Capítulo 32

Él nunca estaba cuando Siri se despertaba.

Se desperezó en el mullido lecho, la luz de la mañana colándose por la ventana. El día calentaba ya, e incluso su única sábana era demasiado calurosa. La apartó, pero permaneció en la cama, contemplando el techo.

Por la luz del sol, supo que era casi mediodía. Susebron y ella solían permanecer despiertos hasta tarde, charlando. Eso probablemente era bueno. Algunos podrían ver que se levantaba cada vez más tarde cada mañana, y suponer que se debía a otras actividades.

Al principio, había resultado extraño comunicarse con el rey-dios. Sin embargo, a medida que los días avanzaban, le resultaba más y más natural. Su escritura (insegura y sin práctica, pero que plasmaba pensamientos interesantes) le parecía enternecedora. Si él hablara, Siri sospechaba que su voz sería amable. Era muy tierno. Ella nunca lo hubiese imaginado.

Sonrió y volvió a hundirse en su almohada, deseando que él estuviera todavía allí cuando despertaba. Era feliz, algo que nunca habría esperado de Hallandren. Añoraba las Tierras Altas, y su imposibilidad de salir de la Corte de los Dioses la frustraba, sobre todo considerando la política.

Sin embargo, había otras cosas. Cosas maravillosas. Los colores brillantes, los faranduleros, la abrumadora experiencia total de T’Telir. Y estaba la oportunidad de hablar con Susebron cada noche. Su descaro había sido una fuente de vergüenza e incomodidad para su familia, pero Susebron lo encontraba fascinante, incluso seductor.

Volvió a sonreír, permitiéndose soñar. Sin embargo, la vida real empezó a interferir. Susebron corría peligro. Un peligro real y serio. Se negaba a creer que sus sacerdotes pudieran ser una amenaza o tenerle preparado algún tipo de trampa. Esa misma inocencia que lo hacía tan atractivo era también un lastre terrible.

Pero ¿qué hacer? Nadie más conocía su situación. Sólo había una persona que podía ayudarle. Esa persona, por desgracia, no estaba preparada para la tarea. Ella había ignorado sus lecciones y había llegado a su destino sin ninguna preparación.

«¿Y qué?», susurró una parte de su mente.

Siri miró al techo. Le resultaba doloroso reprocharse haber ignorado sus lecciones. Había cometido un error. ¿Cuánto tiempo iba a recriminarse por algo hecho y pasado?

«Muy bien —se dijo—. Basta de excusas. Quizá no esté preparada tan bien como debía, pero ahora estoy aquí, y tengo que hacer algo. O nadie más lo hará».

Se levantó de la cama, pasándose los dedos por el largo cabello. A Susebron le gustaba largo, le parecía tan fascinante como a las criadas de Siri. Teniéndolas para cuidarlo, la longitud merecía la pena. Se cruzó de brazos, vestida sólo con su ropa interior, y echó a andar. Tenía que seguirles el juego. Bueno, «juego» implicaba pequeños riesgos, y aquello no era ningún juego. Se trataba de la vida del rey-dios.

Rebuscó en su memoria, rescatando los fragmentos que pudo de sus lecciones. La política era cuestión de intercambios. Era dar lo que tenías, o lo que dabas a entender que tenías, para conseguir algo mejor a cambio. Era como ser mercader. Empezabas con ciertas mercancías, y al final del año esperabas haberlas acrecentado. O tal vez incluso haberlas cambiado por otras mejores.

«No hagas demasiado ruido hasta que estés preparada para golpear —le había aconsejado Sondeluz—. No parezcas demasiado inocente, pero tampoco demasiado lista. Quédate en un término medio».

Se detuvo junto a la cama para recoger las colchas y arrojarlas a la ardiente chimenea, como era su deber diario.

«Intercambios —pensó, viendo las sábanas arder en el gran hogar—. ¿Qué tengo para poder comerciar o intercambiar? No mucho».

Tendría que apañárselas.

