«Esto complicará las cosas», pensó Vasher, de pie en las sombras desde lo alto del muro que rodeaba la Corte de los Dioses.
«¿Qué tiene de malo? —preguntó Sangre Nocturna—. Los rebeldes enviaron una princesa. Eso no cambia tus planes».
Vasher esperó, observando, mientras el carruaje de la nueva reina subía lentamente por la pendiente y desaparecía en el foso del palacio.
«¿Qué pasa?», preguntó Sangre Nocturna. Incluso después de todos esos años, la espada reaccionaba como un niño pequeño en muchas formas.
«La utilizarán —pensó Vasher—. Dudo que podamos salirnos con la nuestra sin tratar con ella». No había creído que los idrianos fueran a enviar a un miembro de la familia real a T’Telir. Habían entregado un peón de muchísimo valor.
Vasher se dio la vuelta y envolvió el pie en uno de los estandartes que colgaban del exterior de la muralla. Entonces liberó su aliento.
—Bájame —ordenó.
El gran tapiz, tejido con hilos de lana, absorbió cientos de alientos suyos. No tenía forma humana y su tamaño era enorme, pero Vasher tenía ahora suficiente aliento para poder gastarlo en despertares así de extravagantes.
El tapiz se retorció, un ser vivo, y formó una mano que recogió a Vasher. Como siempre, lo despertado trataba de imitar la forma de un humano: al mirar con atención los pliegues y ondulaciones del tejido, Vasher podía ver contornos de músculos e incluso venas. No había ninguna necesidad de ellos: el aliento animaba el tejido, y no era necesario ningún músculo para que se moviera.
El tapiz bajó cuidadosamente a Vasher, cogiéndolo por un hombro, y colocando sus pies calzados con sandalias en el suelo.
—Tu aliento al mío —ordenó Vasher. El gran tapiz-estandarte perdió de inmediato su forma animada, la vida desapareció, y volvió a aletear pegado a la pared.
Algunas personas se detuvieron en la calle, pero se mostraron interesadas, no asombradas. Esto era T’Telir, hogar de los mismísimos dioses. Hombres con más de mil alientos eran extraños, pero no inauditos. La gente se quedó mirando, como los campesinos de otros reinos podían quedarse mirando pasar un carruaje de un señor, pero luego continuaron con sus actividades cotidianas.
La atención era inevitable. Aunque Vasher iba todavía vestido como de costumbre (pantalones ajados, capa muy gastada a pesar del calor, una cuerda envuelta varias veces a la cintura a modo de cinturón), ahora hacía que los colores brillaran dramáticamente cuando estaba cerca. El cambio sería advertido por la gente normal y descaradamente obvio para quienes habían alcanzado la Primera Elevación.
Sus días de poder esconderse y pasar desapercibido habían quedado atrás. Tendría que acostumbrarse a ser advertido de nuevo. Era uno de los motivos por los que se alegraba de estar en T’Telir. La ciudad era lo suficientemente grande y estaba llena de suficientes rarezas (desde soldados sinvida a objetos despertados que cumplían funciones cotidianas) para no destacar demasiado.
Naturalmente, eso no tenía en cuenta a Sangre Nocturna. Vasher se movió entre las multitudes, llevando la pesada espada en una mano, la punta envainada casi arrastrándose por el suelo tras él. Algunas personas se apartaron temerosas de la espada. Otros la miraron con ojos codiciosos. Tal vez era hora de volver a guardarla en la mochila.
«Oh, no, ni hablar —protestó la espada—. Llevo demasiado tiempo encerrada».
«¿Qué más te da?».
«Necesito aire fresco. Y luz».
«Eres una espada —pensó Vasher—, no una palmera».
Sangre Nocturna guardó silencio. Comprendía que no era una persona, pero no le gustaba aceptar ese hecho. Solía ponerla de mal humor. A Vasher no le importó.
Se dirigió a un restaurante unas calles más abajo de la Corte de los Dioses. Era una de las cosas que sí había echado de menos de T’Telir: los restaurantes. En la mayoría de las ciudades había pocas opciones para cenar. Si pretendías quedarte algún tiempo contratabas a una mujer de la localidad para que te diera de comer en su mesa. Si te quedabas poco tiempo, comías lo que tu posadera te pusiera.
