El carruaje se detuvo ante T’Telir, la capital de Hallandren. Siri se asomó a la ventanilla y advirtió algo muy, muy intimidatorio: su pueblo no tenía ni idea de lo que significaba ser ostentoso. Las flores no eran ostentosas. Diez soldados protegiendo un carruaje no eran ostentosos. Tener un arrebato de genio en público no era ostentoso.
El campo cubierto por cuarenta mil soldados, vestidos de brillante azul y oro, formados en filas perfectas, las lanzas alzadas con estandartes azules ondeando al viento… eso sí era ostentoso. La fila doble de jinetes montados en enormes caballos de gruesos cascos, tanto hombres como bestias envueltos en telas doradas que titilaban al sol. Eso sí era ostentoso. La enorme ciudad, tan grande que su mente se aturdía al considerarla, sus cúpulas y torres y paredes pintadas compitiendo para atraer la atención. Eso era ostentoso.
Siri creía estar preparada. El carruaje había atravesado ciudades mientras se dirigían a T’Telir. Había visto las casas pintadas, los colores y pautas brillantes. Se había alojado en posadas con camas mullidas. Había comido alimentos mezclados con especias que la hicieron estornudar.
No estaba preparada para aquella recepción en T’Telir. En absoluto.
«Bendito Señor de los Colores…», pensó.
Sus soldados rodeaban el carruaje, como deseando poder subirse y ocultarse de aquel espectáculo abrumador. T’Telir se alzaba contra la orilla del mar Brillante, un cuerpo de agua grande pero contenido por tierra. Siri podía verlo en la distancia, reflejando la luz del sol, sorprendentemente fiel a su nombre.
Una figura de azul y plata cabalgó hasta el carruaje. Sus ropajes oscuros no eran sencillos, como los que llevaban los monjes allá en Idris. Tenían enormes hombreras terminadas en pico que casi hacían parecer que la ropa pareciera una armadura. Llevaba un tocado similar. Eso, combinado con los brillantes colores y las complejas capas de tejidos, hizo que el pelo de Siri palideciera hasta un intimidado blanco.
La figura hizo una reverencia.
—Lady Sisirinah Real —dijo el hombre con voz grave—. Soy Treledees, sumo sacerdote de Su Majestad Inmortal, Susebron el Grande, Dios Retornado y Rey de Hallandren. Aceptaréis que esta muestra de la guardia de honor os guíe hasta la Corte de los Dioses.
«¿Muestra?», pensó Siri.
El sacerdote no esperó respuesta. Hizo volverse a su caballo y emprendió el camino de regreso a la ciudad. El carruaje rodó tras él, los soldados marchando incómodos alrededor del vehículo. La jungla dio paso a esporádicos grupos de palmeras, y Siri se sorprendió al ver cuánta arena se mezclaba con la tierra. Su visión del paisaje pronto quedó oscurecida por el enorme campo de soldados que permanecían firmes a cada lado del camino.
—¡Austre, Dios de los Colores! —susurró uno de los guardias de Siri—. ¡Son sinvidas!
El pelo de la muchacha, que había empezado a volverse castaño, se convirtió de nuevo en blanco temeroso. El guardia tenía razón. Bajo sus coloridos uniformes, los soldados de Hallandren eran gris oscuro. Sus ojos, su piel, incluso su cabello: todo estaba completamente vacío de color, dejando atrás sólo un monocromo.
«¡No pueden ser sinvidas! —pensó ella—. ¡Parecen hombres!».
Los había imaginado como criaturas esqueléticas, la sangre podrida y desgajada de los huesos. Eran, después de todo, hombres que habían muerto y luego habían sido devueltos a la vida como soldados sin mente. Pero aquéllos parecían humanos. No había nada que los distinguiera excepto la falta de color y sus expresiones embotadas. Eso, y el hecho de que permanecían quietos. No rezongaban, no respiraban, no había ningún temblor de músculos o miembros. Incluso sus ojos estaban inmóviles. Parecían estatuas, sobre todo debido a su piel gris.
«Y… y ¿yo voy a casarme con una de estas cosas?», pensó Siri. Pero no, los Retornados eran diferentes a los sin vida, y ambos eran distintos a los apagados, que eran la gente que había perdido su aliento. Apenas podía recordar vagamente una época en que alguien de su aldea hubiera retornado. Fue hacía casi diez años, y su padre no la dejó visitar al hombre. Recordaba que pudo hablar e interactuar con su familia, aunque no fue capaz de acordarse de ellos.
Volvió a morir una semana más tarde.
El carruaje dejó por fin atrás las filas de sinvidas. Las murallas de la ciudad estaban ya próximas: eran inmensas y sobrecogedoras, aunque parecían más artísticas que funcionales. La parte superior de la muralla se curvaba en enormes semicírculos, como colinas, y el borde estaba recubierto de metal dorado. Las puertas mismas tenían la forma de dos retorcidas y esbeltas criaturas marinas que se alzaban en un enorme arco. Siri las atravesó, y la guardia de jinetes de Hallandren, que parecían hombres vivos, la acompañó.
Siempre había pensado que Hallandren era un lugar de muerte. Sus impresiones se basaban en las historias que contaban los buhoneros de paso o las viejas al calor del fuego en invierno. Hablaban de murallas construidas con cráneos y pintadas luego con zafias y feas vetas de color. Se había imaginado que los edificios del interior estarían salpicados con diferentes tonos enfrentados. Obscenos.
