—He de preguntarlo una vez más —dijo Denth—. ¿Tenemos que pasar por todo esto?
Caminaba con Vivenna, Tonk Fah, Joyas y Clod. Parlin se había quedado atrás, a sugerencia suya. Le preocupaba el riesgo de la reunión, y no quería tener que controlar a nadie más.
—Sí, tenemos que pasar por ello —respondió Vivenna—. Son mi gente, Denth.
—¿Y? Princesa, los mercenarios son mi gente, y no me ves pasar mucho tiempo con ellos. Son un grupo apestoso y molesto.
—Y además rudos —añadió Tonk Fah.
Vivenna suspiró.
—Denth, soy su princesa. Además, tú mismo dijiste que eran influyentes.
—Sus líderes lo son. Y les encantaría reunirse contigo en territorio neutral. Venir a los suburbios no es necesario: la gente corriente no es tan importante.
Ella lo miró.
—Ésa es la diferencia entre los idrianos y los hallandrenses. Nosotros le prestamos atención a nuestra gente.
Tras ellos, Joyas bufó con desprecio.
—Yo no soy hallandrense —zanjó Denth.
Vivenna tuvo que admitir que, a medida que se aproximaban a los suburbios, sentía más aprensión.
Ese suburbio parecía distinto de los demás. Más oscuro, de algún modo. Algo más que establecimientos desvencijados y calles sin reparar. En las esquinas había grupitos de hombres que la observaban con ojos recelosos. De vez en cuando atisbaba un edificio con mujeres ligeras de ropa, incluso para Hallandren, esperando en los portales. Algunas incluso les silbaron a Denth y Tonk Fah.
Era un lugar extraño. En el resto de T’Telir, Vivenna sentía que no encajaba. Ahora se sentía rechazada, sospechosa, incluso odiada.
Se controló. En algún lugar de ese barrio había un grupo de idrianos cansados, sobrecargados de trabajo, asustados. La amenazante atmósfera la hizo sentir aún más lástima por su pueblo. No sabía si serían muy valiosos a la hora de intentar sabotear los esfuerzos bélicos de Hallandren, pero sí estaba segura de una cosa: ella quería ayudarlos. Si su pueblo había escapado de la monarquía, entonces su deber era intentar volver a recogerlos.
—¿A qué se debe esa expresión en tu rostro? —preguntó Denth.
—Me preocupo por mi gente —respondió ella, temblando mientras pasaban ante un grupo de hampones callejeros vestidos de negro con bandas rojas en el brazo, las caras manchadas y sucias—. Pasé por este suburbio cuando Parlin y yo buscábamos casa. No quise acercarme, aunque me habían dicho que los alquileres eran baratos. No puedo creer que mi pueblo esté tan oprimido que tengan que vivir aquí, rodeados de todo esto.
Denth frunció el ceño.
—¿Rodeados?
Ella asintió.
—Vivir entre prostitutas y bandidos, tener que pasar por aquí todos los días…
Él se echó a reír, sobresaltándola.
—Princesa, tu pueblo no vive entre prostitutas y bandidos. Tu pueblo son las prostitutas y los bandidos.
Vivenna se detuvo en seco.
—¿Qué dices?
Denth la miró.
—Éste es el barrio idriano de la ciudad. Este suburbio se conoce como «Tierras Altas», por el amor de los Colores.
—Imposible —replicó ella.
—Y tan posible. Lo he visto en otras ciudades. Los inmigrantes se agrupan y crean pequeños enclaves que son convenientemente ignorados por el resto de la ciudad. Cuando se reparan las calles, lo hacen primero en otros sitios. Cuando se envían guardias de patrulla, evitan esta clase de barrios.
—Y así, el suburbio se convierte en un mundo independiente, en un gueto —dijo Tonk Fah, que caminaba tras ella.
—Todos los que ves aquí son idrianos —aclaró Denth, indicándole que continuara andando—. Los tuyos tienen mala reputación en el resto de la ciudad, y ganada a pulso.
Vivenna sintió un frío aturdidor. «No —pensó—. No, no es posible».
Desgraciadamente, pronto empezó a ver signos. Símbolos de Austre colocados, de manera poco llamativa y no casual, en los alféizares de las ventanas y en los portales. Gente vestida de gris y blanco. Recuerdos de las Tierras Altas en forma de gorras de pastor o capas de lana. Sin embargo, si esa gente era de Idris, entonces estaba completamente corrompida. Los colores marcaban sus ropajes, por no mencionar el aire de peligro y hostilidad que exudaban. ¿Y cómo podía ninguna idriana pensar siquiera en convertirse en prostituta?
