ceja hacia Vasher.

Este señaló la sala de los guardias, donde se oían gritos de sorpresa.

«No hay mucho tiempo», pensó.

La personita de paja corrió por el suelo, saltó y se escurrió entre los barrotes. Vasher se quitó la capa y la colocó en el suelo. Tenía la forma perfecta de una persona, marcada con desgarrones que recreaban las cicatrices del cuerpo de Vasher, la capucha cortada con agujeros que hacían las veces de sus ojos. Cuanto más se parecía un objeto a la hechura y la forma humana, menos alientos necesitaba para despertar.

Se agachó, tratando de no pensar en los días en que tenía suficientes alientos para despertar sin que le importara la forma ni el enfoque. Ésa había sido una época diferente. Con un respingo, se arrancó unos pelos de la cabeza y los esparció por la capucha de la capa.

Una vez más exhaló aliento.

Necesitó del resto de su aliento. Sin él, la capa temblando, el pañuelo perdiendo el resto de su color, se sintió más tenue. Sin embargo, perder el aliento no provocaba un desenlace fatal. De hecho, los alientos extra que usaba habían pertenecido una vez a otra gente. Vasher no sabía a quiénes; no había recolectado esos alientos él mismo. Se los habían dado, como se suponía que funcionaban esas cosas. No podías tomar alientos por la fuerza.

Estar vacío de aliento lo cambió, en efecto. Los colores ya no le parecían tan brillantes. No podía sentir el bullir de la gente deambulando arriba en la ciudad, una conexión que normalmente daba por hecha. Era la conciencia que todos los hombres tenían de otros, esa cosa que susurraba una advertencia, en la modorra del sueño, cuando alguien entraba en la habitación. En Vasher, ese sentido se había amplificado cincuenta veces.

Y ahora había desaparecido, absorbido por la capa y la personita de paja, para darles poder.

La capa se agitó. Vasher se agachó.

—Protégeme —ordenó, y la capa se quedó quieta. Se levantó y volvió a ponérsela.

La figura de paja regresó a la ventana. Llevaba un gran aro con llaves. Sus piececitos estaban manchados de rojo. La sangre escarlata le parecía ahora a Vasher más oscura.

Cogió las llaves.

—Gracias —dijo. Siempre daba las gracias. No sabía por qué, sobre todo considerando lo que hacía a continuación—. Tu aliento, a mí —ordenó, tocando el pecho de la personita.

En el acto, la figura cayó al suelo, despojada de vida, y Vasher recuperó su aliento. El familiar sentido de conciencia regresó, el conocimiento de conexión, de encaje. Sólo podía recuperar el aliento porque él mismo había despertado a esa criatura; de hecho, los despertares de esa clase rara vez eran permanentes. Usaba su aliento como una reserva, esparciéndolo, recuperándolo luego.

Comparado con lo que tuvo una vez, veinticinco alientos era un número pequeño y risible. Sin embargo, comparado con nada, parecía infinito. Se estremeció de satisfacción.

Los gritos de los guardias se apagaron. Las mazmorras quedaron en silencio. Tenía que empezar a moverse.

Vasher metió la mano entre los barrotes y usó las llaves para abrir la celda. Empujó la gruesa puerta y corrió por el pasillo, dejando la figura de paja olvidada en el suelo. No se acercó a la sala de los guardias para alcanzar la salida más allá, sino que se dio media vuelta y se internó en las mazmorras.

Ésta era la parte más incierta de su plan. Encontrar una taberna que fuera frecuentada por los sacerdotes de los Tonos Iridiscentes había sido bastante fácil. Meterse en una pelea de bar, y luego golpear a uno de aquellos sacerdotes, resultó igualmente sencillo. Hallandren se tomaba muy en serio a sus figuras religiosas, y Vasher se había ganado no el habitual encierro en la cárcel local, sino un viaje a los calabozos del rey-dios.

Conociendo la clase de hombres que solían proteger esos calabozos, sabía que intentarían desenvainar a Sangre Nocturna. Eso le había dado la distracción que necesitaba para conseguir las llaves.

Pero ahora venía la parte impredecible.

Se detuvo, la ondulación de la capa despierta. Fue fácil localizar la celda que quería, pues a su alrededor un gran parche de piedra había perdido el color, dejando ambas paredes y puertas de un gris opaco. Era un lugar ideal para aprisionar a un despertador, pues la ausencia de color significaba ausencia de despertar. Vasher se acercó a la puerta y se asomó a los barrotes. Un hombre colgaba del techo por los brazos, desnudo y encadenado. Su color era vibrante a los ojos de Vasher, su piel de un pardo puro; sus magulladuras, brillantes manchas azul y violeta.

