La puerta se cerró a su espalda.
Un gran fuego ardía en una chimenea a la izquierda, bañando la amplia habitación con una titilante luz anaranjada. Las paredes negras parecían atraer y absorber la iluminación, creando profundas sombras en todos los ángulos.
Siri esperó, con su hermoso vestido de terciopelo, el corazón desbocado y la frente sudorosa. A su derecha distinguió una cama enorme, con sábanas y colchas negras, a juego con el resto de la habitación. La cama parecía vacía. Siri escrutó la penumbra, ajustando los ojos.
El fuego chisporroteó, lanzando una chispa de luz hacia un gran sillón en forma de trono situado junto a la cama. Estaba ocupado por una figura vestida de negro, envuelta en la oscuridad. La miraba, los ojos destellantes, sin parpadear al resplandor de la chimenea.
Siri contuvo la respiración y bajó los ojos, angustiada al recordar las advertencias de Dedos Azules. «Vivenna era quien debía estar aquí, no yo —pensó desesperada—. ¡No puedo enfrentarme a esto! ¡Mi padre se equivocó al enviarme!».
Cerró los ojos con fuerza, la respiración cada vez más rápida. Movió los dedos temblorosos y tiró nerviosa de los lazos del costado de su vestido. Sentía las manos resbaladizas por el sudor. ¿Estaba tardando demasiado en desnudarse? ¿Se enfadaría él? ¿La mataría incluso antes de que terminara la primera noche?
¿Preferiría ella eso, tal vez?
«No —se dijo con determinación—. No. Tengo que hacer esto. Por Idris. Por los campos y los niños que cogían mis flores. Por mi padre y Mab y todos los demás del palacio».
Finalmente soltó los lazos y el vestido cayó con sorprendente facilidad; en ese momento comprendió que había sido confeccionado con ese objetivo. Dejó caer el vestido al suelo y se quedó mirando su ropa interior. El tejido blanco desprendía un espectro de colores, como la luz a través de un prisma. Lo miró con sorpresa, preguntándose por la causa de ese extraño efecto.
No importaba. Estaba demasiado nerviosa para pensar en eso. Apretando los dientes, se obligó a desnudarse del todo. Se arrodilló en el frío suelo de piedra, el corazón latiéndole en las sienes, para tocarlo con la frente.
La habitación quedó en silencio a excepción del chisporroteo de la chimenea. El fuego no era necesario en el calor de Hallandren, pero ella lo agradeció, desnuda como estaba.
Esperó, el pelo blanco puro, la arrogancia y la testarudez olvidadas, desnuda en más de un sentido. Ése era el final del camino, donde toda su sensación de «independencia» y libertad tocaba a su fin. No importaba lo que dijera o cómo se sintiese: al final, tenía que inclinarse ante la autoridad. Como todo el mundo.
Apretó los dientes, imaginando al rey-dios allí sentado, viéndola sometida y desnuda ante él. Apenas lo había visto, excepto para advertir su tamaño: era un palmo más alto que la mayoría de los hombres, más ancho de hombros y más fornido también. Más significativo que otros hombres inferiores. Era un retornado.
En sí mismo, ser retornado no era un pecado. Después de todo, los Retornados también volvían en Idris. La gente de Hallandren, sin embargo, mantenía al retornado vivo, alimentándolo con almas de campesinos, despojando de sus alientos a cientos de personas cada año…
«No pienses en eso», se ordenó. Sin embargo, pensó en los ojos del rey-dios, aquellos ojos negros que parecían brillar a la luz del fuego. Los sentía encima, observándola, tan fríos como la losa sobre la que estaba arrodillada.
El fuego chisporroteó. Dedos Azules había dicho que el rey la llamaría. ¿Y si no se daba cuenta? No se atrevió a alzar la cabeza. Ya había encontrado su mirada una vez, aunque por accidente. No podía arriesgarse a irritarlo más. Continuó allí arrodillada, los codos sobre el suelo, notando que empezaba a dolerle la espalda.
