Capítulo 53

Vivenna esperó a Vasher, pero él no regresó.

Recorría la pequeña habitación del escondite, la sexta que habitaban ya. Nunca pasaban más de unos pocos días en cada localización. Carente de adornos, sólo tenía sus petates, la mochila de Vasher y una única vela temblorosa.

Vasher la habría reñido por malgastar la vela. Para tratarse de un hombre que tenía en alientos la fortuna de un rey, era sorprendentemente frugal.

Continuó paseándose, aunque probablemente debería irse a dormir. Vasher sabía cuidar de sí mismo. Parecía que la única en la ciudad que no era capaz de hacerlo era ella.

Sin embargo, él le había dicho que iba a hacer una rápida misión de exploración. Aunque era una persona solitaria, al parecer comprendía el deseo de la princesa de formar parte de las cosas, así que normalmente le decía adonde iba y cuándo esperaba volver.

Nunca había esperado despierta a que Denth volviera de una misión nocturna, y llevaba trabajando con Vasher una fracción del tiempo que había pasado con los mercenarios. ¿Por qué se preocupaba tanto?

Aunque se había considerado amiga de Denth, en realidad nunca se había preocupado por él. Era divertido y encantador, pero distante. Vasher era… bueno, era quien era. No había engaño en él. No llevaba ninguna falsa máscara. Sólo había conocido a una persona así: su hermana, la que engendraría el hijo del rey-dios. «¡Señor de los Colores! —pensó, caminando de un lado a otro—. ¿Cómo han acabado así las cosas?».

* * *

Siri despertó sobresaltada. Se oían gritos ante su habitación. Se levantó rápidamente, se acercó a la puerta y prestó atención. Oyó sonidos de lucha. Si iba a huir, tal vez ahora era el momento. Movió el pomo, esperando que la puerta estuviera cerrada con llave. No lo estaba.

Maldijo. Había escuchado una pelea antes: gritos y hombres muriendo. Y ahora otra vez. «¿Tal vez alguien está intentando rescatarme? —pensó esperanzada—. Pero ¿quién?».

La puerta se estremeció de pronto, y ella dio un salto atrás mientras se abría. Treledees, sumo sacerdote del rey-dios, apareció en el umbral.

—Rápido, niña —la llamó—. Tienes que venir conmigo.

Siri buscó desesperadamente un modo de huir. Se apartó del sacerdote, que maldijo en voz baja, indicando a un par de soldados de la guardia ciudadana que entraran y la agarraran. Siri gritó pidiendo ayuda.

—¡Silencio, necia! —dijo Treledees—. Estamos intentando ayudarte.

Sus mentiras le sonaron huecas, y se debatió mientras los soldados la sacaban de la habitación. Fuera, el suelo estaba cubierto de cadáveres, algunos con uniformes de guardias, otros con armaduras indefinibles, y otros de piel gris.

Oyó lucha al fondo del pasillo, y gritó en esa dirección mientras los soldados se la llevaban a rastras.

* * *

Viejo Veterano, lo llamaban. Los que lo llamaban algo, claro está.

Estaba sentado en su pequeña barca, cruzando lentamente las oscuras aguas de la bahía. Pesca nocturna. Durante el día había que pagar una tarifa para pescar en aguas de T’Telir. Bueno, técnicamente, durante la noche se suponía que también había que hacerlo.

Pero lo que tenía la noche era que nadie podía verte. Viejo Veterano rió para sí, lanzando su red por la borda. Las aguas emitían su característico sonido contra la quilla. Oscuridad. Le gustaba la oscuridad.

De vez en cuanto tenía trabajos mejores. Recoger los cadáveres que le entregaba algún señor de los suburbios, y lanzarlos al fondo de la bahía con un saco de rocas atado a los pies. Probablemente había cientos de muertos allá abajo, mecidos por la corriente con los pies pegados al suelo. Una fiesta de esqueletos bailando. Bailando, bailando, bailando.

Pero no había cadáveres esa noche. Eso significaba peces. Peces gratis, pues no tenía que pagar tarifas. Y los peces gratis eran buenos peces.

