Siri disfrutaba de una comida en los jardines de la corte cuando Treledees la encontró. Ella lo ignoró, ocupada en picar de los diversos platos.
El mar, había decidido, era algo bastante extraño. ¿Qué otra cosa podía decirse de un lugar que engendraba criaturas con tentáculos viscosos y cuerpos sin hueso, y otros llenos de espinas? Tomó un bocado de algo que los locales llamaban pepino, pero que en realidad no sabía a eso.
Probó cada plato con los ojos cerrados, concentrada en el sabor. Algunos no eran tan malos como otros, pero ninguno le gustó demasiado. El pescado no la atraía.
«Tendría problemas para ser una verdadera hallandrense», pensó mientras bebía un sorbo de zumo de fruta.
Por fortuna, éste estaba delicioso. La variedad y los sabores de las numerosas frutas de Hallandren era casi tan notable como la extrañeza de sus frutos marinos.
Treledees se aclaró la garganta. El sumo sacerdote del rey-dios no estaba acostumbrado a esperar.
Siri asintió a sus sirvientas, indicándoles que prepararan otra serie de platos. Susebron había estado enseñándole cómo comer con etiqueta, y quería practicar. La curiosa manera con que él comía (a bocados pequeños, sin terminar nada) era un buen modo de probar nuevos platos. Ella quería familiarizarse con Hallandren, sus costumbres, su gente, sus sabores. Había obligado a sus sirvientas a hablarle más y planeaba reunirse con más dioses. En la distancia, vio pasar a Sondeluz y lo saludó con afecto. Él parecía extrañamente preocupado: le devolvió el saludo, pero no se acercó a ella.
«Lástima —pensó—. Habría tenido una buena excusa para hacer esperar a Treledees».
El sumo sacerdote volvió a aclararse la garganta, esta vez con más exigencia. Finalmente, Siri se levantó, indicando a sus sirvientas que se quedaran atrás.
—¿Te importaría dar un paseo conmigo, excelencia? —propuso ella, animosa. Pasó de largo ante él, moviéndose lánguidamente con su hermoso vestido violeta y la finísima cola de seda que arrastraba por la hierba.
Él la alcanzó.
—Tenemos que hablar de algo.
—Ya. Hoy me has llamado varias veces.
—Pero no has acudido —dijo él.
—Me parece que la consorte del rey-dios no debería acudir corriendo cada vez que se la solicita.
Treledees frunció el ceño.
—Sin embargo —continuó ella—, por supuesto estaré disponible para el sumo sacerdote si viene a hablar conmigo.
Él la miró, alto y erguido, vestido con los colores del día del rey-dios: azul y cobre.
—No deberías enfrentarte a mí, alteza.
Siri sintió un fugaz arrebato de ansiedad, pero contuvo su pelo antes de que se volviera blanco.
—No me enfrento a ti. Simplemente establezco algunas reglas que tendrían que haber sido comprendidas desde el principio.
Treledees mostró un atisbo de sonrisa.
«¿Sonríe? —pensó ella con sorpresa—. ¿Por qué esa reacción?».
Él se detuvo.
—¿Es eso? —dijo con voz condescendiente—. Sabes muy poco de lo que presumes, alteza.
«¡Maldición! —pensó Siri—. ¿Cómo se me va de las manos tan rápidamente esta conversación?».
—Podría decirte lo mismo, excelencia. —El enorme templo negro del palacio se alzaba sobre ellos, bloques de puro ébano apilados como los juguetes de un niño gigantesco.
—¿Sí? —respondió él, mirándola—. Lo dudo.
Ella tuvo que contener otra punzada de ansiedad. Treledees volvió a sonreír.
«Vaya —pensó Siri—. Es como si me leyera las emociones. Como si pudiera ver…».
Su pelo no había cambiado de color, al menos no de forma discernible. Miró a Treledees, tratando de comprender qué iba mal. Advirtió algo interesante. Alrededor del sumo sacerdote, la hierba parecía más colorida.
«Aliento —pensó ella—. ¡Pues claro que lo tiene! Es uno de los hombres más poderosos del reino».
La gente que poseía mucho aliento veía supuestamente cambios diminutos de color. ¿Podía estar leyendo él reacciones tan leves en su cabello? ¿Por eso se había mostrado siempre tan despectivo? ¿Podía sentir su temor?
Apretó los dientes. En su juventud, Siri había ignorado los ejercicios que hacía Vivenna para tener absoluto control sobre su cabello. Siri era una persona emocional, y la gente podía leer en ella a pesar de su pelo, así que había decidido que no tenía sentido aprender a manipular los Mechones Reales.
No había imaginado una corte de dioses y hombres con el poder de la biocroma. Sus tutores habían sido más inteligentes de lo que Siri quería reconocer. Igual que los sacerdotes. Ahora que lo pensaba, era obvio que Treledees y los demás habrían estudiado los significados de todos los cambios de tono del pelo.
Tenía que recuperar el rumbo de la conversación.