«¿Por qué no hace nada?».
¿Estaba insatisfecho con ella? ¿No era tan bonita como había deseado, o le había molestado que le hubiera mirado a los ojos y hubiese tardado tanto en desvestirse? Sería particularmente irónico si lo ofendía cuando se estaba esforzando tanto por no mostrar su frivolidad habitual. ¿O algo iba mal? Le habían prometido la hija mayor del rey idriano, pero en cambio había recibido a Siri. ¿Notaría la diferencia? ¿Le importaría siquiera?
Pasaron los minutos, la habitación se fue oscureciendo a medida que la leña se consumía.
«Está jugando conmigo —pensó—. Me fuerza a esperar a su capricho». Obligarla a estar arrodillada en una postura tan incómoda probablemente significaba algo: una demostración de quién detentaba el poder. La tomaría cuando lo deseara, no antes.
Apretó los dientes mientras pasaba el tiempo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí arrodillada? Una hora, tal vez más. Y, sin embargo, el silencio era absoluto: ninguna llamada, ninguna tos, ni siquiera un roce por parte del rey-dios. Tal vez era una prueba para ver cuánto aguantaría ella. Tal vez estaba interpretando demasiadas cosas. Fuera como fuese, se obligó a continuar en aquella postura, moviéndose apenas sólo cuando era absolutamente necesario.
Vivenna tenía la formación, el saber y el refinamiento. Pero Siri tenía la testarudez. Sólo había que repasar su historia de lecciones y deberes repetidamente ignorados para apreciarlo. Con tiempo, incluso habría podido con su padre. Ya había empezado a dejarla hacer lo que se le antojara, aunque sólo fuera por conservar la cordura.
Y por eso continuó esperando, desnuda al fulgor de las brasas, mientras la noche se alargaba.
* * *
Los fuegos artificiales esparcieron chispas en una fuente de luz. Algunos cayeron cerca de donde estaba sentado Sondeluz, y se cargaron de una iridiscencia extra y frenética hasta apagarse.
Estaba reclinado en un diván al aire libre, viendo la exhibición. Los criados esperaban a su alrededor, pertrechados con sombrillas, un bar portátil, toallas humeantes y heladas para frotarle la cara y las manos según sintiera la necesidad, y un puñado de otros lujos que, para Sondeluz, eran simplemente cosas comunes y corrientes.
Contempló los fuegos artificiales con leve interés. Los maestros artificieros se agrupaban nerviosos cerca de allí. Junto a ellos había una tropa de trovadores que Sondeluz había llamado, aunque ninguno había actuado todavía. Pese a que siempre había gente del espectáculo en la Corte de los Dioses para que los Retornados disfrutaran, esa noche (la noche de bodas de su rey-dios) era aún más extravagante.
Susebron no asistía, naturalmente. Esas festividades estaban muy por debajo de él. Sondeluz miró a un lado, donde el palacio del rey se alzaba sobriamente por encima de todos los demás. Al cabo de un rato, Sondeluz sacudió la cabeza y devolvió su atención al patio. Los palacios de los reyes formaban un círculo, y cada edificio tenía un patio debajo y un balcón encima, ambos asomados a la zona central. Sondeluz estaba sentado a poca distancia de su patio, disfrutando del mullido césped.
Otra fuente de fuego se desplegó en el aire, arrojando sombras. Sondeluz suspiró, aceptó otra bebida de frutas de un criado. La noche era fresca y agradable, adecuada para un dios. O dioses. Sondeluz podía ver a los demás delante de sus palacios. Diferentes grupos de músicos y faranduleros ocupaban los lados del patio, esperando su oportunidad para satisfacer a uno u otro de los Retornados.
El fuego se consumió, y los maestros artificieros lo miraron, sonriendo esperanzados a la luz de las antorchas. Sondeluz asintió con su mejor expresión benévola.
—Más fuegos artificiales —dijo—. Me habéis complacido.
Esto hizo que los tres hombres susurraran nerviosos y llamaran a sus ayudantes.
