La puerta del armario se abrió, dejando entrar la luz de un farol. Vivenna, atada y amordazada, vio la silueta de Vasher. Arrastraba consigo a Sangre Nocturna, cubierta, como de costumbre, con su vaina plateada.
Con aspecto exhausto, él se arrodilló y le quitó la mordaza.
—Ya era hora —rezongó ella.
Él sonrió débilmente.
—Ya no me queda aliento. Fue muy difícil localizarte.
—¿Dónde ha ido todo? —preguntó ella mientras le soltaba las ligaduras de las manos.
—Sangre Nocturna devoró la mayor parte.
«No lo creo —dijo Sangre Nocturna alegremente—. Yo… en realidad no puedo recordar lo que sucedió. ¡Pero aniquilamos mucha maldad!».
—¿La desenvainaste? —preguntó Vivenna mientras Vasher le desataba los pies.
Él asintió.
Ella se frotó las manos.
—¿Y Denth?
—Muerto. Ni rastro de Tonk Fah ni de la mujer, Joyas. Creo que cogieron su dinero y huyeron.
—Entonces se ha acabado.
Vasher asintió, se sentó y apoyó la cabeza contra la pared.
—Y perdimos.
Ella frunció el ceño, e hizo una mueca por el dolor que le provocaba su hombro herido.
—¿Qué quieres decir?
—Denth estaba a sueldo de los escribas de Pahn Kahl del palacio. Querían iniciar una guerra entre Idris y Hallandren con el objeto de debilitar a ambos reinos y permitir que Pahn Kahl obtuviera su independencia.
—¿Y? Denth está muerto.
—Y también los escribas que tenían las frases de mando de los ejércitos sinvida —dijo Vasher—. Y ya han enviado a las tropas. Los sinvida salieron de la ciudad hace más de una hora, en dirección a Idris.
Vivenna guardó silencio.
—Toda esta lucha, todo el asunto con Denth, era secundario —añadió Vasher, haciendo chocar su cabeza contra la pared—. Nos distrajo. No pude llegar a los sinvida a tiempo. La guerra ha comenzado. No hay forma de detenerla.
* * *
Susebron condujo a Siri hasta las profundidades del palacio. Ella caminaba junto a él, envuelta en su abrazo, con un centenar de cuerdas de tela girando alrededor.
Incluso después de haber despertado tantas cosas, él tenía suficiente aliento para hacer que cada color ante el que pasaban brillara. Naturalmente, eso no funcionaba con muchas de las piedras que encontraban. Aunque grandes trozos del edificio seguían siendo negros, al menos la mitad se había vuelto blanco.
No sólo el gris del despertar normal. Se habían vuelto blanco hueso. Y, al ser blancos, ahora reaccionaban a su increíble biocroma, dispersándose en colores. «Como en un círculo, de algún modo —pensó ella—. Colorido, luego blanco, luego vuelta al color».
La condujo a una cámara concreta, y ella vio lo que él le había contado ya. Escribas aplastados por las alfombras que había despertado, barrotes arrancados de sus molduras, paredes derribadas. Un lazo salió disparado de Susebron, y le dio la vuelta a un cadáver para que ella no tuviera que ver su herida. Siri no prestaba mucha atención. En medio de los escombros había un par de cadáveres más. Uno era Encendedora, boca abajo, ensangrentada. El otro era Sondeluz, su cuerpo vacío de color. Como si fuera un sinvida.
Tenía los ojos cerrados y parecía dormir, como en paz. Había un hombre sentado junto a él, el sumo sacerdote de Sondeluz, sosteniendo su cabeza en el regazo.
El sacerdote los miró. Sonrió, aunque ella vio lágrimas en sus ojos.
—No comprendo —dijo ella, mirando a Susebron.
—Sondeluz dio su vida para salvarme —respondió el rey-dios—. De algún modo, supo que me habían quitado la lengua.
—Los Retornados pueden curar a una sola persona —dijo el sacerdote, mirando a su dios—. Es su deber decidir a quién y cuándo. Algunos dicen que vuelven para eso. Para dar vida a una persona que la necesita.
