Capítulo 25

Vivenna caminaba entre las gentes de T’Telir y le parecía que todos la reconocían.

Combatió esa sensación. Era un milagro que Thame, originario de su propia ciudad, hubiera podido localizarla. La gente que la rodeaba no tenía manera de relacionarla con los rumores que pudieran haber oído, sobre todo considerando sus ropas.

Rojos y amarillos faltos de modestia se solapaban unos encima de otros en su vestido. El atuendo fue el único que Parlin y Tonk Fah pudieron encontrar que cumpliera los recios requisitos de la modestia. El vestido, en forma de tubo, estaba hecho de tela extranjera, de Tedrael, que provenía del otro lado del mar Interior. Le llegaba casi a los tobillos, y aunque su estrechez realzaba su busto, al menos el atuendo la cubría hasta casi el cuello, y tenía mangas largas.

Sostuvo las miradas de las mujeres que llevaban faldas cortas y sueltas y camisas sin mangas. Revelaban tanta piel que resultaba escandaloso, pero con el ardiente sol y la maldita humedad de la costa, comprendía por qué lo hacían.

Después de un mes en la ciudad, empezaba a saber moverse entre el flujo del tráfico. Todavía no estaba segura de querer salir a la calle, pero Denth había sido persuasivo.

«¿Sabes qué es lo peor que puede pasarle a un guardaespaldas? —le había preguntado él—. Dejar que maten a su protegido por un descuido. Tenemos un equipo pequeño, princesa. Podemos dividirnos y dejarte con un guardia solo o puedes venir con nosotros. Personalmente, me gustaría llevarte donde pueda echarte el ojo».

Y por eso Vivenna había ido. Vestida con uno de sus nuevos atuendos, el pelo de un incómodo y anti-idriano amarillo, y suelto, agitándose tras ella. Caminaba por la plaza ajardinada como si fuera de paseo, aparentando tranquilidad. A los habitantes de T’Telir le gustaban los jardines: los tenían de todas clases a lo largo y ancho de la ciudad. De hecho, por lo que Vivenna había visto, la mayoría de la ciudad era prácticamente un jardín. Palmas y helechos crecían en todas las calles, y había flores exóticas por todas partes durante todo el año.

Cuatro calles desembocaban en la plaza, con cuatro zonas de tierra cultivada formando un diseño de cuadros. En cada una se alzaban una docena de palmeras diferentes. Los edificios que rodeaban los jardines eran más ricos que los del mercado calle arriba. Y aunque había un denso tráfico peatonal, la gente se aseguraba de ceñirse a las aceras, pues los carruajes eran comunes. Era un distrito comercial pujante. No había tiendas. Pocas actuaciones. Tiendas de mayor calidad, y más caras.

Vivenna recorría el perímetro de los jardines. Había helechos y hierba a su derecha. Tiendas de delicada, rica y por supuesto colorida variedad se extendían por la calle a su izquierda. Tonk Fah y Parlin caminaban por allí. Parlin llevaba el mono en el hombro, y se había acostumbrado a vestir un pintoresco chaleco rojo además del sombrero verde. Vivenna no podía dejar de pensar que allí el montaraz se hallaba aún más fuera de su elemento que ella misma, pero no parecía atraer ninguna atención.

Continuó caminando. Joyas la seguía entre la multitud. Aquella mujer era buena: Vivenna apenas captaba algún atisbo ocasional de su presencia, y en todo caso porque le decían dónde mirar. Nunca llegó a ver a Denth. Estaba allí en alguna parte, demasiado sigiloso para que lo localizara. Cuando llegó al final de la calle y se dio la vuelta para regresar, vio a Clod. El sinvida se alzaba tan inmóvil como una de las estatuas de D’Denir que flanqueaban los jardines, contemplando impasible pasar a la multitud. La mayoría de la gente lo ignoraba.

Denth tenía razón. Los sinvida no eran abundantes, pero tampoco eran desconocidos. Varios atravesaron el mercado cargando paquetes para sus dueños. Ninguno era tan alto o musculoso como Clod: los sinvida tenían tantas formas y tamaños como las personas. Los ponían a trabajar vigilando las tiendas, actuando como porteadores, barriendo la acera. Todo a su alrededor.

