Vivenna se despertó dolorida, cansada y aterrorizada. Trató de incorporarse, pero estaba maniatada. Sólo consiguió rodar hasta una posición aún más incómoda.
Se hallaba en una habitación oscura, amordazada, la cara apretada contra un suelo de madera. Todavía llevaba puesta la falda, un caro artículo extranjero de los que se quejaba Denth. Tenía las manos atadas a la espalda.
Había alguien en la habitación. Alguien con mucho aliento. Podía sentirlo. Se retorció hasta quedar de espaldas, en una postura incómoda. Atisbo una silueta recortada contra el cielo estrellado, de pie en un balcón a poca distancia.
Era él.
Se volvió hacia ella, la cara en sombras en aquella oscura habitación, y Vivenna empezó a rebullirse de pánico. ¿Qué se proponía hacerle ese hombre? En su mente destellaron un puñado de horribles posibilidades.
Él caminó hacia ella, sus pies resonando en el suelo y haciendo temblar la madera. Se arrodilló, la cogió por los pelos y le hizo alzar la cabeza.
—Todavía no he decidido si matarte o no, princesa —dijo—. Si yo fuera tú, evitaría hacer nada que me moleste.
Su voz era grave, profunda, y tenía un acento que Vivenna no pudo ubicar. Se quedó inmóvil, temblando, el pelo blanqueado. El hombre parecía estar estudiándola, el fulgor de las estrellas reflejado en sus ojos.
Ella gimió, amordazada, mientras él encendía un farol y cerraba las puertas del balcón. De su cinto, el desconocido sacó un gran cuchillo de caza. Vivenna sintió una punzada de temor, pero él simplemente se acercó y le cortó las ligaduras de las manos.
Luego lanzó el cuchillo y el arma resonó al clavarse en la madera de la pared del fondo. Trajo algo de la cama. Su gran espada de negra empuñadura.
Vivenna retrocedió, las manos libres, y se quitó la mordaza con intención de gritar. Él la apuntó con la espada envainada, deteniéndola.
—Permanecerás en silencio —ordenó bruscamente.
Ella se acurrucó en el rincón. «¿Cómo me está sucediendo esto?», pensó. ¿Por qué no había regresado a Idris hacía tiempo? Se había sentido profundamente inquieta cuando Denth mató a los rufianes del restaurante. Tendría que haber sabido entonces que estaba tratando con personas y situaciones muy peligrosas.
Había sido una necia arrogante al pensar que podía desenvolverse a sus anchas en aquella ciudad. Aquella ciudad monstruosa, abrumadora, terrible. Ella no era nada. Apenas una campesina venida de fuera. ¿Por qué había decidido implicarse en la política y los planes de aquella gente?
Vasher dio un paso al frente. Soltó el cierre de aquella negra espada, y Vivenna sintió náuseas. Un fino hilillo de humo negro empezó a brotar de la hoja.
Vasher se acercó, recortado por la luz del farol, arrastrando por el suelo la punta envainada de la espada. Entonces arrojó la espada ante Vivenna.
—Cógela —dijo.
Ella alzó la cabeza, un poco menos tensa, pero todavía acurrucada en el rincón. Notó las lágrimas en sus mejillas.
—Coge la espada, princesa.
Ella no tenía ninguna formación con las armas, pero tal vez… Echó mano a la espada, pero sintió que la náusea se volvía aún más fuerte. Gimió, la mano temblando mientras se dirigía a la extraña hoja negra.
Se retiró.
—¡Cógela! —gritó Vasher.
Ella obedeció con un grito ahogado de desesperación. Agarró el arma, sintiendo una náusea terrible. Sin darse cuenta, empezó a arrancarse la mordaza con dedos desesperados.
«Hola —dijo una voz en su cabeza—. ¿Te apetece matar a alguien hoy?».
Vivenna soltó la horrible espada y cayó de rodillas, para vomitar en el suelo. No había mucho en su estómago, pero no pudo contenerlo. Cuando terminó, se apartó a rastras y se acurrucó de nuevo contra la pared, la boca goteando bilis, sintiéndose demasiado mareada para gritar pidiendo ayuda o incluso limpiarse la cara.
Lloraba de nuevo. Ésa parecía la menor de sus humillaciones. A través de ojos nublados, vio cómo Vasher se ponía en pie. Entonces el hombre gruñó, como sorprendido, y recogió la espada. Echó el cierre de la vaina, enfundando el arma de nuevo, y luego arrojó una toalla sobre el vómito.
