Amaclima, dios de las tormentas, seleccionó una de las esferas de madera del bastidor y la sopesó en la mano. Había sido construida para llenar la palma de un dios, y en el centro tenía plomo. Tallada con anillos por toda la superficie, estaba pintada de azul.
—¿Una esfera dobladora? —preguntó Bendicevidas—. Audaz movimiento.
Amaclima miró al grupito de dioses que tenía detrás. Sondeluz estaba entre ellos, bebiendo un dulce zumo de naranja con algún tipo de refuerzo alcohólico. Habían pasado varios días desde que Llarimar lo convenciera para que se levantase de la cama, pero aún no había llegado a ninguna conclusión sobre cómo actuar.
—Un movimiento audaz, ciertamente —dijo Amaclima, lanzando la esfera al aire y luego capturándola—. Dime, Sondeluz el Audaz. ¿Favoreces este tiro?
Los otros dioses se echaron a reír. Había cuatro jugando. Como de costumbre. Amaclima llevaba una túnica verde y dorada que le colgaba de un hombro hasta medio muslo, sujeta a la cintura con un fajín. El atuendo, al estilo de los vestidos antiguos de los Retornados según pinturas de siglos pasados, revelaba sus músculos esculpidos y su divina figura. Se encontraba al borde del balcón, y era su turno de tirar.
Sentados detrás estaban los otros tres. Sondeluz a la izquierda y Bendicevidas, dios de las curaciones, en el centro. Llamadaverdadera, dios de la naturaleza, estaba sentado a la derecha, vistiendo su elaborada capa y uniforme marrón y blanco.
Los tres dioses eran variaciones sobre un mismo tema. Si Sondeluz no los hubiera conocido bien, habría tenido problemas para distinguirlos. Cada uno medía exactamente dos metros diez, con una musculatura que cualquier mortal habría envidiado. Bendicevidas tenía el pelo castaño, mientras que Amaclima lo tenía rubio y Llamadaverdadera negro, pero los tres compartían los mismos rasgos de mandíbula cuadrada, peinados perfectos y gracia innata que los identificaba como divinidades retornadas. Sólo sus vestimentas ofrecían alguna variedad.
Sondeluz sorbió su bebida.
—¿Bendigo tu tiro, Amaclima? —preguntó—. ¿No estamos compitiendo el uno contra el otro?
—Supongo —contestó el dios, haciendo oscilar la bola de madera.
—¿Entonces por qué debería bendecirte cuando tiras contra mí?
Amaclima sonrió, echó el brazo atrás y lanzó la bola. Rebotó, rodó sobre la hierba y por fin se detuvo. Esa sección del patio había sido dividida en un enorme tablero de juego con cuerdas y estacas. Los sacerdotes y sirvientes corrían por los laterales, haciendo anotaciones y llevando la puntuación para que los dioses no tuvieran que hacerlo. El tarachin era un juego complejo, sólo practicado por los ricos. Sondeluz nunca se había molestado en aprender las reglas.
Le resultaba más divertido jugar cuando no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
Le tocaba tirar. Se levantó, seleccionó una de las esferas de madera del bastidor porque hacía juego con el color de su bebida. Jugueteó con la bola naranja y luego, sin prestar atención hacia dónde, la lanzó al campo. La esfera llegó más lejos de lo que se necesitaba: Sondeluz tenía la fuerza de un cuerpo perfecto. En parte por eso el campo era tan enorme: construido a escala de los dioses, cuando éstos jugaban requerían la perspectiva elevada de un balcón para ver la partida.
Se suponía que el tarachin era uno de los juegos más difíciles del mundo: requería fuerza para arrojar las esferas correctamente, sagacidad para comprender dónde colocarlas, coordinación para hacerlo con la precisión necesaria, y una gran comprensión de la estrategia para elegir la esfera adecuada y dominar el terreno de juego.