Continuó caminando y atisbó brevemente a Joyas en la multitud al pasar. «¿Cómo consigue parecer tan relajada? —pensó Vivenna. Cada uno de los mercenarios parecía tan calmado como si hubieran ido a una excursión—. No pienses en el peligro», se dijo, apretando los puños. Se concentró en los jardines. La verdad era que sentía un poco de envidia hacia los habitantes de T’Telir. La gente descansaba sentada en el césped o tumbada a la sombra de los árboles, mientras sus hijos jugaban y reían. Las estatuas de D’Denir se alzaban en una solemne fila, los brazos alzados, las armas prestas, como dispuestas a defender a aquella gente. Los árboles se erguían hacia el cielo, desplegando unas ramas con extrañas protuberancias en forma de flores.

Había flores de anchos pétalos en macetones: algunas eran Lágrimas de Edgli. Austre había colocado las flores donde las quería. Cortarlas y matarlas, para usarlas como adorno de una habitación o una casa, era ostentación. Pero ¿también lo era plantarlas en medio de la ciudad, donde todos eran libres para disfrutar de ellas?

Se dio la vuelta. Su biocroma continuaba sintiendo la belleza. La densidad de la vida en una zona creaba una especie de zumbido en su pecho.

«No me extraña que les guste vivir tan cerca unos de otros», pensó, advirtiendo cómo un grupo de flores formaba una escala de color, desplegándose en abanico hacia el interior de su maceta. «Y si vas a vivir así de apretujado, la única forma de ver la naturaleza sería cultivarla».

—¡Socorro! ¡Fuego!

Vivenna giró sobre los talones, como hizo la mayoría de la gente en la calle. El edificio donde habían curioseado Tonk Fah y Parlin estaba ardiendo. Vivenna no siguió mirando, pero se volvió hacia el centro de los jardines. La mayoría de la gente que había allí estaba conmocionada, contemplando el humo que se arremolinaba en el aire.

Distracción número uno.

La gente corrió a ayudar, cruzando la calle, haciendo que los carruajes se detuvieran bruscamente. En ese momento Clod avanzó, surgiendo de entre la multitud, y descargó un golpe de porra contra la pata de un caballo. Vivenna no pudo oír la pata romperse, pero sí vio cómo la bestia relinchaba y caía, volcando el carruaje del que tiraba. Un arcón cayó de lo alto del vehículo.

El carruaje pertenecía a un tal Nanrovah, sumo sacerdote del dios Marcaquieta. La información de Denth decía que el carruaje transportaba artículos valiosos. Aunque no fuera así, un sumo sacerdote en peligro atraería mucha atención. El arcón cayó al suelo y se rompió, desparramando monedas de oro.

Distracción número dos.

Vivenna vio a Joyas al otro lado del carruaje. La mujer miró a la princesa y asintió. Hora de irse. Mientras la gente corría hacia el fuego o hacia el oro, Vivenna se retiró. Cerca, Denth estaría saqueando una de las tiendas con una banda de ladrones. Éstos se quedarían los artículos. Vivenna sólo quería asegurarse de que esos artículos desaparecieran.

Joyas y Parlin se reunieron con ella mientras se marchaban. Le sorprendió lo rápido que latía su corazón. No había sucedido casi nada. Ningún peligro real. Ninguna amenaza para ella. Sólo un par de «accidentes».

Pero, claro, ésa era la idea.

* * *

Horas más tarde, Denth y Tonk Fah aún no habían regresado a la casa. Vivenna estaba sentada en silencio en los nuevos muebles, las manos sobre el regazo. Los muebles eran verdes.

—¿Qué hora es? —preguntó Vivenna en voz baja.

—No lo sé —replicó Joyas, que estaba de pie junto a la ventana, mirando la calle.

«Paciencia —se dijo Vivenna—. No es culpa suya que sea tan brusca. Le robaron su aliento».

—¿No deberían haber vuelto ya? —preguntó con calma.

Joyas se encogió de hombros.

—Tal vez. Depende de si han decidido o no ir a un escondrijo seguro a esperar que las cosas se enfríen.

—Comprendo. ¿Cuánto tiempo deberíamos esperar?