Se acercó a abrir la puerta. Como de costumbre, varias criadas esperaban fuera. Las damas de Siri la rodearon, trayendo sus ropas. Otras sirvientas entraron a limpiar la habitación. Varias vestían de marrón.

Mientras sus criadas la vestían, Siri observó a una de las muchachas de marrón. En un momento dado, se acercó y le susurró:

—Tú eres de Pahn Kahl.

La muchacha asintió, sorprendida.

—Tengo que darte un mensaje para Dedos Azules —añadió Siri—. Dile que tengo información vital que debe conocer. Me gustaría negociar. Dile que podría cambiar drásticamente sus planes.

La muchacha palideció pero asintió, y Siri se retiró para continuar vistiéndose. Varias mujeres habían oído la conversación, pero era un precepto sagrado de la religión hallandrense que las criadas de un dios no repitieran lo que oían en confianza. Era de esperar que lo cumplieran. Si no, tampoco había dicho nada peligroso.

Ahora sólo tenía que decidir qué «información vital» tenía, y por qué debería interesarle a Dedos Azules.

* * *

—¡Mi querida reina! —dijo Sondeluz, atreviéndose a abrazar a Siri cuando ella llegó a su palco en el anfiteatro.

Ella sonrió mientras él le indicaba que se sentara en uno de sus divanes. Siri lo hizo con cuidado: empezaban a gustarle las elaboradas túnicas de Hallandren, pero moverse cómodamente con ellas requería cierta habilidad. Mientras se sentaba, Sondeluz pidió fruta.

—Me tratas con demasiada amabilidad —dijo Siri.

—Tonterías. ¡Eres mi reina! Además, me recuerdas a alguien a quien apreciaba mucho.

—¿A quién?

—Sinceramente, no tengo ni idea —admitió él, aceptando un plato de uvas cortadas; se las tendió a Siri—. Apenas puedo recordarla. ¿Uvas?

—Dime —pidió ella, usando un palillo de madera para pinchar las uvas—, ¿por qué te llaman Sondeluz el Audaz?

—Es fácil adivinarlo —dijo él, acomodándose—. Es porque de todos los dioses soy el único lo bastante audaz para actuar como un completo idiota.

Siri alzó una ceja.

—Mi situación requiere auténtico valor —continuó él—. Verás, normalmente soy una persona bastante solemne y aburrida. De noche mi mayor deseo es sentarme y componer sermones interminablemente perifrásicos para que mis sacerdotes los lean a mis seguidores. Pero, ay, no puedo. En cambio, salgo todas las noches, abandonando la teología didáctica en favor de algo que requiere auténtico valor: pasar el tiempo con los otros dioses.

—¿Por qué requiere eso valor?

Él la miró.

—Señora mía, ¿has visto lo aburridísimos que pueden ser todos ellos?

Siri soltó una risita.

—En realidad, no —dijo—. ¿De dónde procede el nombre?

—Es un completo error. Obviamente, eres lo bastante inteligente para verlo. Nuestros nombres y títulos son asignados aleatoriamente por un monito al que le suministran grandes dosis de ginebra.

—Ahora te estás comportando como un tonto.

—¿Ahora? —Alzó una copa de vino hacia ella—. Querida, yo soy tonto siempre. ¡Por favor, ten la amabilidad de retirar esas palabras!

Siri sacudió la cabeza. Al parecer, el dios estaba en baja forma esta tarde. «Magnífico —pensó ella—. Mi marido corre riesgo de ser asesinado por fuerzas desconocidas y mis únicos aliados son un escriba que me tiene miedo y un dios que sólo dice sandeces».

—Tiene que ver con la muerte —dijo Sondeluz por fin mientras los sacerdotes empezaban a entrar en el anfiteatro para la ronda de discusiones de ese día.

Ella lo miró.

—Todos los hombres mueren —explicó él—. Algunos, sin embargo, mueren de formas que ejemplifican un atributo o una emoción concreta. Muestran una chispa de algo más grande que la humanidad. Se dice que eso es lo que nos trae de vuelta.

Guardó silencio.

—¿Moriste mostrando gran valentía, pues? —preguntó Siri.

