Siri bajó del carruaje. Inmediatamente, docenas de criados vestidos de azul y plata la rodearon, llevándosela. Siri se volvió, alarmada, buscando a sus soldados. Los hombres dieron un paso al frente, pero Treledees alzó la mano.
—El Receptáculo irá sola —declaró el sacerdote.
Siri sintió una punzada de temor. Era la hora.
—Regresad a Idris —le dijo a sus hombres.
—Pero, mi señora… —objetó el jefe de los soldados.
—No. Aquí no podéis hacer nada más por mí. Por favor, regresad y decidle a mi padre que he llegado bien.
El jefe de los soldados miró a sus hombres, vacilante. Siri no llegó a ver si obedecían o no, pues los criados la llevaron a un rincón tras un largo y negro pasillo. Trató de no mostrar su miedo. Había venido al palacio para casarse, y estaba decidida a causar una impresión favorable en el rey-dios. Pero en realidad estaba aterrada. ¿Por qué no había huido? ¿Por qué no se había librado de algún modo de todo aquello? ¿Por qué no podían dejarla en paz?
Ahora no había escapatoria. Mientras las criadas la llevaban por un pasillo hacia las profundidades del palacio, los últimos restos de su antigua vida desaparecieron tras ella.
Ahora estaba sola.
Lámparas de cristal de colores flanqueaban las paredes. Condujeron a Siri a través de oscuros pasadizos, dando vueltas y más vueltas. Trató de recordar el camino, pero pronto se sintió absolutamente perdida. Las sirvientas la rodeaban como una guardia de honor; aunque todas eran mujeres, pertenecían a edades diferentes. Todas llevaban una toca azul, el pelo suelto por atrás, y mantenían la mirada gacha. Sus titilantes túnicas azules eran amplias, incluso en el busto. Siri se ruborizó al ver los escotes. En Idris, las mujeres mantenían cubierto el cuello.
El negro pasillo acabó por desembocar en una habitación mucho más grande. Siri vaciló en la puerta. Aunque las paredes de piedra de esa habitación eran negras, estaban cubiertas con sedas de rico color marrón. De hecho, todo en la habitación era marrón, desde la alfombra hasta los muebles, pasando por las bañeras rodeadas de losetas ubicadas en el centro de la sala.
Las criadas empezaron a tirarle de la ropa para desnudarla. Siri dio un salto, apartó varias manos e hizo que se detuvieran, sorprendidas. Entonces atacaron con renovado vigor, y Siri comprendió que no tendría más remedio que apretar los dientes y soportar aquel tratamiento. Alzó los brazos, dejando que le quitaran el vestido y la ropa interior, y sintió que su cabello se volvía rojo mientras se ruborizaba. Al menos la habitación estaba cálida.
No obstante, se estremeció. Se vio obligada a permanecer allí de pie, desnuda, mientras otras criadas se acercaban con cintas de medición. Hurgaron y sondearon, tomando diversas medidas, incluyendo las de la cintura, el busto, los hombros y las caderas. Cuando terminaron, las mujeres retrocedieron, y la habitación quedó en silencio. La bañera seguía humeando en el centro de la cámara. Varias mujeres se la señalaron.
«Supongo que se me permite lavarme yo sola», pensó Siri con alivio, acercándose a los escalones de losa. Se introdujo con cuidado en la enorme tina, y le satisfizo la temperatura del agua. Se sumergió y se permitió relajarse un poco.
Oyó sonidos de salpicaduras a su espalda y se volvió. Varias criadas, vestidas de marrón, se metían en la bañera con manoplas y jabón. Siri suspiró, rindiéndose a sus cuidados mientras empezaban a frotarle vigorosamente el cuerpo y el pelo. Cerró los ojos, soportando el tratamiento con tanta dignidad como fue capaz.
Eso le dejó tiempo para pensar, lo que no era bueno. Sólo se permitió considerar lo que le estaba sucediendo. Su ansiedad regresó de inmediato.
«Los sinvida no son tan malos como en las historias —pensó, tratando de tranquilizarse—. Y los colores de la ciudad son mucho más agradables de lo que yo esperaba. Tal vez… tal vez el rey-dios no sea tan terrible como dice todo el mundo».
—Ah, bien —dijo una voz—. Vamos bien de tiempo. Perfecto.