—El que haga falta. Mira, ¿crees que podrías no hablarme? Lo agradecería de veras. —Y se volvió para mirar por la ventana.

Vivenna se envaró ante aquel insulto. «Paciencia —se dijo—. Comprende su situación. Eso es lo que enseñan las Cinco Visiones».

Se levantó y se acercó a Joyas. Vacilante, le puso una mano en el hombro. La otra dio un respingo: sin aliento, le resultaba más difícil advertir cuándo se le acercaba alguien.

—No importa —dijo Vivenna—. Comprendo.

—¿Comprendes? ¿Qué comprendes?

—Te quitaron tu aliento. No tenían ningún derecho a hacerte algo tan terrible.

Vivenna sonrió comprensiva y se retiró hacia las escaleras.

Joyas soltó una carcajada. Vivenna se detuvo y se dio media vuelta.

—¿Crees que me comprendes? —preguntó Joyas—. ¿Sientes lástima de mí porque soy una apagada?

—Tus padres no deberían haber hecho lo que hicieron.

—Mis padres sirvieron a nuestro rey-dios. Le dieron mi aliento directamente. Es un honor más grande que el que podrías comprender.

Vivenna se quedó desconcertada por aquel comentario.

—¿Crees en los Tonos Iridiscentes?

—Pues claro que creo —respondió Joyas—. Soy de Hallandren, ¿no?

—Pero los demás…

—Tonk Fah es de Pahn Kahl. Y no sé de dónde Colores es Denth. Pero yo soy de T’Telir.

—Pero sin duda no adorarás a esos supuestos dioses… No después de lo que te hicieron.

—¿Qué me han hecho? Has de saber que di mi aliento voluntariamente.

—¡Eras una niña!

—Tenía once años y mis padres me dieron a elegir. Tomé la decisión adecuada. Mi padre trabajaba en la industria del tinte, pero se dañó la espalda y quedó inútil, y yo tenía cinco hermanos y hermanas. ¿Sabes lo que es ver cómo tus hermanos pasan hambre? Años antes, mis padres ya habían vendido su aliento para obtener dinero para montar un negocio. ¡Al vender el mío, conseguimos dinero suficiente para vivir casi un año!

—Ningún precio vale un alma. Tú…

—¡Deja de juzgarme! Que los fantasmas de Kalad te lleven, mujer. ¡Me siento orgullosa de haber vendido mi aliento! Una parte de mí vive dentro del rey-dios. Gracias a mí, él continúa viviendo. Soy parte de este reino de un modo que muy pocos comparten.

Joyas sacudió la cabeza y se dio media vuelta.

—Por eso nos molestáis tanto los idrianos. Tan altivos, tan seguros de que todo lo hacéis bien. Si tu dios te pidiera que le dieras tu aliento, o incluso el aliento de tu hijo, ¿no lo harías? Vosotros entregáis a vuestros hijos para que se conviertan en monjes, obligándolos a una vida de servidumbre, ¿no es así? Eso se considera un signo de fe. Sin embargo, cuando nosotros hacemos algo para servir a nuestros dioses, nos miráis con mala cara y nos llamáis blasfemos.

Vivenna abrió la boca, pero no fue capaz de encontrar ninguna respuesta. Enviar a los niños a convertirse en monjes era diferente.

—Nosotros nos sacrificamos por nuestros dioses —continuó Joyas, todavía mirando por la ventana—. Pero eso no significa que nos exploten. Mi familia fue bendecida por lo que hicimos. No sólo hubo dinero suficiente para comprar comida, sino que mi padre se recuperó y unos años después pudo volver a abrir el negocio. Mis hermanos todavía lo dirigen.

»No tienes por qué creer en mis milagros. Puedes llamarlos accidentes o coincidencias, si quieres. Pero no te apiades de mí por mi fe. Y no presumas de ser mejor, sólo porque crees en algo diferente.

Vivenna cerró la boca. Obviamente, no tenía sentido discutir. Joyas no estaba de humor para su compasión. Se dirigió hacia las escaleras y se retiró.

* * *

Unas horas más tarde, empezó a oscurecer. Vivenna se hallaba en el balcón del primer piso de la casa, contemplando la ciudad. La mayoría de los edificios de esa calle tenían balcones frontales. Ostentosos o no, desde su emplazamiento en la colina ofrecían una buena vista de T’Telir.

