—La reunión está concertada, mi señora —dijo Thame—. Los hombres se muestran ansiosos. Tu trabajo en T’Telir está adquiriendo cada vez más notoriedad.
Vivenna no estaba segura de qué pensar al respecto. Bebió su zumo. El tibio líquido era adictivamente sabroso, aunque añoraba un poco de hielo idriano.
Thame la miró con ansiedad. El bajo idriano era, según las investigaciones de Denth, de fiar. Su historia de haberse visto «obligado» a una vida delictiva era un poco exagerada. Cumplía una función en la sociedad hallandrense: actuaba como enlace entre los obreros idrianos y los diversos elementos criminales. Al parecer, también era un patriota convencido, a pesar de que tendía a explotar a su propia gente, sobre todo a los recién llegados a la ciudad.
—¿Cuántos asistirán a la reunión? —preguntó Vivenna, contemplando el tráfico de la calle.
—Más de cien, mi señora. Leales a nuestro rey, lo prometo. Y hombres influyentes todos ellos… para ser idrianos en T’Telir, claro está.
Cosa que, según Denth, significaba que eran hombres que tenían poder en la ciudad porque podían proporcionar trabajadores idrianos baratos y manejar la opinión de las masas idrianas sin privilegios. Eran hombres que, como Thame, vivían a expensas de los expatriados idrianos. Una extraña dualidad. Estos hombres tenían su valor entre una minoría oprimida, pero sin dicha opresión carecerían de poder.
«Como Lemex —pensó ella—, que servía a mi padre, que incluso parecía respetarlo y amarlo, pero mientras tanto robaba todo el oro que podía».
Se echó hacia atrás, vestida de blanco con una larga falda plisada que ondulaba con el viento. Dio un golpecito al borde de su copa, e inmediatamente un criado la rellenó de zumo. Thame sonrió, tomando zumo también, aunque parecía fuera de sitio en aquel caro restaurante.
—¿Cuántos crees que hay? Idrianos en la ciudad, quiero decir.
—Unos diez mil.
—¿Tantos?
—Hay problemas en las granjas. —Thame se encogió de hombros—. A veces es difícil vivir en esas montañas. Las cosechas fracasan y te quedas sin nada. El rey es dueño de tus tierras, así que no puedes venderlas. Y hay que pagar los préstamos…
—Sí, pero se puede hacer una petición en caso de desastre.
—Ah, mi señora, pero la mayoría de estos hombres viven a varias semanas de viaje del rey. ¿Deben dejar a sus familias para hacer una petición, cuando sus seres queridos pasarán hambre durante las semanas que tarde en llegar la comida de los almacenes del rey si tienen éxito? Prefieren venir a T’Telir y buscar trabajo aquí, cargando en los muelles o recolectando flores en las plantaciones de la jungla. Es un trabajo duro pero seguro.
«Y al hacerlo así, traicionan a su pueblo».
Pero ¿quién era ella para juzgar? La Quinta Visión lo definiría como arrogancia. Sentada allí al fresco del patio de un restaurante, disfrutando de una agradable brisa y un caro zumo mientras otros hombres se esclavizaban para alimentar a sus familias. No tenía ningún derecho a despreciar sus motivaciones.
Los idrianos no deberían buscar trabajo en Hallandren. No le gustaba admitir ninguna culpa en su padre, pero su reino no era eficiente desde un punto de vista burocrático. Consistía en docenas de aldeas dispersas con pobres carreteras a menudo bloqueadas por las nieves o los desprendimientos de rocas. Además, se veía obligado a invertir cuantiosos recursos en el ejército, en previsión de un ataque de Hallandren. Tenía un trabajo difícil. ¿Era eso una buena excusa para la pobreza de su pueblo que se veía olvidado a huir de su patria? Cuanto más escuchaba y aprendía, más advertía que muchos idrianos nunca habían conocido la vida idílica que ella había vivido en su hermoso valle en las montañas.