—No comprendo, Denth. Somos un pueblo pacífico, gente de aldeas montañesas. Somos abiertos y amistosos.
—Quienes lo son no duran mucho en los suburbios —dijo él, caminando a su lado—. Cambian o son aplastados.
Vivenna se estremeció, sintiendo una punzada de odio hacia Hallandren. «Podría haber perdonado a los hallandrenses por volver pobres a los míos. ¿Pero esto? Han convertido a pastores y granjeros en hampones y ladrones. Han convertido a nuestras mujeres en prostitutas y a nuestros niños en ladronzuelos callejeros».
Sabía que no debía permitirse dejarse llevar por la ira. Sin embargo, tuvo que apretar los dientes y esforzarse para que su pelo no se volviera rojo sangre. Las imágenes despertaron algo en su interior. Algo en lo que había evitado pensar.
«Hallandren ha destruido a esta gente. Igual que me ha destruido a mí al dominar mi infancia, al obligarme a honrar la obligación de ser tomada y violada en nombre de proteger a mi país… Odio esta ciudad».
Eran pensamientos indignos. No podía permitirse odiar a Hallandren. Se lo habían dicho en muchas ocasiones. Últimamente tenía problemas para recordar por qué.
Pero consiguió mantener su odio y su cabello bajo control. Unos momentos más tarde, Thame se reunió con ellos y los condujo el resto del camino. Les habían dicho que se reunirían en un parque grande, pero Vivenna pronto vio que el término «parque» se usaba en un sentido muy amplio. Era un terreno baldío, cubierto de basuras y rodeado de feos edificios.
Su grupo se detuvo en el borde de aquel jardín terrible y esperó mientras Thame se adelantaba. La gente, como había prometido, se había congregado allí. La mayoría eran parecidos a los que Vivenna había visto antes. Hombres vestidos con colores oscuros y ominosos y con expresiones cínicas, chulescos matones callejeros, mujeres con ropajes de prostitutas, ancianos de aspecto demacrado.
Vivenna forzó una sonrisa que no le resultó sincera ni siquiera a ella. Cambió a amarillo el color de su pelo: el color de la felicidad y la emoción. La gente murmuró.
Thame regresó pronto y la llamó para que avanzara.
—Espera —dijo Vivenna—. Quería hablar con la gente antes de reunirme con los líderes.
Thame se encogió de hombros.
—Si lo deseas…
La princesa dio un paso adelante.
—Pueblo de Idris —dijo—. He venido a ofreceros consuelo y esperanza.
La gente continuó murmurando. Muy pocos parecieron prestarle atención. Ella tragó saliva.
—Sé que habéis llevado vidas difíciles. Pero os aseguro que el rey se preocupa por vosotros y quiere apoyaros. Encontraré un modo de llevaros a casa.
—¿A casa? —preguntó uno de los hombres—. ¿De vuelta a las Tierras Altas?
Vivenna asintió.
Varias personas bufaron y unos pocos se retiraron. Preocupada, ella los llamó.
—Esperad. ¿Queréis oírme? Traigo noticias de vuestro rey.
La gente la ignoró.
—La mayoría sólo quería confirmar que eras quien se rumoreaba que eras, alteza —dijo Thame en voz baja.
Vivenna se volvió hacia la gente.
—Vuestras vidas pueden mejorar —prometió—. Me encargaré de que se os atienda.
—Nuestras vidas ya son mejores —dijo un hombre—. No hay nada para nosotros en las Tierras Altas. Aquí gano el doble de lo que ganaba allí.
Otros hombres asintieron, mostrando su acuerdo.
—¿Entonces por qué venís a verme?
—Ya te lo he dicho, princesa —susurró Thame—. Son patriotas: se aferran a ser idrianos. Idrianos de ciudad. Nosotros permanecemos juntos. Tú estás aquí, y eso significa algo para ellos, no te preocupes. Puede que parezcan indiferentes, pero harán cualquier cosa por perjudicar a los hallandrenses.
«Austre, Señor de los Colores —pensó ella, cada vez más inquieta—. Esta gente ni siquiera es idriana ya». Thame los había llamado «patriotas», pero lo único que ella veía era un grupo que se mantenía unido por las presiones del desprecio hallandrense.