—No olvides, Treledees, que eres tú quien ha venido a verme a mí. Obviamente, tengo algo de poder aquí, si puedo forzar incluso al sumo sacerdote a hacer lo que deseo.
Él la miró con frialdad. Concentrándose, ella mantuvo su cabello de un negro intenso. Negro, de confianza. Lo miró a los ojos y no dejó que el menor cambio de tono afectara a sus mechones.
Él se volvió por fin.
—He oído rumores preocupantes.
—¿Ah, sí?
—Sí. Parece que ya no cumples con el débito conyugal. ¿Estás embarazada?
—No. Tuve la regla hace un par de días. Puedes preguntarle a mis criadas.
—¿Entonces por qué has dejado de intentarlo?
—Pero bueno —repuso ella—. ¿Están decepcionados tus espías por perderse el espectáculo nocturno?
Treledees se ruborizó levemente. La miró, y ella consiguió mantener el pelo perfectamente negro. Ni un leve atisbo de blanco o rojo. Él pareció más inseguro.
—Vosotros, los idrianos —espetó el sacerdote—, vivís en vuestras lejanas montañas, sucios e incultos, pero siempre suponiendo que sois mejores que nosotros. No me juzgues. No nos juzgues. No sabes nada.
—Sé que has estado escuchando en los aposentos del rey-dios.
—No sólo escuchando —repuso Treledees—. Las primeras noches había un espía dentro de los aposentos.
Siri no pudo disimular su sonrojo. Su cabello permaneció negro, pero si Treledees tenía realmente suficiente biocroma para distinguir los cambios sutiles, habría visto una pincelada de rojo.
—Soy consciente del veneno que predican vuestros monjes —prosiguió Treledees, dándose la vuelta—. El odio con que sois adoctrinados. ¿De verdad crees que dejaría a una mujer de Idris presentarse ante el rey-dios sola, sin vigilancia? Tuvimos que asegurarnos de que no pretendías matarlo. Todavía no estamos convencidos.
—Hablas con notable franqueza.
—Dejo en claro algunas cosas que tendría que haber establecido desde el principio. —Se detuvieron a la sombra del enorme palacio—. Aquí no eres importante, no comparada con nuestro rey-dios. Él lo es todo, y tú no eres nada. Igual que el resto de nosotros.
«Si Susebron es tan importante —pensó Siri, mirando a los ojos de Treledees—, ¿entonces por qué planeas matarlo?». Él le sostuvo la mirada. La mujer que Siri era unos pocos meses antes habría bajado la cabeza, pero cuando se sintió débil recordó a Susebron. Treledees estaba orquestando el plan para someter, controlar y al final matar a su propio rey-dios.
Y ella quería saber por qué.
—He dejado de acostarme con el rey-dios a propósito —dijo, manteniendo el cabello oscuro con cierto esfuerzo—. Sabía que llamaría tu atención.
En realidad, ella simplemente había dejado de hacer sus numeritos cada noche. La reacción de Treledees, por fortuna, demostró que los sacerdotes se habían creído sus actuaciones. Bendijo su suerte por eso. Puede que todavía no supieran que podía comunicarse con Susebron. Tenía mucho cuidado de hablar en susurros cada noche, e incluso había empezado a comunicarse por escrito ella misma, para mantener la charada.
—Debes engendrar un heredero —dijo Treledees.
—¿O qué? ¿Por qué estás tan ansioso?
—No es de tu incumbencia. Baste decir que tengo obligaciones que no puedes comprender. Soy súbdito de los dioses y cumplo su voluntad, no la tuya.
—Pues vas a tener que ceder en esa parte si quieres tu heredero.
A Treledees no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Le miró el pelo. Y, de algún modo, ella consiguió que no mostrara ni una leve sombra de inseguridad. La miró a los ojos.
—No puedes matarme, Treledees —le recordó ella—. No si quieres un heredero real. No puedes amedrentarme ni obligarme. Sólo el rey-dios podría hacer eso. Y ya sabemos cómo es.
—No sé a qué te refieres.
—Oh, anda ya, ¿de verdad esperabas que me acostara con él y no descubriera que no tiene lengua? ¿Que es virtualmente un niño? Dudo que pueda hacer sus necesidades sin ayuda de los criados.
Treledees se ruborizó de furia.
«Le preocupa de verdad —advirtió Siri—. O, al menos, recibe los insultos al rey-dios como afrentas personales. Es más devoto de lo que suponía».
Así que probablemente no era un asunto de dinero. Siri sospechaba que ése no era el tipo de hombre que vendía su religión. Fueran cuales fuesen los motivos de lo que sucedía en el palacio, probablemente tenía que ver con convicciones auténticas.
Revelar lo que sabía sobre Susebron era una jugada. Imaginaba que Treledees lo averiguaría de todas formas, y por eso prefería mencionar que sabía que Susebron era un necio con la mente de un niño. Dar un poco de información, pero también despistar con otra. Si ellos asumían que creía que Susebron era tonto, no sospecharían de una conspiración entre su marido y ella.