—La reunión será dentro de tres días, mi señora —dijo Thame—. Algunos de estos hombres vacilan después de Vahr y su fracaso, pero te escucharán.
—Estaré allí.
—Gracias.
Thame se levantó, hizo una reverencia (a pesar de que ella le había pedido que no atrajera la atención sobre su persona) y se retiró.
Vivenna permaneció sentada, bebiendo su zumo. Percibió a Denth antes de que llegara.
—¿Sabes qué me interesa? —dijo él, ocupando el asiento que Thame había dejado libre.
—¿Qué?
—La gente —contestó, golpeando una copa vacía y llamando la atención del mozo—. Me interesa la gente. Sobre todo la gente que no actúa como se supone que debe actuar. La gente que me sorprende.
—Espero que no estés hablando de Thame —dijo Vivenna, alzando una ceja.
Él negó con la cabeza.
—Estoy hablando de ti, princesa. No hace mucho, no importaba qué o a quién miraras, tenías una expresión de tranquilo disgusto en los ojos. Lo has perdido. Estás empezando a encajar.
—Entonces eso es un problema, Denth. No quiero encajar. Odio Hallandren.
—Parece que ese zumo sí te gusta.
Vivenna lo apartó a un lado.
—Tienes razón. No debería beberlo.
—Si tú lo dices —replicó Denth, encogiéndose de hombros—. Ahora bien, si le preguntaras a un mercenario (cosa que, naturalmente, nadie hace nunca), podría responder que es bueno que empieces a actuar como si fueras hallandrense. Cuanto menos destaques, menos probable será que la gente te relacione con esa princesa idriana que se esconde en la ciudad. Mira a tu amigo Parlin.
—Parece un idiota con esos colores brillantes —dijo ella, mirando hacia la calle, donde Joyas y él charlaban mientras vigilaban.
—¿Sí? ¿O parece nativo de Hallandren? ¿Vacilarías si estuvieras en la jungla y lo vieras ponerse la piel de una bestia, o quizás envolverse en una capa del color de las hojas caídas?
Ella volvió a mirar. Parlin estaba apoyado en la pared de un edificio, igual que hacían los matones de la ciudad que había por todas partes.
—Los dos encajáis mejor que antes —dijo Denth—. Estáis aprendiendo.
Vivenna agachó la cabeza. Algunas cosas en su nueva vida empezaban a parecerle naturales, en efecto. Las incursiones, por ejemplo, se volvían cada vez más fáciles. También se estaba acostumbrando a moverse con las multitudes y a ser consciente de su clandestinidad. Dos meses antes se habría opuesto, indignada, a tratar con un hombre cómo Denth, simplemente por su profesión. Le parecía difícil reconciliarse con algunos de estos cambios. Cada vez le costaba más comprenderse a sí misma, y decidir qué creía.
—Aunque tal vez querrías empezar a usar pantalones —dijo Denth, mirando el vestido de Vivenna.
Ella frunció el ceño y alzó la cabeza.
—Es sólo una sugerencia —se excusó él, y bebió un poco de zumo—. No te gustan las faldas cortas hallandrenses, pero las únicas ropas decentes que podemos comprarte son de procedencia extranjera, y son caras. Eso significa que tenemos que acudir a restaurantes caros, para no destacar. Y que tienes que mostrar toda esta terrible ostentación. Los pantalones, sin embargo, son discretos y baratos.
—No son discretos.
—Al menos no enseñan las rodillas.
—No importa.
Denth se encogió de hombros.
—Sólo daba mi opinión.
Vivenna apartó la mirada y suspiró.
—Agradezco el consejo, Denth. De verdad. Sólo estoy… confusa por muchas cosas de mi vida últimamente.
—El mundo es un lugar confuso. Eso es lo que lo hace divertido.
—Los hombres que nos ayudan dirigen a los idrianos de la ciudad, pero al mismo tiempo los explotan. Lemex le robaba a mi padre pero seguía trabajando por los intereses de mi país. Y aquí estoy yo, llevando un vestido de precio inasequible y bebiendo zumo caro mientras mi hermana sufre los abusos de un horrible dictador y esta ciudad hermosa y horrible se prepara para una guerra contra mi patria.