Se equivocaba. Cierto, había arrogancia en T’Telir. Cada nueva maravilla parecía querer llamar su atención y atenazarla por los ojos. Había gente flanqueando la calle, más gente de la que Siri había visto en toda su vida, agrupándose para ver el carruaje. Si había pobres entre ellos, Siri no pudo notarlo, pues todos vestían de brillantes colores. Algunos tenían atuendos más exagerados (probablemente comerciantes, ya que se decía que Halladren no tenía nobles aparte de sus dioses), pero incluso la más simple de las vestimentas refulgía.
Muchos de los edificios pintados contrastaban, en efecto, pero ninguno era zafio. Había una sensación de arte y armonía en las fachadas, en la gente, en las estatuas de soldados poderosos que adornaban muchas esquinas. Era abrumador. Chillón. Una algarabía chillona y entusiasta. Siri sonrió sin darse cuenta, y su pelo se volvió de un rubio vacilante, aunque sintió que se acercaba un dolor de cabeza.
«Tal vez… tal vez por eso me envió mi padre —pensó—. Con formación o sin ella, Vivenna nunca habría encajado aquí. Pero a mí siempre me ha interesado mucho el color».
Su padre era un buen rey con buenos instintos. ¿Y si, después de veinte años de criar y educar a Vivenna, había llegado a la conclusión de que no era la adecuada para ayudar a Idris? ¿Y si, por primera vez en sus vidas, su padre había elegido a Siri por encima de Vivenna?
«Pero si fuera así, ¿qué se supone que tengo que hacer?». Sabía que su pueblo temía que Hallandren invadiera Idris, pero no creía que su padre hubiese enviado a una de sus hijas si creía que la guerra era inminente. ¿Esperaba tal vez que ella pudiera aliviar las tensiones entre los reinos?
Esa posibilidad aumentaba su ansiedad. El deber era algo que le resultaba desconocido, y un poco inquietante. Su padre le confiaba el destino y las vidas de su pueblo. No podía correr, escapar, ni esconderse.
Sobre todo de su propia boda.
Mientras su pelo se teñía de blanco por el temor ante lo que le esperaba, desvió de nuevo su atención hacia la ciudad. No era difícil que la atrajera. Era enorme, y se extendía como una bestia cansada enroscada sobre las colinas. Cuando el carruaje subió al sector sur de la ciudad, Siri pudo ver, entre los edificios, que el mar Brillante se detenía en una bahía. T’Telir se curvaba alrededor de la bahía, acercándose al agua, formando una media luna. La muralla, entonces, sólo era un semicírculo que desembocaba en el mar, manteniendo a la ciudad encajonada.
No parecía abarrotada. Había mucho espacio al descubierto en la ciudad: paseos y jardines, extensos terrenos no utilizados. Había palmeras flanqueando muchas de las calles y otro tipo de follaje era común. Además, con la fría brisa que llegaba del mar, el aire era mucho más templado de lo que había esperado. La carretera llevaba hasta un mirador dentro de la ciudad, una pequeña planicie que ofrecía un excelente panorama. Excepto que toda la planicie estaba rodeada por una gran muralla. Siri vio con aprensión cómo las puertas de esta pequeña ciudad dentro de la ciudad se abrían para permitir el paso al carruaje, los soldados y sacerdotes.
La gente corriente se quedó fuera.
Había otra muralla dentro, una barrera para impedir que nadie viera a través de la puerta. La procesión giró a la izquierda y rodeó el muro, hasta entrar en la Corte de los Dioses de Hallandren: un patio cerrado, cubierto de hierba. Docenas de enormes mansiones rodeaban el lugar, cada una pintada de un color distintivo. Al fondo del patio había una gigantesca estructura negra, mucho más alta que los otros edificios.
El patio amurallado estaba tranquilo y silencioso. Siri pudo ver figuras sentadas en los balcones, contemplando su carruaje. Delante de cada palacio había un grupo de hombres y mujeres postrados sobre la hierba. El color de sus ropas era igual que el de su edificio, pero Siri tuvo poco tiempo para observarlos. En cambio, miró nerviosa la enorme estructura negra. Era piramidal, formada por gigantescos bloques en forma de peldaños.
«Negro —pensó—. En una ciudad de color». Su cabello palideció aún más. De repente deseó ser más devota. Dudaba que Austre estuviera muy contento con sus estallidos, y la mayoría de los días incluso tenía problemas para nombrar las Cinco Visiones. Pero él cuidaría por el bien de su pueblo, ¿no?
La procesión se detuvo ante la base del enorme edificio triangular. Siri se asomó a la ventanilla y vio los recodos y salientes de la cima, que hacía que la arquitectura pareciera cargada en lo más alto. Le pareció que los bloques oscuros iban a caer en avalancha para enterrarla. El sacerdote se acercó a caballo. Los jinetes esperaron en silencio: el piafar de sus bestias era el único sonido en el enorme patio abierto.
—Hemos llegado, Receptáculo —dijo el hombre—. En cuanto entremos en el edificio, serás preparada y llevada ante tu esposo.
—¿Esposo? —preguntó Siri, incómoda—. ¿No habrá una ceremonia nupcial?
El sacerdote sonrió.
—El rey-dios no necesita justificaciones ceremoniales. Te convertiste en su esposa en el momento en que lo deseó.
Siri se estremeció.
—Esperaba verle antes de, ya sabes…
El sacerdote le dirigió una dura mirada.
—El rey-dios no actúa para tu capricho, mujer. Estás bendita por encima de todas las demás, pues se te permitirá tocarlo… aunque sólo a su discreción. No pretendas que eres otra cosa que lo que eres. De lo contrario, serás apartada y se elegirá a otra en tu lugar. Cosa que, creo, podría resultar desfavorable para tus amigos rebeldes de las Tierras Altas.
El sacerdote hizo volverse a su caballo y subió por una gran rampa de piedra que conducía al edificio. El carruaje se puso en marcha, y Siri avanzó hacia su destino.