Sondeluz despertó y de inmediato se levantó. Se desperezó y sonrió.
—Precioso día —comentó.
Sus sirvientes esperaban en los lados de la habitación, mirándolo inseguros.
—¿Qué ocurre? —preguntó, extendiendo los brazos—. Venga, vamos a vestirnos.
Todos se apresuraron a atenderlo.
Llarimar entró poco después. Sondeluz a menudo se preguntaba a qué hora se despertaba, ya que cada mañana, cuando él se levantaba, Llarimar estaba siempre allí.
El sacerdote lo miró alzando una ceja.
—Se os ve muy animado esta mañana, divina gracia.
Sondeluz se encogió de hombros.
—Me ha parecido que era hora de levantarse.
—Una hora antes que de costumbre.
El dios ladeó la cabeza mientras los criados le abrochaban las cintas de la túnica.
—¿De veras?
—En efecto, divina gracia.
—Qué curioso. —Hizo un gesto a sus criados para que se retiraran.
—¿Repasamos vuestros sueños, pues? —preguntó Llarimar.
Sondeluz vaciló, una imagen destellando en su cabeza. Lluvia. Tempestad. Tormentas. Y una brillante pantera roja.
—No —respondió, y se dirigió hacia la puerta.
—Divina gracia…
—Hablaremos de los sueños en otra ocasión, Veloz. Tenemos trabajo más importante que hacer.
—¿Trabajo?
Sondeluz sonrió. Llegó a la puerta y se volvió.
—Quiero volver al palacio de Mercestrella.
—¿Para qué?
—Pues no lo sé —dijo Sondeluz alegremente.
Llarimar suspiró.
—Muy bien, divina gracia. Pero ¿podemos repasar al menos algunas obras de arte? Hay gente que ha pagado lo suyo por conseguir vuestra opinión, y algunos esperan ansiosamente oír qué opináis de sus obras.
—Está bien —rezongó Sondeluz—. Pero que sea rápido.
* * *
Sondeluz contempló la pintura.
Rojo sobre rojo, tonos tan sutiles que el pintor debía de tener al menos la Primera Elevación. Rojos violentos, terribles, que chocaban unos contra otros como olas… olas que sólo vagamente parecían hombres, y que, sin embargo, conseguían transmitir la idea de ejércitos combatiendo mucho mejor de lo que podría haberlo hecho una escena realista.
Caos. Heridas ensangrentadas en uniformes ensangrentados y piel ensangrentada. Había mucha violencia en el rojo. Su propio color. Sondeluz sintió como si formara parte del cuadro, sintió su torbellino sacudiéndolo, desorientándolo, atrayéndolo. Las oleadas humanas señalaban a una figura en el centro. Una mujer, vagamente perfilada por un par de pinceladas, que se alzaba en la cresta de dos olas de soldados colisionando, capturada en mitad del movimiento, la cabeza echada atrás, el brazo en alto.
Empuñaba una espada negra que oscurecía el cielo rojo a su alrededor.
—La Batalla de las Cataratas del Crepúsculo —dijo Llarimar en voz baja, de pie junto a él en el pasillo blanco—. El último conflicto de la Multiguerra.
Sondeluz asintió. Lo sabía, de algún modo. Los rostros de muchos soldados estaban teñidos de gris. Eran sinvida. En la Multiguerra se les había utilizado por primera vez en gran número en los campos de batalla.
—Sé que no os agradan las escenas bélicas —se excusó Llarimar—. Pero…
—Me gusta —lo cortó Sondeluz—. Me gusta mucho.
El sacerdote guardó silencio.
El dios contempló el cuadro con sus fluidos rojos, tan expresivos que comunicaban una sensación de guerra, más que sólo una imagen.
—Puede que sea la mejor pintura que ha pasado por mi sala.
Los sacerdotes al otro lado de la habitación empezaron a escribir furiosamente. Llarimar sólo miró alrededor, preocupado.
—¿Qué pasa? —preguntó Sondeluz.
—Nada.
—Veloz…
El sacerdote suspiró.