En T’Telir, sin embargo, la población era lo bastante grande y lo bastante rica para proporcionar comida específica. Los restaurantes aún no se habían propagado por el resto del mundo, pero en T’Telir eran comunes. Vasher ya había reservado una mesa, y el camarero le saludó nada más verlo. Se sentó y dejó a Sangre Nocturna apoyada contra la pared.
La espada fue robada al minuto de soltarla.
Vasher ignoró el robo, pensativo mientras el camarero le traía una taza de té al limón. Vasher bebió la infusión endulzada, preguntándose mientras sorbía el trozo de cáscara por qué demonios un pueblo que vivía en el trópico prefería el té caliente. Después de unos minutos, su sentido vital le advirtió que estaba siendo observado. Al cabo de un rato, el mismo sentido le alertó que alguien se acercaba. Desenvainó la daga de su cinturón con la mano libre mientras bebía.
El sacerdote se sentó frente a él. Llevaba ropas de calle, en vez de túnica religiosa. Sin embargo, quizás inconscientemente, había elegido vestir los colores blanco y verde de su deidad. Vasher volvió a envainar su daga, haciendo que el sonido quedara enmascarado al sorber con fuerza. El sacerdote, Bebid, miró alrededor, nervioso. Tenía suficiente aura de aliento para indicar que había alcanzado la Primera Elevación. Era donde la mayoría de la gente (la que podía permitirse comprar aliento) se detenía. Ese aliento ampliaría el lapso de vida una buena década y también proporcionaba un sentido vital acrecentado. Asimismo, les permitía ver auras de aliento y distinguir a otros despertadores, y, en situaciones de apuro, hacer un poco de despertar ellos mismos. Un intercambio decente para alimentar a una familia campesina durante cincuenta años.
—¿Bien? —preguntó Vasher.
Bebid dio un respingo ante el sonido. Vasher suspiró, cerrando los ojos. El sacerdote no estaba acostumbrado a este tipo de encuentros clandestinos. No habría venido en absoluto si Vasher no hubiera ejercido ciertas… presiones sobre él.
Vasher abrió los ojos y miró al sacerdote mientras el camarero llegaba con dos platos de arroz especiado. La comida tektees era la especialidad del restaurante: a los hallandrenses les gustaban las especias extranjeras casi tanto como los colores raros. Vasher había hecho el pedido antes, junto con el pago que aseguraba que los reservados de alrededor estuvieran vacíos.
—¿Y bien? —repitió Vasher.
—Yo… No sé. No he podido averiguar gran cosa.
Vasher le dirigió una severa mirada.
—Tienes que darme más tiempo.
—Recuerda tus indiscreciones, amigo —dijo Vasher, bebiendo el resto de su té y sintiendo un retortijón de malestar—. No querrás que se sepan, ¿verdad?
«¿Tenemos que volver a pasar por todo esto?».
Bebid guardó silencio durante un momento.
—No sabes lo que me estás pidiendo, Vasher —dijo, inclinándose hacia delante—. Soy sacerdote de Brillavisión la Verdadera. ¡No puedo traicionar mis juramentos!
—Menos mal que no te lo he pedido.
—No podemos dar información sobre la política de la corte.
—Bah —replicó Vasher—. Esos Retornados no pueden ni mirarse unos a otros sin que la mitad de la ciudad se entere en menos de una hora.
—No estarás dando a entender…
Vasher apretó los dientes, y dobló la cuchara con el dedo, molesto.
—¡Basta, Bebid! Los dos sabemos que tus juramentos son sólo parte del juego. —También se inclinó hacia delante—. Y yo odio los juegos.
Bebid palideció y no probó su comida. Vasher miró su cuchara con enfado y luego volvió a enderezarla, calmándose. Cogió una cucharada de arroz, y la boca le ardió por las especias. No le gustaba dejar la comida sin tocar: nunca se sabía cuándo tendrías que marcharte a toda prisa.
—Ha habido… rumores —dijo por fin Bebid—. Esto va más allá de la simple política de la corte, Vasher… más allá de los juegos entre los dioses. Es algo muy real, y muy secreto. Tanto que incluso los sacerdotes vigilantes apenas oyen atisbos.
Vasher continuó comiendo.
—Hay una fracción de la corte que presiona para atacar Idris —añadió Bebid—. Aunque no puedo imaginar por qué.
—No seas idiota —dijo Vasher, deseando tener más té para tragar el arroz—. Los dos sabemos que Hallandren tiene motivos de sobra para matar a todos los habitantes de las Tierras Altas.
—La realeza —apuntó Bebid.