Era una voz de hombre. Siri abrió los ojos y se encontró con un anciano con túnica marrón de pie junto a la bañera, escribiendo algo en un libro de cuentas. Era calvo y tenía un rostro redondo y agradable. A su lado había un muchacho, con más papel y un frasquito de tinta para que el hombre humedeciera su pluma.
Siri gritó, sobresaltando a algunas de las criadas al provocar un súbito movimiento de agua al cubrirse con los brazos.
El hombre vaciló, agachando la cabeza.
—¿Algo va mal, Receptáculo?
—Me estoy bañando —replicó ella.
—En efecto. Ya lo veo.
—Bien, ¿pues por qué estás mirando?
Él ladeó la cabeza.
—Pero si soy un sirviente real, muy por debajo de tu estatus… —dijo, y entonces pareció recordar algo—. Ah, sí. Las sensibilidades de Idris. Me había olvidado. Señoras, por favor, salpiquen, hagan más burbujas en la bañera.
Las criadas obedecieron, creando abundante espuma en el agua jabonosa.
—Eso es —dijo el hombre, volviendo a su libro de cuentas—. Ya no puedo ver nada. Adelante, continuemos. ¡No estaría bien hacer esperar al rey-dios el día de su boda!
Reacia, Siri dejó que el baño continuara, aunque tuvo cuidado de mantener bajo el agua ciertas partes de su anatomía. Las mujeres trabajaron abnegadamente, frotando tan fuerte que Siri casi temió que fueran a despellejarla.
—Como bien puedes suponer —dijo el hombre—, vamos con un calendario muy justo. Hay mucho que hacer, y me gustaría que todo saliera como una seda.
Siri frunció el ceño.
—¿Y quién eres tú, exactamente?
Él la miró, haciendo que se agachara entre las pompas de jabón un poco más. Su pelo estaba más rojo brillante que nunca.
—Me llamo Havarseth, pero todo el mundo me llama Dedos Azules. —Alzó una mano y agitó los dedos, manchados de tinta azul de tanto escribir—. Soy el jefe de los escribas y mayordomo de Su Excelente Gracia Susebron, rey-dios de Hallandren. En términos más simples, dirijo a los sirvientes del palacio y superviso a todos los criados de la Corte de los Dioses. —Se detuvo y la miró—. También me aseguro de que todo el mundo cumpla los horarios y haga lo que tiene que hacer.
Algunas de las muchachas más jóvenes (vestidas de marrón, como las que bañaban a Siri) empezaron a traer cubos de agua a la bañera, y las mujeres las emplearon para enjuagarle el pelo. Siri se volvió para facilitarles la tarea, aunque trató de mantenerse ojo avizor con Dedos Azules y su criado.
—Bien —dijo Dedos Azules—. Los sastres de palacio trabajan a destajo en tus vestiduras. Teníamos un buen cálculo de tu talla, pero necesitábamos las medidas finales para completar el proceso. Tus atuendos deberán estar listos dentro de poco.
Las mujeres enjuagaron de nuevo la cabeza de Siri.
—Hay algunas cosas que tenemos que discutir —continuó Dedos Azules, su voz distorsionada por el agua en los oídos de Siri—. Supongo que te habrán enseñado el método adecuado de tratar a Su Majestad Inmortal.
Siri lo miró, y luego apartó la mirada. Probablemente lo habían hecho, pero no lo recordaba. Y, fuera como fuese, en ese momento no estaba para concentrarse.
—Ah —dijo Dedos Azules, leyendo aparentemente su expresión—. Bien, entonces esto podría ser… interesante. Permíteme hacerte algunas sugerencias.
La muchacha asintió.
—Primero, debes saber que la voluntad del rey-dios es ley. No necesita ningún motivo ni justificación para lo que hace. Tu vida, como la de todos, está en sus manos. Segundo, debes saber que el rey-dios no habla con gente como tú y como yo. No hablarás con él cuando acudas a verlo. ¿Entiendes?
Siri escupió un poco de agua jabonosa.
—¿Quieres decir que ni siquiera puedo hablar con mi esposo?
—Me temo que no —confirmó Dedos Azules—. Ninguno de nosotros puede.
—¿Entonces cómo juzga y gobierna? —preguntó ella frotándose los ojos.
—El Consejo de Dioses maneja las necesidades más mundanas del reino —explicó Dedos Azules—. El rey-dios está por encima del gobierno diario. Cuando le es necesario comunicarse, transmite sus juicios a sus sacerdotes, quienes entonces los revelan al mundo.
«Magnífico», pensó Siri.