—Nunca llegué a conocerlo —dijo Susebron.
—Era muy buena persona —apuntó Siri.
—Me doy cuenta. Aunque nunca hablé con él, fue lo suficientemente noble para morir a fin de qué yo pudiera vivir.
El sacerdote sonrió.
—Lo sorprendente es que Sondeluz lo hizo dos veces.
«Me dijo que no podría depender de él al final —pensó Siri, sonriendo levemente, aunque apenada al mismo tiempo—. Supongo que mintió en eso. Muy propio de él».
—Vamos —dijo Susebron—. Tenemos que reunir a lo que quede de mis sacerdotes. Hay que encontrar un modo de impedir que nuestros ejércitos destruyan a tu pueblo.
* * *
—Tiene que haber un modo, Vasher —dijo Vivenna. Se arrodilló junto a él.
Él trató de dominar su furia, su ira consigo mismo. Había venido a la ciudad para impedir una guerra. Una vez más, llegaba demasiado tarde.
—Cuarenta mil sinvidas —dijo, dando un puñetazo contra el suelo—. No puedo detener a tantos. Ni siquiera con Sangre Nocturna y los alientos de todos los habitantes de la ciudad. Aunque pudiera contener su avance, tarde o temprano uno de ellos me mataría con un golpe de suerte.
—Tiene que haber un modo —insistió Vivenna.
—Yo pensaba lo mismo antes —dijo él, llevándose las manos a la cabeza—. Quise detenerla. Pero cuando me di cuenta de lo que pasaba, había llegado ya demasiado lejos. Había tomado viva propia.
—¿De qué estás hablando?
—La Multiguerra —susurró Vasher.
Silencio.
—¿Quién eres?
Él cerró los ojos.
«Lo llamaban Talaxin», dijo Sangre Nocturna.
—Talaxin —repitió Vivenna, divertida—. Sangre Nocturna, ése es uno de los Cinco Sabios. Él… —Se calló—. Vivió hace más de trescientos años —dijo por fin.
—La biocroma puede mantener vivo a un hombre mucho tiempo —suspiró Vasher, abriendo los ojos. Ella no discutió.
«También lo llamaban otras cosas», informó la espada.
—Si de verdad eres uno de ellos, entonces sabrás cómo detener a los sinvida.
—Claro —dijo Vasher amargamente—. Con otros sinvida.
—¿De esa forma?
—La más fácil. Aparte de eso, podemos perseguirlos y apresarlos uno a uno, luego domarlos y sustituir sus frases de orden. Pero aunque tuvieras la Octava Elevación que permite romper las órdenes de manera instintiva, cambiar a tantos requeriría semanas. —Sacudió la cabeza—. Podríamos tener un ejército en lucha para entonces, pero ellos son nuestro ejército. Las fuerzas de Hallandren no son lo bastante grandes para combatir a los sinvida solas, y no podrían llegar a Idris con la suficiente velocidad. Los sinvida lo harán con días de diferencia. Los sinvida no duermen, no comen, y pueden marchar sin cansarse.
—Se les acabará el ícor-alcohol —dijo Vivenna.
—No es como la comida, Vivenna. Es como la sangre. Necesitan un nuevo suministro si se cortan y la pierden o si se corrompe. Unos pocos probablemente dejarán de funcionar sin mantenimiento, pero sólo un número pequeño.
Ella guardó silencio.
—Bien, entonces despertemos a un ejército propio para que luchen contra ellos —dijo por fin.
Él sonrió débilmente. Se sentía mareado. Se había vendado las heridas, las peores al menos, pero no podría luchar más de momento. Vivenna no ofrecía mucho mejor aspecto, con aquella mancha ensangrentada en el hombro.
—¿Despertar a un ejército propio? —dijo Vasher—. Primero, ¿de dónde sacaríamos el aliento? Usé todo el tuyo. Aunque encontráramos mis ropas, que aún tienen un poco, sólo serán un par de cientos. Hace falta uno por sinvida. Nos superarían enormemente en número.
—El rey-dios —dijo ella.
—No puedo usar su aliento. Le quitaron la lengua cuando era niño.
—¿Y no puedes recuperarlo de ninguna forma?
