Capítulo 54

—¿Qué se dice en las calles, Tuft? —preguntó Vivenna, acercándose a un mendigo.

El hombre hizo una mueca, extendiendo su taza a los pocos que pasaban tan temprano por su lado. Tuft era uno de los primeros en llegar por las mañanas.

—¿Y a mí qué me importa? —respondió.

—Vamos. Me echaste a patadas de este sitio en tres ocasiones distintas. Creo que me debes algo.

—No le debo nada a nadie —refunfuñó él, mirando a los transeúntes con su único ojo. El otro ojo era una cuenca vacía. No llevaba parche—. Sobre todo, no te debo nada a ti. Fuiste una farsante todo el tiempo. No eras una mendiga de verdad.

—Yo… No fui ninguna farsante, Tuft. Sólo pensé que debería saber cómo es.

—¿Qué?

—Vivir entre vosotros. Pensé que vuestra vida no podía ser fácil. Pero no podía saberlo de verdad hasta que lo probara por mí misma. Así que decidí vivir en la calle durante un tiempo.

—Menuda tontería.

—Te equivocas. Los tontos son esos que pasan de largo sin pensar siquiera cómo es vivir como vosotros. Tal vez si lo supieran os darían algo.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un brillante pañuelo. Lo metió en la taza.

—No tengo dinero, pero sé que puedes vender esto.

Él gruñó, mirándolo.

—¿Qué quieres saber de lo que pasa en las calles?

—Disturbios. Cosas extrañas o inusuales. Relacionadas tal vez con los despertadores.

—Ve a los suburbios del Tercer Muelle —dijo Tuft—. Husmea en los edificios alrededor del embarcadero. Tal vez encuentres allí lo que estás buscando.

* * *

La luz se colaba por la ventana.

«¿Ya es de día?», pensó Vasher, cabizbajo, todavía colgando de las muñecas.

Sabía lo que cabía esperar de la tortura. No era nuevo en esos menesteres. Sabía cómo gritar, cómo dar al torturador lo que quería. Sabía cómo no gastar sus fuerzas resistiendo demasiado.

También sabía que probablemente nada de eso serviría. ¿Cómo estaría después de una semana de tortura? La sangre le corría por el pecho, manchando su calzón. Una docena de dolores menores le picoteaban la piel, cortes bañados en zumo de limón.

Denth estaba de espaldas a él, los cuchillos ensangrentados en el suelo a su alrededor.

Vasher alzó la cabeza, forzando una sonrisa.

—No es tan divertido como esperabas, ¿verdad, Denth?

El mercenario no se volvió.

«Todavía hay un buen hombre en algún lugar de su interior —pensó Vasher—. Incluso después de todos estos años. Ha sido acosado, golpeado y herido aún peor que yo».

—Torturarme no la traerá de vuelta —dijo Vasher.

Denth se volvió, la mirada sombría.

—No. No lo hará.

Cogió otro cuchillo.

* * *

Los sacerdotes empujaron a Siri por los pasadizos del palacio. A veces dejaban atrás cadáveres en los salones oscuros, y ella oía todavía lucha en algunas partes.

«¿Qué está pasando?». Alguien atacaba el palacio. Pero ¿quién?

Por un momento deseó que fuera su pueblo: los soldados de su padre, que venían a salvarla. Pero quienes se enfrentaban a los sacerdotes utilizaban soldados sinvida: eso no tenía relación con Idris.

Era alguien más. Una tercera fuerza. Y querían liberarla de la tenaza de los sacerdotes. Con suerte, sus llamadas de ayuda serían escuchadas. Treledees y sus hombres la guiaban rápidamente por el palacio, atravesando las salas de colores en su prisa por llegar a algún sitio.

Las mangas blancas del vestido de Siri empezaron a desprender color. Alzó la cabeza esperanzada cuando entraron en la última sala. El rey-dios estaba allí, rodeado por un grupo de soldados y sacerdotes.

—¡Susebron! —exclamó ella, debatiéndose contra sus captores.

Él dio un paso hacia ella, pero un guardia lo sujetó por el brazo, haciéndolo retroceder. «Lo ha tocado —se asombró Siri—. Toda apariencia de respeto ha desaparecido. Ya no hace falta fingir».

El rey-dios se miró el brazo, frunciendo el ceño. Trató de zafarse, pero otro soldado avanzó para ayudar a sujetarlo. Susebron miró al segundo hombre, y luego a Siri, confundido.

—Yo tampoco comprendo —dijo ella.

Treledees entró en la sala.

—Benditos los Colores —dijo—. Habéis llegado. Rápido, tenemos que irnos. Este lugar no es seguro.

—Treledees —dijo Siri—, ¿qué está sucediendo?

Él la ignoró.

—Soy tu reina. ¡Responde a mi pregunta!