—Es poco convencional que se te permita tocarlo —continuó Dedos Azules—. Engendrar a un hijo es una molestia necesaria para él. Nuestro trabajo es presentarte de la manera más agradable posible, y evitar, a toda costa, irritarlo.
«Austre, Dios de los Colores —pensó ella—. ¿Qué clase de criatura es esta?».
Dedos Azules la miró.
—Sé algo de tu temperamento, Receptáculo —dijo—. Naturalmente, hemos investigado a los hijos de la monarquía idriana. Permíteme ser un poco más directo de lo que preferiría. Si le hablas directamente al rey-dios, te mandará ejecutar. Al contrario que tu padre, no es un hombre paciente.
»No puedo recalcar lo suficiente este punto. Me doy cuenta de que estás acostumbrada a ser una persona muy importante. De hecho, lo sigues siendo… o quizá más que antes. Estás muy por encima de mí y de los demás. Sin embargo, por muy superior que seas a nosotros, el rey-dios está muy por encima de ti.
»Su Majestad Inmortal es… especial. Las doctrinas enseñan que la Tierra misma es poca cosa para él. Él consiguió trascender antes incluso de nacer, pero luego regresó para traer a su pueblo bendiciones y visiones. Se te concede una confianza especial. Por favor, no la traiciones… y, por favor, por favor, no provoques su ira. ¿Comprendes?
Siri asintió lentamente, sintiendo que su pelo se blanqueaba de nuevo. Trató de controlarse, pero el valor que pudo acumular le pareció vergonzante. No, no iba a poder digerir a esa criatura tan fácilmente como a los sinvida o los colores de la ciudad. Su reputación en Idris no era exagerada. Dentro de poco, él iba a tomar su cuerpo y hacer con él lo que deseara. Una parte de Siri sintió furia por eso, pero era la furia de la frustración. La furia que procedía de saber que algo horrible iba a suceder, y de ser incapaz de evitarlo.
Las criadas se apartaron, dejándola medio flotando en el agua jabonosa. Una de ellas miró a Dedos Azules e inclinó la cabeza con respeto.
—Ah, ¿hemos terminado? —preguntó él—. Excelente. Tus damas y tú sois muy eficaces, Jlan. Continuemos, pues.
—¿No pueden hablar? —preguntó Siri en voz baja.
—Pues claro que pueden. Pero son dedicadas siervas de Su Majestad Inmortal. Durante sus horas de servicio, su deber es ser tan útiles como sea posible sin resultar una distracción. Ahora, si proseguimos…
Siri continuó dentro del agua, incluso cuando las silenciosas mujeres trataron de sacarla. Dedos Azules se dio la vuelta con un suspiro, dándole la espalda. Extendió una mano e hizo volverse también al muchacho.
Siri permitió por fin que la sacaran de la bañera. Las mujeres mojadas la dejaron, dirigiéndose a una habitación lateral (probablemente para cambiarse), y otras la condujeron a una bañera más pequeña para enjuagarla. Se metió en el agua, mucho más fría que la anterior, y boqueó. Las mujeres le indicaron que se sumergiera. Ella dio un respingo pero lo hizo, y se enjuagó casi todo el jabón. Después de eso, había una tercera y última bañera. Mientras Siri se acercaba, tiritando, olió un fuerte aroma a flores que surgía de ella.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Un baño perfumado —dijo Dedos Azules, todavía de espaldas—. Si lo prefieres, puedo hacer que una de las masajistas del palacio te frote perfume por el cuerpo. Te aconsejo en contra de ello, sin embargo, dada la escasez de tiempo…
Siri se ruborizó al imaginar que alguien, varón o hembra frotara su cuerpo con perfume.
—Esto estará bien —dijo, metiéndose en el agua. Estaba tibia, y los olores florales eran tan intensos que tuvo que respirar por la boca.
Las mujeres indicaron hacia abajo, y, con un suspiro, Siri se sumergió bajo el agua perfumada. Después de eso, salió, y varias criadas se acercaron por fin con mullidas toallas. Empezaron a secarla, con un contacto tan delicado y suave como duro había sido el frote anterior. Esto se llevó parte del fuerte aroma, cosa que Siri agradeció. Otras mujeres se acercaron con una bata azul oscuro, y ella extendió los brazos para que se la pusieran y luego la cerraran.
—Puedes darte la vuelta —le dijo al mayordomo.