No obstante, dudaba de estar haciendo lo adecuado. Pero tenía que aprender, o Susebron moriría. Y el único modo de aprender era arriesgarse. No tenía mucho, pero sí una cosa que los sacerdotes querían: su vientre.
Parecía que podría negociar de manera efectiva, pues Treledees contuvo su ira y mantuvo un semblante de calma. Se dio la vuelta y contempló el palacio.
—¿Sabes algo de la historia de este reino? Quiero decir, después de que se marchara tu familia.
Ella frunció el ceño, sorprendida por la pregunta. «Más de lo que probablemente crees», pensó.
—No mucho —dijo.
—Lord Dalapaz nos dejó con un desafío —respondió Treledees—. Nos dio el tesoro de nuestro rey-dios, que ahora posee un aliento biocromático único en la historia. Más de cincuenta mil alientos. Nos dijo que los guardáramos a salvo. Y nos advirtió que no los usáramos.
Siri sintió un leve escalofrío.
—No espero que comprendas lo que hemos hecho —prosiguió el sacerdote—. Pero era necesario.
—¿Necesario mantener a un hombre en cautividad? ¿Privarlo de la capacidad de hablar, convertir en un niño a un hombre adulto? ¡Ni siquiera sabía lo que tenía que hacer con una mujer!
—Fue necesario —dijo Treledees, la mandíbula firme—. Idrianos. Ni siquiera intentáis comprender. He tenido tratos con tu padre durante años, y he encontrado en él el mismo prejuicio ignorante.
«Me está picando», pensó Siri, manteniendo sus emociones bajo control, aunque con gran esfuerzo.
—Creer en Austre en vez de en vuestros dioses vivientes no es ignorancia. Después de todo, sois vosotros los que abandonasteis nuestra fe y seguisteis un camino más fácil.
—Seguimos al dios que vino a protegernos cuando vuestro Austre, un ser invisible y desconocido, nos abandonó al destructor Kalad. Dalapaz retornó a la vida con un propósito concreto: acabar con el conflicto entre los hombres, traer de nuevo la paz a Hallandren. —La miró—. Su nombre es sagrado. Él es quien nos dio vida, Receptáculo. Y sólo nos pidió una cosa: que cuidáramos de su poder. Murió para dárnoslo, pero exigió que lo conserváramos por si tenía que retornar de nuevo y lo necesitaba. No podíamos permitir que se empleara. No podíamos dejar que se profanara. Ni siquiera por nuestro rey-dios.
Guardó silencio.
«¿Entonces cómo le extraéis ese tesoro para transmitirlo?», pensó ella, y tuvo ganas de preguntarlo. ¿Sería revelar demasiado?
Treledees continuó.
—Ahora veo por qué tu padre te envió en lugar de tu hermana. Tendríamos que haber estudiado a todas las hijas, no sólo a la primera. Tú eres más capaz de lo que nos han hecho creer.
Aquella declaración la sorprendió, pero mantuvo el cabello bajo control. Treledees suspiró, apartando la mirada.
—¿Cuáles son tus exigencias? ¿Qué hace falta para que vuelvas a tus… deberes cada noche?
—Mis criadas. Quiero sustituir a mis principales sirvientas por mujeres de Phan Kahl.
—¿Estás descontenta con tus criadas?
—No particularmente. Simplemente pienso que tengo más cosas en común con las mujeres de Pahn Kahl. Ellas, como yo, viven exiliadas de su pueblo. Además, me gusta el color marrón que visten.
—Por supuesto —dijo Treledees, pensando que eran sus prejuicios idrianos los que motivaba aquella petición.
—Las muchachas de Hallandren pueden continuar sirviendo en las funciones que hacían las mujeres de Pahn Kahl —continuó Siri—. No tienen que dejarme por completo: de hecho, sigo queriendo hablar con algunas de ellas. Sin embargo, las mujeres que estarán siempre conmigo serán de Phan Kahl.
—Así se hará —contestó Treledees—. ¿Volverás a tus obligaciones, pues?
—Por ahora. Eso te proporcionará unas semanas más.
Treledees frunció el ceño, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Siri le sonrió, se dio media vuelta y se marchó. Sin embargo, no se sentía satisfecha con el tono que había seguido la conversación. Había conseguido una victoria, pero al precio de enfrentarse todavía más a Treledees.
«Dudo que hubiera acabado por apreciarme, no importa cuánto lo hubiera intentado —decidió, sentándose en su pabellón—. Probablemente es mejor así».
Seguía sin saber qué iba a pasar con Susebron; al menos había confirmado que era posible manipular a los sacerdotes. Eso significaba algo, aunque pisaba terreno peligroso. Volvió a su comida, dispuesta a seguir probando otra ronda de pescado. Se esforzaba en aprender cosas de Hallandren. Esperaba que darle a los Pahn Kahl de Dedos Azules un papel más prominente a su servicio facilitara su huida. Eso esperaba.
Con un suspiro, se llevó un bocado a la boca y continuó probando la comida.