—No puedo hablar, divina gracia. No debo interferir en vuestra impresión de las pinturas.
—Últimamente varios dioses han estado formulando juicios favorables de pinturas de guerra, ¿eh? —dijo Sondeluz, contemplando la obra de arte.
Llarimar no respondió.
—Probablemente no sea nada —continuó Sondeluz—. Sólo nuestra respuesta a esas discusiones en la corte, supongo.
—Probablemente.
Sondeluz sabía que para Llarimar, él no sólo daba una impresión sobre una obra de arte, sino que estaba prediciendo el futuro. ¿Qué auguraba que le gustara una representación de la guerra con colores tan vibrantes y brutales? ¿Era una reacción a sus sueños? Pero la noche anterior, por fin, no había soñado con la guerra. Había soñado con una tormenta, cierto, pero no era lo mismo.
No debería haber hablado, pensó. Sin embargo, emitir opiniones sobre arte parecía lo único verdaderamente importante que hacía.
Contempló la pintura, cada figura sólo un par de pinceladas triangulares. Era hermosa. ¿Podía ser hermosa la guerra? ¿Cómo podía encontrar belleza en esas caras grises, en los sinvida que mataban a hombres de carne y hueso? Esa batalla ni siquiera había significado nada. No había decidido el resultado de la guerra, aunque el líder de la Unidad Panh (los reinos aliados contra Hallandren) había muerto en su transcurso. La diplomacia había puesto fin a la Multiguerra, no el derramamiento de sangre.
«¿Estamos pensando en empezar de nuevo? —pensó Sondeluz, todavía transfigurado por la belleza—. ¿Lo que hago va a desembocar en la guerra? No —se contestó—. Sólo me muestro cauteloso. Ayudo a Encendedora a consolidar una opción política. Mejor que dejar que las cosas pasen por mi vera». La Multiguerra había empezado porque la familia real no había tenido cuidado.
El cuadro continuaba llamándole la atención.
—¿Qué espada es ésa? —preguntó.
—¿Espada?
—La negra. En la mano de la mujer.
—Yo… yo no veo ninguna espada, divina gracia —dijo Llarimar—. La verdad, tampoco veo a ninguna mujer. Para mí sólo son pinceladas sin ton ni son.
—Lo has llamado la Batalla de las Cataratas del Crepúsculo.
—Es el título de la obra, divina gracia. Supuse que estabais tan confuso por ella como yo, así que pensé que él título os aclararía algo.
Los dos guardaron silencio. Finalmente, Sondeluz se volvió y se alejó.
—Fin de las críticas de arte por hoy. —Vaciló un instante—. No queméis esa pintura. Guardadla para mi colección.
Llarimar asintió.
Mientras salía del palacio, Sondeluz trató de animarse, y lo consiguió, aunque el recuerdo de aquella terrible y hermosa escena lo acompañó, mezclado con los recuerdos de su último sueño, aquella tempestad de vientos encontrados.
Pero ni siquiera eso pudo enturbiar su buena disposición. Algo había cambiado. Algo le emocionaba. Se había producido un asesinato en la Corte de los Dioses. No sabía por qué eso le parecía tan intrigante. En todo caso, debería parecerle trágico o inquietante. A lo largo de su vida siempre se lo habían dado todo hecho: respuesta a sus preguntas, diversión para saciar sus caprichos. Casi por accidente, se había convertido en un glotón. Sólo dos cosas se le habían negado: conocimiento de su pasado y libertad para salir de la corte.
Ninguna de esas restricciones iba a cambiar pronto. Pero allí, dentro de la corte, donde existía absoluta seguridad y comodidad, algo había salido mal. Una nimiedad. Algo que la mayoría de los Retornados ignoraban y que a nadie le importaba. Nadie quería preocuparse. ¿Quién, por tanto, podía poner pegas a las preguntas de Sondeluz?
—Actuáis de modo muy extraño, divina gracia —dijo Llarimar, alcanzándolo mientras cruzaba el jardín, seguido de un puñado de criados que se esforzaban por abrir un gran parasol rojo.