—Excelente —dijo Dedos Azules al girarse. Se dirigió hacia una puerta lateral y le hizo un gesto con la mano—. Ahora, deprisa. Todavía tenemos mucho que hacer.
Siri y las criadas lo siguieron, pasando de la habitación marrón a una que estaba decorada de amarillo brillante. Tenía más muebles, ninguna bañera, y un gran diván en el centro.
—Su Majestad no está asociado con un color único —dijo Dedos Azules, señalando los brillantes colores de la sala mientras las mujeres dirigían a Siri al sillón—. Representa todos los colores y cada uno de los Tonos Iridiscentes. Por tanto, cada habitación está decorada con un tono diferente.
Siri se sentó, y las mujeres empezaron a ocuparse de sus uñas. Otra trató de alisar las greñas de pelo producidas por el lavado a fondo. Siri frunció el ceño.
—Cortadlo —dijo.
Ellas vacilaron.
—¿Receptáculo? —preguntó una.
—Cortad el pelo.
Dedos Azules les dio permiso, y tras unos cuantos cortes gran parte de su pelo estaba amontonado en el suelo. Entonces Siri cerró los ojos y se concentró.
No estaba segura de cómo lo hacía. Los Mechones Reales habían sido siempre parte de su vida: alterarlos era para ella como mover cualquier músculo, aunque más difícil. En unos instantes, pudo hacer que el pelo creciera de nuevo.
Varias mujeres se quedaron boquiabiertas mientras el pelo brotaba de la cabeza de Siri y caía hasta sus hombros. Hacerlo crecer la hacía sentir hambre y cansancio, pero era mejor que dejar que las mujeres lucharan contra las greñas. Cuando terminó, abrió los ojos.
Dedos Azules la miraba con expresión inquisitiva, sosteniendo el libro.
—Esto es… fascinante —dijo—. Los Mechones Reales. Hemos esperado mucho tiempo a que vuelvan a agraciar este palacio, Receptáculo. ¿Puedes cambiar de color a voluntad?
—Sí —dijo Siri. «Algunas veces, al menos»—. ¿Es demasiado largo?
—El cabello largo es considerado un signo de belleza en Hallandren, mi señora. Sé que lo lleváis recogido en Idris, pero aquí el pelo suelto es del gusto de muchas mujeres, sobre todo las diosas.
Una parte de ella quiso mantener el pelo corto sólo por llevar la contraria, pero estaba empezando a darse cuenta de que semejante actitud podría hacer que la mataran. En cambio, cerró los ojos y volvió a concentrarse. El pelo le llegaba hasta los hombros, pero lo extendió durante varios minutos, haciéndolo crecer hasta la espalda, como antes.
Siri abrió los ojos.
—Precioso —susurró una de las criadas jóvenes, y al punto se ruborizó y continuó trabajando en las uñas de la muchacha.
—Muy bonito —reconoció Dedos Azules—. Te dejo aquí. Tengo que ocuparme de ciertos asuntos, pero regresaré en breve.
Siri asintió mientras se marchaba, y varias mujeres se acercaron y empezaron a aplicarle maquillaje. Lo sufrió con paciencia mientras otras criadas seguían con sus uñas y su pelo. No era así como había imaginado el día de su boda. El matrimonio siempre le había parecido algo lejano, algo que sólo sucedería después de que se hubiera elegido cónyuges para sus hermanos. De hecho cuando era muy joven, siempre había dicho que pretendía criar caballos en vez de casarse.
Había superado aquello, pero una parte de sí misma ansiaba esos tiempos más sencillos. No quería casarse. Aún no. Seguía sintiéndose una niña, aunque su cuerpo se hubiera convertido en uno de mujer. Quería jugar en las montañas y recoger flores y picar a su padre. Quería tiempo para saborear más la vida antes de verse obligada a las responsabilidades de engendrar hijos.
El destino le había arrebatado esa oportunidad. Ahora se enfrentaba a la perspectiva inminente de ir a la cama de un hombre. Un hombre que no le hablaría, y a quien no le importara quién era ella ni qué quería. Siri conocía los requerimientos físicos de lo que iba a suceder (agradecía a Mab la cocinera alguna charlas sinceras sobre ese tema), pero emocionalmente se sentía petrificada. Quería correr, esconderse, huir lo más lejos posible.
¿Se sentían así todas las mujeres, o sólo aquellas que eran lavadas, acicaladas y enviadas a satisfacer a una deidad con el poder de destruir naciones?