Vasher asintió. Se les llamaba rebeldes, pero esos «rebeldes» eran la auténtica familia real de Hallandren. Aunque fueran mortales, su linaje era un desafío para la Corte de los Dioses. Todo buen monarca sabía que lo primero que hacías para estabilizar tu trono era ejecutar a todo aquel que tuviera más derecho a él que tú. Después de eso, solía ser buena idea ejecutar a todo los que creyeran tener ese derecho.
—¿Y? —dijo Vasher—. Lucháis, Hallandren gana. ¿Cuál es el problema?
—Es una mala idea, ése es el problema. Una idea terrible. ¡Por los fantasmas de Kalad, hombre! Idris no caerá fácilmente, no importa lo que digan en la corte. Esto no será como aplastar a ese necio de Vahr. Los idrianos tienen aliados de más allá de las montañas y las simpatías de docenas de reinos. Lo que algunos llaman «un simple aplastamiento de las facciones rebeldes» podría convertirse fácilmente en otra Multiguerra. ¿Quieres eso? ¿Miles y miles de muertos? ¿Que caigan reinos para no volver a alzarse? Todo lo que podremos hacer es conseguir un poco de tierra helada que no quiere nadie.
—Los pasos comerciales son valiosos —advirtió Vasher.
Bebid hizo una mueca.
—Los idrianos no son tan tontos para elevar demasiado sus tarifas. Esto no es cuestión de dinero, sino de miedo. La gente de la corte habla de lo que podría suceder si los idrianos cortan los pasos o si dejan que los enemigos se internen y asedien T’Telir. Si esto fuera por dinero, nunca iríamos a la guerra. Hallandren vive de sus tintes y su comercio textil. ¿Crees que ese negocio florecería en la guerra? Tendremos suerte si no sufrimos un colapso económico.
—¿De verdad crees que me preocupa el bienestar económico de Hallandren? —preguntó Vasher.
—Ya —dijo Bebid secamente—. Olvidaba con quién estoy hablando. ¿Qué quieres, entonces? Dímelo para que podamos acabar de una vez.
—Háblame de los rebeldes —pidió Vasher, masticando arroz.
—¿Los idrianos? Acabo de…
—De ellos no —dijo Vasher—. De los de la ciudad.
—No tienen ninguna importancia ahora que Vahr ha muerto —dijo el sacerdote, agitando la mano—. Nadie sabe quién lo mató, por cierto. Probablemente los propios rebeldes. Supongo que no les hizo gracia que se dejara capturar, ¿no?
Vasher no dijo nada.
—¿Eso es todo lo que quieres? —preguntó Bebid, impaciente.
—Necesito contactar con las facciones que mencionaste. Los que presionan para que haya guerra contra Idris.
—No te ayudaré a animar la…
—Ni se te ocurra decirme lo que tengo que hacer, Bebid. Sólo dame la información que prometiste, y podrás quedar libre de todo esto.
—Vasher —repuso inclinándose aún más—. No puedo ayudarte. Mi señora no está interesada en este tipo de política, y me muevo en los círculos equivocados.
Vasher comió un poco más, mientras juzgaba la sinceridad del hombre.
—Muy bien. ¿Quién, entonces?
Bebid se relajó. Se secó la frente con la servilleta.
—No lo sé —dijo—. ¿Tal vez uno de los sacerdotes de Mercestrella? También podrías probar con Dedos Azules, supongo.
—¿Dedos Azules? Un nombre extraño para un dios.
—Dedos Azules no es un dios —rio Bebid—. Es sólo un apodo. Es el mayordomo del Alto Lugar, jefe de los escribas. Es quien mantiene la corte en funcionamiento; si alguien sabe algo sobre esta facción, será él. Naturalmente, es tan envarado y recto que te costará trabajo doblegar su voluntad.
—Te sorprenderías —dijo Vasher, llevándose a la boca la última cucharada de arroz—. Lo hice contigo, ¿no?
—Supongo.
Vasher se puso en pie.
—Paga al camarero cuando salgas —dijo, cogiendo la capa de la percha para dirigirse hacia la puerta.
Sintió una oscuridad a la derecha. Caminó por la calle y luego giró en un callejón, donde encontró a Sangre Nocturna, todavía envainada, sobresaliendo del pecho del ladrón que la había robado. Otro ratero yacía muerto en el suelo.