—Lo sé. Sin embargo, creo que podemos estar de acuerdo en que siempre he sido bastante extraño, para ser un dios.
—He de admitir que así es.
—Entonces actúo como es propio en mí. Y todo va bien en el universo.
—¿De verdad vamos a volver al palacio de Mercestrella?
—En efecto. ¿Crees que se molestará con nosotros? Eso podría ser interesante.
Llarimar suspiró.
—¿Estáis dispuesto a hablar ya de vuestros sueños?
Sondeluz no respondió de inmediato. Los sirvientes por fin abrieron el parasol y lo colocaron sobre él.
—Soñé con una tormenta —dijo entonces Sondeluz—. Yo estaba en medio de ella, sin nada a lo que agarrarme. Llovía y el viento soplaba contra mí, obligándome a retroceder. De hecho, era tan fuerte que incluso el suelo bajo mis pies parecía ondular.
Llarimar parecía preocupado.
«Más premoniciones de guerra —pensó el dios—. O, al menos, así lo verá él».
—¿Algo más?
—Sí. Una pantera roja. Parecía brillar y reflejar la luz, como si fuera de cristal. Esperaba en medio de la tormenta.
Llarimar lo miró.
—¿Os estáis inventando las cosas, divina gracia?
—¡No! Es lo que soñé de verdad.
El sacerdote suspiró e hizo una seña a un sacerdote menor, quien corrió a tomar su dictado. Poco después llegaron al palacio de Mercestrella, dorado y amarillo. Sondeluz se detuvo ante el edificio, advirtiendo que nunca había visitado el palacio de otro dios sin enviar primero a un mensajero.
—¿Queréis que envíe a alguien para anunciaros, divina gracia?
Él vaciló.
—No —dijo por fin, reparando en un par de guardias en la puerta principal. Los dos hombres parecían bastante más musculosos que el criado medio y llevaban espadas. Hojas de duelo, supuso Sondeluz, aunque nunca había visto ninguna.
Se acercó a los dos hombres.
—¿Está vuestra señora?
—Me temo que no, divina gracia —respondió uno de ellos—. Fue a visitar a Madretodos para pasar la tarde.
«Madretodos», pensó Sondeluz. Otra que poseía órdenes sinvida. ¿Cosa de Encendedora? Tal vez debería pasarse más tarde: echaba de menos charlar con Madretodos. Ella, por desgracia, lo odiaba.
—Ya —le dijo al guardia—. Bueno, no importa. Necesito examinar el pasillo donde tuvo lugar el ataque anoche.
Los guardias se miraron.
—Yo… no sé si podemos dejaros hacer eso, divina gracia.
—¡Veloz! ¿Pueden prohibírmelo?
—Solamente si tienen una orden directa de Mercestrella.
Sondeluz se volvió hacia los hombres. Reacios, ellos se hicieron a un lado.
—Tranquilos —les dijo—. Vuestra señora me pidió que me encargara. ¿Vienes, Veloz?
Llarimar lo siguió por los pasillos. Una vez más, Sondeluz sintió una extraña satisfacción. Instintos que ignoraba poseer lo impulsaban a investigar aquel extraño episodio.
La madera había sido reemplazada: su vista aguzada notó fácilmente la diferencia entre la madera nueva y la antigua. Avanzó un poco más. La mancha donde la madera se había vuelto gris había desaparecido también, sustituida por material nuevo.
«Interesante —pensó—. Pero no inesperado. Me pregunto si hay algún parche más». Avanzó un poco más y dio con otro parche de madera nueva. Formaba un cuadrado exacto.
—¿Divina gracia? —preguntó una nueva voz.
Era el joven sacerdote con quien había hablado el día anterior. Sonrió.
—Ah, bien. Esperaba que vinieras.
—Esto es muy irregular, divina gracia.
—He oído decir que atiborrarte de higos puede curarte de eso —repuso Sondeluz—. Ahora necesito hablar con los guardias que vieron al intruso la otra noche.
—¿Pero por qué, divina gracia?
—Porque soy un excéntrico. Mándalos llamar. Necesito hablar con todos los sirvientes o guardias que hayan visto al asesino.