Se dio media vuelta, renunciando a su discurso. Aquella gente no estaba interesada en la esperanza ni el consuelo. Sólo querían venganza. Ella podría utilizar eso, tal vez, pero esa idea la hacía sentirse todavía más sucia. Thame los condujo por un sendero entre los hierbajos y la basura. Casi al otro lado del «parque» había una amplia estructura, en parte cobertizo de almacenamiento y en parte pabellón de madera abierto. Vivenna vio a los líderes esperando dentro.
Había tres, cada uno con sus propios guardias. Ya le habían hablado de ellos. Los líderes vestían los ricos y vibrantes colores de T’Telir. Señores de los suburbios. Vivenna sintió un nudo en el estómago. Los tres hombres tenían al menos la Primera Elevación. Uno de ellos había conseguido la Tercera.
Joyas y Clod ocuparon sus puestos de vigilancia fuera del edificio. Ella entró y se sentó en la única silla libre. Denth y Tonk Fah se situaron detrás.
Vivenna observó a los señores de los suburbios. El de la izquierda parecía más cómodo con sus ricas ropas. Debía de ser Paxen; el «caballero idriano», lo llamaban; había conseguido su fortuna dirigiendo burdeles. El de la derecha parecía necesitar un corte de pelo que no desentonara con sus finos atuendos; debía de ser Ashu, conocido por haber fundado y dirigido las ligas de lucha subterránea donde los hombres podían ver a los idrianos pelear hasta quedar inconscientes. El del centro parecía abstraído; se le veía desaliñado, pero de una manera relajada a propósito, quizá porque iba bien con su rostro guapo y juvenil: Rira, el jefe de Thame.
Vivenna se recordó que no debería basarse en las interpretaciones fáciles de sus aspectos. Se trataba de hombres peligrosos.
El silencio era total.
—No estoy segura de qué deciros —habló Vivenna por fin—. Vine a buscar algo que no existe. Esperaba que la gente aún se preocupara por su herencia.
Rira se inclinó hacia delante, las ropas desaliñadas en notorio contraste comparadas con las de los demás.
—Eres nuestra princesa. La hija de nuestro soberano. Nos preocupamos por eso.
—Más o menos —dijo Paxen.
—En serio, princesa —continuó Rira—. Nos sentimos honrados de hablar contigo. Y curiosos por tus intenciones en nuestra ciudad. Has creado bastante revuelo.
Vivenna los miró con expresión seria. Finalmente, suspiró.
—Todos sabéis que se avecina una guerra.
Rira asintió. Ashu, sin embargo, negó con la cabeza.
—No estoy convencido de ello. Todavía no.
—Habrá guerra —dijo Vivenna bruscamente—. Os lo aseguro. Mis intenciones en esta ciudad, por tanto, son asegurarme de que vaya tan bien para Idris como sea posible.
—¿Y eso qué implicaría? —preguntó Ashu—. ¿Un miembro de la realeza en el trono de Hallandren?
¿Era eso lo que ella quería?
—Sólo quiero que nuestro pueblo sobreviva.
—Una solución bastante débil —dijo Paxen, tocando la punta de su hermoso bastón—. Las guerras se libran para ganarlas, alteza. Los hallandrenses tienen a los sinvida. Derrótalos, y crearán más. Creo que una presencia militar idriana en la ciudad sería una absoluta necesidad si quisieras la libertad de nuestra patria.
Vivenna frunció el ceño.
—¿Piensas en apoderarte de la ciudad? —preguntó Ashu—. Si es así, ¿qué obtendremos nosotros?
—Esperad —dijo Paxen—. ¿Apoderarse de la ciudad? ¿Estamos seguros de querer implicarnos de nuevo en ese tipo de cosa? ¿Qué hay del fracaso de Vahr? Todos perdimos mucho dinero en esa aventura.
—Vahr era de Pahn Kahl —repuso Ashu—. No uno de los nuestros. Estoy dispuesto a correr otro riesgo si esta vez hay implicados miembros auténticos de la realeza.
—No he dicho nada de apoderarme del reino —dijo Vivenna—. Sólo quiero dar a la gente un poco de esperanza.
«O, al menos, eso quería…».