—Estamos en uno de los suburbios —dijo—. Puedes gritar si quieres, pero nadie hará nada. Excepto yo. Me enfadaré. —La miró—. Te lo advierto. No soy conocido por mi habilidad para controlar mi temperamento.
Vivenna se estremeció, todavía sintiendo retortijones de náusea. Aquel hombre tenía aún más aliento que ella. Sin embargo, cuando la secuestró, ella no había percibido a nadie en la habitación. ¿Cómo lo había escondido?
¿Y qué era aquella voz en su cabeza?
Parecían tonterías para distraerla, considerando su situación actual. Sin embargo, eso le impidió pensar qué podía hacerle aquel hombre. Qué…
Él se le acercó de nuevo y le quitó la mordaza con expresión sombría. Ella gritó por fin, tratando de alejarse, y él maldijo, le puso un pie en la espalda y la apretujó contra el suelo. Le ató de nuevo las manos antes de colocarle la mordaza. Ella gritó, la voz ahogada mientras la colocaba de espaldas. El hombre la cargó sobre su hombro y la sacó de la habitación.
—Malditos suburbios —murmuró—. Todo el mundo es demasiado pobre para permitirse sótanos.
La sentó contra la puerta de una segunda habitación mucho más pequeña y le ató las manos al pomo. Se retiró y la miró, claramente insatisfecho. Entonces se arrodilló a su lado, el rostro sin afeitar cercano al suyo, el aliento apestoso.
—Tengo trabajo que hacer —dijo—. Trabajo que tú me has obligado a hacer. No escaparás. Si lo haces, te encontraré y te mataré. ¿Entendido?
Ella asintió débilmente.
Vio cómo recogía su espada de la otra habitación, y luego bajaba rápidamente las escaleras. Cerró de golpe la puerta de abajo y echó la llave, dejándola sola e indefensa.
* * *
Una hora más tarde, Vivenna ya no tenía fuerzas para llorar. Yacía con las manos atadas a la puerta. Aún conservaba esperanzas de que los demás la encontraran. Denth, Tonk Fah, Joyas. Eran expertos. Podrían salvarla.
No acudió ningún rescate. Adormilada, mareada y enferma como se sentía, se dio cuenta de algo. Aquel hombre, Vasher, era alguien a quien incluso Denth temía. Vasher había matado a uno de sus amigos unos meses antes. Era al menos tan hábil como eran ellos.
«¿Cómo han acabado todos aquí? —pensó, las muñecas despellejadas por el roce—. Parece una coincidencia muy improbable». Tal vez Vasher había seguido a Denth a la ciudad y cumplía alguna especie de retorcida rivalidad maquinando contra ellos.
«Me encontrarán y me salvarán».
Pero sabía que no lo harían, no si Vasher era tan peligroso como decían. Sabría cómo ocultarse de Denth. Si Vivenna iba a escapar, tendría que hacerlo ella sola. La idea la aterrorizaba. Extrañamente, sin embargo, los recuerdos de sus enseñanzas regresaron.
«En caso de que te secuestren no todo está perdido —la había instruido uno de sus tutores—. Hay cosas que toda princesa debería saber». Vivenna había empezado a pensar que sus clases habían sido inútiles. Ahora se sorprendió recordando sesiones que se relacionaban directamente con su situación.
«Si una persona te secuestra, tu mejor momento para escapar será al principio, cuando todavía seas fuerte. Te dejarán sin comer y te darán palizas para que estés demasiado débil para huir. No esperes que te rescaten, aunque tus amigos sin duda intentarán ayudarte. Nunca esperes que paguen un rescate por ti. La mayoría de los secuestros terminan en muerte».
«Lo mejor que puedes hacer por tu país es tratar de escapar. Si no tienes éxito, entonces tal vez tu captor te mate. Eso es preferible a lo que quizá tengas que soportar como cautiva. Además, si mueres, los secuestradores ya no tendrán un rehén».
Era una lección dura, pero muchas de sus lecciones habían sido así. Era mejor morir que ser cautiva y utilizada contra Idris. Los hallandrenses podrían intentar utilizarla contra su país cuando estuviera allí como reina. En ese caso, le habían dicho que su padre podría verse obligado a ordenar su asesinato.
Ése era un problema del que ya no tenía que preocuparse. Sin embargo, el consejo referido al secuestro parecía útil. La asustaba, la hacía querer esconderse en un rincón y simplemente dejar correr el tiempo esperando que Vasher encontrara un motivo para dejarla marchar. Pero cuanto más lo pensaba, más sabía que tenía que ser fuerte.