—Cuatrocientos trece puntos —anunció un criado después de que los escribas se lo comunicaran.
—Otro tiro magnífico —dijo Llamadaverdadera, irguiéndose en su hamaca—. ¿Cómo lo haces? A mí nunca se me habría ocurrido usar una esfera inversa para ese tiro.
«¿Es así como se llaman las naranjas?», pensó Sondeluz, regresando a su asiento.
—Hay que comprender el terreno y aprender a entrar en la mente de la esfera —contestó—. Pensar como piensa la esfera, razonar como podría hacerlo.
—¿Razonar como una esfera? —dijo Bendicevidas, levantándose. Llevaba una túnica suelta con sus colores, azul y plata. Seleccionó una esfera verde del bastidor, y luego se la quedó mirando—. ¿Qué clase de razonamiento puede pergeñar una bola de madera?
—Pensamiento circular, supongo —respondió Sondeluz—. Da la casualidad de que es también mi tipo favorito. Quizá por eso soy tan bueno en este juego.
Bendicevidas frunció el ceño y abrió la boca para responder, pero la cerró, confuso por el comentario de Sondeluz. Convertirte en dios, por desgracia, no aumentaba la capacidad mental a la par de los atributos físicos. A Sondeluz no le importaba. Para él, la verdadera diversión de una partida de tarachin nunca implicaba dónde aterrizaban las esferas.
Bendicevidas efectuó su lanzamiento y luego se sentó.
—En serio, Sondeluz —dijo sonriendo—. ¡Es un cumplido, pero tenerte cerca puede ser agotador!
—Ya —contestó, y dio un sorbo a su bebida—. En eso soy parecido a un mosquito. Llamadaverdadera, ¿no es tu turno?
—Es el tuyo de nuevo —observó Amaclima—. Conseguiste el emparejamiento de la corona en tu último tiro, ¿recuerdas?
—Ah, sí, cómo podría olvidarlo —comentó Sondeluz, poniéndose en pie. Cogió otra esfera, la lanzó al césped por encima del hombro y luego se sentó.
—Quinientos siete puntos —anunció el sacerdote.
—Estás alardeando —dijo Llamadaverdadera.
Sondeluz no hizo ningún comentario. En su opinión, el hecho de que quien menos supiera del juego fuera quien solía hacerlo mejor mostraba un fallo inherente al sistema. Dudó que los otros lo interpretaran así. Los tres estaban muy consagrados a aquel deporte, y lo practicaban todas las semanas. Había tan poco que hacer con su tiempo…
Sondeluz sospechaba que seguían invitándolo sólo para demostrar que podían derrotarlo. Si conociera las reglas, habría intentado perder a propósito para que dejaran de invitarlo. Con todo, le gustaba que sus victorias los molestaran, aunque, naturalmente, ellos nunca lo dejaban entrever y mostraban un perfecto decoro. Fuera como fuese, dadas las circunstancias, Sondeluz sospechaba que no podría perder ni queriendo. Era bastante difícil perder una partida cuando no tenías ni idea de lo que se hacía para ganar.
Llamadaverdadera se dispuso a tirar por fin. Siempre vestía ropas de estilo marcial, y los colores marrón y blanco le sentaban muy bien. Sondeluz sospechaba que siempre se había sentido celoso porque en vez de darle las órdenes sinvida como deber en la corte, tenía el derecho de votar sobre asuntos comerciales con otros reinos.
—Me han comentado que hablaste con la reina hace unos días, Sondeluz —dijo mientras tiraba.
—Así es. He de decir que fue extraordinariamente simpática.
Amaclima soltó una risita, pensando que el último comentario era un sarcasmo, cosa que resultó un poco molesta, pues Sondeluz lo había dicho con toda sinceridad.
—Toda la corte es un clamor —comentó Llamadaverdadera, dándose la vuelta y echando hacia atrás su capa antes de apoyarse en la balaustrada del balcón, a la espera de que calcularan los puntos de su tiro—. Podríamos decir que los idrianos han traicionado el tratado.
