Vivenna presentó su moneda.
—¿Una pieza? —preguntó Cads—. ¿Eso es todo? ¿Una sola pieza?
Era uno de los hombres más sucios que Vivenna había visto, incluso en las calles. Pero le gustaba presumir de ropa. Era su estilo: ropa gastada y sucia de última moda. Parecía pensar que eso era gracioso. Una burla a los nobles.
Sopesó la moneda en sus mugrientos dedos.
—Una pieza —repitió.
—Por favor —susurró Vivenna. Se encontraban en la boca de un callejón, detrás de dos restaurantes. Dentro del callejón, los golfos callejeros rebuscaban en la basura. Basura fresca de dos restaurantes. Su estómago crujió.
—Me cuesta creer que esto sea todo lo que has conseguido hoy, señoritinga —dijo el hombre.
—Por favor, Cads —repitió ella—. Sabes… sabes que no mendigo bien.
Estaba empezando a llover. Otra vez.
—Deberías hacerlo mejor. Incluso los niños pueden traerme al menos dos.
Tras él, los afortunados que lo habían complacido continuaron con su festín. Olía muy bien. O tal vez era el aroma de los propios restaurantes.
—Hace días que no pruebo bocado —suplicó ella, parpadeando para espantar la lluvia.
—Entonces hazlo mejor mañana —replicó él, rechazándola.
—Mi moneda…
Cads llamó a sus matones cuando ella hizo intención de dar un paso. Vivenna retrocedió tropezando.
—Mañana trae dos —dijo Cads, metiéndose en su callejón—. Tengo que pagarle a los dueños de los restaurantes, ya sabes. No puedo dejarte comer gratis.
Vivenna se quedó mirándolo. No porque pensara que podría hacerlo cambiar de opinión, sino porque le costaba aceptar aquella decisión injusta. Era su última oportunidad de conseguir comida ese día. Una sola moneda no le compraría más que un bocado en cualquier parte, pero allí, la última vez, le había permitido comer hasta saciarse.
Eso había sido una semana antes. ¿Cuánto tiempo llevaba ya en las calles? No lo sabía. Se dio la vuelta, aturdida, y se arrebujó en su chal. Anochecía. Debería mendigar un poco más.
Se estremeció, como si con aquella moneda hubiera perdido su posesión más valiosa.
No. Eso lo tenía todavía. Apretó con fuerza el chal.
¿Por qué era importante? Le costaba recordarlo.
Pensó en las Tierras Altas. Su hogar. Una parte de ella comprendía que no debería sentirse tan cambiada respecto a la persona que había sido. Era una princesa, ¿no? Pero se sentía tan débil que pronto ni siquiera el hambre la preocuparía demasiado. Todo era un error. Todo, fruto de un terrible error.
Se adentró en los suburbios y caminó arrastrando los pies, cuidando de mantener la cabeza gacha, la espalda encorvada, no fuera a ser que alguien la tomara con ella. Al cruzar una calle vaciló. Era allí donde esperaban las putas, protegidas de la lluvia por un alero.
Vivenna las miró, de pie con sus ropas insinuantes. Era apenas la segunda de las calles del suburbio, un lugar que no resultaba demasiado amenazador para los de fuera. Todos los rufianes sabían que no había que meterse con un hombre que fuera a visitar a las putas. A los señores de los suburbios no les gustaba que sus clientes se asustaran. Malo para el negocio, como habría dicho Denth.
Vivenna se quedó mirando. Las putas parecían bien alimentadas. No se las veía desastradas y varias reían. Podría unirse a ellas. Un pillo callejero se lo había dicho el otro día, mencionando que todavía era joven. Había querido llevarla a ver al señor del suburbio, esperando conseguir algo de dinero por reclutar a una chica bonita.
Era tentador. Comida. Calor. Una cama seca.
«Bendito Austre —pensó estremeciéndose—. ¿En qué estoy pensando? ¿Qué pasa con mi cabeza?». Le resultaba muy difícil centrarse, como si estuviera en trance todo el tiempo.
Se obligó a alejarse de aquellas mujeres. No haría eso. Todavía no.
Todavía no.
«Oh, Señor de los Colores —pensó horrorizada—. Tengo que marcharme de esta ciudad. Prefiero morir de hambre en el camino de regreso a Idris que ser capturada por Denth y torturada, que acabar en un burdel».
Sin embargo, igual que la inmoralidad de robar, la inmoralidad de vender su cuerpo le parecía más vaga ahora, cuando el hambre la acuciaba. Se dirigió al último de los callejones. La habían echado de los otros, pero éste era bueno. Estaba apartado, aunque a menudo lo ocupaban los rufianes jóvenes. Su compañía la daba cierta sensación de protección, aunque sabía que por la noche la registraban en busca de monedas.