Vasher había sido extremadamente duro con ella. Quería asustarla para que no intentara escapar. Había maldecido no tener sótano, pues eso habría sido un buen lugar donde ocultarla. Cuando regresara, probablemente la trasladaría a un lugar más seguro. Sus tutores tenían razón. Su única posibilidad de escapar era ahora.
Tenía las manos fuertemente atadas. Había intentado liberarlas varias veces ya. Vasher sabía hacer nudos. Vivenna se debatió y gimió de dolor. La sangre empezó a correrle por las muñecas, pero ni siquiera esa cualidad resbaladiza fue suficiente para liberarle las manos. Empezó a llorar de nuevo, no de temor, sino de dolor y frustración.
No podía zafarse. Pero… ¿quizá podría hacer que la cuerdas se desataran solas?
«¿Por qué no dejé que Denth me entrenara con el aliento?», se reprochó.
Su tozuda rectitud le parecía ahora incluso más ridícula. Pues claro que era mejor utilizar el aliento que dejarse matar, o algo peor, a manos de Vasher. Creyó comprender a Lemex y su deseo de reunir suficiente biocroma para extender su vida. Trató de pronunciar algunas órdenes a través de la mordaza.
Fue inútil. Incluso ella sabía que las órdenes tenían que ser pronunciadas con claridad. Empezó a menear la barbilla, empujando la mordaza con la lengua. No parecía tan tensa como las ligaduras de sus muñecas. Además, estaba mojada por las lágrimas y la saliva. Insistió, moviendo los labios y los dientes. Se sorprendió cuando finalmente la aflojó bajo la barbilla.
Se lamió los labios, moviendo la mandíbula lastimada. «¿Y ahora qué?», pensó. Su aprensión aumentaba. Ahora sí que tenía que liberarse. Si Vasher regresaba y veía que había conseguido quitarse la mordaza, nunca le permitiría una oportunidad igual. Podía castigarla por desobedecerlo.
—Cuerdas —dijo—. ¡Desataos!
No sucedió nada.
Apretó los dientes, tratando de recordar las órdenes que le había enseñado Denth. «Sujetad y protegedme». Ninguna parecía útil en su situación. Desde luego no quería que las cuerdas le sujetaran las muñecas con más fuerza. No obstante, Denth había dicho algo más. Algo sobre imaginar lo que querías. Lo intentó, visualizando las cuerdas desatarse solas.
—Desataos —repitió.
Y, una vez más, no sucedió nada.
Echó atrás la cabeza, llena de frustración. El despertar parecía un arte impreciso, lo cual era extraño, considerando el número de reglas y restricciones que parecía tener. O tal vez sólo le parecía impreciso a ella porque era muy complicado.
Cerró los ojos. «Tengo que conseguirlo —pensó—. Debo descubrir cómo funciona. Si no lo hago, me matarán».
Abrió los ojos, concentrándose en sus ataduras. Las imaginó de nuevo desatándose, pero de algún modo algo le parecía mal. Era como una niña sentada y mirando una hoja, tratando de que se moviera sólo concentrándose en ella.
No era así como funcionaban sus sentidos recién hallados. Eran parte de ella. Así que, en vez de concentrarse, se relajó, dejando que su mente inconsciente hiciera el trabajo. Un poco como hacía cuando cambiaba el color de su cabello.
—Desataos —ordenó al cabo.
El aliento fluyó de ella. Fue como si estallaran burbujas bajo el agua, exhalar una parte de sí misma y sentir que fluía hacia otra cosa. Esa otra cosa se convirtió en parte de ella, un miembro incorpóreo que sólo podía controlar levemente. Era más bien una sensación de la cuerda que la capacidad para moverla. Mientras el aliento la abandonaba, pudo sentir los colores del mundo atenuándose, el viento más difícil de oír, la vida de la ciudad un poco más lejana. Las cuerdas alrededor de sus manos se sacudieron, quemándole las muñecas.
Entonces las cuerdas se desataron y cayeron al suelo. Sus brazos quedaron libres y ella se sentó, mirándose las muñecas, sorprendida.
«Austre, Señor de los Colores, lo he logrado», pensó. No sabía si sentirse impresionada o avergonzada.