Denth se reclinó en su silla y contempló las multitudes que transitaban con sus colores hermosos y a la vez terribles.
—Las motivaciones de los hombres nunca tienen sentido. Y, sin embargo, lo tienen siempre.
—Ahora mismo, el que no tiene sentido eres tú.
Denth sonrió.
—Lo que intento decir es que no se comprende a un hombre hasta que se entiende qué le lleva a hacer lo que hace. Cada hombre es el héroe de su propia historia, princesa. Los asesinos no creen tener la culpa de lo que hacen. Los ladrones piensan que se merecen el dinero que roban. Los dictadores creen tener el derecho, por el bien de su pueblo y su nación, de hacer todo lo que se les antoje.
Guardó silencio y sacudió la cabeza.
—Creo que incluso Vasher se ve a sí mismo como un héroe. La verdad es que la mayoría de la gente que hace lo que llamaríamos «el mal», lo hace por lo que considera «buenas» razones. Sólo los mercenarios tienen sentido. Nosotros hacemos aquello para lo que nos pagan. Ya está. Tal vez por eso la gente nos desprecia. Somos los únicos que no fingimos tener motivos superiores.
Hizo una pausa y la miró a los ojos.
—En cierto modo, somos los hombres más honrados que conocerás jamás.
Los dos guardaron silencio, mientras una riada de colores destellantes pasaba por la calle. Alguien se acercó a la mesa.
—Así es —dijo Tonk Fah—, pero has olvidado mencionar que, además de honrados, también somos listos. Y guapos.
—Eso no hace falta decirlo.
Vivenna se volvió. Tonk Fah había estado vigilando discretamente, dispuesto a intervenir si era necesario. Le estaban dejando tomar la iniciativa en algunos encuentros.
—Honrados, tal vez —dijo Vivenna—, pero desde luego espero que no seáis los hombres más guapos que vaya a conocer. Bien, ¿nos vamos?
—Primero acábate ese zumo tan caro —ironizó Denth.
Vivenna miró la copa. El zumo estaba muy bueno. Sintiéndose culpable, la apuró. Sería un pecado malgastarlo, pensó. Se levantó y salió del restaurante, mientras Denth, que ahora manejaba casi todo el dinero, pagaba la cuenta. En la calle, se les unió Clod, que tenía órdenes de acudir si ella gritaba pidiendo ayuda.
Ella se dio la vuelta para mirar a Tonk Fah y Denth.
—Tonks —dijo—. ¿Dónde está tu mono?
Él suspiró.
—Los monos son aburridos.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Has perdido otro?
Denth se echó a reír.
—Acostúmbrate, princesa. De todos los milagros felices del universo, uno de los más grandes es que Tonks nunca ha engendrado un hijo. Probablemente lo perdería antes de que pasara una semana.
Ella sacudió la cabeza.
—Tal vez tenga razón. La próxima cita es en el jardín D’Denir, ¿no?
Denth asintió.
—Vamos —dijo ella, echando a andar calle abajo.
Los demás la siguieron, recogiendo a Parlin y Joyas por el camino. Vivenna no esperó a que Clod se abriera paso entre la multitud. Cuanto menos dependiera del sinvida, mejor. Moverse por las calles no era en realidad muy difícil. Había cierto arte en ello: te movías con la multitud, en vez de intentar nadar contra ella. Poco después, con la princesa en cabeza, el grupo desembocó en la amplia extensión de hierba que era el jardín D’Denir. Como la plaza donde las calles se encontraban, el lugar era un espacio verde emplazado entre los edificios y los colores. Sin embargo, allí ninguna flor ni árbol rompía el paisaje, ni la gente bullía. Era un lugar más reverente.