—Divina gracia —replicó el sacerdote, incómodo—, las autoridades de la ciudad ya se han ocupado. Han determinado que se trató de un ladrón que buscaba las obras de arte de Mercestrella, y se han comprometido a…
—Veloz —dijo Sondeluz, volviéndose—. ¿Puede este hombre ignorar mi petición?
—Sólo con gran peligro para su alma, divina gracia.
El sacerdote los miró furioso a ambos, luego se dio media vuelta y envió a un criado a cumplir la exigencia de Sondeluz.
El dios se arrodilló, haciendo que varios criados susurraran alarmados. Obviamente, les parecía impropio que un dios se agachara.
Él los ignoró y examinó el cuadrado de madera nueva. Era más grande que los otros dos, y los colores encajaban mejor. Se trataba sólo de un cuadrado de madera ligeramente distinto en su color a sus vecinos. Sin suficiente aliento, ni siquiera habría advertido la diferencia.
«Una trampilla —comprendió con súbita sorpresa. El sacerdote lo vigilaba de cerca—. Este parche no es tan nuevo como los otros dos. Sólo es nuevo en relación con las otras tablas».
Sondeluz se arrastró, ignorando deliberadamente la trampilla. Una vez más, instintos inesperados le advirtieron que no revelara su hallazgo. ¿Por qué era tan cauto de repente? ¿Era influencia de sus agitados sueños y la imaginería de aquel cuadro? ¿O había algo más? Sentía como si estuviera sondeando profundamente en su interior, sacando una conciencia que antes nunca había necesitado.
Fuera como fuese, se apartó fingiendo no haber advertido nada, como si buscara rastros que pudieran haber quedado en la madera. Encontró un hilo, obviamente desprendido de la túnica de un criado, y lo alzó.
El sacerdote pareció relajarse un poco.
«Sabe lo de la trampilla —confirmó Sondeluz—. Y ¿también quizá lo sabía el intruso?».
Sondeluz se arrastró un poco más, incomodando a los criados hasta que los hombres que había mandado llamar llegaron. Se incorporó, dejó que un par de criados le sacudieran la túnica y se acercó a los recién llegados. El pasillo resultaba incómodo para tanta gente, así que salió de allí con todos. Una vez fuera, miró al grupo de seis hombres.
—Identificaos. Tú, el de la izquierda, ¿quién eres?
—Me llamo Gagaril.
—Lo siento.
El hombre se ruborizó.
—Me pusieron el nombre de mi padre, divina gracia.
—Vaya. Bien, ¿qué tienes que ver con todo esto?
—Soy uno de los guardias que estaban en la puerta cuando irrumpió el intruso.
—¿Estabas solo?
—No —respondió otro de los hombres—. Yo estaba con él.
—Bien. Vosotros dos, iros por allí.
Señaló el jardín con la mano. Ambos hombres se miraron y al punto obedecieron.
—¡Lo bastante lejos para que no podáis oírnos!
Los dos hombres asintieron y continuaron.
—Muy bien. —Sondeluz se volvió hacia los demás—. ¿Quiénes sois vosotros tres?
—El intruso nos atacó en el pasillo —respondió uno de ellos. Señaló a los otros dos—. A los tres. Y… a otro más. El compañero que murió.
—Terrible desgracia —dijo Sondeluz, señalando en otra dirección del jardín—. Por allá. Caminad hasta que ya no podáis oírme, luego esperad.
Los tres hombres se alejaron.
—Y ahora tú —dijo Sondeluz, las manos en las caderas, mirando al último hombre, un sacerdote menor.
—Vi huir al intruso, divina gracia —respondió—. Estaba mirando por una ventana.
—Qué oportuno —dijo el dios, señalando un tercer punto del jardín, lo bastante alejado de los demás. El hombre se marchó.
Se volvió hacia el sacerdote que estaba al mando.
—¿Dices que el intruso liberó a un animal sinvida?
—Una ardilla, divina gracia. La capturamos.
—Ve y tráemela.