Vasher se encogió de hombros.
—La Décima Elevación permite dar órdenes mentales, sin hablar, pero hacen falta meses de entrenamiento para aprender a hacerlo… aunque tengas a alguien que te enseñe. Creo que sus sacerdotes deben saber cómo, para poder transferir la riqueza de aliento de un rey a otro, pero dudo que lo hayan entrenado todavía. Uno de sus deberes es impedir que use sus alientos.
—Sigue siendo nuestra mejor opción.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo usarás su poder? ¿Creando sinvidas? ¿Te olvidas que necesitamos encontrar cuarenta mil cadáveres?
Ella suspiró y se apoyó en la pared.
«¿Vasher? —terció Sangre Nocturna en su mente—. ¿No dejaste un ejército aquí la última vez?».
Él no respondió. Vivenna, sin embargo, abrió los ojos. Al parecer Sangre Nocturna había decidido incluirla en sus pensamientos ahora.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Nada —replicó Vasher.
«No, no lo es —dijo Sangre Nocturna—. Lo recuerdo. Hablaste con ese sacerdote, le dijiste que cuidara de tus alientos, por si volvías a necesitarlos. Y le diste tu ejército. Dijiste que era un regalo para la ciudad. ¿No te acuerdas? Si fue ayer mismo».
—¿Ayer? —preguntó Vivenna.
«Cuando la Multiguerra cesó —precisó Sangre Nocturna—. ¿Cuándo fue eso?».
—No entiende el tiempo —aclaró Vasher—. No hagas caso.
—No —respondió Vivenna, estudiándolo—. Sabe algo. —Pensó un momento, y entonces abrió los ojos de par en par—. El ejército de Kalad. Sus fantasmas. ¡Tú sabes dónde están!
Él vaciló, luego asintió, reacio.
—¿Dónde?
—Aquí, en la ciudad.
—¡Tenemos que usarlos!
Vasher la miró.
—Me estás pidiendo que le dé a Hallandren una herramienta, Vivenna. Una herramienta terrible. Algo peor que lo que tienen ahora.
—¿Y si ese ejército suyo masacra a mi pueblo? —preguntó Vivenna—. ¿Podría eso de lo que hablas darles más poder?
—Sí.
Ella guardó silencio.
—Hazlo —dijo por fin.
Él la miró.
—Por favor, Vasher.
Él volvió a cerrar los ojos, recordando la destrucción que había causado. Las guerras que había iniciado. Todo por culpa de las cosas que había aprendido a crear.
—¿Le darías ese poder a tus enemigos?
—No son mis enemigos —dijo ella—. Aunque los odie.
Él la miró un momento, luego se levantó.
—Vamos a buscar al rey-dios. Si vive todavía, entonces veremos.
* * *
—Mi señor, mi señora —dijo el sacerdote, haciendo una reverencia con la cabeza gacha ante ellos—. Oímos rumores de un plan para atacar el palacio. Por eso os encerramos. ¡Queríamos protegeros!
Siri miró al hombre y luego a Susebron. El rey-dios se frotó la barbilla, pensativo. Los dos reconocían a ese hombre como uno de los sacerdotes y no como un impostor. Sólo habían podido determinarlo con certeza apenas en un puñado de ellos.
Encarcelaron a los otros, mandando llamar a la guardia de la ciudad tras empezar a limpiar los destrozos del palacio. La brisa hacía revolotear el pelo de Siri (rojo, para mostrar su disgusto) mientras esperaban en lo alto del palacio.
—¡Allí, mi señor! —señaló un guardia.
Susebron se volvió, acercándose al borde del palacio. La mayor parte de su séquito de telas retorcidas ya no ondeaba a su alrededor, pero esperaban a cumplir su voluntad amontonadas en el tejado. Siri se reunió con él y, en la distancia, pudo distinguir una mancha de algo que parecía humo.
—El ejército sinvida —dijo el guardia—. Nuestros exploradores han confirmado que marcha hacia Idris. Casi todo el mundo en la ciudad los ha visto atravesar las puertas.
—¿Y ese humo? —preguntó Siri.