El hombre estaba amordazado. Otra precaución. Para despertar, necesitaría tres cosas: aliento, color y orden. Las armonías y los tonos, lo llamaban algunos. Los Tonos Iridiscentes, la relación entre color y sonido. Había que dar una orden clara y firme en la lengua materna del despertador: cualquier tropiezo, cualquier mala pronunciación, invalidaría el despertar. El aliento brotaría, pero el objeto no podría actuar.

Vasher empleó las llaves de la prisión para abrir la puerta de la celda, y entró. El aura de ese hombre hacía que los colores se volvieran más brillantes cuando estaban cerca. Cualquiera podría advertir un aura tan fuerte, aunque era más fácil para alguien que hubiera alcanzado la Primera Elevación.

No era el aura biocromática más fuerte que veía Vasher; ésas pertenecían a los Retornados, conocidos como dioses aquí en Hallandren. Con todo, la biocroma del prisionero era muy impresionante y mucho, mucho más fuerte que la del propio Vasher. El prisionero contenía un montón de alientos. Cientos y cientos.

El hombre se balanceaba en sus ataduras, estudiando a Vasher, los labios amordazados y sangrantes. Tras una breve vacilación, Vasher extendió la mano y retiró la mordaza.

—¿Tú? —susurró el prisionero, tosiendo a duras penas—. ¿Vienes a liberarme?

—No, Vahr —dijo Vasher en voz baja—. Vengo a matarte.

Vahr bufó. El cautiverio no había sido fácil para él. La última vez que Vasher lo había visto, Vahr estaba rechoncho. A juzgar por su cuerpo demacrado, llevaba algún tiempo sin comer. Los cortes, magulladuras y marcas de quemaduras en su carne eran recientes.

Pero la tortura y la expresión acosada en sus ojos rodeados de bolsas revelaban una solemne verdad. El aliento sólo podía ser transferido voluntariamente, con una orden expresa. Esa orden, sin embargo, podía ser animada.

—Así que me juzgas —graznó Vahr—, como hace todo el mundo.

—Tu fracasada rebelión no es asunto mío. Sólo quiero tu aliento.

—Tú y toda la corte de Hallandren.

—Sí, pero no vas a dárselo a uno de los Retornados. Vas a dármelo a mí. A cambio de que te mate.

—No me parece un buen trato. —Había dureza, un vacío emocional en Vahr que Vasher no había visto la última vez que se separaran, años antes.

«Qué extraño —pensó— que al final, después de todo este tiempo, encuentre algo en él con lo que pueda identificarme».

Mantuvo las distancias con Vahr. Ahora que su voz estaba libre, podía ordenar. Sin embargo, sólo tocaba las cadenas de metal, y el metal era difícil de despertar. Nunca había estado vivo y no tenía forma humana. Incluso durante el momento culminante de su poder, Vasher sólo había podido despertar metal en unas pocas ocasiones. Naturalmente, algunos despertadores muy poderosos podían dar vida a objetos que no tocaban, pero que estaban al alcance de su voz. Eso, sin embargo, requería la Novena Elevación. Ni siquiera Vahr tenía tanto aliento. De hecho, Vasher sólo conocía a una persona viva que lo tuviera: el rey-dios en persona.

Eso significaba que Vasher probablemente estaba a salvo.

Vahr poseía una gran riqueza de aliento, pero no tenía nada que despertar. Vasher rodeó al hombre encadenado, sintiendo dificultad para no mostrar compasión alguna. Vahr se había ganado su destino. Sin embargo, los sacerdotes no lo dejarían morir mientras contuviera tanto aliento; si moría, se desperdiciaría. Se perdería. Sería irrecuperable.

Ni siquiera el gobierno de Hallandren, que tenía leyes tan estrictas sobre la compra y el traspaso de alientos, podía dejar que semejante tesoro se perdiera. Lo deseaban tanto que retrasaban la ejecución incluso de un criminal tan notorio como Vahr. Dentro de poco se maldecirían a sí mismos por no haberlo vigilado mejor.

Pero claro, Vasher llevaba dos años esperando una oportunidad como ésa.

—¿Y bien? —preguntó Vahr.

—Dame el aliento —respondió Vasher, dando un paso adelante.

Vahr bufó.

—Dudo que tengas la habilidad de los torturadores del rey-dios… y llevo dos semanas resistiéndolos.

—Te sorprendería. Pero eso no importa. Vas a darme tu aliento. Sabes que sólo tienes dos opciones. Dármelo a mí o dárselo a ellos.

Vahr retorció las muñecas, girando lentamente. En silencio.

—No tienes mucho tiempo para pensártelo —dijo Vasher—. De un momento a otro, alguien descubrirá los guardias muertos ahí fuera. Sonará la alarma. Te dejaré, volverán a torturarte y acabarás por romperte. Entonces todo el poder que has acumulado irá a la misma gente que juraste destruir.

Vahr miró al suelo. Vasher lo dejó reflexionar unos instantes, y pudo ver que la realidad de la situación le quedaba clara. Finalmente, Vahr lo miró.