—Divina gracia, es bastante salvaje y… —Se detuvo, advirtiendo la expresión de Sondeluz, y entonces llamó a un criado.
—No. Un criado no. Ve tú y tráela personalmente.
El sacerdote parecía incrédulo.
—Vamos, muévete —dijo Sondeluz, agitando una mano—. Sé que es una ofensa a tu dignidad, pero así están las cosas. En marcha.
El sacerdote se alejó gruñendo.
—Los demás esperad aquí —dijo Sondeluz a sus propios sirvientes y sacerdotes.
Ellos parecieron resignados. Empezaban a acostumbrarse a que los dejara solos.
—Vamos, Veloz —dijo Sondeluz, encaminándose hacia los dos guardias que había enviado al jardín.
Llarimar corrió para alcanzarlo, pues con sus largas zancadas Sondeluz no tardó en llegar junto a los dos hombres.
—Ahora decidme lo que visteis —pidió.
—Se nos acercó fingiendo ser un loco, divina gracia —contestó uno. Señaló a su compañero—. Lo golpeó en el estómago con el pomo de su espada.
El segundo guardia se levantó la camisa para mostrar un gran hematoma y luego ladeó la cabeza, mostrando otro en su cuello.
—Nos asfixió a ambos —dijo el primero—. A mí con esas borlas, a Fran con la bota en el cuello. Es lo último que vimos. Para cuando despertamos, se había ido.
—Os asfixió, pero no os mató. ¿Se contentó con dejaros sin sentido?
—Así es, divina gracia.
—Describidme al hombre.
—Era grande —dijo el guardia—. Tenía barba descuidada. No demasiado larga.
—No apestaba ni estaba sucio —indicó el otro—. Simplemente, no parecía darle mucha importancia a su aspecto. Llevaba el pelo largo, hasta el cuello, y no había visto un peine en mucho tiempo.
—Vestía harapos —añadió el primero—. Nada brillante, pero tampoco realmente oscuro. Sólo una especie de… color neutro. Poco típico de Hallandren, ahora que lo pienso.
—¿E iba armado?
—Con la espada que me golpeó. Un arma grande. No una hoja de duelo, sino más bien una espada oriental. Recta y muy larga. La llevaba oculta bajo la capa; la habríamos visto si no la hubiera cubierto caminando de forma tan extraña.
Sondeluz asintió.
—Gracias. Quedaos aquí.
Se dio media vuelta y se dirigió hacia el segundo grupo.
—Esto es muy interesante, divina gracia —dijo Llarimar—. Pero no llego a comprender qué sentido tiene.
—Es sólo curiosidad.
—Disculpadme, divina gracia. Pero no sois del tipo curioso.
Sondeluz continuó caminando. Las cosas que estaba haciendo obedecían a impulsos que, a su vez, le parecían naturales. Se acercó al siguiente grupo.
—Vosotros visteis al intruso en el pasillo, ¿no?
Los hombres asintieron. Uno dirigió una mirada hacia el palacio de Mercestrella. En el césped de delante había ahora una pintoresca mezcla de sacerdotes y sirvientes, tanto de Mercestrella como del propio Sondeluz.
—Contadme qué ocurrió.
—Caminábamos por el pasillo de los sirvientes —dijo uno de ellos—. Habíamos terminado nuestro turno y nos dirigíamos a una taberna en la ciudad.
—Entonces vimos a alguien en el pasillo —dijo otro—. No era de aquí.
—Describidlo.
—Un hombre grande —dijo uno. Los otros asintieron—. Tenía ropas harapientas y barba. Aspecto sucio.
—No —corrigió otro—. La ropa era vieja, pero el hombre no estaba sucio. Sólo desaliñado.
Sondeluz asintió.
—Continuad.
—Bueno, no hay mucho que decir. Nos atacó. Le lanzó una cuerda que había despertado al pobre Taff, quien quedó atado de inmediato. Rariv y yo corrimos en busca de ayuda. Lolan se quedó atrás.
Sondeluz miró al tercer hombre.
—¿Te quedaste atrás? ¿Por qué?