—¿Esperanza? —preguntó Paxen—. ¿A quién le importa la esperanza? Quiero compromisos. ¿Qué títulos se repartirán? ¿Quién conseguirá los acuerdos comerciales si Idris vence?
—Tienes una hermana —dijo Rira—. Una tercera, soltera. ¿Es negociable su mano? La sangre real podría ganar mi apoyo para tu guerra.
Vivenna sintió un nudo en el estómago.
—Caballeros —dijo con tono diplomático—, no se trata de buscar ganancias personales. Se trata de patriotismo.
—Claro, claro —contestó Rira—. Pero incluso los patriotas ganan recompensas. ¿No?
Los tres la miraron, expectantes.
Ella se levantó.
—Me marcho.
Denth, sorprendido, le puso una mano en el hombro.
—¿Estás segura? —preguntó—. Ha sido bastante difícil concertar este encuentro.
—He estado dispuesta a trabajar con hampones y ladrones, Denth —repuso ella con frialdad—. Pero ver a esta gente y saber que son mi propio pueblo es demasiado duro.
—Nos juzgas a la ligera, princesa —rió Rira desde atrás—. ¿Acaso no te esperabas esto?
—Esperar algo es diferente a verlo de primera mano, Rira. Os esperaba a vosotros tres. No esperaba ver lo que le ha pasado a nuestra gente.
—¿Y las Cinco Visiones? —preguntó Rira—. ¿Entras aquí, nos juzgas indignos y luego nos desprecias? No es muy idriano por tu parte.
Vivenna se volvió. Ashu ya se había puesto en pie y llamaba a sus guardaespaldas, gruñendo por la «pérdida de tiempo».
—¿Qué sabes tú de ser idriano? —replicó—. ¿Dónde está tu obediencia a Austre?
Rira rebuscó bajo su camisa y sacó un disquito blanco que tenía inscritos los nombres de sus padres. Un amuleto de obediencia austrino.
—Mi padre me trajo aquí desde las Tierras Altas, princesa. Murió trabajando en los campos de edgli. Yo me mantuve a base de aguantar el dolor de mis manos arañadas y sangrantes. He trabajado mucho para que las cosas sean mejores para tu pueblo. Cuando Vahr habló de revolución, le di dinero para alimentar a sus seguidores.
—Compras aliento. Y conviertes a las amas de casa en prostitutas.
—Sobrevivo —dijo él—. Y me aseguro de que los demás tengan de comer. ¿Lo harás tú mejor para ellos?
Vivenna frunció el ceño.
—Yo…
Guardó silencio al oír unos gritos.
Su sentido vital sacudió, advirtiéndola de que una multitud se acercaba. Giró sobre los talones mientras los señores de los suburbios maldecían y se ponían en pie. Fuera, atravesando el jardín, vio algo terrible. Uniformes púrpura y amarillo de hombretones de rostro gris y uniformes púrpura y amarillo.
Soldados sinvida. La guardia de la ciudad.
Los campesinos se dispersaron, gritando mientras los sinvida irrumpían en el jardín, dirigidos por varios guardias vivos uniformados. Denth maldijo y empujó a Vivenna a un lado.
—¡Corre! —dijo desenvainando su espada.
—Pero…
Tonk Fah la agarró por el brazo y la sacó del edificio mientras Denth se enfrentaba a los guardias. Los señores de los suburbios y su gente se dispersaron a toda prisa, aunque los guardias bloquearon rápidamente las salidas.
Tonk Fah maldijo y empujó a Vivenna a un pequeño callejón al otro lado del jardín.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, el corazón desbocado.
—Una redada —explicó Tonk Fah—. No debería ser demasiado peligrosa, a menos…
Las espadas sonaban, metal contra metal, y los gritos se volvieron más desesperados. Vivenna miró hacia atrás. Los hombres de los señores de los suburbios, sintiéndose atrapados, se enfrentaban a los sinvida. Vivenna experimentó una sensación de horror al ver a aquellos terribles hombres de rostro gris debatirse entre las espadas y dagas, ignorando las heridas. Las criaturas sacaron sus armas y atacaron sin miramientos. Los hombres chillaban y gritaban, y caían ensangrentados.
Denth se dispuso a defender la entrada al callejón de Vivenna. Ella no supo dónde se había metido Joyas.
—¡Fantasmas de Kalad! —maldijo Tonk Fah, empujándola ante él mientras se retiraban—. Esos idiotas decidieron resistir. Ahora sí que tenemos problemas.