«No… —le dijo una voz—. Un poquito más a la derecha».

El mar le hablaba a veces. Lo instaba a un lado u otro. Siguió la dirección indicada. Salía a navegar casi todas las noches. Las aguas lo conocían bien a esas alturas.

«Bien. Lanza la red».

Así lo hizo. Esa zona de la bahía no era demasiado profunda. Podía arrastrar la red tras la barca y capturar los peces pequeños que venían a alimentarse a los bajíos. No eran los mejores peces, pero el cielo no aconsejaba alejarse demasiado de la costa. ¿Se avecinaba una tormenta?

La red tropezó con algo. Viejo Veterano gruñó, tirando de ella. A veces se enganchaba en los corales o los vertidos. Era algo pesado. Muy pesado. Izó la red sobre la borda y abrió la pantalla de su farol, arriesgándose a producir un poco de luz.

Enmarañada en la red, en el fondo de la barca, había una espada. Plateada y de mango negro.

«Te lo agradezco —dijo la voz, ahora de forma más clara—. Odio el agua. Se está tan húmedo y pegajoso ahí abajo».

Transfigurado, Viejo Veterano alargó el brazo y cogió el arma. La sopesó.

«Supongo que querrás que vaya a destruir algún mal, ¿no? —dijo la voz—. No sé muy bien lo que significa ser honrado. Confío en que decidas».

Viejo Veterano sonrió.

«Oh, muy bien —dijo la espada—. Puedes admirarme un poco más, si quieres. Pero después tenemos que regresar a la orilla».

* * *

Vasher despertó aturdido.

Estaba atado por las muñecas a un gancho en el techo de una habitación de piedra. La cuerda que habían utilizado para atarlo era la misma que él había empleado para amarrar a la doncella. Había perdido completamente el color.

De hecho, todo a su alrededor era de un gris uniforme. Lo habían desnudado a excepción de sus calzones blancos. Gimió, sintiendo los brazos entumecidos por estar colgado de las muñecas.

No lo habían amordazado, pero no le quedaba aliento: había usado los restos en la pelea, para despertar la capa del soldado caído. Gimió.

Un farol ardía en el rincón. Había una figura de pie al lado.

—Y así regresamos ambos —dijo Denth tranquilamente.

Vasher no respondió.

—Sigo debiéndote la muerte de Arsteel —dijo Denth—. Quiero saber cómo lo mataste.

—En un duelo —respondió Vasher con voz rota.

—No lo derrotaste en un duelo —repuso Denth, dando un paso adelante—. Lo sé.

—Entonces tal vez lo sorprendí y lo apuñalé por la espalda. Es lo que se merecía.

Denth le dio un bofetón, haciendo que se balanceara en el gancho.

—¡Arsteel era un buen hombre!

—Una vez lo fue —dijo Vasher, saboreando la sangre—. Una vez, todos fuimos buenos, Denth. Una vez.

—¿Crees que tu pequeña incursión aquí arreglará lo que has hecho?

—Es mejor que volverse mercenario —replicó Vasher—. Trabajar para quien pague.

—Soy lo que tú hiciste de mí.

—Esa chica confiaba en ti.

Denth se volvió, los ojos en sombra, pues la luz no llegaba a su rostro.

—Tenía que hacerlo.

—Ella te apreciaba. Y encima mataste a su amigo.

—Las cosas se me fueron un poco de las manos.

—Siempre ocurre, contigo —espetó Vasher.

Denth alzó una ceja con expresión divertida.

—¿Me acusas, Vasher? ¿A mí? ¿Cuándo fue la última vez que yo inicié una guerra y maté a miles de soldados? Tú eres quien traicionó a su mejor amigo y mató a la mujer que lo amaba.

Vasher no respondió. ¿Qué podía decir? ¿Que Shashara tenía que morir? Ya había sido bastante malo que ella le hubiera revelado la orden para hacer sinvidas con un solo aliento. ¿Y si la forma de despertar acero, como Sangre Nocturna, hubiera formado parte de la Multiguerra? ¿Monstruos no muertos masacrando a gente con espadas despertadas sedientas de sangre?