«No puedo creer lo cansada que estoy», pensó. La cabeza le daba vueltas. Se apoyó contra la pared e inspiró profundamente varias veces. Últimamente tenía mareos frecuentes.
Echó a andar de nuevo. El callejón estaba vacío, pues todo el mundo había salido en busca de unas monedas más. Cogió el mejor sitio, un montículo de piedra donde crecía un puñadito de hierba. Ni siquiera había muchos bultos en la tierra, aunque estaría mojada y llena de barro por la llovizna. No le importó.
Unas sombras oscurecieron el callejón tras ella.
Su reacción fue inmediata: echó a correr. Vivir en las calles enseñaba lecciones rápidas. Débil como estaba, su pánico le permitió un arrebato de agilidad. Entonces otra sombra se cruzó en el otro extremo del callejón, ante ella. Vivenna se detuvo y se volvió. Un grupo de matones avanzaba hacia ella.
Tras ellos se encontraba el hombre que le había robado el vestido hacía unas semanas. Parecía disgustado.
—Lo siento, princesa —dijo—. He tardado lo mío en encontrarte. Has hecho un trabajo magnífico escondiéndote, pero la recompensa es muy jugosa.
Vivenna parpadeó. Y entonces simplemente se dejó resbalar hasta el suelo.
«No soporto más», pensó, abrazándose. Estaba exhausta, mental y emocionalmente. En cierto modo, se alegraba de que todo hubiera terminado. No sabía qué le iban a hacer aquellos hombres, pero se resignó. A quienquiera que la vendiesen no sería tan descuidado para dejarla escapar de nuevo.
Los matones la rodearon. Uno mencionó que debían llevarla a Denth. Unas ásperas manos la agarraron del brazo, arrastrándola para ponerla en pie. Ella se dejó hacer, la cabeza gacha. La llevaron a la calle principal. Oscurecía, pero no se veía a ningún pillo callejero ni mendigo.
«Tendría que haberme dado cuenta de que era una encerrona —pensó—. Todo estaba demasiado desierto».
Abrumada, ya no le quedaban fuerzas para intentar escapar, no de nuevo. Cuánta razón habían tenido sus tutores: cuándo estabas débil y hambrienta, era difícil reunir energías para que te preocupara nada, incluso escapar.
Los hampones se detuvieron de golpe. Vivenna alzó la cabeza, parpadeando aturdida. Había algo en la calle mojada y oscura. Una espada negra. El arma, con la vaina plateada y todo, estaba clavada en la tierra.
Hubo un silencio. Uno de los matones arrancó la espada del suelo y soltó el cierre de la vaina. Vivenna sintió una súbita náusea, más un recuerdo que una sensación real. Retrocedió tambaleándose, horrorizada.
Los hampones, transfigurados, se congregaron en torno a su compañero. Uno de ellos intentó coger la empuñadura del arma.
El que la sostenía aún sin desenvainar la blandió y la estampó en el rostro de su compinche. Un humo negro empezó a brotar de la espada, alzándose desde la fina lasca de hoja que era visible.
Los hombres gritaron, todos tratando de hacerse con la espada. El que la empuñaba continuó blandiéndola, golpeando cada vez con más fuerza y causando más daño que antes. Los huesos crujieron y la sangre empezó a manar sobre el empedrado del suelo. Los hombres continuaron disputándose la espada, moviéndose con sorprendente velocidad. Vivenna, todavía retrocediendo, pudo verle sus ojos.
Estaban aterrorizados.
El hombre que le había robado el vestido cayó abatido de un espadazo en la espalda. Sus huesos crujieron. A esas alturas, la tela del brazo del rufián que empuñaba el arma se había desintegrado, y una negrura como de enredadera se retorcía en torno a su hombro. Venas negras y latientes que abultaban en la piel. El hombre lanzó un agudo grito de desesperación.
Entonces dio la vuelta a la espada y se la clavó, con vaina y todo, en el pecho. El arma lo atravesó, aunque la vaina no parecía afilada. El pobre diablo cayó de rodillas, retorciéndose mientras las negras venas de su brazo empezaban a evaporarse. Murió así, mantenido erguido por la espada que le asomaba por la espalda y lo sostenía como el pie de un portarretratos.
Vivenna se encontró sola en una calle repleta de cadáveres. Una figura descendió desde un tejado, bajada por dos cuerdas animadas. Aterrizó con suavidad, y las cuerdas quedaron inertes. Pasó ante Vivenna, ignorándola, y arrancó la espada, con vaina y todo, del cadáver.
El muerto cayó finalmente al suelo.
Vivenna lo miró aturdida. El hombre echó el cierre a la empuñadura del arma. Entonces ella se sentó en la calle. Ni siquiera parpadeó cuando Vasher la recogió y se la cargó al hombro.