Fuera como fuese, sabía que tenía que huir. Se desató los tobillos, y luego se puso en pie, advirtiendo que una sección de la puerta de madera había perdido el color alrededor de sus manos. Vaciló un instante, luego cogió la cuerda y corrió escaleras abajo. Descorrió el cerrojo y se asomó a la calle. Estaba oscuro y pudo ver poco.
Inspirando profundamente, salió a la noche.
* * *
Caminó sin rumbo durante un rato, intentando distanciarse del cubil de Vasher. Sabía que debía buscar un sitio donde esconderse, pero tenía miedo. Llamaba la atención con su hermoso vestido y quien la viera la recordaría. Su única esperanza real era salir de los suburbios y llegar a la ciudad propiamente dicha, donde podría encontrar el modo de reunirse con Denth y los demás.
Llevaba la cuerda guardada en la faltriquera del vestido, oculta detrás del pliegue de tejido en el costado. Se había acostumbrado tanto a tener cierta cantidad de aliento que sentir la falta de una fracción, aunque fuera tan pequeña como la que contenía la cuerda, le parecía mal. Los despertadores podían recuperar el aliento que invertían en los objetos: se lo habían dicho. Pero no conocía las órdenes para hacerlo. Así que se llevó la cuerda, esperando que Denth pudiera ayudarla a recobrar su aliento.
Mantuvo el paso vivo, la cabeza gacha, tratando de buscar una prenda abandonada en la que pudiera envolverse para ocultar el vestido. Por fortuna, parecía que era tarde, incluso para la mayoría de los rufianes. De vez en cuando veía figuras en sombras en las aceras, y le costaba mantener la calma mientras pasaba junto a ellas.
«¡Si al menos fuera de día!», pensó. Las primeras luces del alba ya asomaban, pero seguía lo bastante oscuro para que no supiera en qué dirección iba. Los suburbios eran tan retorcidos que le parecía caminar en círculos. Los edificios se alzaban a su alrededor, bloqueando el cielo. Esa zona había sido antaño mucho más rica: las fachadas tenían grabados gastados y colores deslucidos. En una plaza había una vieja estatua rota de un hombre a caballo, quizá parte de una fuente o…
Vivenna se detuvo. Una estatua rota de un jinete. ¿Por qué eso le resultaba familiar?
«Las direcciones de Denth —recordó—. Cuando le explicó a Parlin cómo llegar al escondrijo seguro desde el restaurante». Recordaba aquella conversación semanas atrás. Le preocupaba que Parlin se perdiera.
Por primera vez en horas, experimentó una leve esperanza. Las direcciones eran sencillas. ¿Podría recordarlas? Se puso en marcha, caminando vacilante, en parte sólo por instinto. Después de unos minutos, se dio cuenta de que la oscura calle parecía familiar. No había farolas en los suburbios, pero la luz del amanecer era suficiente.
Se dio la vuelta y, en efecto, vio frente a ella el escondrijo, entre dos edificios más grandes. «¡Bendito Austre!», pensó con alivio. Cruzó rápidamente la calle y entró en el edificio. La habitación principal estaba vacía. Corrió a abrir la puerta del sótano, buscando un sitio para esconderse.
Fue palpando con los dedos y, en efecto, encontró un farol con yesca y pedernal junto a la escalera. Cerró la puerta, que le resultó más recia de lo que había pensado. Eso la tranquilizó, aunque no podía cerrarla desde su lado. La dejó sin echar el cerrojo y se agachó para encender el farol.
Varios peldaños gastados y rotos conducían al sótano. Vaciló, recordando que Denth la había advertido sobre los escalones. Los bajó con cuidado, sintiéndolos crujir bajo su peso. Consiguió llegar hasta el final. Una vez abajo, arrugó la nariz ante el rancio olor. Los cuerpos de varias pequeñas piezas de caza colgaban de la pared: alguien había estado allí recientemente, lo cual era buena señal.
Rodeó las escaleras. El sótano estaba bajo la planta del piso de arriba. Descansaría allí unas horas, y si Denth no llegaba se aventuraría a salir. Entonces…
Se detuvo de pronto, el farol oscilando en su mano. Su haz inestable iluminó una figura sentada ante ella, la cabeza gacha, la cara en sombras. Tenía los brazos atados a la espalda y los tobillos amarrados a las patas de la silla.
—¿Parlin? —preguntó Vivenna, sorprendida, y corrió a su lado. Soltó el farol y se detuvo. Había sangre en el suelo—. ¡Parlin! —gritó, alzándole la cabeza.
