Una semana viviendo en las calles sirvió para alterar drásticamente la perspectiva que Vivenna tenía sobre la vida.
Vendió su pelo al segundo día por una insignificante suma de dinero. La comida que compró ni siquiera le llenó el estómago, y no tuvo fuerzas para volver a hacer crecer sus mechones. El corte de pelo ni siquiera tuvo la dignidad de estar bien hecho: era un trabajo a base de trasquilones, y el cabello restante habría seguido siendo blanco, de no ser porque estaba opaco y ennegrecido por la suciedad y el hollín.
Había pensado en vender su aliento, pero ni siquiera sabía adonde ir ni cómo abordar el asunto. Además, tenía la sensación de que Denth estaría vigilando en los sitios donde pudiera hacerlo. Aparte de eso, no tenía ni idea de cómo sacar los alientos de su chal, ahora que los había metido allí dentro.
Tenía que permanecer en secreto, invisible. No podía llamar la atención.
Se hallaba sentada en la acera, tendiendo la mano a los peatones, la cabeza gacha. No recibió ninguna limosna. Ignoraba cómo lo hacían los otros mendigos, pero sus exiguas ganancias parecían un tesoro sorprendente. Sabían algo que ella no sabía: cómo sentarse, cómo suplicar. Los transeúntes aprendían a evitar a los mendigos, incluso con los ojos. Los mendigos de éxito, pues, eran aquellos que conseguían atraer la atención.
Vivenna no estaba segura de querer llamar la atención. Aunque la creciente hambre había acabado por empujarla hacia las calles concurridas, temía que Denth o Vasher pudieran encontrarla.
Cuanta más hambre tenía, menos le preocupaba todo lo demás. Comer era un problema acuciante. Denth o Vasher eran un problema para después.
La riada de gente con sus vestidos de colores continuaba pasando. Vivenna los miraba sin fijarse en sus caras o cuerpos. Sólo veía colores. Como una rueda, cada uno mostraba un tono diferente. «Denth no me encontrará aquí —pensó—. No verá a la princesa en la mendiga callejera».
El estómago le gruñó. Estaba aprendiendo a ignorarlo. Igual que la gente la ignoraba a ella. No se consideraba una auténtica mendiga o una hija de la calle, apenas llevaba una semana en esa situación. Pero sí estaba aprendiendo a imitarlas, y su mente se sentía aturdida últimamente. Desde que se había deshecho de su aliento.
Acercó el chal. Lo llevaba siempre consigo.
Apenas podía creer todavía lo que habían hecho Denth y los demás. Tenía buenos recuerdos de sus bromas. No podía conectar aquello con lo que había visto en el sótano. De hecho, en ocasiones se levantaba para buscarlos. Sin duda todo se trataba de una alucinación. Sin duda no podían ser hombres tan terribles.
«Eso es una tontería —pensó—. Tengo que concentrarme. ¿Por qué mi mente ya no funciona bien?».
¿Concentrarse en qué? No había mucho en lo que pensar. No podía volver con Denth y Parlin estaba muerto. Las autoridades de la ciudad no serían de ninguna ayuda, todo lo contrario, visto los rumores acerca de la princesa idriana que estaba causando tantos problemas. La arrestarían sin vacilar. Si había más agentes de su padre en la ciudad, no tenía ni idea de cómo localizarlos sin exponerse a Denth. Además, había buenas posibilidades de que éste hubiera encontrado a esos agentes y los hubiera matado. Había sido muy listo al mantenerla cautiva, eliminando en silencio a aquellos que podrían haberla llevado a lugar seguro. ¿Qué pensaba su padre? Seguramente la suponía perdida; todos los hombres que había enviado a recuperarla habían desaparecido misteriosamente, y Hallandren estaba cada vez más cerca de declarar la guerra.
Eran preocupaciones lejanas. Lo primero era su estómago, que gruñía. Había comedores de caridad en la ciudad, pero en el primero al que acudió divisó a Tonk Fah apoyado en una puerta al otro lado de la calle. Vivenna se dio media vuelta y se marchó rápidamente, rogando que no la hubiera visto. Por el mismo motivo, no se atrevía a abandonar la ciudad. Denth seguro que había apostado hombres en las salidas. Además, ¿dónde podría ir? No tenía suministros para un viaje de regreso a Idris.
Tal vez podría marcharse si conseguía ahorrar suficiente dinero. Eso era difícil, casi imposible. Cada vez que conseguía una moneda, se la gastaba en comida. No podía evitarlo. Nada más parecía importar.