—El polvo que levantan a su paso, mi señora —respondió el guardia—. Son muchos soldados.
Ella miró a Susebron, que frunció el ceño.
—Podría detenerlos. —Su voz era más fuerte de lo que esperaba. Más grave.
—¿Mi señor? —preguntó el guardia.
—Con todo este aliento —dijo Susebron—. Podría atacarlos, usar estas telas para maniatarlos.
—Mi señor —vaciló el guardia—. Son cuarenta mil. Cortarían las telas, os superarían.
Susebron parecía decidido.
—Tengo que intentarlo.
—No —dijo Siri, apoyando una mano en su pecho.
—Tu pueblo…
—Enviaremos mensajeros explicando nuestro pesar. Mi pueblo puede retirarse, emboscar a los sinvida. Podemos enviar tropas en su ayuda.
—No tenemos muchos soldados —dijo él—. Y no llegarán allí con mucha rapidez. ¿Podría tu pueblo escapar de verdad?
«No —pensó ella con el corazón encogido—. Pero eso no lo sabes, y eres lo bastante inocente para creer que podrán escapar».
Su pueblo podría sobrevivir en conjunto, pero muchos morirían. Sin embargo, que Susebron se hiciera matar combatiendo a aquellas criaturas no serviría de mucho. Tenía un poder sorprendente, pero luchar contra tantos sinvida estaba muy por encima de la magnitud de lo que pudiera hacer.
Él vio la expresión en su rostro y la interpretó correctamente.
—No crees que puedan escapar —dijo—. Sólo intentas protegerme.
«Es sorprendente lo bien que me comprende ya».
—¡Mi señor! —exclamó una voz desde atrás.
Susebron se dio media vuelta. Habían subido a lo alto del palacio para ver a los sinvida, pero también porque tanto Siri como él estaban cansados de estar encerrados entre cuatro paredes. Querían estar al aire libre, donde fuera más difícil acercarse a ellos sin ser vistos.
Un guardia salió de las escaleras y se aproximó, espada en mano. Hizo una reverencia.
—Mi señor. Hay alguien que quiere veros.
—No quiero ver a nadie —respondió Susebron—. ¿Quién es?
«Es increíble lo bien que habla —pensó Siri—. Nunca ha tenido lengua. ¿Qué hizo el aliento de Sondeluz? Curó algo más que su cuerpo. Le dio la capacidad de usar la lengua regenerada».
—Mi señor. La visitante tiene los Mechones Reales.
—¿Qué? —exclamó Siri, sorprendida.
El guardia se volvió y, para pasmo de Siri, Vivenna apareció en el tejado del palacio. O le pareció que era Vivenna. Llevaba pantalones y una túnica, y una espada sujeta a la cintura, y parecía tener una herida ensangrentada en el hombro. Vivenna vio a su hermana y sonrió, y sus cabellos se volvieron amarillos de alegría.
«¿Los cabellos de Vivenna cambiando de color? —pensó Siri—. No puede ser ella».
Pero lo era. La princesa se echó a reír y cruzó corriendo el tejado. Unos guardias la detuvieron, pero Siri indicó que la dejaran pasar. Corrió a abrazar a Siri.
—¿Vivenna?
Ésta sonrió con tristeza.
—Sí, en su mayor parte —dijo. Miró a Susebron—. Lo siento —añadió en voz baja—. Vine a la ciudad para intentar rescatarte.
—Muy amable por tu parte —contestó Siri—. Pero no necesito que me rescaten.
Su hermana frunció más profundamente el ceño.
—¿Quién es esta mujer, Siri? —preguntó Susebron.
—Mi hermana mayor.
—Ah. —Susebron inclinó la cabeza cordialmente—. Siri me ha hablado mucho de ti, princesa Vivenna. Ojalá nos hubiéramos conocido en mejores circunstancias.
Vivenna se quedó mirándolo asombrada.
—En realidad no es tan malo como dicen —sonrió Siri—. La mayor parte del tiempo.
—Eso es sarcasmo —apuntó Susebron—. Es muy aficionada.
Vivenna se volvió hacia su hermana.
—Están atacando a nuestra patria.