Los ojos del muchacho miraban hacia arriba, sin ver, la cara arañada y ensangrentada. El sentido de la vida de Vivenna no podía captarlo. Sus ojos estaban muertos.
La mano de Vivenna empezó a temblar. Retrocedió, horrorizada.
—Oh, Colores —murmuró—. Colores, Colores, Colores…
Una mano cayó sobre su hombro. Ella gritó y se dio la vuelta. Una figura grande se alzaba medio oculta bajo la escalera.
—Hola, princesa —dijo Tonk Fah. Sonrió.
Vivenna retrocedió y casi estuvo a punto de chocar con el cadáver de Parlin. Empezó a jadear, la mano en el pecho. Sólo entonces advirtió los cadáveres en las paredes.
No eran piezas de caza. Lo que había confundido con un faisán a la tenue luz del farol se reflejaba ahora en verde oscuro. Un loro muerto. Un mono colgaba al lado, el cuerpo abierto en canal. El cadáver más reciente era el de un gran lagarto. Todos habían sido torturados.
—Oh, Austre —murmuró.
Tonk Fah dio un paso adelante, intentando agarrarla, pero Vivenna lo esquivó. Rodeó al hombretón y corrió hacia las escaleras, pero chocó contra el pecho de alguien.
Alzó la cabeza, parpadeando.
—¿Sabes qué es lo que más odio de ser un mercenario, princesa? —preguntó Denth tranquilamente, agarrándola por el brazo—. No poder salirse de los tópicos. Todo el mundo da por sentado que no pueden fiarse de ti. Y resulta que es verdad que no pueden.
—Hacemos lo que nos pagan por hacer —dijo Tonk Fah, colocándose tras ella.
—No es exactamente el trabajo más deseable —comentó Denth, sujetándola con fuerza—. Pero el dinero es bueno. Esperaba que no tuviéramos que hacer esto. Todo iba muy bien. ¿Por qué huiste? ¿Qué te dio la alarma?
La empujó con cuidado, mientras Joyas y Clod bajaban las escaleras. Los peldaños crujieron bajo su peso.
—Me habéis mentido todo el tiempo —susurró Vivenna, las lágrimas en sus mejillas, el corazón palpitando mientras trataba de aceptar su nueva situación—. ¿Por qué?
—El secuestro es un trabajo duro —dijo él.
—Terrible —añadió Tonk Fah.
—Es mejor si tu objetivo ni siquiera sabe que ha sido secuestrado.
«Nunca me quitaban el ojo de encima —recordó ella—. Siempre cerca».
—Lemex…
—No hizo lo que necesitábamos que hiciera —dijo Denth—. El veneno fue una muerte demasiado buena para él. Tendrías que haberte dado cuenta, princesa. Con tanto aliento como tenía…
«No murió de ninguna enfermedad —comprendió ella—. ¡Austre! —Tenía la mente embotada. Miró a Parlin—. Está muerto. Parlin está muerto. Lo han matado».
—No lo mires —dijo Denth, volviendo su cabeza para que no viera el cadáver—. Eso fue un accidente. Escúchame, princesa: no te pasará nada. No te haremos daño. Sólo dinos por qué escapaste. Parlin insistió en que no sabía dónde habías ido, aunque sabíamos que habló contigo en las escaleras justo antes de que desaparecieras. ¿De verdad te fuiste sin decírselo? ¿Por qué? ¿Qué te hizo sospechar de nosotros? ¿Contactó contigo uno de los agentes de tu padre? Creí que los habíamos encontrado a todos.
Ella negó con la cabeza, aturdida.
—Esto es importante, princesa —dijo Denth—. Necesito saberlo. ¿Con quién contactaste? ¿Qué le dijiste de mí a los señores de los suburbios? —Y empezó a apretarle el brazo con más fuerza.
—No querríamos tener que romper nada —dijo Tonk Fah—. Idrianos. Os rompéis demasiado fácilmente.
Lo que antaño le habían parecido bromas jocosas le pareció ahora terrible y cruel. Tonk Fah se alzaba a su derecha. Vivenna recordó la manera en que Denth había matado a aquellos dos guardias del restaurante. Y la manera en que habían destruido la casa de Lemex. Recordó su desdén hacia la muerte. Lo ocultaban todo bajo un velo de humor. Ahora que Denth había traído otro farol, pudo ver un par de grandes sacos bajo las escaleras: un pie asomaba de uno de ellos. La bota llevaba el blasón del ejército idriano en un lado.