Él se volvió con expresión de fastidio.

—Un grupo de sinvidas ha atacado el palacio, Receptáculo. Están intentando llegar al rey-dios.

—Eso ya lo he deducido, sacerdote. ¿Quiénes son?

—No lo sabemos —contestó Treledees, volviéndose. Al hacerlo, un grito lejano llegó de fuera de la sala. Lo siguió un estrépito de lucha.

—Tenemos que salir de aquí —le dijo Treledees a uno de sus sacerdotes. Había una docena presentes, además de media docena de soldados—. El palacio tiene demasiadas puertas y pasadizos. Sería demasiado fácil rodearnos.

—Vamos por la salida trasera —propuso otro sacerdote.

—Si podemos llegar hasta allí. ¿Dónde está ese escuadrón de refuerzos que pedí?

—No vendrán, divina gracia —dijo una nueva voz. Siri se volvió para ver a Dedos Azules, con aspecto abatido, entrar por la puerta del fondo con un par de soldados heridos—. El enemigo ha tomado el ala este y se dirige hacia aquí.

Treledees maldijo.

—¡Tenemos que llevar a su majestad a lugar seguro! —dijo Dedos Azules.

—Soy consciente de ello —replicó Treledees.

—Si el ala este ha caído —dijo el otro sacerdote—, no podremos salir por ahí.

Siri observaba, tratando de atraer la atención de Dedos Azules. Él la miró a los ojos y luego asintió subrepticiamente, sonriendo.

—Podemos escapar por los túneles —dijo.

Los ruidos de lucha se acercaban. A Siri le pareció que su sala estaba virtualmente rodeada por combates.

—Tal vez —dijo Treledees mientras uno de los sacerdotes corría a asomarse a la puerta. Los soldados que habían venido con Dedos Azules descansaban junto a la pared, sangrando. Uno de ellos parecía haber dejado de respirar.

—Debemos irnos —instó Dedos Azules.

Treledees no dijo nada. Se acercó a uno de los soldados caídos y recogió su espada.

—Muy bien —dijo—. Grenden, coge la mitad de los soldados y ve con Dedos Azules. Lleva a su majestad a lugar seguro. —Miró al viejo escriba—. Intenta llegar a los muelles.

—Sí, excelencia —dijo Dedos Azules, aliviado.

Los sacerdotes liberaron al rey-dios, que corrió hacia Siri y la abrazó. Ella le devolvió el abrazo, tensa, tratando de controlar sus emociones.

Ir con Dedos Azules daba ciertas garantías: la expresión de sus ojos indicaba que tenía un plan para salvarla a ella y al rey-dios, para alejarlos de los sacerdotes. Sin embargo… algo le parecía mal.

Un sacerdote reunió a tres soldados y se dirigieron al otro lado de la sala. Llamaron a Siri y al rey-dios. Los otros sacerdotes se unieron a Treledees, tras coger armas de los guardias muertos, sus expresiones sombrías.

Dedos Azules tiró del brazo de Siri.

—Ven, mi reina —susurró—. Te hice una promesa antes. Vamos a sacarte de este lío.

—¿Y los sacerdotes?

Treledees la fulminó con la mirada.

—Niña necia. ¡Vete! Los atacantes se dirigen hacia aquí. Dejaremos que nos vean y luego los llevaremos a otra dirección. Ellos darán por sentado que sabemos dónde está el rey-dios.

Los sacerdotes que lo acompañaban no parecían sentir muchas esperanzas. Si eran capturados, los masacrarían.

—¡Vamos! —susurró Dedos Azules.

Susebron la miró, asustado. Ella dejó lentamente que el escriba los empujara a ambos a un lado, donde unos sirvientes vestidos de marrón se habían unido a los solitarios sacerdotes y los tres soldados. Algo le susurró en la mente. Algo que Sondeluz le había dicho.

«No hagas demasiado ruido hasta que estés lista para golpear. Súbita y sorprendente, así es como tienes que ser. No quieras aparecer demasiado indefensa: la gente siempre sospecha del inocente. El truco es quedarse en la media».

Era un buen consejo. Un consejo que probablemente conocía también otra gente. Siri miró a Dedos Azules, que caminaba junto a ella, instándola a continuar. Nervioso, como siempre.

«Varios grupos han estado combatiendo para tomar el control de mi habitación —pensó—. Unos eran fieles a los sacerdotes. Otros, los sinvida, fieles a alguien. A ese misterioso tercer grupo».

Alguien en T’Telir había estado empujando el reino hacia la guerra. Pero ¿quién tendría algo que ganar de semejante desastre? ¿Hallandren, que invertiría enormes recursos para aplastar a los rebeldes, librando una batalla que ganarían, pero probablemente a un precio enorme? No tenía sentido.

¿Quién ganaría más si Hallandren e Idris iban a la guerra?