Nada de eso le importaba a un hombre que había visto a su hermana asesinada por la mano de Vasher. Además, Vasher sabía que tenía poca credibilidad. Había creado sus propios monstruos para combatir en esa guerra. No acero despertado como Sangre Nocturna, pero bastante letal por derecho propio.

—Iba a dejarte en manos de Tonk Fah —dijo Denth—. Le gusta hacer daño. Es una debilidad que tiene. Todos tenemos debilidades. Bajo mi dirección, ha podido canalizarla en los animales.

Denth se volvió hacia él, blandiendo un cuchillo.

—Siempre me he preguntado por qué le parece tan divertido infligir dolor.

* * *

Amanecía. Vivenna apartó la manta, incapaz de dormir. Se vistió frustrada, sin estar segura de por qué. Vasher probablemente estaría bien. Seguro que de parranda en alguna parte.

«Claro —pensó con ironía—, de parranda. Parece algo típico de él».

Nunca antes había estado fuera toda la noche. Algo había salido mal. Mientras se ajustaba el cinturón contempló la mochila de Vasher y la muda de ropa que contenía. «Todo lo que he hecho desde que salí de Idris ha fracasado miserablemente —pensó mientras seguía vistiéndose—. He fracasado como revolucionaria, he fracasado como mendiga y también como hermana. ¿Qué se supone que debería hacer ahora? ¿Encontrar a Vasher? Ni siquiera sé por dónde empezar».

Apartó la mirada. Fracaso. No era algo a lo que estuviera acostumbrada allá en Idris. Todo lo que había hecho allí acabó bien.

«Tal vez de eso se trata —pensó, sentándose—. Mi odio hacia Hallandren. Mi insistencia en salvar a Siri, en ocupar su puesto». Cuando su padre había elegido a Siri en vez de a ella, fue la primera vez en su vida que sintió que no era lo bastante buena. Por eso había venido a T’Telir, decidida a demostrar que no era ninguna inepta. El problema era otra persona. Cualquiera, menos ella, Vivenna.

Pero Hallandren le había demostrado repetidamente que sí era una inepta. Y ahora que había fracasado tantas veces, le resultaba difícil actuar. Al decidir actuar, podía fracasar… y eso era tan aterrador que parecía preferible no hacer nada.

Aquello fue la suprema arrogancia por su parte. Inclinó la cabeza. Una última gota de hipocresía para adornar su cabello real.

«¿Quieres ser competente? —se dijo—. ¿Quieres aprender a estar al mando de lo que te rodea, en vez de ser empujada a un lado y a otro? Entonces tendrás que aprender a tratar con el fracaso».

Era aterrador, pero sabía que era cierto. Se levantó y se acercó a la mochila de Vasher. Sacó una camisa arrugada y un par de calzas. Ambas tenían borlas colgando de las mangas.

Se las puso, junto con la capa de repuesto de Vasher. Olía como él, y estaba cortada, como la otra, con la forma vaga de un hombre. Vivenna comprendía, al menos, uno de los motivos por los que sus ropas parecían tan ajadas.

Sacó un par de pañuelos de colores.

—Protégeme —le ordenó a la capa, imaginando que repelía a la gente que intentaba atacarla. Colocó una mano en la manga de la camisa.

—A mi llamada —ordenó—, convertíos en mis dedos y agarrar lo que debo.

Sólo había oído a Vasher pronunciar la orden un par de veces, y todavía no estaba segura de cómo visualizar lo que quería que hiciera la camisa. Imaginó las borlas cerrándose en torno a sus manos como las había visto hacer para Vasher.

Despertó las calzas, ordenándoles que reforzaran sus piernas. Las borlas de las perneras empezaron a retorcerse, y Vivenna alzó los pies por turnos, dejando que las borlas los envolvieran del todo. Se sintió más firme, las calzas tensas contra su piel.

Finalmente, se ató la espada que Vasher le había dado. Seguía sin saber cómo usarla, aunque podía empuñarla. Le pareció adecuado llevarla.