—Pero ¿cómo nos han encontrado?
—No lo sé. Ni me importa. Tal vez vengan por ti. Tal vez sólo por los señores de los suburbios. Espero que no lo descubramos nunca. ¡Sigue corriendo!
Vivenna obedeció y corrió por el oscuro callejón, tratando de no tropezar con su largo vestido. Resultaba muy poco práctico para correr, y Tonk Fah seguía instándola a que avanzara, mirando hacia atrás ansiosamente. Vivenna oyó gruñidos y gritos mientras Denth luchaba en la boca del callejón.
Vivenna y Tonk Fah salieron del callejón. Allí, esperando en la calle, había un grupo de cinco sinvidas. Vivenna se detuvo. Tonk Fah soltó una maldición.
Los sinvida parecían de piedra, sus expresiones sombrías a la débil luz. Tonk Fah miró hacia atrás, comprendió que Denth no iba a llegar pronto y, resignado, alzó las manos y dejó caer la espada.
—No puedo enfrentarme solo a cinco, princesa —susurró—. Contra los sinvida no. Tendremos que dejar que nos detengan.
Vivenna alzó lentamente las manos también.
Los sinvida desenvainaron sus armas.
—Oh… —dijo Tonk Fah—. ¡Nos rendimos!
Las criaturas hicieron oídos sordos y atacaron.
—¡Corre! —gritó Tonk Fah, agachándose y recogiendo la espada del suelo.
Vivenna se hizo a un lado mientras varios sinvida atacaban a Tonk Fah. Se alejó lo más rápidamente que pudo. El mercenario trató de seguirla, pero tuvo que defenderse. Ella redujo el paso y miró atrás a tiempo de verlo clavar su espada en el cuello de un sinvida.
De la criatura brotó algo que no era sangre. Otras tres rodearon a Tonk Fah, aunque él consiguió blandir la espada y alcanzar a otra en una pierna. El sinvida cayó al suelo.
Dos corrieron hacia ella.
Vivenna los vio acercarse, aturdida. ¿Debería quedarse? Tratar de ayudar…
«¿Ayudar cómo? —gritó algo en su interior, algo visceral y primario—. ¡Corre!».
Lo hizo. Corrió, presa del terror, y se metió en el primer callejón que vio. Se dirigió al otro extremo, pero en su prisa tropezó con su falda, que se desgarró.
Cayó sobre el empedrado y soltó un grito. Oyó pasos tras ella y pidió ayuda, ignorando su codo magullado. Se puso en pie de un salto, se desembarazó de la falda rota y gritó de nuevo.
Algo oscureció el otro extremo del callejón. Una figura enorme de piel gris. Vivenna se detuvo, luego se dio media vuelta. Las otras dos criaturas entraron en el callejón tras ella. Vivenna se apretujó contra la pared, sintiéndose helada de pronto. Aturdida.
«Austre, dios de los Colores —pensó temblando—. Por favor…».
Los tres sinvidas avanzaron hacia ella, las armas desenvainadas. Vivenna miró al suelo y vio un trozo de cuerda en la basura.
Como todo lo demás, la cuerda la llamaba, como si supiera que podía volver a vivir. Vivenna no podía sentir a los sinvida que se cernían sobre ella, pero irónicamente sí sentía la cuerda. Podía imaginarla retorciéndose entre las piernas, maniatando a las criaturas.
«Esos alientos que tienes —había dicho Denth—. Son una herramienta. Casi sin precio. Poderosísimos…».
Vivenna, sólo en ropa interior, miró a los sinvida, con sus ojos inhumanamente humanos. Su corazón latía con tanta fuerza que parecía que alguien le martilleara el pecho. Los vio acercarse.
Vio su muerte reflejada en aquellos ojos insensibles.
Con lágrimas en el rostro, cayó de rodillas, temblando, y cogió la cuerda. Conocía el mecanismo. Sus tutores se lo habían enseñado. Necesitaba tocar la falda caída para absorber su color.
—Ven a la vida —le suplicó a la cuerda.
No sucedió nada.
Conocía el mecanismo, pero obviamente no era suficiente. Lloró, los ojos nublados.
—Por favor —suplicó—. Por favor. Sálvame.
El primer sinvida la alcanzó, el que le había cortado el paso en el fondo del callejón. Vivenna se horrorizó e intentó reptar por el sucio suelo.