Y estaba lleno de estatuas. Centenares de ellas. Se parecían mucho a los otros D’Denir de la ciudad, con sus cuerpos enormes y sus poses heroicas, muchas con ropas o atuendos de colores. Eran las estatuas más antiguas que había visto, la piedra erosionada por años de frecuentes lluvias. Constituían el último regalo de Dalapaz el Bendito. Las estatuas se habían alzado como memorial de los caídos en la Multiguerra. Un monumento y una advertencia. Eso decían las leyendas. Vivenna no podía dejar de pensar que si la gente honrara realmente a los caídos, no vestirían a las estatuas con ropas tan ridículas.
Con todo, el lugar era más apacible que la mayoría en T’Telir. Bajó las escalinatas hasta el jardín, y deambuló entre las silenciosas figuras de piedra.
Denth la alcanzó.
—¿Recuerdas a quiénes vamos a ver?
Ella asintió.
—Falsificadores.
Él la miró.
—¿Quieres seguir adelante o no?
—Denth, durante estos meses he conocido a ladrones, asesinos y, aún peor, mercenarios. Creo que podré tratar con un par de flacos escribas.
Él sacudió la cabeza.
—Éstos son los hombres que venden los documentos, no los escribas que hacen el trabajo. No conocerás a hombres más peligrosos que los falsificadores. Dentro de la burocracia hallandrense, pueden hacer que cualquier cosa parezca legal poniendo los documentos adecuados en los lugares adecuados.
Vivenna asintió.
—¿Recuerdas qué tienes que encargarles? —preguntó Denth.
—Pues claro que sí. Este plan concreto fue idea mía, ¿recuerdas?
—Sólo comprobaba.
—Te preocupa que meta la pata, ¿verdad?
Él se encogió de hombros.
—Tú eres la jefa de este pequeño ejército, princesa. Yo sólo soy el tipo que limpia el suelo después. —La miró—. Detesto limpiar sangre.
—Oh, por favor —dijo ella, avivando el paso y dejándolo atrás. Pudo oírlo comentar algo con Tonk Fah.
—¿Mala metáfora? —preguntó Denth.
—No —respondió el otro—. Había sangre. Eso lo convierte en una buena metáfora.
—Creo que carece de poesía.
—Encuentra algo que rime con «sangre», pues —sugirió Tonk Fah. Vaciló—. ¿Hambre? Uh… ¿Enjambre?
«Son cultos para ser un par de hampones», pensó ella.
No tuvo que ir muy lejos para localizar a los dos hombres. Esperaban junto al lugar acordado, una gran estatua de D’Denir con un hacha erosionada. El grupo merendaba y charlaba, la imagen misma de la inocencia.
Vivenna redujo el paso.
—Son ellos —susurró Denth—. Sentémonos junto al D’Denir frente a ellos.
Joyas, Clod y Parlin quedaron atrás mientras Tonk Fah se apartaba para vigilar el perímetro. Vivenna y Denth se acercaron a la estatua. Él tendió un manta en el suelo y se quedó de pie a un lado, como si fuera un criado.
Uno de los hombres miró a Vivenna y asintió. Los demás continuaron comiendo. La costumbre de los bajos fondos de Hallandren de trabajar a plena luz del día seguía poniendo nerviosa a Vivenna, pero suponía que tenía ventajas en vez de hacerlo de noche.
—¿Quieres encargar un trabajo? —le preguntó el falsificador con discreción para que sólo ella pudiera oírlo. Casi parecía parte de su conversación con sus amigos.
—Sí —respondió Vivenna.
—¿Tienes dinero?
—Puedo pagar.
—¿Eres la princesa de la que habla todo el mundo?
Ella vaciló, advirtiendo que Denth llevaba con disimulo la mano al pomo de su espada.
—Sí.
—Bien. La realeza siempre sabe apañárselas. ¿Qué deseas?
—Cartas. Quiero que parezcan correspondencia entre ciertos miembros del clero de Hallandren y el rey de Idris. Han de tener sellos oficiales y firmas convincentes.
—Difícil —dijo el hombre.