—Eso parece. No lo sé con seguridad. Algo en mis sueños sugiere que puede que insultara a una pantera muy grande. Eso parece muy valiente, ¿no crees?

—¿No sabéis cómo moristeis?

Él negó con la cabeza.

—Lo olvidamos. Despertamos sin recuerdos. Ni siquiera sé en qué trabajaba.

Siri sonrió.

—Sospecho que eras diplomático o vendedor. ¡Algo que requería que hablaras mucho pero dijeras muy poco!

—Ya —dijo él en voz baja, algo abstraído mientras contemplaba a los sacerdotes abajo—. Sí, sin duda eso era exactamente… —Sacudió la cabeza y luego sonrió—. ¡De todas formas, mi querida reina, he preparado una sorpresa para ti!

Siri miró nerviosa a su alrededor.

Él se echó a reír.

—No tienes nada que temer —dijo—. Mis sorpresas rara vez causan perjuicio, y nunca a reinas hermosas.

Agitó la mano, y un hombre mayor con una barba extraordinariamente larga se acercó. Siri frunció el ceño.

—Éste es Hoid —lo presentó Sondeluz—, maestro narrador. Creo que había algunas preguntas que deseabas hacer…

Siri rió aliviada, recordando ahora la petición que le había hecho a Sondeluz. Miró a los sacerdotes de abajo.

—Um, ¿no deberíamos prestar atención a los discursos?

El dios hizo un gesto de indiferencia.

—¿Prestar atención? ¡Ridículo! Eso sería demasiado responsable por nuestra parte. Somos dioses, por el amor de los Colores. Oh, bueno, yo lo soy. Tú casi lo eres. Una diosa política, como si dijéramos. De todas formas, ¿quieres de verdad escuchar a un puñado de sacerdotes envarados hablando sobre el tratamiento de los residuos?

Ella hizo una mueca.

—Ya pensaba que no. Además, ninguno de nosotros vota en este tema. Así que pasemos el tiempo sabiamente. ¡Nunca se sabe cuándo se acabará!

—¿El tiempo? —preguntó Siri—. ¡Pero si eres inmortal!

—El tiempo, no —dijo Sondeluz, alzando su plato—. Las uvas. Odio escuchar historias sin uvas.

Ella resopló, pero continuó comiendo uvas. El narrador esperó pacientemente. Al mirarlo con más atención, Siri advirtió que no era tan viejo como parecía a primera vista. La barba debía de ser un rasgo de su profesión, y aunque no parecía falsa, sospechó que estaba teñida de blanco. Era mucho más joven de lo que parecía.

Con todo, dudaba que Sondeluz hubiera llamado a alguien que no fuera el mejor. Se acomodó en su asiento, advirtiendo que había sido creado para alguien de su tamaño. «Debo tener cuidado con mis preguntas —pensó—. No puedo preguntarle directamente por las muertes de los reyes-dioses: eso sería demasiado obvio».

—Maestro narrador —dijo—, ¿qué sabes de la historia de Hallandren?

—Mucho, mi reina —contestó inclinando la cabeza.

—Háblame de los días anteriores a la división entre Idris y Hallandren.

—Ah —dijo el hombre, rebuscando en un bolsillo. Sacó un puñado de arena y empezó a frotarla entre sus dedos, dejándola caer en un suave chorro al suelo, mientras algunos granos volaban al viento—. Su Majestad desea una de las historias profundas, de hace mucho tiempo. ¿Una historia de antes de que empezara el tiempo?

—Deseo conocer los orígenes de los reyes-dioses de Hallandren.

—Entonces comenzaremos en la lejana neblina —dijo el narrador, alzando la otra mano y dejando que la arena cayera, mezclándola con la que ya había caído de la primera mano.

Mientras Siri miraba, la oscura negra se volvió blanca, así que ladeó la cabeza, sonriendo ante la exhibición.

—El primer rey-dios de Hallandren es antiguo —empezó Hoid—. Antiguo, sí. Más viejo que reinos y ciudades, más viejo que monarcas y religiones. No más viejo que las montañas, pues éstas ya estaban allí. Como los nudillos de los gigantes dormidos de abajo, formaban este valle, donde las panteras y las flores tienen su hogar.