—¡Espera! —dijo Siri. Las cosas encajaban de pronto.

—¿Receptáculo? —preguntó Dedos Azules.

Susebron le puso una mano en el hombro, mirándola confundido. «¿Por qué iban a sacrificarse los sacerdotes si estuvieran planeando matar a Susebron? ¿Por qué nos dejarían ir sin más, permitiéndonos huir, si la seguridad del rey-dios no fuera su principal preocupación?».

Miró a Dedos Azules a los ojos, y vio que se ponía más nervioso. Su rostro palideció, y ella lo supo.

—¿Cómo te sientes, Dedos Azules? —preguntó Siri—. Eres de Pahn Kahl, pero todo el mundo da por hecho que tu gente es de Hallandren. Los de Pahn Kahl estuvieron aquí primero, en esta tierra, pero os la arrebataron. Ahora sois sólo otra provincia, parte del reino de vuestros conquistadores.

»Queréis ser libres, pero no tenéis ejército propio. Y aquí estáis, incapaces de luchar y de liberaros. Considerados de segunda clase. Sin embargo, si vuestros opresores fueran a la guerra, eso os daría una oportunidad. Una oportunidad para liberaros…

Él la miró a los ojos y echó a correr, huyendo de la sala.

—¡En nombre de todos los Colores! ¿Qué…? —exclamó Treledees.

Siri lo ignoró y miró al rey-dios.

—Tuviste razón todo el tiempo —le dijo—. Tendríamos que haber confiado en tus sacerdotes.

—Receptáculo, ¿qué pasa? —inquirió Treledees, acercándose.

—No podemos ir por ahí —dijo Siri—. Dedos Azules nos conducía a una trampa.

El sumo sacerdote abrió la boca para responder, pero ella lo miró severamente y volvió su pelo rojo, el color de la ira. Dedos Azules la había traicionado. La única persona en la que creía poder confiar.

—Iremos a las puertas delanteras, entonces —dijo Treledees, echando un vistazo a su penoso grupo de sacerdotes y soldados heridos—. Y trataremos de abrirnos paso.

* * *

A Vivenna le resultó sencillo encontrar el sitio que había mencionado el mendigo. El edificio, una casa de vecindad en los suburbios, estaba rodeado de mirones, a pesar de la hora tan temprana. La gente susurraba, hablando de espíritus y muerte y fantasmas del mar. Vivenna se detuvo en el perímetro, tratando de ver qué atraía su atención.

Los muelles quedaban a su izquierda, donde el mar olía a salitre. Los suburbios de los muelles, donde muchos estibadores bebían y vivían, eran una pequeña sección de edificios amontonados entre astilleros y almacenes. ¿Por qué habría ido Vasher allí? Planeaba visitar la Corte de los Dioses. Por lo que ella pudo discernir, habían asesinado a alguien en el edificio ante el cual se había formado la multitud.

La gente susurraba sobre espectros y fantasmas de Kalad. Vivenna sacudió la cabeza. Eso no era lo que estaba buscando. Tendría que…

«¿Vivenna?». La voz era débil, pero ella pudo oírla. Y reconocerla.

—¿Sangre Nocturna? —susurró.

«Vivenna. Ven por mí».

Ella se estremeció. Quiso darse media vuelta y echar a correr, pues incluso pensar en la espada resultaba nauseabundo. Sin embargo, Vasher la llevaba consigo. Así pues, estaba en el lugar adecuado.

Los mirones hablaban de un asesinato. ¿Era Vasher la víctima?

Preocupada, Vivenna se abrió paso entre la gente, ignorando los gritos de que se quedara atrás. Subió las escaleras, cruzando puerta tras puerta. En su prisa, casi pasó por alto el humo negro que brotaba por debajo de una de ellas.

Se detuvo. Entonces, inspirando profundamente, la abrió y entró.

La habitación era un desastre, el suelo cubierto de basura, los muebles desvencijados y gastados. En el suelo yacían cuatro cadáveres. Sangre Nocturna estaba clavada en el pecho de uno de ellos, un viejo de rostro correoso que yacía de lado, los ojos inertes muy abiertos.

«¡Vivenna! —dijo la espada, jubilosa—. Me has encontrado. Qué emoción. Intenté que me llevaran a la Corte de los Dioses, pero no salió bien. El viejo me desenvainó un poquito. Está bien, ¿no?».

Ella cayó de rodillas, asqueada.

«¿Vivenna? Lo hice bien, ¿no? Vara Treledees me arrojó al océano, pero conseguí salir. Estoy muy satisfecha. Deberías decirme que lo hice bien».

Ella no respondió.

«Oh. Y Vasher está herido, creo. Deberíamos ir a buscarlo».

Ella alzó la cabeza.