—Lo sé. Estamos trabajando en eso. Estoy preparando mensajeros para enviarlos a nuestro padre.
—Tengo un modo mejor. Pero tendrás que confiar en mí.
—Naturalmente.
—Tengo un amigo que necesita hablar con el rey-dios. Donde los guardias no puedan oírlos.
Siri vaciló. «Tonta de mí —pensó—. Es Vivenna. Puedo confiar en ella».
También creyó que podía confiar en Dedos Azules. Vivenna la miró con expresión curiosa.
—Si puede ayudar a salvar a Idris —dijo Susebron—, lo haré. ¿Quién es esa persona?
* * *
Momentos después, Vivenna esperaba en silencio en el tejado del palacio con el rey-dios de Hallandren. Siri se mantenía a cierta distancia, contemplando el polvo levantado por los sinvida perderse a lo lejos. Todos aguardaron mientras los soldados cacheaban a Vasher. Éste tenía los brazos levantados, rodeado de recelosos guardias. Sabiamente, había dejado a Sangre Nocturna abajo y no llevaba armas encima. Ni siquiera contenía aliento.
—Tu hermana es una mujer sorprendente —dijo el rey-dios.
Vivenna lo miró. Ése era el hombre con quien iba a casarse. La terrible criatura a quien tendría que haberse entregado. Nunca había pensado que acabaría así, charlando amablemente con él.
Tampoco había esperado que le cayera bien.
Era un juicio rápido. Ya no se reprendía a sí misma por hacerlos, aunque había aprendido a dejarlos abiertos para revisión. Veía amabilidad en el cariño que él sentía hacia Siri. ¿Cómo un hombre así había acabado siendo rey-dios de la terrible Hallandren?
—Sí. Lo es.
—La amo —dijo Susebron—. Quería que lo supieras.
Lentamente, Vivenna asintió, y se volvió a mirar a Siri. «Ha cambiado mucho —pensó—. ¿Cuándo se ha vuelto tan regia, con ese porte tan dominante y esa habilidad para mantener negros los cabellos?». Su hermana pequeña, que ya no era tan pequeña, parecía llevar bien aquel suntuoso vestido. Le sentaba bien. Qué extraño.
Al otro lado del tejado, los guardias llevaron a Vasher tras una pantalla para que se cambiase. Obviamente, querían asegurarse de que ninguna de sus prendas hubiera sido despertada. Salió unos momentos más tarde llevando una especie de toalla de cintura para abajo, pero nada más. Su pecho estaba magullado y lleno de cortes, y a Vivenna le pareció vergonzoso que lo sometieran a semejante humillación.
Él la soportó, y escoltado cruzó el tejado. Al hacerlo, Siri lo observó con atención. Vivenna había hablado brevemente con su hermana, pero había advertido que Siri ya no se enorgullecía por no ser importante. Había cambiado, en efecto.
Vasher llegó y Susebron despidió a los guardias. A sus espaldas, las selvas se extendían hacia el norte, hacia Idris. Vasher miró a Vivenna, y ella temió que iba a decirle que se marchara. Sin embargo, él simplemente se dio la vuelta, resignado.
—¿Quién eres? —preguntó Susebron.
—El responsable de que te cortaran la lengua —respondió Vasher.
El rey-dios alzó una ceja.
Vasher cerró los ojos. No habló, no usó el aliento ni dio ninguna orden. Sin embargo, de pronto, empezó a brillar. No como brillaría una linterna, no como brillaría el sol, sino con un aura que volvió más brillantes los colores. Vivenna se sobresaltó mientras Vasher aumentaba de tamaño. Abrió los ojos y se ajustó la toalla en torno a la cintura, haciendo sitio a su crecimiento. Su pecho se volvió más firme, los músculos se hincharon, y la barba de varios días desapareció, dejándolo bien afeitado.
Su pelo se volvió dorado. Todavía tenía cortes en todo el cuerpo, pero parecían insignificantes. Se le veía… divino. El rey-dios observó con interés. Ahora se hallaba ante un dios semejante a él, un hombre de su propia estatura.