—La princesa equivocada —coincidió Amaclima—. Eso nos da una oportunidad.
—Sí —replicó Llamadaverdadera, divertido—, pero ¿una oportunidad para qué?
—¡Para atacar! —exclamó Bendicevidas en su áspero tono habitual. Los otros dos lo miraron con sorpresa.
—Hay muchas más cosas que ganar que eso, Bendicevidas.
—Sí —dijo Amaclima, haciendo girar abstraído el vino en su copa—. Mis planes ya están en marcha, por supuesto.
—¿Y qué planes son esos, divino hermano? —preguntó Llamadaverdadera.
Amaclima sonrió.
—No estaría bien estropear la sorpresa, ¿no?
—Eso depende —dijo Llamadaverdadera fríamente—. ¿Me impedirá exigirle a los idrianos más acceso a los pasos? Estoy dispuesto a apostar que algunas… presiones podrían hacerse a la nueva reina para ganar su favor en semejante propuesta. Dicen que es bastante ingenua.
Sondeluz sintió una leve náusea mientras los otros hablaban. Sabía cómo trazaban planes, siempre conspirando. Jugaban con sus esferas, pero el verdadero motivo de reunirse en esas lides deportivas era negociar y alcanzar acuerdos.
—Su ignorancia debe de ser fingida —dijo Bendicevidas en un raro momento de reflexión—. No la habrían enviado si fuera de verdad tan inexperta.
—Es una idriana —despreció Llamadaverdadera—. Su ciudad más importante tiene menos habitantes que un barrio pequeño de T’Telir. Os aseguro que apenas comprenden qué es la política. Están más acostumbrados a hablar con las ovejas que con los humanos.
Amaclima asintió.
—Aunque esté «bien entrenada» según sus criterios, aquí será fácil manipularla. Será cuestión de asegurarse que otros no lleguen primero. Sondeluz, ¿qué impresión sacaste? ¿Hará con rapidez lo que los dioses le digan?
—Pues no lo sé —contestó, pidiendo que le rellenaran la copa con un gesto—. Como sabéis, no me interesan mucho los juegos políticos.
Amaclima y Llamadaverdadera cruzaron una mirada de complicidad: como la mayoría de los miembros de la corte, consideraban a Sondeluz un caso perdido en lo referente a asuntos prácticos. Y por definición «práctico» significaba «aprovecharse de los demás».
—Sondeluz —dijo Bendicevidas con su voz sincera y sin tacto—, tienes que interesarte más en la política. Puede ser muy entretenida. ¡Si supieras los secretos de los que formo parte!
—Mi querido Bendicevidas —replicó Sondeluz—, por favor, créeme si te digo que no tengo ningún deseo de conocer ningún secreto de tus partes.
Bendicevidas frunció el ceño, intentando comprender la broma.
Los otros dos prosiguieron discutiendo sobre la reina mientras los sacerdotes informaban de la puntuación de la última ronda. Extrañamente, Sondeluz se sentía cada vez más preocupado. Cuando Bendicevidas se levantó para tirar de nuevo, él se incorporó también.
—Mis divinos hermanos —anunció—, de pronto me siento muy cansado. Tal vez sea algo que haya ingerido.
—No la comida que he servido, espero —dijo Llamadaverdadera. Era su palacio.
—Comida no. Las otras cosas que has servido hoy, tal vez. Debo marcharme.
—¡Pero si vas el primero! —exclamó Llamadaverdadera—. ¡Si te marchas ahora tendremos que jugar de nuevo la semana próxima!
—Tus amenazas caen sobre mí como agua, divino hermano —dijo Sondeluz, saludando respetuosamente con la cabeza a cada uno de ellos—. Me despido hasta el momento en que volváis a arrastrarme aquí para jugar este trágico juego vuestro.