»Entonces lo llamábamos sólo de «el valle», un lugar antes de que tuviera nombre. El pueblo de Chedesh aún dominaba el mundo. Navegaban por el mar Interior, venidos del este, y fueron quienes primero descubrieron esta extraña tierra. Sus escritos son escasos, su imperio hace mucho que fue borrado por el polvo, pero queda el recuerdo. ¿Tal vez puedes imaginar su sorpresa al llegar aquí? ¿Un lugar con playas de fina y suave arena, con abundancia de frutos y extraños bosques?

Hoid rebuscó en su túnica y sacó un puñado de hojas de helecho y las dejó caer ante él.

—Paraíso, lo llamaron —continuó—. Un paraíso oculto entre las montañas, una tierra con agradables lluvias que nunca eran frías, una tierra donde la comida crecía de manera espontánea y abundante.

Arrojó al aire el puñado de hojas, y en el centro de ellas estalló una vaharada de polvo de colores, como un diminuto fuego artificial sin llama. Rojos y azules se mezclaron en el aire, revoloteando a su alrededor.

—Una tierra de color. Gracias a las Lágrimas de Edgli, las sorprendentes hojas tan brillantes podían producir tintes que prendían en cualquier ropa.

Siri nunca había pensado en qué impresión se habría llevado de Hallandren la gente que cruzó el mar Interior. Había oído historias de los mercaderes que venían a Idris y hablaban de lugares lejanos. En otras tierras se encontraban praderas y estepas, montañas y desiertos, pero no junglas. Hallandren era única.

—El Primer Retornado nació durante esa época —dijo Hoid, lanzando al aire un puñado de plata brillante—. En un barco que recorría la costa. Los retornados pueden encontrarse ahora en todas las partes del mundo, pero el primero, el hombre a quien llamáis Vo, pero nosotros sólo por su título, nació aquí, en las aguas de esta misma bahía. Él declaró las Cinco Visiones. Murió una semana más tarde.

»Los hombres de su barco fundaron un reino en estas playas, entonces llamado Hanald. Antes de su llegada, todo lo que existía en estas junglas era el pueblo de Pahn Kahl, más una simple colección de aldeas pescadoras que un auténtico reino.

El brillo de plata se apagó y Hoid empezó a espolvorear tierra marrón con la otra mano, tras sacarla del bolsillo.

—Puede que te preguntes por qué nos remontamos tan atrás. ¿No debería hablar de la Multiguerra, de la ruptura de los reinos, de los Cinco Sabios, de Kalad el Usurpador y su ejército fantasma, que algunos dicen que aún se oculta en estas junglas, esperando?

»Ésos son los hechos en que nos centramos, los que los hombres conocen mejor. Sin embargo, hablar sólo de ellos es ignorar la historia de los trescientos años que los preceden. ¿Habría habido una Multiguerra sin conocimiento de los retornados? Fue un retornado, después de todo, quien predijo la guerra e instó a Amadisputas a atacar los reinos del otro lado de las montañas.

—¿Amadisputas? —interrumpió Siri.

—Sí, majestad —respondió Hoid, y pasó a echar un polvo negro—. Amadisputas. Otro nombre para Kalad el Usurpador.

—Parece el nombre de un retornado.

Hoid asintió.

—En efecto. Kalad era un retornado, igual que Dalapaz, el hombre que lo derrocó y fundó Hallandren. No hemos llegado a esa parte todavía. Todavía nos encontramos en Hanald, la avanzadilla comercial convertida en reino que fundaron los hombres de la tripulación del Primer Retornado. Fueron ellos quienes eligieron a la esposa del Primer Retornado como reina, y luego usaron las Lágrimas de Edgli para crear fantásticos tintes que se vendieron por incalculables riquezas a lo largo y ancho del mundo. Este lugar pronto se convirtió en un bullicioso centro de comercio.