La ciudad resplandecía de luz. En las calles más importantes, lámparas montadas en postes flanqueaban las aceras, encendidas cada noche por empleados municipales. Muchos edificios estaban iluminados también. Semejante gasto de aceite y velas todavía la sorprendía. Sin embargo, con el mar Interior cerca, el aceite era más barato que en las Tierras Altas.

Vivenna no sabía cómo interpretar el estallido de Joyas. ¿Cómo podía nadie estar orgulloso porque le habían despojado de su aliento para alimentar a un avaricioso retornado? Sin embargo, la mujer había sonado sincera. Obviamente creía en esas cosas, y tenía que racionalizar sus experiencias para vivir con ellas.

Vivenna estaba confusa. Las Cinco Visiones enseñaban que debía intentar comprender a los demás. Le decían que no se sintiera superior a nadie. Sin embargo, Austre enseñaba que lo que Joyas había hecho era una abominación.

Las dos cosas parecían contradecirse. Creer que Joyas estaba equivocada la colocaba por encima de la mujer. Pero aceptar lo que decía era negar el austrismo. Alguien podría haberse reído de su dilema, pero Vivenna siempre había intentado ser devota.

Y necesitaba estricta devoción para sobrevivir en la pagana Hallandren.

Pagana. ¿No se situaba ella por encima de Hallandren al llamarla así? Pero lo era. No podía aceptar que los Retornados fueran verdaderos dioses. Parecía que creer en cualquier fe era volverse arrogante.

Tal vez se merecía las cosas que le había dicho Joyas.

Alguien se acercó. Vivenna se volvió cuando Denth abrió la puerta y salió al balcón.

—Hemos vuelto —anunció.

—Lo sé —dijo ella, contemplando la ciudad y su miríada de luces—. Os percibí entrar en el edificio hace un ratito.

Él soltó una risita.

—Había olvidado que tienes suficiente aliento, princesa. Nunca lo usas.

«Excepto para percibir cuándo hay gente cerca —pensó ella. Pero no puedo evitarlo, ¿no?».

—Reconozco esa expresión de frustración —advirtió Denth—. ¿Todavía te preocupa que el plan no funcione lo bastante rápido?

Ella negó con la cabeza.

—No es eso, Denth.

—No debería haberte dejado tanto tiempo a solas con Joyas. Espero que no te diera demasiados mordiscos.

Vivenna no respondió. Finalmente, suspiró y se volvió hacia él.

—¿Cómo fue la misión?

—Perfectamente. Cuando dimos el golpe en la tienda, nadie nos vio. Considerando los guardias que ponen cada noche, deben de sentirse bastante estúpidos por haber sido robados a plena luz del día.

—Sigo sin comprender de qué servirá. ¿Una tienda de especias de un mercader?

—No una sola tienda —dijo Denth—. Sus tiendas. Arruinamos o robamos todos los barriles de sal de la bodega. Es uno de los tres únicos hombres que almacenan sal en gran cantidad: los demás mercaderes de especias le compran a esos tres.

—Sí, pero sal… ¿Cuál es el objetivo?

—¿Hizo mucho calor hoy?

Vivenna se encogió de hombros.

—Bastante.

—¿Qué le pasa a la carne cuando hace calor?

—Se pudre —dijo Vivenna—. Pero no tienen que usar sal para conservar la carne. Pueden usar…

—¿Hielo? —repuso Denth, riendo—. No aquí abajo, princesa. Si quieres conservar carne, la salas. Y si quieres que un ejército lleve pescado desde el mar Interior para atacar un lugar tan lejano como Idris…

Ella sonrió.

—Los ladrones que nos ayudan se llevarán la sal —dijo Denth—. A reinos lejanos, donde podrán venderla abiertamente. Para cuando estalle la guerra, la Corona tendrá verdaderos problemas para suministrar carne a sus hombres. Es sólo otro pequeño golpe, pero se van acumulando.

—Gracias.

—No nos des las gracias. Sólo páganos.

Ella asintió. Guardaron silencio un momento, mientras contemplaban la ciudad.

—¿Cree de verdad Joyas en los Tonos Iridiscentes? —preguntó por fin Vivenna.