Dedos Azules regresó poco después, seguido por un hombre mayor con las ropas azules y plateadas que Siri empezaba a asociar con aquellos que servían al rey-dios.
«Pero… Dedos Azules viste de marrón —pensó frunciendo el ceño—. ¿Porqué?».
—Ah, veo que mi cálculo del tiempo es perfecto —dijo Dedos Azules mientras las mujeres terminaban. Se retiraron a los lados de la habitación, las cabezas inclinadas.
Dedos Azules le hizo un gesto con la cabeza al hombre mayor.
—Receptáculo, éste es uno de los sanadores del palacio. Antes de que te lleven al rey-dios, tendrás que ser inspeccionada para determinar que eres doncella y asegurar que no padeces ciertas enfermedades. No es más que una formalidad, pero me temo que he de insistir en ello. En consideración a tu recato, no he traído al joven sanador a quien había asignado originalmente el trabajo. Supongo que un sanador más viejo te hará sentirte más cómoda.
Siri suspiró, pero asintió. Dedos Azules señaló una mesa acolchada en un lado de la habitación; entonces él y su joven criado se dieron media vuelta. Siri se abrió la bata y se dirigió a la mesa. Se tumbó para continuar lo que estaba resultando el día más embarazoso de su vida.
«Y sólo empeorará», pensó mientras el médico la examinaba.
Susebron, el rey-dios. Asombroso, terrible, santo, majestuoso. Había nacido muerto, pero retornó. ¿Qué le provocaba eso a un hombre? ¿Sería humano al menos, o un monstruo horrible de contemplar? Se decía que era eterno, pero obviamente su reinado terminaría tarde o temprano, o de otro modo no necesitará un heredero.
Se estremeció, deseando acabar de una vez, pero también agradecida por todo aquello que retrasara un poco más las cosas, incluso una experiencia tan humillante como aquel reconocimiento médico. Sin embargo, terminó pronto, y Siri volvió a cerrarse la bata y levantarse.
—Está bastante sana —le dijo el sanador a Dedos Azules—. Y lo más probable es que sea todavía doncella. También tiene un aliento muy poderoso.
Siri vaciló. ¿Cómo podía saber…?
Y entonces lo vio. Tuvo que mirar con mucha atención, pero el suelo amarillo alrededor del cirujano parecía demasiado brillante. Ella misma parecía pálida, aunque el nerviosismo ya había vuelto blanco su pelo.
«El doctor es un despertador —pensó—. Hay un despertador aquí, en esta habitación. Y me ha tocado».
Se estremeció, la piel marchitándose. No estaba bien quitarle el aliento a otra persona. Era la arrogancia definitiva, el completo opuesto a la filosofía de Idris. Otra gente en Hallandren simplemente llevaba colores brillantes para atraer la atención sobre sí mismos, pero los despertadores robaban la vida de los seres humanos, y la usaban para destacar.
El uso pervertido del aliento era uno de los principales motivos de que el linaje real se hubiera exiliado a las montañas en primer lugar. Hallandren existía hoy en día porque extorsionaba el aliento de su pueblo. Siri se sintió más desnuda ahora que cuando estaba sin ropa. ¿Qué podía decir ese despertador sobre ella gracias a su innatural fuerza vital? ¿Se sentía tentado de robarle a Siri su biocroma? Trató de respirar lo más suavemente posible, por si acaso.
Al cabo de un rato, Dedos Azules y aquel terrible doctor salieron de la habitación. Las mujeres se acercaron para quitarle de nuevo la bata y trajeron ropa interior.
«El rey será peor —comprendió Siri—. No es sólo un despertador, es un retornado. Necesita absorber el aliento de la gente para sobrevivir».
¿Le quitaría su aliento?
«No, eso no sucederá —se dijo con firmeza—. Me necesita para que le proporcione un heredero de linaje real. No arriesgará la seguridad del niño. Me dejará mi aliento, aunque sólo sea hasta entonces».
Pero ¿qué le sucedería cuando ya no fuera necesaria?
Su atención se apartó de esos pensamientos cuando varias criadas se acercaron con un gran bulto de ropa. Una saya. No, un vestido… un precioso vestido azul y plata. Concentrarse en él parecía mejor que pensar en lo que el rey-dios le haría en cuanto le diera un hijo.