Sacó un puñado de pétalos de flor y empezó a dejarlos caer ante él.

—Las Lágrimas de Edgli. La fuente de la riqueza de Hallandren. Tan pequeñas, tan fáciles de cultivar aquí. Además, éste es el único suelo donde crecen. En otras partes del mundo, los tintes son muy difíciles de producir. Caros. Algunos sabios dicen que la Multiguerra se libró por estos pétalos, que los reinos de Kuth y Huth fueron destruidos por pequeñas gotitas de color.

El resto de pétalos cayó al suelo.

—Pero ¿sólo lo dicen algunos sabios, maestro? —preguntó Sondeluz. Siri se volvió, pues casi había olvidado que estaba presente—. ¿Qué dice el resto? ¿Por qué se libró la Multiguerra en su opinión?

El narrador guardó silencio durante un instante. Y entonces sacó dos puñados y empezó a soltar polvo de media docena de colores.

—Aliento, divina gracia. La mayoría está de acuerdo en que la Multiguerra no fue sólo para exprimir los pétalos, sino por un precio mucho más grande. Para exprimir a la gente.

»La familia real se interesaba cada vez más en el proceso por el que podía utilizarse el aliento para dar vida a los objetos. Despertar, lo llamaron entonces por primera vez. Era un arte nuevo y poco comprendido. Lo sigue siendo en muchos aspectos. El funcionamiento de las almas de los hombres, su poder para animar objetos ordinarios y dar vida a lo muerto, es algo que se descubrió hace apenas cuatro siglos. Poco tiempo, para el cómputo de los dioses.

—No como los actos de la corte —murmuró Sondeluz, mirando a los sacerdotes que todavía hablaban de los servicios sanitarios—. Estos parecen durar al menos una eternidad, según advierte este dios.

El hombre no perdió su ritmo con la interrupción.

—Aliento —dijo—. Los años que condujeron a la Multiguerra fueron los días de los Cinco Sabios y el descubrimiento de nuevas órdenes. Para algunos fue una época de gran iluminación y aprendizaje. Otros los consideran los días más tenebrosos de la humanidad, pues fue entonces cuando aprendimos mejor a explotarnos unos a otros.

Empezó a dejar caer dos puñados de polvo, uno amarillo brillante, el otro negro. Siri observaba, divertida. Parecía que el narrador procuraba no herir sus sensibilidades idrianas. ¿Qué sabía ella realmente del aliento? Rara vez había visto a algún despertador en la corte. Incluso cuando los había, no le importaba. Los monjes predicaban contra esos seres, y ella les prestó tanta atención a ellos como a sus tutores, o sea, casi ninguna.

—Uno de los Cinco Sabios hizo un descubrimiento —continuó Hoid, dejando caer un puñado de trocitos blancos, pedacitos de papel con algo escrito—. Órdenes. Métodos. Los medios por lo que podía crearse un sinvida a partir de un solo aliento.

»Esto, tal vez, te parezca poca cosa. Pero debes mirar al pasado de este reino y su fundación. Hallandren empezó con los sirvientes de un retornado y se desarrolló con un esfuerzo mercantil expansivo. Controló una región lucrativa única, que, a través del descubrimiento y el mantenimiento de los pasos del norte, combinado con las habilidades marinas cada vez mayores, se convirtió en una joya codiciada por el resto del mundo.

Alzó una mano dejando caer trocitos de metal, que cayeron sobre el suelo de piedra con un sonido no muy distinto al de la lluvia.

—Y así llegó la guerra —prosiguió—. Los Cinco Sabios se dividieron, uniéndose a bandos distintos. Algunos reinos ganaron el uso de los sinvida mientras que otros no lo hicieron. Algunos reinos tenían armas que los otros sólo podían envidiar.

»Para responder a la cuestión del dios, mi historia dice que hubo sólo otro motivo para la Multiguerra: la habilidad de crear sinvidas tan fácilmente. Antes del descubrimiento de la orden de un solo aliento, los sinvida requerían cincuenta alientos. Los soldados, incluso los sinvida, son un uso limitado si sólo puedes ganar uno por cada cincuenta hombres que tienes. No obstante, poder crear un sinvida con un solo aliento… uno por uno… eso duplicará tus tropas. Y la mitad de ellos no necesitará comer.