—Para ayudar a Taff.
«Miente. Parece demasiado nervioso».
—¿De veras? —dijo el dios, acercándose.
El hombre bajó la cabeza.
—Bueno, también estaba la espada…
—Es verdad —intervino otro—. Nos arrojó una espada. Un arma muy rara.
—¿No la desenvainó? —preguntó Sondeluz.
Los hombres negaron con la cabeza.
—Nos la arrojó por el suelo, con vaina y todo. Lolan la cogió.
—Pensé en luchar con él —dijo Lolan.
—Interesante. ¿Y vosotros dos os marchasteis?
—Sí —dijo uno de los dos hombres—. Cuando volvimos con refuerzos… después de ser perseguidos por esa maldita ardilla, encontramos a Lolan en el suelo inconsciente, y al pobre Taff… bueno, todavía estaba atado, aunque la cuerda ya no estaba despierta. Lo habían apuñalado.
—¿Lo viste morir?
—No —dijo Lolan, alzando las manos. Sondeluz advirtió que tenía una mano vendada—. El intruso me dejó inconsciente de un puñetazo en la cabeza.
—Pero tú tenías la espada.
—Era demasiado grande para usarla —dijo el hombre, agachando la cabeza.
—¿Así que os arrojó la espada, echó a correr y te dio un puñetazo en la cabeza?
El hombre asintió.
—¿Y tu mano?
El hombre vaciló, retirando la mano.
—Me la torcí. Nada importante.
—¿Y necesitas un vendaje para una mano torcida? —Sondeluz alzó una ceja—. Enséñamela.
El hombre titubeó.
—Enséñamela, o pierde tu alma, hijo mío —apremió Sondeluz con lo que esperaba fuera una adecuada voz divina.
El hombre extendió lentamente la mano. Llarimar retiró la venda.
La mano estaba completamente gris, vacía de color.
«Imposible —pensó asombrado Sondeluz—. El despertar no le hace eso a la carne viva. No puede absorber el color de alguien vivo, sólo de objetos. Tablas del suelo, ropas, muebles».
El hombre retiró la mano.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó el dios.
—No lo sé —respondió el hombre—. Me desperté, y estaba así.
—¿Ah, sí? ¿Y tengo que creer que no tuviste nada que ver? ¿Que no estabas compinchado con el intruso?
De repente, el hombre se hincó de rodillas y empezó a llorar.
—¡Por favor, mi señor! No toméis mi alma. No soy el mejor de los hombres. Voy a burdeles y hago trampas en el juego.
Los otros dos parecieron sobresaltarse ante esas palabras.
—Pero no sé nada de ese intruso —continuó Lolan—. Par favor, tenéis que creerme. Yo sólo quería esa espada. ¡Esa hermosa espada negra! Quería desenvainarla, blandirla, atacar con ella al hombre. ¡Intenté cogerla y entonces él me atacó! ¡Pero no lo vi matar a Taff! ¡Lo juro, nunca había visto a ese intruso antes! ¡Tenéis que creerme!
Sondeluz vaciló.
—Te creo —dijo finalmente—. Que esto sea una advertencia. Sé bueno. Deja de hacer trampas.
—Sí, mi señor.
Sondeluz se despidió de los hombres con un gesto, y Llarimar y él los dejaron atrás.
—Me siento como un dios de verdad —dijo Sondeluz—. ¿Has visto cómo he logrado que ese hombre se arrepintiera?
—Sorprendente, divina gracia.
—¿Qué piensas de sus testimonios? Aquí está pasando algo raro, ¿verdad?
—Sigo preguntándome por qué pensáis que sois vos quien debe investigarlo.
—No es que tenga otra cosa que hacer.
—Además de ser un dios.
—Sobrevalorado —dijo Sondeluz, acercándose al último hombre—. Tiene sus ventajas, pero las horas son horribles.
Llarimar bufó en voz baja mientras Sondeluz llegaba junto al último testigo, el sacerdote bajito que esperaba allí de pie, con su túnica amarilla y dorada. Era bastante más joven que los demás sacerdotes.