Se marchó.

* * *

Sondeluz rara vez había visto llorar a una diosa.

—No tenía que salir así —dijo Encendedora, ajena a las lágrimas que le corrían por las mejillas—. Lo tenía todo bajo control.

El calabozo bajo el palacio del rey-dios era estrecho. En ambas paredes había jaulas como las que se utilizan para los animales. Eran lo bastante grandes para albergar a un dios. Sondeluz no sabía si se trataba sólo de una coincidencia.

Encendedora lloró.

—Creí que tenía de mi parte a los sacerdotes del rey-dios. Estábamos trabajando juntos.

«Algo no encaja en todo esto», pensó Sondeluz, contemplando al grupo de sacerdotes que charlaban ansiosamente a un lado. Llarimar estaba dentro de su propia jaula, la que estaba situada junto a la de Sondeluz, la cabeza gacha.

Sondeluz miró a Encendedora.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó—. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando con ellos?

—Desde el principio. Yo tenía que hacerme con las frases de mando. ¡Elaboramos juntos el plan!

—¿Por qué te han traicionado?

Ella sacudió la cabeza y bajó la mirada.

—Dijeron que no cumplí con mi parte. Que les estaba ocultando cosas.

—¿Y es verdad?

Ella apartó la mirada, los ojos anegados en lágrimas. Se la veía muy rara dentro de aquella jaula. Una mujer hermosa de proporciones divinas, vestida con una delicada túnica de seda, sentada en el suelo y rodeada de barrotes. Llorando.

«Tenemos que salir de aquí», pensó Sondeluz. Se arrastró hasta los barrotes que separaban su jaula de la de Llarimar, ignorando el dolor de su muslo.

—¡Veloz! —susurró—. ¡Veloz!

Llarimar alzó la cabeza. Parecía aturdido.

—¿Qué se usa para abrir una cerradura?

Llarimar parpadeó.

—¿Qué?

—Para abrir una cerradura —repitió Sondeluz, señalando—. Tal vez descubra que sé cómo hacerlo, si coloco mis manos en la posición adecuada. Aún no he comprendido cómo mi habilidad con la espada es tan pobre. Pero sin duda podré hacer esto. Con que sólo logre recordar cómo se hace.

Llarimar se lo quedó mirando.

—Tal vez yo… —añadió Sondeluz.

—Basta ya —susurró Llarimar.

Sondeluz vaciló.

—¿Qué te ocurre?

Llarimar se puso en pie y espetó:

—Eras un escriba, Sondeluz. Un maldito escriba. No soldado, ni detective, ni ladrón. ¡Eras el contable de un prestamista local!

«¿Qué?», pensó Sondeluz.

—¡Y entonces eras tan idiota como lo eres ahora! —exclamó Llarimar—. ¡Nunca te da por pensar en lo que vas a hacer antes de decidirte a hacerlo! ¿Por qué no puedes pararte, de vez en cuando, y preguntarte si te comportas como un auténtico imbécil o no? Te daré una pista: ¡habitualmente lo eres!

Sondeluz se apartó de los barrotes, sorprendido. Llarimar. Llarimar estaba gritando.

—Y contigo siempre acabo metido en problemas —añadió el sacerdote, volviéndose—. No ha cambiado nada. ¡Tú te conviertes en dios y yo termino en prisión!

El grueso sacerdote se desmoronó, respirando entre jadeos, sacudiendo la cabeza con frustración. Encendedora los miraba. Y también los sacerdotes.

«Algo me resulta raro en ellos, pero ¿qué?», pensó Sondeluz, tratando de aclarar sus pensamientos y emociones mientras el grupo de sacerdotes se acercaba.

—Sondeluz —dijo uno de ellos, agachándose junto a su jaula—. Necesitamos tus frases de mando.

El dios bufó.

—Lamento decirte que las he olvidado. Probablemente conoces mi reputación de ser tonto. Quiero decir, ¿qué clase de necio entraría aquí alegremente para dejarse capturar? —Les sonrió.