Vasher arrancó la espada, la terminó de meter en la vaina (sólo estaba abierta una fracción de pulgada) y echó el cierre.
«Perdiste los nervios ahí dentro un momento —refunfuño Sangre Nocturna—. Creí que estabas trabajando para mejorar eso».
«Supongo que es una recaída», pensó Vasher.
La espada vaciló. «No creo que desrecayeras».
«Esa palabra no existe», repuso Vasher, saliendo del callejón.
«¿Y? Te preocupan demasiado las palabras. Ese sacerdote… gastaste todas esas palabras con él, y luego lo dejaste ir. Yo no habría manejado así la situación».
«Sí, lo sé. Hacerlo a tu modo habría implicado unos cuantos cadáveres más».
«Bueno, soy una espada —rezongó—. Más vale dedicarse a aquello en lo que eres bueno…».
* * *
Sondeluz estaba sentado en su patio, viendo cómo el carruaje de la nueva reina se detenía ante el palacio.
—Bueno, ha sido un día agradable —le comentó a su sumo sacerdote. Unas cuantas copas de vino, más un poco de tiempo para dejar de pensar en niños privados de su aliento, y ya se sentía más cómodo consigo mismo.
—¿Sois feliz por tener una reina? —preguntó Llarimar.
—Soy feliz por haber evitado las peticiones de hoy gracias a su llegada. ¿Qué sabemos de ella?
—No mucho, divina gracia —dijo Llarimar, mirando el palacio del rey-dios—. Los idrianos nos sorprendieron no enviando a la hija mayor, como esperábamos. En su lugar mandaron a la más joven.
—Interesante —dijo Sondeluz, aceptando otra copa de vino de un criado.
—Sólo tiene diecisiete años. No puedo imaginar tener que casarme con el rey-dios a esa edad.
—Y yo no puedo imaginarte casado con el rey-dios a ninguna edad, Veloz. —Y se estremeció a propósito—. La verdad es que sí, puedo imaginarlo, y el vestido te sienta fatal. Asegúrate de que azoten a mi imaginación por su insolencia al mostrarme esa visión concreta.
—La pondré en fila tras vuestro sentido del decoro, divina gracia —dijo Llarimar secamente.
—No seas tonto. —Bebió un sorbo de vino—. Hace años que no tengo decoro alguno.
Se echó hacia atrás, tratando de decidir qué pretendían los idrianos al enviar a la princesa equivocada. Dos palmeras en sus macetas se agitaban al viento, y Sondeluz se distrajo por el olor de la sal que traía la brisa del mar. «Me pregunto si llegué a navegar por ese mar —pensó—. ¿Un hombre del océano? ¿Es así como morí? ¿Por eso soñé con un barco?».
Ahora sólo podía recordar ese sueño de forma vaga. Un mar rojo…
Fuego. Muerte, matanza y una batalla. Se sorprendió al recordar súbitamente el sueño con detalles más nítidos y vivos. El mar estaba rojo y reflejaba la magnífica ciudad de T’Telir, envuelta en llamas. Casi pudo oír a la gente gritando de dolor, casi pudo oír… ¿Qué? ¿Soldados marchando y combatiendo en las calles?
Sondeluz sacudió la cabeza, tratando de descartar los fantasmales recuerdos. Ahora recordó que el barco que había visto en su sueño estaba también ardiendo. Eso no tenía por qué significar nada: todo el mundo tenía pesadillas. Pero le incomodaba saber que sus pesadillas eran consideradas presagios proféticos.
Llarimar seguía de pie junto a la silla de Sondeluz, contemplando el palacio del Dios Rey.
—Oh, siéntate y deja de mirarme por encima de mi hombro —dijo Sondeluz—. Estás poniendo celosos a los buitres.
Llarimar alzó una ceja.
—¿Y qué buitres podrían ser, divina gracia?
—Los que siguen insistiendo que vayamos a la guerra —dijo Sondeluz, agitando una mano.
El sacerdote se sentó en uno de los reclinatorios de madera del patio, se relajó y se quitó la pesada mitra de la cabeza. Debajo del tocado, su pelo oscuro estaba sudoroso, pegado a la frente. Se pasó la mano. Durante los primeros años, Llarimar se había mostrado envarado y formal. Sin embargo, al cabo del tiempo, Sondeluz se lo había ganado. Después de todo, dios. En su opinión, si él podía relajarse en el trabajo, también podían hacerlo sus sacerdotes.