—Tan apasionadamente como a Tonk Fah le gusta dormir —contestó Denth. La miró—. No se te ha ocurrido desafiarla, ¿no?

—Más o menos.

Él silbó.

—¿Y todavía estás en pie? Tendré que darle las gracias por su contención.

—¿Cómo puede creer en eso? —dijo Vivenna.

Denth se encogió de hombros.

—A mí me parece una religión bastante buena. Quiero decir, puedes ir y ver a sus dioses. Hablar con ellos, verlos brillar. No es tan difícil de comprender.

—Pero está trabajando para una idriana. Trabaja para minar la capacidad bélica de sus propios dioses. Lo que derribamos hoy era el carruaje de un sacerdote.

—Y bastante importante, por cierto —rio Denth—. Ay, princesa, es un poco difícil de comprender. Es la forma de pensar de los mercenarios. Nos pagan para que hagamos cosas, pero no somos nosotros las que las hacemos. Eres tú quien las hace. Sólo somos tus herramientas.

—Herramientas que trabajan contra los dioses de Hallandren.

—Ése no es motivo para dejar de creer en ellos. No mezclamos el trabajo con nuestra vida privada. Tal vez sea eso lo que hace que la gente nos odie tanto. No comprenden que si matamos a un amigo en el campo de batalla, no significa que seamos crueles o indignos de confianza. Hacemos aquello para lo que nos pagan. Igual que cualquiera.

—Es diferente —dijo Vivenna.

Denth se encogió de hombros.

—¿Crees que el refinador piensa alguna vez que el hierro que purifica puede acabar en una espada que mate a un amigo suyo?

La princesa contempló las luces de la ciudad y pensó en toda aquella gente, con todas sus diferentes creencias, sus diferentes modos de pensar, sus diferentes contradicciones. Tal vez no era la única que se esforzaba por creer dos cosas aparentemente opuestas al mismo tiempo.

—¿Y tú, Denth? —preguntó—. ¿Eres hallandrense?

—Dioses, no.

—¿Entonces en qué crees?

—No he creído mucho. No desde hace mucho tiempo.

—¿Y tu familia? ¿En qué creían?

—Toda mi familia está muerta. Creían en una fe que casi todo el mundo ha olvidado ya. Nunca me uní a ellos.

Vivenna frunció el ceño.

—Tienes que creer en algo. Si no en una religión, en alguien. Un modo de vivir.

—Lo hice, una vez.

—¿Siempre tienes que responder de forma tan vaga?

Él la miró.

—Sí —dijo—. Excepto, tal vez, a esa pregunta.

Ella puso los ojos en blanco.

Denth se apoyó contra la barandilla.

—Las cosas en que creía, no sé si tenían sentido, ni si te interesa saber de ellas.

—Dices que sólo te interesa el dinero —contestó ella—. Pero no lo creo. He visto los libros de cuentas de Lemex. No te pagaba tanto, al menos no tanto como yo creía. Y, si hubieras querido, podrías haber atacado el carruaje de ese sacerdote para llevarte el dinero. Podrías haber robado el doble tan fácilmente como la sal.

Él no respondió.

—No sirves a ningún reino ni rey —continuó ella—. Eres mejor espadachín que un simple guardaespaldas… sospecho que mejor que casi nadie, si puedes impresionar a un jefe de los bajos fondos con tu habilidad. Podrías tener fama y premios si decidieras convertirte en duelista deportivo. Dices obedecer a tu jefe, pero das las órdenes más a menudo que las tomas… y además, ya que no te importa el dinero, eso de ser el empleado es sólo una fachada.

Se detuvo.

—De hecho, la única que vez que te he visto expresar una chispa de emoción es respecto a ese hombre, Vasher. El de la espada.

Mientras ella pronunciaba el nombre, Denth se tensó.

—¿Quién eres? —preguntó Vivenna.

Denth se volvió hacia ella, la mirada dura, demostrándole, una vez más, que el hombre jovial que mostraba al mundo era una máscara. Suavidad para cubrir la piedra interior.

—Soy un mercenario.

—Muy bien, pero ¿quién eres?

—No quieras saber la respuesta a eso —dijo él. Y se marchó, dejándola a solas en el oscuro balcón de madera.