Vivenna sacó algo del bolsillo de su vestido.
—Tengo una carta escrita de puño y letra por el rey Dedelin. Tiene su sello en el lacre, y la firma al pie.
El hombre pareció intrigado, aunque ella sólo podía verlo de perfil.
—Eso cambia las cosas. ¿Qué quieres que demuestren esos documentos?
—Que esos sacerdotes concretos son corruptos. Tengo una lista en esta hoja. Quiero que parezca que han estado extorsionando a Idris desde hace años, obligando a nuestro rey a pagar grandes sumas y hacer promesas extremas para impedir la guerra. Quiero que demostréis que Idris no quiere la guerra y que los sacerdotes son hipócritas.
El hombre asintió.
—¿Eso es todo?
—Sí.
—Puede hacerse. Estaremos en contacto. ¿Las instrucciones y explicaciones están en el dorso del papel?
—Como pedisteis.
El grupo de hombres se levantó y un criado empezó a recoger los restos de la comida. Al hacerlo, dejó volar al viento una servilleta, luego corrió a cogerla y agarró de paso el papel de Vivenna. Entonces se marcharon.
—¿Bien? —preguntó la princesa, alzando la cabeza.
—Bien —asintió Denth—. Te estás convirtiendo en una experta.
Vivenna sonrió, sentada en su manta. El siguiente encuentro era con un grupo de ladrones que habían robado, a petición de ellos, diversos artículos de las oficinas de guerra del edificio burocrático de Hallandren. Los documentos en sí eran de poca importancia, pero su ausencia causaría confusión y frustración.
La cita no tendría lugar hasta dentro de unas horas, lo que significaba que Vivenna podría pasar algún tiempo relajándose en el jardín, lejos de los colores innaturales de la ciudad. Denth pareció advertir su deseo y se sentó, apoyándose contra el lado del pedestal de la estatua. Vivenna vio que Parlin volvía a hablar con Joyas. Denth tenía razón: aunque sus ropas a ella le parecían ridículas, eso se debía a que lo veía como idriano. Mirándolo de manera más objetiva, comprendió que encajaba perfectamente con los otros jóvenes de la ciudad.
«Está bien para él —pensó—. Puede vestirse como quiera: no tiene que preocuparse por el escote ni la longitud de la falda».
Joyas se rio. Fue casi un bufido, aunque con cierta alegría. Vivenna se volvió y vio que Joyas miraba a Parlin, que tenía una sonrisa avergonzada en el rostro. Sin duda, el mozo había dicho algo equivocado, pero no sabía qué. Vivenna lo conocía lo suficiente para descifrar su expresión: sólo sonreiría y seguiría adelante.
Joyas le vio la cara y volvió a reírse.
Vivenna apretó los dientes.
—Debería enviarlo de vuelta a Idris —dijo.
Denth se volvió a mirarla.
—¿Qué pasa?
—Parlin. Envié de regreso a mis demás escoltas. Tendría que haberlo enviado a él también. Aquí no cumple ninguna función.
—Es rápido adaptándose a las situaciones —dijo Denth—. Y fiable. Suficiente motivo para conservarlo.
—Es un necio. Tiene problemas para comprender la mitad de las cosas que pasan.
—No tiene la inteligencia de un sabio, cierto, pero parece saber de manera instintiva cómo encajar con el entorno. Además, no todos podemos ser genios como tú.
Ella lo miró.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que no deberías dejar que tu cabello cambie de color en público, princesa.
Vivenna se sobresaltó: su pelo había cambiado de un tranquilo y calmado negro al rojo de la frustración. «¡Señor de los Colores! Antes era muy buena controlándolo. ¿Qué me está pasando?».
—No te preocupes —añadió Denth—. Joyas no tiene ningún interés en tu amigo. Te lo prometo.
Ella hizo una mueca.
—¿Por qué debería importarme Parlin?
—Oh, no sé. ¿Tal vez porque él y tú habéis estado prácticamente prometidos desde que erais niños?