Siri esperó en silencio mientras las mujeres le ponían el vestido. El tejido era sorprendentemente suave sobre su piel, el terciopelo parecía sutil como los pétalos de una flor de las montañas. Mientras las mujeres se lo ajustaban, Siri advirtió que, extrañamente, se cerraba por el lado en vez de por la espalda. Tenía una cola extremadamente larga y mangas que colgaban un palmo por debajo de sus manos si ponía los brazos a los costados. Las criadas tardaron varios minutos en atar los lazos bien, en situar correctamente los pliegues y adornar la cola. «Todo esto para que pueda ser quitado de nuevo dentro de pocos minutos», pensó con fría ironía mientras una mujer se acercaba con un espejo.
Siri se quedó asombrada.
¿De dónde había salido todo aquel color? ¿Las delicadas mejillas rojas, los misteriosos ojos oscuros, el azul sobre sus párpados? ¿Los profundos labios rojos, la piel casi resplandeciente? El vestido brillaba plata sobre azul, vaporoso pero hermoso, con ondas de terciopelo.
No se parecía a nada que hubiera visto en Idris. Era aún más sorprendente que los colores que había visto en las gentes de la ciudad. Al contemplarse en el espejo, casi pudo olvidar sus preocupaciones.
—Gracias —susurró.
Esa debió ser la respuesta adecuada, pues las sirvientas sonrieron, mirándose unas a otras. Dos la cogieron de las manos, moviéndose más respetuosamente que cuando la habían sacado del carruaje. Siri caminó con ellas, arrastrando la cola, y las demás mujeres se quedaron atrás. La muchacha se volvió, y las mujeres hicieron una reverencia, inclinando la cabeza.
Las dos últimas, las que la guiaban, abrieron una puerta y luego la empujaron suavemente hacia el pasillo. Cerraron la puerta, dejándola sola.
Allí reinaba un negro absoluto. Casi se había olvidado de lo oscuras que eran las paredes de piedra del palacio. El pasillo estaba vacío, a excepción de Dedos Azules, que la esperaba libro en mano. Sonrió, inclinando la cabeza con respeto.
—El rey-dios se sentirá satisfecho, Receptáculo. Vamos exactamente según lo previsto: el sol acaba de ponerse.
Siri se volvió. Frente a ella había una puerta grande e imponente, recubierta por completo de oro. Cuatro lámparas en la pared brillaban sin cristal de colores, reflejando la luz del portal dorado. No tuvo ninguna duda de quién había más allá de tan impresionante entrada.
—El dormitorio del rey-dios —dijo Dedos Azules—. O, más bien, uno de sus dormitorios. Ahora, mi señora, debes volver a prestarme atención. No hagas nada que ofenda al rey. Estás aquí por su voluntad y para atender sus necesidades. No las mías ni las tuyas, ni siquiera las de nuestro reino.
—Comprendo —dijo ella en voz baja, el corazón latiéndole cada vez más rápido.
—Gracias. Es hora de presentarte. Entra en la habitación, quítate el vestido y la ropa interior. Inclínate en el suelo ante la cama del rey, tocando el suelo con la cabeza. Cuando él desee que te acerques, golpeará el poste de la cama, y podrás alzar la cabeza. Entonces te indicará que avances.
Ella asintió.
—Intenta no tocarlo demasiado.
Siri frunció el ceño, abriendo y cerrando los puños, nerviosa.
—¿Cómo voy a conseguir eso exactamente? Vamos a tener sexo, ¿no?
Dedos Azules se ruborizó.
—Sí, supongo que sí. Esto también es nuevo para mí, mi señora. El rey-dios… bueno, sólo un grupo de sirvientes especialmente dedicados puede tocarlo. Mi sugerencia sería evitar besarlo, acariciarlo, o hacer cualquier otra cosa que pudiera ofenderlo. Simplemente permítele hacer contigo lo que desee, y deberías estar a salvo.
Siri inspiró profundamente, y asintió.
—Cuando terminéis, el rey se retirará. Entonces recoge la ropa de cama y quémala en la chimenea. Como Receptáculo, eres la única a la que se permite hacer esas cosas. ¿Comprendes?
—Sí —dijo Siri, cada vez más ansiosa.
—Muy bien, pues —contestó Dedos Azules, casi tan nervioso como ella—. Buena suerte.
Tras estas palabras, extendió la mano y abrió la puerta.
«Oh, Austre, Dios de los Colores», pensó ella, el corazón redoblando, las manos sudorosas, aturdida.
Dedos Azules la empujó suavemente por la espalda y Siri entró en la habitación.