—Esa… cosa que llevas. ¿Está aquí, en la ciudad?

Vasher asintió.

—¿Los gritos que oí antes? ¿Los causó ella?

Vasher volvió a asentir.

—¿Cuánto tiempo estarás en T’Telir?

—Una temporada. Un año, tal vez.

—¿La usarás contra ellos?

—Mis objetivos son cosa mía, Vahr. ¿Aceptarás mi trato o no? Una muerte rápida a cambio de esos alientos. Una cosa te prometo: tus enemigos no los tendrán.

Vahr guardó silencio.

—Es tuyo —susurró finalmente.

Vasher se acercó, posó la mano sobre la frente de Vahr, cuidando de que ninguna parte de sus ropas tocara la piel del hombre, no fuera a ser que absorbiera el color para despertar.

Vahr no se movió. Parecía aturdido. Entonces, justo cuando Vasher empezaba a pensar que había cambiado de opinión, Vahr exhaló aliento. El color se borró de él. La hermosa Iridiscencia, el aura que le hacía parecer majestuoso a pesar de sus ligaduras y cadenas, fluyó de su boca, flotando en el aire, titilando como bruma. Vasher la absorbió, cerrando los ojos.

—Mi vida a la tuya —ordenó Vahr, un atisbo de desesperación en la voz—. Mi aliento es tuyo.

El aliento fluyó hacia Vasher y todo se volvió vibrante. Su capa marrón pareció de pronto intensa y rica en color. La sangre del suelo era intensamente roja, como en llamas. Incluso la piel de Vahr parecía una obra maestra de color, la superficie marcada por profundos pelos negros, magulladuras azules, y nítidos cortes rojos. Habían pasado años desde la última vez que Vasher sintiera tanta… vida.

Jadeó, cayó de rodillas, abrumado, y tuvo que apoyar una mano en el suelo para impedir desplomarse de bruces. «¿Cómo he vivido sin esto?».

Sabía que sus sentidos no habían mejorado, y sin embargo, se sentía mucho más alerta. Más consciente de la belleza de la sensación. Cuando tocó el suelo de piedra, se maravilló de su aspereza. Y el sonido del viento pasando a través de la estrecha ventana del calabozo. ¿Siempre había sido tan melódico? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta antes?

—Cumple tu parte del trato —dijo Vahr.

Vasher advirtió los tonos de su voz, la belleza de cada uno de ellos, cómo se acercaban a lo armónico. Vasher había ganado un puesto. Un regalo para todo el que llegaba a la Segunda Iluminación. Sería bueno volver a tenerlo.

Naturalmente, podría llegar a la Quinta Iluminación en cualquier momento, si lo deseaba. Eso requeriría ciertos sacrificios que no estaba dispuesto a hacer. Y por eso se obligaba a hacerlo a la antigua usanza, recogiendo alientos de gente como Vahr.

Se incorporó y sacó el pañuelo incoloro que había utilizado antes. Lo arrojó sobre el hombro de Vahr y luego exhaló.

No se molestó en dar forma humana al pañuelo, ni necesitó usar una brizna de su pelo o su piel para concentrarse, aunque tuvo que absorber el color de su camisa.

Vasher miró a los resignados ojos de Vahr.

—Estrangula —ordenó, rozando con los dedos el tembloroso pañuelo.

Se retorció de inmediato, acumulando una gran cantidad de aliento, aunque sin consecuencia. El pañuelo se enroscó rápidamente en torno al cuello de Vahr, tensándose, ahogándolo. Vahr no se debatió ni jadeó, simplemente miró a Vasher con odio hasta que sus ojos se hincharon y murió.

Odio. Vasher había conocido suficiente odio en su vida. Extendió rápidamente la mano y recuperó su aliento del pañuelo, y dejó a Vahr colgando en su celda. Recorrió en silencio la prisión, maravillándose del color de las maderas y las piedras. Después de caminar unos instantes, advirtió un nuevo color en el pasillo. Rojo.

Sorteó el charco de sangre que corría por el suelo inclinado de la mazmorra, y entró en la sala de los guardias. Los tres hombres yacían muertos. Uno de ellos estaba sentado en una silla. Sangre Nocturna, todavía casi envainada, atravesaba el pecho del hombre. Una pulgada de oscura hoja negra era visible bajo la vaina de plata.

Vasher volvió a envainar con cuidado el arma. Echó el cierre.

«Lo he hecho muy bien, ¿no?», dijo una voz en su mente.

Vasher no le respondió a la espada.

«Los he matado a todos —continuó Sangre Nocturna—. ¿No estás orgulloso de mí?».

Él cogió el arma, acostumbrado a su inusitado peso, y la cargó con una mano. Recuperó su mochila y se la echó al hombro.

«Sabía que te sentirías impresionado», dijo Sangre Nocturna, muy ufana.