Mientras se preparaban, una figura familiar entró en el anillo de antorchas de Sondeluz. Llarimar llevaba, como siempre, sus hábitos de sacerdote. Incluso cuando salía a la ciudad, que era donde debería haber estado esa noche, representaba a Sondeluz y su culto.
—Veloz —lo llamó Sondeluz, sentándose.
—Divina gracia —dijo Llarimar, inclinando la cabeza—. ¿Os gustan las festividades?
—Desde luego. Podríamos decir que estoy positivamente agobiado. ¿Pero qué haces aquí en la corte? Deberías estar con tu familia.
—Sólo quería asegurarme de que todo fuera de vuestro gusto.
Sondeluz se frotó la frente.
—Me estás dando dolor de cabeza, Veloz.
—No os puede doler la cabeza, divina gracia.
—Eso te gusta decirme. Supongo que la fiesta ante la Sagrada Prisión es casi tan sorprendente como la que tenemos aquí dentro.
Llarimar frunció el ceño ante la despectiva referencia de Sondeluz al complejo divino.
—La fiesta en la ciudad es fantástica, divina gracia. T’Telir no ha visto un festival tan grandioso desde hace décadas.
—Entonces insisto en que deberías estar allí disfrutándolo.
—Yo sólo…
—Veloz —lo cortó Sondeluz, mirándolo con determinación—, si hay algo que puedes confiar que haga completamente por mi cuenta, es disfrutar. Te prometo con toda solemnidad que me lo pasaré escandalosamente bien bebiendo en exceso y viendo a estos simpáticos hombres encender cosas. Ahora vete con tu familia.
Llarimar vaciló, luego se puso en pie, hizo una reverencia y se retiró.
«Este hombre se toma su trabajo demasiado en serio», pensó Sondeluz, y dio un sorbo a su bebida de frutas.
El concepto le pareció divertido, y se echó hacia atrás, disfrutando de los fuegos artificiales. Sin embargo, pronto lo distrajo alguien más al acercarse. O, más bien, alguien más importante que conducía a un grupo de gente menos importante. Sondeluz dio otro trago a su bebida.
La recién llegada era hermosa. Claro, se trataba de una diosa. Brillante pelo negro, piel pálida, cuerpo lujuriosamente curvilíneo. Llevaba bastante menos ropa que Sondeluz, pero eso era típico de las diosas. Su fina túnica de seda verde y plata estaba abierta por ambas partes, mostrando muslos y caderas, y el escote era tan amplio que poco quedaba a la imaginación. Encendedora la Hermosa, diosa de la sinceridad.
«Esto se pone interesante», pensó Sondeluz, sonriendo para sí. La seguían un séquito de unas treinta personas, además de su alta sacerdotisa y seis sacerdotes menores. Los maestros artificieros se inquietaron al advertir que ahora tenían no uno, sino dos observadores divinos. Sus aprendices se movieron veloces, emplazando otra serie de fuentes de fuego. Un grupo de criadas de Encendedora se adelantaron, cargando con un ornado diván que colocaron en la hierba junto a Sondeluz.
Encendedora se tumbó con su esbelta elegancia de costumbre, cruzando sus piernas perfectas y apoyándose sobre el costado con pose seductora aunque señorial. La orientación le permitía ver los fuegos artificiales si lo deseaba, pero su atención estaba claramente concentrada en Sondeluz.
—Mi querido Sondeluz —dijo, mientras un criado se acercaba con un puñado de uvas—. ¿No vas a saludarme siquiera?
Allá vamos, pensó él.
—Mi querida Encendedora —dijo, haciendo a un lado la copa y cruzando los dedos—. ¿Por qué hacer algo grosero?
—¿Grosero? —repitió ella, divertida.
—Pues sí. Obviamente haces un decidido esfuerzo por llamar la atención… los detalles son magníficos, por cierto. ¿Eso que llevas en los muslos es maquillaje?
Ella sonrió y mordió una uva.