El metal dejó de caer.

—Los sinvida no son más fuertes que los hombres —continuó Hoid—. Son igual. No son más hábiles que los hombres. Son igual. Sin embargo, ¿no tener que comer como los hombres corrientes? Esa ventaja era enorme. Mezcla eso con su habilidad para ignorar el dolor y no sentir nunca miedo… y de repente tienes un ejército prácticamente invencible. Kalad llevó esto aún más lejos, pues se dice que creó un nuevo tipo más poderoso de sinvida, ganando una ventaja aún más aterradora.

—¿Qué clase de nuevo sinvida? —preguntó Siri, curiosa.

—Nadie lo recuerda, majestad. Los registros de esos tiempos se han perdido. Algunos dicen que fueron quemados intencionadamente. Fuera cual fuese la auténtica naturaleza de los fantasmas de Kalad, eran terribles… tanto que aunque los detalles se han perdido en el tiempo, los fantasmas viven aún en nuestras historias. Y en nuestras maldiciones.

—¿Existen todavía? —preguntó Siri, temblando levemente mientas miraba hacia las junglas que no podía ver—. ¿Qué dicen las historias? ¿Un ejército invisible, esperando a que Kalad regrese para ponerse al frente otra vez?

—Ay, yo sólo puedo contar historias —respondió Hoid—. Como decía, hemos perdido muchas cosas de aquella época.

—Pero sabemos de la familia real —dijo la reina—. Se dispersaron porque no estaban de acuerdo con lo que hacía Kalad, ¿no? ¿Vieron problemas morales en el uso de los sinvida?

El narrador vaciló.

—Bueno, sí —contestó por fin, sonriendo—. Sí que lo hicieron, majestad.

Ella alzó una ceja.

—Psst —apuntó Sondeluz, inclinándose—. Te está mintiendo.

—Divina gracia —dijo el maestro, haciendo una profunda reverencia—. Te pido perdón. ¡Hay explicaciones encontradas! Yo sólo soy un narrador de historias… de todas las historias.

—¿Y qué dicen las otras historias? —preguntó Siri.

—Ninguna de ellas está de acuerdo, majestad. Tu pueblo habla de indignación religiosa y de traición por parte de Kalad el Usurpador. El pueblo de Pahn Kahl dice que la familia real hizo todo tipo de esfuerzos para conseguir poderosos sinvidas y despertadores, y que luego se sorprendieron cuando volvieron sus armas contra ellos. En Hallandren, dicen que la familia real se alineó con Kalad, lo nombró su general e ignoró la voluntad del pueblo porque buscaba la guerra y el derramamiento de sangre.

Alzó la cabeza, y entonces empezó a dejar caer dos puñados de negro carbón.

—Pero el tiempo lo quema todo tras nosotros, dejando sólo ceniza y memoria. Esa memoria pasa de mente en mente, y luego llega finalmente a mis labios. Cuando todo es verdad y todo es ficción, ¿importa que algunos digan que la familia real quería crear sinvidas? Cree lo que quieras.

—Sea como sea, los retornados se hicieron con el control de Hallandren —dijo ella.

—Sí. Y le dieron un nuevo nombre, una variación del antiguo. Sin embargo, algunos hablan todavía con pesar de la realeza que partió, llevándose la sangre del Primer Retornado a sus Tierras Altas.

Siri frunció el ceño.

—¿La sangre del Primer Retornado?

—Sí, naturalmente —dijo Hoid—. Fue su esposa, embarazada de su hijo, la primera en convertirse en reina de esta tierra. Tú eres su descendiente.

Ella se echó hacia atrás en el asiento. Sondeluz se volvió, curioso.

—¿No lo sabías? —preguntó sin su habitual tono burlón.

Ella negó con la cabeza.

—Si mi pueblo conoce este hecho, nunca se habla de ello.