—No sé, divina gracia —dijo Llarimar lentamente, frotándose la mejilla—. No me gusta esto.
—¿La llegada de la reina?
Llarimar asintió.
—Hace unos treinta años que no tenemos reina en la corte. No sé cómo tratarán con ella las facciones.
Sondeluz se frotó la frente.
—¿Política, Llarimar? Sabes que la desprecio.
El sacerdote lo miró.
—Divina gracia: sois, por definición, político.
—No me lo recuerdes, por favor. Debería apartarme de esta situación. ¿Crees que podría sobornar a algún otro dios para que tomara el control de mis órdenes sinvida?
—Dudo que eso fuera aconsejable.
—Todo forma parte de mi plan maestro para asegurar que me vuelva redundantemente inútil para esta ciudad cuando muera. Otra vez.
Llarimar ladeó la cabeza.
—¿Redundantemente inútil?
—Por supuesto. La inutilidad regular no sería suficiente: después de todo, soy un dios.
Cogió un puñado de uvas de la bandeja de un criado, todavía intentando olvidar las perturbadoras imágenes de su sueño. No significaban nada. Sólo eran sueños.
Incluso así, decidió que se lo contaría a Llarimar a la mañana siguiente. Quizás el sacerdote podría utilizar los sueños para ayudar a presionar por la paz con Idris. Si el viejo Dedelin no había enviado a su hija primogénita, eso causaría más debates en la corte. Más conversaciones de guerra. La llegada de esta princesa debería haberlo zanjado, pero sabía que los belicosos halcones que había entre los dioses no dejarían morir el tema.
—Con todo —dijo Llarimar, como si hablara consigo mismo—, enviaron a alguien. Eso es buena señal. Una negativa absoluta habría significado la guerra con seguridad.
—Y sea quien sea Seguridad, dudo que debamos luchar con él —dijo Sondeluz mientras examinaba una uva—. La guerra es, en mi divina opinión, aún peor que la política.
—Algunos dicen que las dos cosas son lo mismo, divina gracia.
—Tonterías. La guerra es mucho peor. Al menos donde se desarrolla la política suele haber entremeses agradables.
Como de costumbre, Llarimar ignoró las ingeniosas observaciones de Sondeluz. El dios lo habría reprendido si no supiera que había otros tres sacerdotes menores al fondo del patio, registrando sus palabras, buscando en ellas sabiduría y significado.
—¿Qué creéis que harán ahora los rebeldes de Idris? —preguntó Llarimar.
—Ésa es la cuestión, Veloz —dijo Sondeluz, echándose hacia atrás, cerrando los ojos para sentir el sol en la cara—. Los idrianos no se consideran rebeldes. No están sentados en sus montañas esperando que llegue el día en que puedan regresar triunfales a Hallandren. Esto ya no es su hogar.
—Esos picos tampoco son un reino.
—Es un reino suficiente para controlar los mejores depósitos de mineral de la zona, cuatro pasos vitales al norte, y el linaje real original de la dinastía original de Hallandren. No nos necesitan, amigo mío.
—¿Y eso que se dice de que hay disidentes idrianos en la ciudad, levantando al pueblo contra la Corte de los Dioses?
—Sólo son rumores —dijo Sondeluz—. Aunque, cuando demuestren que estoy equivocado y las masas sin privilegios asalten mi palacio y me quemen en la hoguera, me aseguraré de informarles de que tú tuviste razón siempre. Reirás el último o… bueno, gritarás el último, ya que probablemente te atarán junto a mí.
Llarimar suspiró, y Sondeluz abrió los ojos para ver cómo el sacerdote lo miraba con expresión contemplativa. Llarimar no le reprendió por su desenfado. Tan sólo extendió la mano y volvió a ponerse la mitra. Él era el sacerdote, Sondeluz era el dios. No habría ninguna pregunta sobre sus motivos, ningún reproche. Si Sondeluz daba una orden, harían exactamente lo que dijera.
A veces, eso lo aterrorizaba.
Pero no hoy. En cambio, se sintió molesto. La llegada de la reina, de algún modo, le había hecho hablar de política… y el día iba muy bien hasta entonces.
—Más vino —pidió Sondeluz, alzando su copa.
—No os podréis emborrachar, divina gracia. Vuestro cuerpo es inmune a todas las toxinas.
—Lo sé —contestó Sondeluz mientras un sirviente menor llenaba su copa—. Pero créeme: soy bastante bueno fingiéndolo.