«¿Lo han elegido para que me mienta con la esperanza de que parece inocente?», se preguntó Sondeluz, receloso.
—¿Cuál es tu versión?
El joven sacerdote se inclinó.
—Estaba haciendo mis deberes, pasando al santuario de archivos varias profecías pronunciadas por la Señora. Oí un lejano tumulto en el edificio. Me asomé a la ventana pero no vi nada.
—¿Dónde estabas?
El joven señaló una ventana.
—Allí, divina gracia.
Sondeluz frunció el ceño. El sacerdote estaba en el ala opuesta del palacio donde había ocurrido todo. Sin embargo, era el lado del edificio por donde había entrado el intruso.
—¿Pudiste ver la puerta donde el intruso neutralizó a los dos guardias?
—Sí, divina gracia. Aunque no lo vi al principio. Casi dejé la ventana para ir en busca de la fuente del ruido. Sin embargo, en ese punto vi algo extraño a la luz del farol de la entrada: una figura moviéndose. Fue entonces cuando divisé a los guardias en el suelo. Pensé que eran cadáveres, y me asustó la figura en sombras que se movía entre ellos. Grité y corrí en busca de ayuda. Cuando por fin me prestaron atención, la figura ya había desaparecido.
—¿Fuiste tras sus pasos?
El hombre asintió.
—¿Y cuánto tardaste?
—Varios minutos, divina gracia.
Sondeluz asintió lentamente.
—Muy bien, pues. Gracias.
El joven sacerdote se dispuso a marcharse para reunirse con sus colegas.
—Un momento —dijo Sondeluz—. ¿Viste bien al intruso?
—No, divina gracia. Iba vestido de oscuro, con ropas normales y corrientes. Estaba demasiado lejos para verlo bien.
Sondeluz despidió al hombre. Se frotó la barbilla pensativo y luego miró a Llarimar.
—¿Y bien?
El sacerdote alzó una ceja.
—¿Qué, divina gracia?
—¿Qué piensas?
Llarimar sacudió la cabeza.
—Sinceramente, no lo sé. Sin embargo, está claro que esto es importante.
Sondeluz se detuvo.
—¿Lo es?
Llarimar asintió.
—Sí, divina gracia. Por lo que ha dicho ese hombre, el que estaba herido en la mano. Ha mencionado una espada negra. La predijisteis, ¿recordáis? En la pintura de esta mañana.
—Eso no fue una predicción. Está de verdad allí, en el cuadro.
—Así funcionan las profecías, divina gracia. ¿No lo entendéis? Miráis una pintura y una imagen aparece ante vuestros ojos. Todo lo que yo veo son pinceladas aleatorias de rojo. La escena que describís, las cosas que veis, son proféticas. Sois un dios.
—¡Pero vi exactamente lo que el cuadro muestra! ¡Antes incluso de que me dijeras cuál era su título!
Llarimar asintió con sabiduría, como si eso demostrara su argumento.
—Oh, no importa. ¡Funcionarios! Fanáticos insufribles, todos vosotros. Sea como sea, estás de acuerdo conmigo en que aquí pasa algo raro.
—Sin duda, divina gracia.
—Bien. Entonces ten la amabilidad de dejar de quejarte mientras investigo.
—Lo cierto es que resulta imperativo que no os impliquéis. Predijisteis que esto ocurriría, pero sois un oráculo. No debéis interactuar con el tema de vuestras predicciones. Si os implicáis, podríais desequilibrar muchas cosas.
—Me gusta estar desequilibrado. Además, esto es muy divertido.
Como de costumbre, Llarimar no reaccionó al ver que su consejo era ignorado. Cuando empezaban a volver hacia el grupo principal, el sacerdote hizo una pregunta.
—Divina gracia, sólo para saciar mi curiosidad, ¿qué pensáis del asesinato?
—Está claro. Hubo dos intrusos. El primero, el hombre grande de la espada: dejó inconscientes a los guardias, atacó a esos criados, liberó al bicho sinvida, y luego desapareció. El segundo, el que vio el sacerdote joven, llegó después del primero. Ese segundo hombre es el asesino.