Sondeluz pareció encontrarlo interesante. Abajo, los sacerdotes pasaban a un tema diferente, algo sobre la seguridad en la ciudad y el aumento de las patrullas en los suburbios.

Siri sonrió, advirtiendo que había una manera sutil de hacer las preguntas que realmente quería formular.

—Eso quiere decir que los reyes-dioses de Hallandren continuaron sin la sangre del Primer Retornado.

—Sí, majestad —confirmó Hoid.

—¿Y cuántos reyes-dioses ha habido?

—Cinco, majestad. Incluyendo a Su Inmortal Majestad Lord Susebron, pero excluyendo a Dalapaz.

—¿Cinco reyes en quinientos años?

—Así es, majestad —dijo Hoid, sacando un puñado de polvo dorado y dejándolo caer ante él—. La dinastía de Hallandren se fundó al término de la Multiguerra, la primera obtuvo su vida y su aliento del propio Dalapaz, que fue adorado por vencer a los fantasmas de Kalad y poner un final pacífico a la Multiguerra. Desde ese día, cada rey-dios ha engendrado un hijo nacido muerto que luego retorna y toma su lugar.

Siri se inclinó hacia delante.

—Espera. ¿Cómo creó Dalapaz a un nuevo rey-dios?

—Ah —dijo Hoid, derramando arena con la mano izquierda—. Esa sí es una historia perdida en el tiempo. El aliento puede pasar de un hombre a otro, pero el aliento, no importa cuánto, no crea a un dios. Las leyendas dicen que Dalapaz murió concediendo su aliento a su sucesor. Después de todo, ¿no puede dar un dios su vida para bendecir a otro?

—No es exactamente un signo de estabilidad mental, en mi opinión —intervino Sondeluz, haciendo un gesto para que trajeran más uvas—. No fortaleces la confianza en nuestros predecesores, maestro. Además, aunque un dios entregue su aliento eso no convierte en divino al receptor.

—Yo sólo cuento historias, divina gracia. Puede que haya verdades, puede que haya ficciones. Todo lo que sé es que las historias existen y que debo contarlas.

«Con tanto arte como sea posible», pensó Siri, viendo cómo rebuscaba en otro bolsillo y sacaba un puñado de trocitos de tierra y hierba. Dejó que todo cayera lentamente entre sus dedos.

—Hablo de fundaciones, divina gracia. Dalapaz no era un retornado corriente, pues consiguió impedir que los sinvida se volvieran salvajes. De hecho, dispersó a los fantasmas de Kalad, que formaban el grueso principal del ejército de Hallandren. Al hacerlo, dejó sin poder a su propio pueblo. Lo hizo en un esfuerzo por traer la paz. Para entonces, claro, fue demasiado tarde para Kuth y Huth. Sin embargo, los otros reinos (Pahn Kahl, Tedradel, Gys y el propio Hallandren) habían salido del conflicto… Podemos suponer algo más de este dios de dioses que pudo conseguir tanto. Tal vez hizo algo único, como dicen los sacerdotes. Tal vez dejó alguna semilla dentro de los reyes-dioses de Hallandren que les permitía pasar su poder y divinidad de padres a hijos.

«Una herencia que les daría derecho a gobernar —pensó Siri, metiéndose una uva en la boca—. Con un dios tan sorprendente como progenitor, podrían convertirse en reyes-dioses. Y lo único que podría amenazarlos sería… la familia real de Idris, que puede al parecer remontar su linaje hasta el Primer Retornado. Otra herencia divina, un desafío para el gobierno legítimo de Hallandren».

Eso no le decía cómo habían muerto los reyes-dioses. Ni por qué algunos dioses, como el Primer Retornado, podían engendrar hijos, mientras que otros no.

—Son inmortales, ¿correcto? —preguntó.

Hoid asintió, dejando caer el resto de hierba y tierra, y pasando a un tema distinto al sacar un puñado de polvo blanco.

—En efecto, majestad. Como todos los Retornados, los reyes-dioses no envejecen. No envejecer es un don para todos los que alcanzan la Quinta Elevación.