La criatura saltó sobre ella.
Vivenna alzó la cabeza y se quedó perpleja al ver cómo la criatura descargaba su arma contra otro sinvida. La princesa se secó las lágrimas, y sólo entonces reconoció al recién llegado.
No era Denth ni Tonk Fah. Era una criatura de piel tan gris como la de los hombres que la atacaban, y por eso no lo había reconocido al principio.
Clod.
Decapitó hábilmente a su primer oponente, blandiendo su espada de gruesa hoja. Algo viscoso brotó del cuello de la criatura descabezada mientras se desplomaba de espaldas. Muerta, al parecer, como cualquier ser humano.
Clod encaró al guardia sinvida restante. Detrás, en la boca del callejón, aparecieron dos más. Atacaron mientras Clod retrocedía y plantaba un pie a cada lado de Vivenna, la espada ante él. Goteaba un líquido viscoso y claro.
El sinvida esperó a que los otros dos se acercaran. Vivenna tembló, demasiado cansada y aturdida para huir. Alzó la mirada y vio algo casi humano en los ojos de Clod cuando éste alzaba la espada contra los tres atacantes. Era la primera emoción que veía en un sinvida, aunque podría haberla imaginado.
Determinación.
Los tres atacaron. Ella había supuesto, en su ignorancia allá en Idris, que los sinvida eran cadáveres putrefactos o esqueletos. Los había imaginado atacando en oleadas, sin habilidad, pero con un poder oscuro e implacable.
Estaba equivocada. Aquellas criaturas se movían con soltura y coordinación, igual que un humano. Excepto que no hablaban, gritaban o gruñían. Sólo hubo silencio mientras Clod repelía un ataque y luego descargaba un codazo contra el rostro de un segundo sinvida. Se movía con una fluidez que ella había visto raras veces, su habilidad igualaba al breve movimiento de deslumbrante velocidad que Denth había desplegado en el restaurante.
Clod blandió su espada e hirió al tercer sinvida en la pierna. Otro, sin embargo, le atravesó con la espada el estómago. Aquel líquido viscoso brotó por ambos lados, manchando a Vivenna. Clod ni siquiera gimió mientras descargaba su arma y se cobraba una segunda cabeza.
El guardia sinvida cayó al suelo y dejó su arma asomando en el estómago de Clod. Otro guardia retrocedió tambaleándose, la pierna manando fluido claro, y luego cayó de espaldas también al suelo. Clod se volvió hacia el último sinvida en pie, que no se retiró pero adoptó una postura defensiva.
Clod lo abatió en cuestión de segundos, golpeándolo repetidamente con su espada antes de hacer un inesperado molinete y cercenarle la mano derecha. Siguió con un golpe en el estómago que derribó a la criatura. Con un movimiento final, clavó la hoja en el cuello de otra criatura, impidiendo que se arrastrara hacia Vivenna con un cuchillo en la mano.
El callejón recuperó la quietud. Clod se volvió hacia ella, los ojos vacíos de emoción, la mandíbula cuadrada y el rostro rectangular impasibles sobre un cuello grueso y musculoso. Empezó a retorcerse. Sacudió la cabeza, como para aclarar su visión. De su torso brotaba una horrible cantidad de fluido viscoso. Apoyó una mano en la pared y luego cayó de rodillas.
Vivenna vaciló un instante y tendió una mano hacia él. La posó sobre su brazo, frío.
Una sombra se movió en el otro lado del callejón. Vivenna alzó la cabeza, aprensiva.
—Oh, Colores —dijo Tonk Fah, corriendo hacia ellos, la ropa mojada de aquella viscosidad clara—. ¡Denth! ¡Está aquí!
Se arrodilló junto a Vivenna.
—¿Estás bien?
Ella asintió, aturdida, apenas consciente de que tenía la falda en una mano. Eso significaba que sus piernas estaban al descubierto. No le importó. Tampoco que su pelo estuviera blanco como la cal. Tan sólo miraba a Clod, que seguía arrodillado ante ella, la cabeza gacha, en postura como de adoración. Su arma resbaló entre sus dedos temblorosos y resonó contra el empedrado. Sus ojos miraban al frente, vidriosos.
Tonk Fah también observó a Clod.
—Sí —dijo—. A Joyas no le va a hacer ninguna gracia. Vamos, tenemos que salir de aquí.