—Es un tipo de pintura. Los diseños son obra de algunos de los artistas de más talento de mi culto.
—Mis felicitaciones. De todas formas, preguntas por qué no te saludo. Bueno, supongamos que hubiera actuado como sugieres. Después de eso, ¿habrías querido que te alabara?
—Naturalmente.
—¿Me habrías hecho mencionar lo hermosa que estás con esa túnica?
—No me quejaría.
—¿Subrayar cómo brillan tus deslumbrantes ojos como ascuas ardientes con los fuegos artificiales?
—Estaría bien.
—¿Declarar cómo tus labios son tan perfectamente rojos que podrían quitarle el aliento a cualquier hombre y, sin embargo, forzarlo a crear la poesía más brillante cuando recordara ese momento?
—Me sentiría halagada, en efecto.
—¿Y pretendes conseguir de mí esas reacciones?
—Así es.
—Pues entonces, maldición, mujer, si estoy aturdido, deslumbrado y sin aliento, ¿cómo demonios voy a saludarte? Teóricamente, tendría que estar anonadado.
Ella se echó a reír.
—Bueno, al menos has encontrado la lengua.
—Sorprendentemente, la tenía en la boca. Siempre se me olvida buscarla ahí.
—¿Pero no es ahí donde tendría que estar?
—Querida, ¿no me conoces lo suficiente para saber que mi lengua, de todas las cosas, rara vez hace lo que se espera que haga?
Encendedora sonrió mientras los fuegos artificiales volvían a apagarse. Dentro de las auras de los dos dioses, los colores de las chispas se potenciaban. Al otro lado, algunas chispas cayeron al suelo lejos de las auras del aliento, y éstas parecieron débiles y opacas en comparación, como si su fuego fuera tan frío e insignificante que pudiera cogerse con la mano y descartarse.
Encendedora dejó de mirar la exhibición.
—¿Así que me encuentras hermosa?
—Por supuesto. Querida, decididamente exudas belleza. Eres literalmente parte de la definición de la palabra. Está en alguna parte en tu título, si no estoy equivocado.
—Mi querido Sondeluz, creo que te estás burlando de mí.
—Nunca me burlo de una dama, Encendedora —dijo él, cogiendo de nuevo su bebida—. Burlarse de una mujer es como beber demasiado vino. Puede que sea divertido al principio, pero la resaca es infernal.
La diosa vaciló.
—Pero nosotros no tenemos resaca, ya que no podemos emborracharnos.
—¿No podemos? ¿Entonces por qué demonios estoy bebiendo este vino?
Ella alzó una ceja.
—A veces, Sondeluz, no estoy segura de cuándo te comportas como un tonto y cuándo hablas en serio.
—Bueno, si alguna vez llegas a la conclusión de que hablo en serio, dímelo para que me entere.
—Ajá —dijo ella, girándose en el diván para quedar boca abajo. Se apoyó en los codos, con los pechos apretujados entre ambos, los fuegos artificiales reflejándose en su espalda desnuda y proyectando sombras de colores entre sus omóplatos arqueados—. Así que admites que soy hermosa y asombrosa. ¿Te importaría entonces retirarte de las festividades esta noche? ¿Encontrar… otros entretenimientos?
Sondeluz vaciló. Ser incapaz de procrear no impedía que los dioses buscaran intimidad, sobre todo con otros Retornados. De hecho, por lo que podía deducir, la imposibilidad de tener hijos tan sólo aumentaba la laxitud de la corte en esos menesteres. Muchos dioses tomaban amantes mortales: se sabía que Encendedora tenía unos cuantos entre sus sacerdotes. Las relaciones con los mortales nunca eran consideradas infidelidades entre los dioses.
Encendedora se repantigó en el diván, flexible, tentadora, Sondeluz abrió la boca, pero en su mente… la vio a ella. La mujer de su visión, la de sus sueños, el rostro que le había mencionado a Llarimar. ¿Quién era?