Su padre había enviado soldados a rescatarla. Denth los había encontrado antes que la encontraran a ella. ¿A cuántos había matado? Cuerpos que no podría conservar mucho tiempo en ese sótano. Esos dos cadáveres debían de ser relativamente nuevos, y ahora los harían desaparecer en cualquier otro lugar.
—¿Por qué? —volvió a preguntar, atónita—. Parecíais mis amigos.
—Lo somos —dijo Denth—. Me caes bien, princesa —sonrió, una sonrisa auténtica, no una mueca peligrosa como la de Tonk Fah—. Si significa algo, lo siento de veras. Parlin no tenía que haber muerto: eso fue un accidente. Pero bueno, un trabajo es un trabajo. Hacemos lo que nos pagan por hacer. Te lo he explicado varias veces, estoy seguro de que lo recuerdas.
—Nunca creí… —susurró ella.
—Nunca lo hacen —dijo Tonk Fah.
Vivenna parpadeó. «Intenta escapar mientras todavía tienes fuerzas», se ordenó. Había escapado una vez. ¿No era suficiente? ¿No se merecía algo de paz? «¡Rápido!».
Movió el brazo para tocar la capa de Tonk Fah.
—Agarra…
Denth reaccionó con rapidez. Tiró de ella, le cubrió la boca y le sujetó la otra mano con fuerza. Tonk Fah se quedó boquiabierto mientras el vestido de Vivenna perdía el color, volviéndose gris, y parte de su aliento pasaba a los dedos de Denth y la capa del propio Tonk Fah. Sin embargo, sin una orden, el aliento no podía hacer nada. Había sido desperdiciado, y Vivenna sintió que todo a su alrededor se volvía menos vivido.
Denth le soltó la boca y golpeó a Tonk Fah en la cabeza.
—Eh —dijo el grandullón, frotándose la nuca.
—Presta atención —ordenó Denth. Entonces miró a Vivenna, agarrándole el brazo con fuerza.
Un hilo de sangre se escurría entre sus dedos por la muñeca herida de Vivenna. Denth se detuvo al ver las muñecas ensangrentadas por primera vez: el oscuro sótano las había ocultada. Alzó la cabeza y la miró a los ojos.
—Oh, demonios —maldijo—. No huiste de nosotros, ¿verdad?
—¿Eh? —preguntó Tonk Fah.
Vivenna no dijo nada.
—¿Qué sucedió? —preguntó Denth—. ¿Fue él?
Ella no respondió.
Denth hizo una mueca y le retorció el brazo, haciéndola gritar.
—Muy bien. Parece que han forzado mi jugada. Tratemos primero con ese aliento tuyo, y entonces podremos tener una agradable charla, como amigos, sobre lo que te ha sucedido.
Clod se situó junto a Denth, los ojos grises mirando al frente, vacíos como siempre. Excepto… ¿podía Vivenna ver algo en ellos? ¿Se lo estaba imaginando? Sus emociones estaban tan al límite últimamente que no podía confiar en sus percepciones. Clod parecía mirarla a los ojos.
—Ahora —dijo Denth, el rostro cada vez más endurecido—. Repite conmigo. Mi vida a la tuya. Mi aliento es tuyo.
Vivenna lo miró a los ojos y susurró:
—Aullido del sol.
Denth frunció el ceño.
—¿Qué has dicho?
—Ataca a Denth. Aullido del sol.
—Pero… —empezó Denth. En ese momento, el puño de Clod le golpeó en la cara.
El puñetazo lo lanzó a un lado, contra Tonk Fah, quien maldijo y tropezó. Vivenna se zafó, esquivó a Clod, casi tropezando con su vestido, y empujó con él hombro a la sorprendida Joyas.
La mujer cayó. La princesa subió corriendo las escaleras.
—¿Has dejado que oyera la frase de seguridad? —gritó Denth mientras intentaba mantener a raya a Clod.
Joyas se puso en pie y siguió a Vivenna. Sin embargo, el pie de la mujer partió uno de los escalones. Vivenna llegó arriba y cerró la puerta. Echó el cerrojo.
«No aguantará mucho —pensó, sintiéndose indefensa—. Vendrán a por mí. Me perseguirán. Igual que Vasher. Dios de los Colores, ¿qué voy a hacer?».
Salió a la calle, iluminada ahora por la luz del alba que se extendía por toda la ciudad, y se internó en un callejón. Entonces echó a correr, esta vez tratando de encontrar las callejas más pequeñas, sucias y oscuras.