Todos rieron. Sondeluz no estaba seguro de si sentirse divertido o insultado porque confundieran tan a menudo sus bromas con declaraciones serias y viceversa.
Llamó a sus sacerdotes, incluido Llarimar, en la sala tras el balcón, pero no le apetecía hablar con nadie. Atravesó el palacio de profundos rojos y blancos, todavía preocupado. Los hombres del balcón eran burdos aficionados comparados con los auténticos maestros de la política, como Encendedora. Eran tan toscos y obvios en sus planes…
Pero incluso los hombres toscos y obvios podían ser peligrosos, sobre todo para una mujer como la reina, quien obviamente tenía poca experiencia en esos menesteres.
«Ya he decidido que no puedo ayudarla», pensó mientras dejaba el palacio y salía a los jardines. A la derecha, una compleja red de cuerdas y señales marcaba el campo de tarachin. Una bola rebotó sordamente en la hierba. Sondeluz se dirigió en dirección contraria, sin esperar a que sus sacerdotes desplegaran el dosel para protegerlo del sol de la tarde.
Seguía preocupándole empeorar las cosas si trataba de ayudar. Pero estaba el asunto de los sueños. Guerra y violencia. Una y otra vez, veía la caída de T’Telir, la destrucción de aquella tierra. No podía continuar ignorando los sueños, aunque no los aceptara como proféticos.
Encendedora creía que la guerra era importante. O, al menos, que era importante prepararse para librarla. Confiaba más en ella que en ningún otro dios o diosa, pero también le preocupaba su agresividad. Ella había acudido a él, pidiéndole que formara parte de sus planes. ¿Lo había hecho, tal vez, porque sabía que sería más templado que ella? ¿Buscaba un equilibrio de forma intencionada?
Sondeluz escuchaba las peticiones, aunque no tenía ninguna intención de renunciar a su aliento y morir. Interpretaba las pinturas, aunque no creyera ver nada profético en ellas. ¿Tal vez podría ayudar a asegurar el poder en la corte? ¿Sobre todo si eso ayudaba a proteger a una joven que, sin duda, no tenía ningún otro aliado?
Llarimar le había dicho que hiciera lo mejor que pudiera. Eso parecía un horrible montón de trabajo. Por desgracia, no hacer nada empezaba a parecer más tedioso aún. A veces, cuando pisas algo hediondo, lo único que puedes hacer es pararte y tomarte la molestia de limpiarlo.
Suspiró y sacudió la cabeza.
—Probablemente voy a lamentar esto —murmuró para sí.
Y entonces fue en busca de Encendedora.
* * *
El hombre era flaco, casi esquelético, y cada uno de los moluscos que engullía hacía que Vivenna diera un respingo por dos motivos: no sólo le resultaba difícil creer que alguien fuera capaz de disfrutar de una comida tan viscosa, parecida a babosas, sino que además los mejillones pertenecían a una variedad muy rara y cara.
Y quien pagaba era ella.
La clientela vespertina del restaurante era numerosa: la gente solía comer fuera a mediodía, cuando resultaba más práctico comprar alimento que volver a casa para comer. La existencia misma de los restaurantes seguía pareciéndole extraña. ¿No tenían esos hombres esposas o sirvientes que les prepararan las comidas? ¿No se sentían incómodos comiendo en lugares públicos? Era tan… impersonal.
Denth y Tonk Fah estaban sentados junto a ella, cada uno a un lado. Y, naturalmente, se sirvieron también del plato de mejillones. Vivenna no estaba segura (había decidido no preguntar), pero tenía la impresión de que estaban crudos.
El hombre flaco que tenía enfrente engulló otro molusco. No parecía estar disfrutando mucho a pesar del caro ambiente y la comida gratis. Tenía una mueca en los labios y aunque no parecía nervioso, ella advirtió que no quitaba ojo de la entrada del restaurante.