Llarimar frunció el ceño.
—¿Por qué suponéis eso?
—El primer hombre tuvo cuidado de no matar. Dejó a los guardias con vida a riesgo para sí mismo, ya que podrían haber recuperado la conciencia en cualquier momento y dar la voz de alarma. No desenvainó su espada contra los criados, sino que simplemente trató de someterlos. No tenía motivos para matar a un cautivo sujeto… sobre todo puesto que ya había dejado testigos. Pero si hubo un segundo hombre… bueno, eso tendría sentido. El sirviente que murió era el que estaba consciente cuando este segundo intruso entró. Ese criado fue el único que vio al segundo intruso.
—Así que pensáis que alguien siguió al hombre de la espada, mató al único testigo y luego…
—Ambos desaparecieron. Encontré una trampilla. Pienso que debe de haber pasadizos debajo del palacio. Me parece bastante obvio. Una cosa, sin embargo, no es obvia. —Miró a Llarimar, frenando el paso antes de llegar al grupo de sacerdotes y sirvientes.
—¿Y cuál es, divina gracia?
—¡Cómo en nombre de los Colores he deducido todo esto!
—Estoy tratando de comprenderlo yo también, divina gracia.
Sondeluz negó con la cabeza.
—Esto viene de antes, Veloz. Todo lo que estoy haciendo parece natural. ¿Quién era yo, antes de morir?
—No sé a qué os referís —respondió Llarimar, dándose la vuelta.
—Oh, venga ya, Veloz. Me he pasado casi toda mi vida retornada holgazaneando, pero cuando matan a alguien, salto de la cama y no puedo resistir ponerme a husmear. ¿No te parece sospechoso?
Llarimar no lo miró.
—¡Colores! —maldijo Sondeluz—. ¿Fui alguien útil? Estaba empezando a creer que había muerto de un modo razonable… como caerme de un tocón cuando estaba borracho.
—Sabéis que moristeis de manera valiente, divina gracia.
—Pudo ser un tocón muy alto.
Llarimar sacudió la cabeza.
—Sea como sea, divina gracia, sabéis que no puedo decir nada de quién fuisteis antes.
—Bueno, esos instintos venían de alguna parte —contestó Sondeluz mientras se dirigía al grupo de sacerdotes y sirvientes.
El sacerdote principal había vuelto con una cajita de madera. Dentro algo se agitaba y arañaba frenéticamente.
—Gracias —dijo el dios, agarrando la caja y pasando de largo sin detenerse—. Te digo, Veloz, que no estoy contento.
—Parecíais bastante feliz esta mañana —repuso el sacerdote mientras se marchaban del palacio de Mercestrella. El sacerdote de la diosa quedó atrás, con una queja muriendo en los labios, mientras el séquito de Sondeluz lo seguía.
—Estaba feliz porque no sabía qué pasaba. ¿Cómo voy a ser adecuadamente indolente si sigo ansiando investigar cosas? Sinceramente, este asesinato arruinará por completo mi reputación labrada a pulso.
—Mis condolencias, divina gracia, por haber sido molestado por algo parecido a la motivación.
—Desde luego —suspiró Sondeluz. Tendió la caja con su furioso roedor sinvida—. Toma. ¿Crees que mis despertadores podrán anular su frase de seguridad?
—Con tiempo suficiente. Pero es un animal, divina gracia. No podrá decirnos nada directamente.
—Que lo hagan de todas formas. Mientras tanto, tengo que pensar un poco más en este caso.
Regresaron al palacio. Sin embargo, lo que ahora roía a Sondeluz era el hecho de que había usado la palabra «caso» en referencia al asesinato. Era una palabra que no había oído usar nunca en ese contexto particular. Sin embargo, instintivamente sabía que encajaba.
«No tuve que aprender a hablar de nuevo cuando retorné —pensó— ni a caminar de nuevo ni nada por el estilo. Sólo perdí mi memoria personal».
Pero no toda, al parecer.
Y eso le hizo preguntarse qué más podía lograr si lo intentaba.