Probablemente nada. Un destello de su vida anterior, o tal vez simplemente una imagen creada por su subconsciente. Tal vez incluso, como decían los sacerdotes, algún tipo de símbolo profético. Ese rostro no debería hacerlo vacilar. No cuando tenía delante la perfección.
—Yo… me veo obligado a rehusar —acabó diciendo—. He de ver los fuegos artificiales.
—¿Son más fascinantes que yo?
—En absoluto. Simplemente, parece más difícil que ellos me quemen.
Ella se echó a reír.
—Bueno, ¿entonces por qué no esperamos a que terminen y luego nos retiramos?
—Oh —dijo Sondeluz—. Creo que soy demasiado perezoso para eso.
—¿Demasiado perezoso para el sexo? —preguntó Encendedora, tendiéndose de costado y mirándolo.
—Soy un genuino indolente. Un pobre ejemplo de dios, como no paro de decirle a mi sumo sacerdote. Nadie parece escucharme, así que me temo que he de seguir esforzándome para demostrar mi argumento. Enredarme contigo, por desgracia, socavaría toda la base de mi argumento.
Ella sacudió la cabeza.
—A veces me confundes, Sondeluz. Si no fuera por tu reputación, simplemente pensaría que eres tímido. ¿Cómo puedes haberte acostado con Calmavidente, e ignorarme continuamente?
«Calmavidente fue la última retornada honorable que ha conocido esta ciudad —pensó Sondeluz, sorbiendo su bebida—. Ninguno de los que quedan tiene una brizna de su decencia. Yo incluido».
Encendedora guardó silencio, contemplando la última exhibición de los maestros artificieros. El espectáculo se había vuelto progresivamente más retorcido, y Sondeluz estaba pensando en detenerlo, para que no agotaran todos los fuegos con él y no les quedara ninguno en caso de que otro dios los llamara.
Encendedora no hizo ningún atisbo de regresar a su palacio, y Sondeluz no añadió nada más. Sospechaba que ella no había venido solamente a practicar esgrima verbal, ni siquiera a intentar acostarse con él. Aquella diosa siempre tenía planes. Según la experiencia de Sondeluz, en aquella mujer había más profundidad de lo que su brillante superficie sugería.
Su corazonada acabó por resultar acertada. Ella dejó de prestar atención a los fuegos artificiales y miró el oscuro palacio del rey-dios.
—Tenemos una reina nueva.
—Ya me he dado cuenta —dijo Sondeluz—. Aunque, lo admito, sólo porque me lo han recordado varias veces.
Guardaron silencio.
—¿No has pensado en el tema? —preguntó finalmente Encendedora.
—Trato de evitar tener pensamientos. Conducen a otros pensamientos y, si no tienes cuidado, esos otros pensamientos conducen a acciones. Las acciones cansan. Lo sé de buena fuente, gracias a alguien que una vez lo leyó en un libro.
La diosa suspiró.
—Evitas pensar, me evitas a mí, evitas esforzarte… ¿Hay algo que no evites?
—El desayuno.
Encendedora no reaccionó, cosa que Sondeluz encontró decepcionante. Estaba concentrada en el palacio del rey. Sondeluz solía tratar de ignorar el gran edificio negro: no le gustaba cómo parecía acechar sobre él.
—Tal vez deberías hacer una excepción —dijo Encendedora—, y pensar un poco en esta situación concreta. La reina significa algo.
Él jugueteó con su copa entre los dedos. Sabía que los sacerdotes de Encendedora se contaban entre aquellos que se mostraban más a favor de la guerra en la Asamblea de la Corte. No había imaginado su fantasmal pesadilla de antes, la visión de T’Telir ardiendo. Esa imagen se negaba a borrarse de su mente. Él nunca decía nada a favor o en contra de la guerra. Simplemente, no quería implicarse.
—Hemos tenido reinas antes —dijo por fin.
—Ninguna de linaje real —replicó Encendedora—. Al menos no ha habido ninguna desde los días de Kalad el Usurpador.