—Eso es falso. ¡Me prometieron al rey-dios antes de nacer!
—Pero tu padre siempre deseó que pudieras casarte con el hijo de su mejor amigo —contestó Denth—. Al menos, eso dice Parlin. —La miró con una sonrisa picara.
—Ese muchacho habla demasiado.
—Lo cierto es que es bastante callado. Hay que insistir para sonsacarle dos frases seguidas. Sea como sea, Joyas tiene otra relación. Así que deja de preocuparte.
—No estoy preocupada. Y no me interesa Parlin.
—Por supuesto que no.
Vivenna abrió la boca para replicar, pero advirtió que Tonk Fah se acercaba y no quería que se uniera también a la discusión. Cerró la boca cuando el grueso mercenario llegó.
—Calambre —dijo.
—¿Qué?
—Rima con sangre. Ahora puedes ser poético. Calambre de sangre. Es una bonita imagen. Mucho mejor que palangre.
—Ah, ya veo —dijo Denth—. Tonk Fah.
—¿Sí?
—Eres un idiota.
—Gracias.
Vivenna echó a caminar entre las estatuas, estudiándolas, aunque sólo fuera como alternativa a tener que ver a Parlin y Joyas. Tonk Fah y Denth la siguieron a una distancia prudencial, ojo avizor. Había belleza en las estatuas. No eran como las otras que había en T’Telir, con sus pinturas chillonas, sus edificios coloridos y sus ropajes exagerados. Los D’Denir eran sólidos bloques que habían envejecido con dignidad. Los hallandrenses, naturalmente, hacían todo lo posible para afearlas con los pañuelos, sombreros y otras piezas de colores que ataban a los memoriales de piedra. Por fortuna, en ese jardín había demasiadas para decorarlas todas.
Se alzaban, como guardianes, de algún modo más sólidas que gran parte de la ciudad. La mayoría contemplaban el cielo o miraban al frente. Cada una era diferente, cada pose distinta, cada rostro único. Debían haber tardado décadas en crearlas todas, pensó. Tal vez por eso los hallandrenses eran tan aficionados al arte.
Era un lugar repleto de contradicciones. Guerreros para representar la paz. Idrianos que se protegían y se explotaban unos a otros al mismo tiempo. Mercenarios que parecían contarse entre los mejores hombres que Vivenna había conocido. Colores brillantes que creaban una especie de uniformidad.
Y, por encima de todo, el aliento biocromático. Era explotador y, sin embargo, las personas como Joyas consideraban que renunciar a su aliento era un privilegio. Contradicciones. La cuestión era: ¿podría ella misma, Vivenna, convertirse en otra contradicción? ¿Una persona que cedía sus creencias para que fueran conservadas?
Los alientos eran maravillosos. Era algo más que sólo la belleza o la habilidad de oír cambios en el sonido y sentir intrínsecamente los distintos tonos de color. Era aún más que la habilidad de sentir la vida a su alrededor. Más que los sonidos del viento y la gente hablando, o su capacidad para sentir su camino a través de un grupo de personas y moverse fácilmente con los movimientos de una multitud. Era una conexión. Sentía cercano el mundo a su alrededor. Incluso las cosas inanimadas como la ropa o las ramas caídas parecían cercanas. Estaban muertas, pero parecían ansiar de nuevo vida.
Ella podría dársela. Recordaban la vida y ella podía despertar esos recuerdos. Pero ¿de qué serviría salvar a su pueblo si se perdía a sí misma?
«Denth no parece perdido —pensó—. Los otros mercenarios y él pueden separar lo que creen de lo que se ven obligados a hacer».
En su opinión, por eso pensaba que la gente tenía en baja estima a los mercenarios. Si separabas la creencia de la acción, entonces estabas en terreno peligroso.
«No —decidió—. Nada de despertar para mí».
El aliento permanecería intacto, sin decantar. Si la tentaba demasiado, lo daría todo a alguien que no tuviera ninguno.
Y se convertiría en una apagada.