—No me importa si me crees o no —dijo Vasher, y su voz sonó más noble—. Pero quiero que sepas que hace mucho tiempo dejé algo aquí. Un tesoro de poder que prometí recuperar algún día. Di instrucciones para su cuidado, y la orden de que no se utilizara. Los sacerdotes, al parecer, lo han cumplido a rajatabla.
Susebron, sorprendentemente, hincó una rodilla en tierra.
—Mi señor. ¿Dónde has estado?
—Pagando por lo que he hecho. O intentándolo. Eso no tiene importancia. Levántate.
«¿Qué está pasando?», pensó Vivenna. Siri parecía igualmente confundida, y ambas cruzaron una mirada.
Susebron se irguió, aunque mantuvo una postura reverente.
—Tienes un grupo de sinvida rebeldes —dijo Vasher—. Has perdido el control sobre ellos.
—Lo siento, mi señor.
Vasher lo miró. Luego miró a Vivenna. Ella asintió.
—Confío en él.
—No es cuestión de confianza —dijo Vasher, volviéndose hacia Susebron—. Sea como sea, voy a entregarte algo.
—¿Qué es?
—Mi ejército.
Susebron frunció el ceño.
—Pero, mi señor, nuestros sinvidas acaban de marchar para atacar a Idris.
—No. Ese ejército no. Voy a darte el que dejé atrás hace trescientos años. La gente los llama los fantasmas de Kalad. Son la fuerza con que logré que Hallandren detuviera su guerra.
—¿Te refieres a la Multiguerra, mi señor? Lo hiciste por medio de negociaciones.
Vasher hizo una mueca.
—No sabes mucho sobre la guerra, ¿verdad?
El rey-dios vaciló, luego negó con la cabeza.
—Pues no.
—Bien, aprende. Porque te entrego el mando de mi ejército. Úsalo para proteger, no para atacar. Úsalo sólo en una emergencia.
El rey-dios asintió, aturdido.
Vasher lo miró y luego suspiró.
—Quede mi pecado oculto.
—¿Cómo? —preguntó Susebron.
—Es la frase de mando —aclaró Vasher—. La que podrás usar para dar nuevas órdenes a las estatuas de D’Denir que dejé en tu ciudad.
—¡Pero, mi señor, la piedra no puede ser despertada!
—La piedra no ha sido despertada. Hay huesos humanos dentro de esas estatuas. Son sinvida.
Huesos humanos. Vivenna sintió un escalofrío. Él le había dicho que despertar huesos solía ser una mala elección porque era difícil que mantuvieran la forma humana durante el proceso. Pero ¿y si esos huesos estaban recubiertos de piedra? ¿Piedra que mantenía su forma, piedra que podía protegerlos del daño, haciendo casi imposible que se lastimaran o rompieran? Los objetos despertados podían ser más fuertes que los músculos humanos. Si podía crearse un sinvida a partir de huesos, y hacerlo lo bastante fuerte para mover un cuerpo de roca que lo rodeaba… tendrías soldados como nunca habían existido.
«¡Colores!», pensó.
—Hay unos miles de D’Denir originales en la ciudad —dijo Vasher—, y la mayoría deberían funcionar todavía, aunque estén quietos. Los creé para que duraran.
—Pero no tienen ícor-alcohol —intervino Vivenna—. ¡Ni siquiera tienen venas!
Vasher la miró. Era él. La misma cara, las mismas expresiones. No había cambiado de forma para tomar otro aspecto. Tan sólo parecía una versión retornada de sí mismo. ¿Qué estaba pasando?
—No siempre disponemos de ícor-alcohol —respondió Vasher—. Eso hace que despertar sea más fácil y más barato, pero no es la única manera. Y, en la mente de muchos, creo que se ha convertido en un lastre.
Miró de nuevo al rey-dios.
—Deberías poder darles una nueva frase de seguridad, y luego ordenarles que detengan al otro ejército. Creo que descubrirás que mis fantasmas son muy… efectivos. Las armas son virtualmente inútiles contra la piedra.
Susebron volvió a asentir.
—Ahora son tu responsabilidad —dijo Vasher, dándose media vuelta—. Dales mejor uso que yo.