El sacerdote suspiró e hizo un gesto a los demás. Abrieron la jaula de Encendedora y la sacaron. Ella gritó y se revolvió. Sondeluz sonrió al ver los problemas que les causaba. Sin embargo, eran seis sacerdotes y consiguieron arrastrarla.

Entonces uno sacó un cuchillo y le cercenó la garganta.

La sorpresa golpeó a Sondeluz como un martillo. Se quedó quieto, los ojos muy abiertos, viendo horrorizado cómo la sangre brotaba de la garganta de Encendedora, manchando su hermoso camisón. Más preocupante era la expresión de pánico en sus ojos. Aquellos ojos tan hermosos.

—¡No! —gritó Sondeluz, golpeando los barrotes y extendiendo inútilmente los brazos hacia ella. Tensó sus músculos divinos, apretujándose contra el acero mientras su cuerpo empezaba a temblar. Fue inútil. Ni siquiera un cuerpo perfecto podía abrirse paso a través del acero—. ¡Bastardos! —chilló—. ¡Hijos de puta malditos por los Colores!

Se debatió, golpeando los barrotes con una mano mientras los ojos de Encendedora empezaban a apagarse.

Y entonces su biocroma se consumió. Como una hoguera ardiente que se reduce a una simple lucecita, se apagó.

—No… —gimió Sondeluz, resbalando hasta quedar arrodillado, aturdido.

El sacerdote lo miró.

—Así que te importaba. Lamento que hayamos tenido que hacer esto. —Se inclinó, solemne—. Sin embargo, Sondeluz, decidimos que teníamos que matarla para que comprendieras que vamos en serio. Conozco tu reputación, y sé que sueles tomarte las cosas a la ligera. Es una buena cualidad en muchas situaciones, pero no en ésta. Te hemos demostrado que estamos dispuestos a matar. Si no haces lo que te pedimos, otros morirán.

—Cabrón…

—Necesito tus frases de mando —insistió el sacerdote—. Es importante. Más importante de lo que puedes comprender.

—Pues sácamelas a golpes —gruñó Sondeluz, sintiendo que la ira superaba lentamente su sorpresa.

—No es posible —el sacerdote negó con la cabeza—. Somos nuevos en todo esto. No sabemos muy bien cómo torturar, y nos haría falta mucho tiempo para que hablaras. Los que sí están versados en torturas no son muy cooperadores ahora mismo. Nunca pagues a un mercenario hasta que el trabajo esté hecho.

El sacerdote hizo una seña, y los otros dejaron el cadáver de Encendedora en el suelo. Se acercaron a la jaula de Llarimar.

—¡No! —gritó Sondeluz.

—Hablamos en serio, Sondeluz. Muy, muy en serio. Sabemos cuánto aprecias a tu sumo sacerdote. Ahora sabes que lo mataremos si no nos das lo que pedimos.

—¿Por qué? ¿De qué va todo esto? ¡El rey-dios al que sirves podría ordenarnos que hiciéramos actuar a los ejércitos si lo quisiera! Le haríamos caso. ¿Por qué te interesan tanto esas frases de mando?

Los sacerdotes sacaron a Llarimar de su jaula y lo obligaron a ponerse de rodillas. Uno le colocó un cuchillo en la garganta.

—¡Pantera roja! —chilló Sondeluz, sollozando—. Esa es la frase de mando. Por favor, soltadlo.

El sacerdote asintió a los otros, y metieron de nuevo a Llarimar en su jaula. Dejaron en el suelo el cadáver de Encendedora, boca abajo, sobre su sangre.

—Espero que no nos hayas mentido, Sondeluz —le advirtió el sacerdote principal—. No estamos jugando. Sería muy malo que descubriéramos que has intentado engañarnos. —Sacudió la cabeza—. No somos crueles, pero trabajamos por algo muy importante. No nos pongas a prueba.

Y se marchó. Sondeluz apenas lo advirtió. Seguía mirando a Encendedora, tratando de convencerse de que era una alucinación, o que ella estaba fingiendo, o que algo cambiaría para hacerle comprender que todo era una broma de mal gusto.

—Por favor —susurró—. Por favor, no…