—Pero ¿por qué ha habido cinco reyes-dioses? ¿Por qué murió el primero?

—¿Por qué fallecen los Retornados, majestad? —preguntó retóricamente Hoid.

—Porque están chalados —dijo Sondeluz.

El narrador sonrió.

—Porque se cansan. Los dioses no son como los hombres corrientes. Vuelven por nosotros, no por sí mismos, y cuando ya no pueden soportar la vida, mueren. Los reyes-dioses sólo viven el tiempo que tardan en engendrar un heredero.

Siri se sobresaltó.

—¿Eso es un hecho comprobado? —preguntó, y sintió cierto resquemor por si el comentario parecía sospechoso.

—Por supuesto, majestad. Al menos, por los narradores de historias y eruditos. Cada rey-dios ha abandonado este mundo poco después de que naciera su hijo y heredero. Es natural. Una vez llegado el heredero, el rey-dios se inquieta. Todos han buscado una oportunidad para usar su aliento en beneficio del reino. Y entonces…

Alzó una mano, chasqueó los dedos e hizo brotar un chorrito de agua que se disolvió en bruma.

—Y entonces mueren —concluyó—, dejando a su pueblo bendecido y a su heredero para que gobierne.

El grupo quedó en silencio mientras la bruma se evaporaba delante de Hoid.

—No es exactamente el tema más importante del que informar a una recién casada, maestro —advirtió Sondeluz—. ¡Decirle que su marido se aburrirá de la vida en cuanto le dé un hijo!

—No pretendo ser simpático, divina gracia —respondió Hoid, inclinando la cabeza. A sus pies, los diversos polvos, arenas y metales chispeantes fueron arrastrados por una leve brisa—. Yo sólo cuento historias. Esta es conocida por la mayoría. Pensé que a su majestad le gustaría conocerla también.

—Gracias —dijo Siri en voz baja—. Me alegro de que lo hayas hecho. Dime, ¿dónde aprendiste este… método tan inusitado de contar historias?

Hoid alzó la cabeza, sonriente.

—Lo aprendí hace muchos, muchos años, de un hombre que no sabía quién era, majestad. Fue en un lugar lejano donde se encuentran dos tierras y los dioses han muerto. Pero eso no tiene importancia.

Ella atribuyó la vaga explicación al deseo de Hoid de crearse un pasado adecuadamente misterioso y romántico. Le resultaba más interesante lo que había dicho de las muertes de los reyes-dioses.

«Así que hay una explicación oficial —pensó, con un nudo en el estómago—. Y es bastante buena. Teológicamente, tiene sentido que los reyes-dioses desaparezcan cuando han encontrado un heredero adecuado. Pero eso no explica cómo el Tesoro de Dalapaz, esa riqueza de aliento, pasa de un rey-dios a otro cuando no tienen lengua. Y no explica por qué un hombre como Susebron puede cansarse de la vida cuando parece tan entusiasmado con ella».

La historia oficial funcionaría bien para aquellos que no conocían al rey-dios. A Siri le parecía coja. Susebron nunca haría una cosa así. Ahora no.

Sin embargo… ¿cambiarían las cosas si ella le daba un hijo? ¿Se cansaría Susebron de ella tan fácilmente?

—Tal vez deberíamos desear que el viejo Susebron muera, mi reina —dijo Sondeluz como quien no quiere la cosa, picando uvas—. Sospecho que te has visto forzada a todo esto. Si él muriera, podrías incluso volver a casa. Ningún daño causado, la gente sanada, un nuevo heredero en el trono. Todo el mundo feliz o muerto.

Los sacerdotes continuaban discutiendo abajo. Hoid hizo una reverencia, esperando permiso para marcharse.

«Feliz… o muerto». El estómago le dio un vuelco a Siri.

—Disculpadme —dijo, poniéndose en pie—. Me gustaría caminar un poco. Gracias por tu historia, Hoid.

Y así, seguida de su séquito, Siri dejó rápidamente el pabellón, prefiriendo que Sondeluz no viera sus lágrimas.