Kalad. El hombre que había provocado la Multiguerra, el que había usado su conocimiento del Aliento Biocromático para crear un enorme ejército de sinvidas y hacerse con el poder en Halladren. Había protegido el reino con sus ejércitos y, sin embargo, también lo había destrozado al expulsar la casa real a las Tierras Altas.
Ahora habían vuelto. O, al menos, lo había hecho una de ellos.
—Es un día peligroso, Sondeluz —dijo Encendedora en voz baja—. ¿Qué sucederá si esa mujer engendra un hijo que no sea un retornado?
—Imposible.
—¿Sí? ¿Tanto confías en ello?
Él asintió.
—De los Retornados, sólo el rey-dios puede engendrar hijos, y siempre nacen muertos.
Ella negó con la cabeza.
—La única constancia que tenemos sobre eso proviene de los sacerdotes de palacio. Sin embargo, he oído decir que hay… discrepancias en los archivos. Aunque no nos preocupemos por ellas, hay bastantes consideraciones más. ¿Por qué necesitamos a uno de los reales para «legitimar» nuestro trono? ¿No son suficientes cientos de años de gobierno por parte de la Corte de Dioses para legitimar el reino?
Sondeluz no respondió.
—Este matrimonio implica que todavía aceptamos la autoridad real —añadió ella—. ¿Qué sucederá si ese rey de las Tierras Altas decide recuperar sus territorios? ¿Qué sucederá si esa reina nuestra tiene un hijo de otro hombre? ¿Quién será el heredero? ¿Quién gobernará?
—El rey-dios gobierna. Todo el mundo lo sabe.
—No gobernaba hace trescientos años. Lo hacían los reales. Luego lo hizo Kalad, y después Dalapaz. Los cambios pueden sucederse con mucha rapidez. Al invitar a esa mujer a nuestra ciudad, puede que hayamos dado comienzo al final del gobierno retornado en Hallandren.
Guardó silencio, pensativa. Sondeluz estudió a la hermosa diosa. Habían pasado quince años desde su retorno, cosa que la hacía vieja, para ser una retornada. Vieja, sabia, e increíblemente diestra.
Ella lo miró.
—No pretendo dejarme caer, sorprendida, como le pasó a los reales cuando Kalad se apoderó de su trono. Algunos estamos haciendo planes, Sondeluz. Puedes unirte a nosotros, si lo deseas.
—Política, querida —repuso con un suspiro—. Ya sabes cuánto me repugna.
—Eres el dios de la valentía. Podríamos usar tu confianza.
—En este punto, sólo confío en que no os seré de ninguna utilidad.
El rostro de ella se envaró y trató de no mostrar su frustración. Por fin, suspiró y se puso en pie, alardeando de su perfecta figura una vez más.
—Tendrás que servir para algo tarde o temprano, Sondeluz —dijo—. Eres un dios para esta gente.
—No por decisión propia, querida.
Ella sonrió, y luego se inclinó y lo besó suavemente.
—Considera lo que he dicho. Eres mejor de lo que tú mismo crees. ¿Piensas que me ofrecería a cualquiera?
Él vaciló, luego frunció el ceño.
—La verdad es que… sí, lo pienso.
Ella se echó a reír, y se dio la vuelta mientras sus sirvientes recogían su diván.
—¡Oh, vamos! Debe de haber al menos tres dioses a quienes no se me ocurriría dejar que me tocaran. Disfruta de la fiesta, y trata de imaginar lo que está haciendo nuestro rey con nuestro legado en sus aposentos ahora mismo. —Se volvió a mirarlo—. Sobre todo si al imaginarlo te recuerda lo que acabas de perderte.
Le hizo un guiño y se marchó.
Sondeluz se acomodó en su diván y luego despidió a los maestros artificieros con palabras de alabanza. Mientras los trovadores empezaban a cantar, trató de vaciar su mente de las ominosas palabras de Encendedora y de las visiones de guerra que habían asolado sus sueños.
No consiguió ninguna de las dos cosas.