—¿Dónde? —preguntó, sin saber a ciencia cierta si la espada podría siquiera oírla.

«En el palacio del rey-dios. Fue a rescatar a tu hermana. Creo que le gustas, aunque dice que no. Dice que eres un incordio».

Vivenna parpadeó.

—¿Siri? ¿Fuisteis en busca de Siri?

«Sí, pero Vara Treledees nos detuvo».

—¿Quién es ese? —preguntó Vivenna, frunciendo el ceño.

«Tú lo llamas Denth. Es el hermano de Shashara. Me pregunto si ella está aquí también. No comprendo por qué me arrojó al agua. Creía que le gustaba».

—Vasher… —dijo ella, poniéndose en pie, sintiéndose mareada por la influencia de la espada. Vasher había caído ante Denth. Se estremeció, recordando la ira en la voz de Denth cuando hablaba de Vasher. Apretó los dientes y cogió una manta sucia del burdo lecho y envolvió con ella a Sangre Nocturna para no tener que tocarla.

«Puagg —dijo la espada—. No hagas eso. Hice que el viejo me limpiara después de sacarme del agua».

Vivenna la ignoró y consiguió levantarla sintiendo sólo una leve náusea. Entonces se marchó en dirección a la Corte de los Dioses.

* * *

Sondeluz estaba sentado, contemplando las piedras que tenía delante. Un hilillo de sangre de Encendedora corría por una grieta en la roca.

—¿Divina gracia? —preguntó Llarimar. Se acercó a los barrotes entre las jaulas.

Sondeluz no respondió.

—Lo siento. No tendría que haber gritado.

—¿De qué sirve ser dios? —susurró Sondeluz.

Silencio. Los faroles fluctuaban a cada lado de la pequeña cámara. Nadie se había llevado el cadáver de Encendedora, aunque habían dejado a un par de sacerdotes y sinvidas para vigilar a Sondeluz. Todavía lo necesitaban, por si había mentido respecto a las frases de mando.

No lo había hecho.

—¿Qué? —preguntó Llarimar por fin.

—¿De qué sirve? No somos dioses. Los dioses no mueren así. Un cortecito. Ni siquiera tan ancho como mi palma.

—Lo siento. Era una buena mujer, incluso entre los dioses.

—No era una diosa. Ninguno de nosotros lo somos. Esos sueños son mentiras, si me condujeron a esto. Siempre he sabido la verdad, pero nadie presta atención a lo que digo. ¿No deberían escuchar a quien adoran? ¿Sobre todo si les estás diciendo que no te adoren?

—Yo… —Llarimar parecía confundido.

—Tendrían que haberlo visto —susurró Sondeluz—. ¡Tendrían que haber visto lo que soy de verdad! Un idiota. No un dios, sino un escriba. ¡Un pequeño escriba tonto a quien se le permitió jugar a dios durante unos años! Un cobarde.

—No eres ningún cobarde.

—No fui capaz de salvarla. No pude hacer nada. Tan sólo me quedé inmóvil y grité. Tal vez si hubiera sido más valiente, me habría unido a ella y habría tomado el mando de los ejércitos. Pero vacilé. Y ahora está muerta.

Silencio.

—Fuiste escriba —dijo Llarimar en voz baja en medio del aire húmedo—. Y uno de los mejores hombres que he conocido. Eras mi hermano.

Sondeluz alzó la cabeza.

Llarimar miró entre los barrotes, contemplando los faroles que colgaban del pelado muro de piedra.

—Yo era sacerdote, incluso entonces. Trabajaba en el palacio de Alasamables el Sincero. Vi cómo mentía para jugar a la política. Cuanto más permanecía en su palacio, más flaqueaba mi fe.

Guardó silencio un momento, luego alzó la cabeza.

—Y entonces falleciste. Intentando rescatar a mi hija. Ésa es la muchacha que ves en tus visiones, Sondeluz. La descripción es perfecta. Era tu sobrina favorita. Lo sería todavía, supongo, si tú no hubieras… —Sacudió la cabeza—. Cuando te encontramos muerto, perdí la esperanza. Iba a dimitir de mi puesto. Me arrodillé ante tu cuerpo, llorando. Y entonces, los Colores empezaron a brillar. Levantaste la cabeza, tu cuerpo cambió, se hizo más grande, los músculos más fuertes… Lo supe en ese momento. Supe que si un hombre como tú era elegido para retornar, un hombre que había muerto para salvar a otra persona, entonces los Tonos Iridiscentes eran verdaderos. Las visiones eran verdaderas. Y los dioses también. Me devolviste la fe, Stennimar.

Miró a Sondeluz a los ojos.

—Eres un dios. Para mí, al menos. No importa lo fácilmente que se te pueda matar, cuánto aliento tengas o cuál sea tu aspecto. Tiene que ver con lo que eres y lo que significas.