Ya había perdido peso. Su estómago volvió a gruñir.
Así que permaneció allí sentada, sudorosa y sucia, a la sombra. Seguía vistiendo sólo su ropa interior y el largo chal, aunque todo estaba tan sucio que era difícil decir dónde terminaba la ropa y empezaba la piel. Su antigua y arrogante negativa a vestir atuendos elegantes parecía ahora ridícula.
Sacudió la cabeza, tratando de despejarse. Una semana en la calle parecía una eternidad; sin embargo, sabía que sólo había empezado a experimentar la vida de los pobres. ¿Cómo sobrevivían, durmiendo en callejones, mojados por la lluvia cada día, alarmados ante cada sonido, tan famélicos que se sentían tentados de coger y comer la basura podrida que encontraban en los rincones? Vivenna lo había intentado. Incluso había conseguido comer algo.
Era lo único que había comido en dos días.
Alguien se detuvo a su lado. Ella alzó la cabeza, ansiosa, la mano tendida, hasta que vio los colores que vestía el hombre. Amarillo y azul. La guardia de la ciudad. Agarró el chal, arrebujándose en él. Era una tontería, pues nadie sabía que contenía los alientos, pero fue un movimiento reflejo. El chal era lo único que poseía y, por poquita cosa que fuera, varios bribones callejeros habían intentado robárselo ya mientras dormía.
El guardia no intentó coger el chal. Tan sólo le dio a ella un golpe con la porra.
—Anda —dijo—, muévete. No se puede mendigar en esta esquina.
No dio explicaciones. Nunca las daban. Al parecer había reglas sobre dónde podían sentarse los mendigos y dónde no, pero nadie se molestaba en darles explicaciones. Las leyes eran cosa de los señores y los dioses, no de la clase baja.
«Ya empiezo a pensar en los señores como si fueran de otra especie», se dijo con ironía.
Se puso en pie y sintió un momento de náusea y mareo. Se apoyó contra la pared del edificio y el guardia volvió a golpearla, para que se moviera.
Ella agachó la cabeza y se internó entre la multitud, aunque la mayoría se apartaban. Era irónico que le dejaran espacio ahora que no le importaba. No quería pensar en cómo olía, aunque más que el olor, era el miedo a que les robaran lo que mantenía a los peatones a distancia. No tendrían que haberse preocupado: Vivenna no tenía habilidad para cortar bolsas o sisar bolsillos, y no podía permitirse que la capturaran intentándolo.
Había dejado de preocuparse por la moralidad de robar hacía días. Antes de cambiar los callejones de los suburbios por las calles, no era tan ingenua como para creer que no robaría si le negaban comida, aunque suponía que tardaría bastante en llegar a ese estado.
Se despegó de la multitud y regresó a los suburbios idrianos. Allí la aceptaban un poco. Al menos la consideraban una de ellos. Nadie sabía que era la princesa: después de aquel primer hombre, nadie la había reconocido. Sin embargo, su acento le había ganado un sitio.
Empezó a buscar un lugar para pasar la noche. Era uno de los motivos por los que había decidido no seguir mendigando. Estaba muy cansada y quería un buen sitio para dormir. No había mucha diferencia entre los diversos callejones, pero algunos eran más seguros, más cálidos u ofrecían mejor reparo de la lluvia que otros. Estaba aprendiendo estas cosas, además de a quién evitar enfadar.
En su caso, este grupo incluía casi a todo el mundo, incluyendo a los pillastres callejeros. Todos estaban por encima de ella en el orden establecido. Lo había aprendido el segundo día, tras conseguir unas monedas a cambio de unos mechones de su pelo, con la intención de tener una oportunidad de dejar la ciudad. Ignoraba cómo los pillastres habían descubierto que tenía dinero, pero recibió la primera paliza ese día.
Su callejón favorito estaba ocupado por un grupo de hombres de expresiones sombrías, haciendo algo obviamente ilegal. Vivenna se alejó en dirección a su segundo callejón favorito. Estaba ocupado por una banda de pillastres callejeros, los que le habían dado la paliza antes. Se marchó a toda prisa también.
El tercer callejón estaba vacío. Se hallaba junto a un edificio con una panadería. Los hornos no habían sido encendidos aún para el trabajo de la noche, pero proporcionarían algo de calor a través de las paredes al amanecer.
Se tendió con la espalda apoyada contra los ladrillos y se arrebujó en su chal. A pesar de la falta de almohada o mantas, se quedó dormida en un instante.