—Bien —dijo Denth, dejando otra cáscara vacía sobre la mesa y limpiándose los dedos en el mantel, una práctica común en T’Telir—. ¿Puedes ayudarnos o no?
El hombrecito (se hacía llamar Fob) se encogió de hombros.
—Cuentas una historia descabellada, mercenario.
—Ya me conoces, Fob. ¿Cuándo te he mentido?
—Cada vez que te han pagado para que lo hicieras —replicó Fob con una mueca—. Lo que pasa es que nunca he podido pillarte.
Tonk Fah se echó a reír y cogió otro mejillón. Se deslizó de la concha cuando se lo llevaba a la boca: Vivenna tuvo que contenerse para no vomitar al oír el sonido viscoso que produjo a caer en la mesa.
—Pero tienes claro que se avecina la guerra —declaró Denth.
—Por supuesto —dijo Fob—. Pero es así desde hace décadas. ¿Qué te hace pensar que finalmente sucederá este año?
—¿Puedes permitirte ignorar que podría suceder? —replicó Denth.
Fob se rebulló un poco y siguió engullendo mejillones. Tonk Fah hizo acopio de conchas, comprobando cuántas podía equilibrar unas encima de otras. Vivenna guardaba silencio. Su pequeña participación en aquellos encuentros no le preocupaba. Observaba, aprendía y pensaba.
Fob era propietario de tierras. Talaba y despejaba bosques, y luego alquilaba la tierra a los sembradores. A menudo recurría a los sinvida para que le ayudaran a desbrozar: trabajadores que le prestaba el gobierno. Sólo había una condición en su contrato. Si estallaba la guerra, todos los alimentos producidos en sus tierras durante el período de conflicto se convertían en propiedad de los Retornados.
Era un buen trato. El gobierno probablemente requisaría todas las tierras productivas durante una guerra, así que realmente no perdía nada excepto su derecho a quejarse.
Comió otro mejillón. «¿Es qué nunca se sentirá ahíto?», pensó Vivenna. Fob había conseguido comer casi el doble de repugnantes bichos que Tonk Fah.
—La cosecha no se producirá, Fob —dijo Denth—. Perderás bastante este año, si tenemos razón.
—Pero si recolectas antes de tiempo —intervino Tonk Fah, añadiendo otra concha a su montón—, podrás adelantarte a tus competidores.
Guardaron silencio, lo que les permitió escuchar el ruido de los otros comensales. Denth finalmente se volvió, miró a Vivenna y asintió.
Ella se retiró un poco el pañuelo de la cabeza. No era el pañuelo de matrona que había traído de Idris, sino otro muy fino de seda que Denth le había procurado. Miró a Fob a los ojos, y entonces cambió su pelo a un rojo oscuro. Con el pañuelo puesto, sólo los miembros de la mesa y los que observaran con atención podían ver el cambio.
Fob vaciló.
—Vuelve a hacer eso —pidió.
Ella lo cambió a rubio.
Fob se echó hacia atrás en su asiento, dejando que el mejillón cayera de su concha. Cayó sobre la mesa, cerca del que se le había caído a Tonk Fah.
—¿Eres la reina? —preguntó con sorpresa.
—No —respondió ella—. Su hermana.
—¿Qué está pasando aquí?
Denth sonrió.
—Ha venido a organizar una resistencia contra los dioses retornados y para preparar los intereses idrianos en T’Telir con vistas a la guerra.
—No creerás que ese viejo rey de las montañas enviaría a su hija para nada, ¿no? —dijo Tonk Fah—. Guerra. Es lo único que explica esa medida.
—Tu hermana… —Fob miró a Vivenna—. Enviaron a la más joven a la corte. ¿Por qué?
—Los planes del rey son suyos, Fob —dijo Denth.
Fob pareció dudar. Finalmente, echó el mejillón caído en el plato de conchas y cogió otro.
—Sabía que había algo más en la llegada de la chica que la simple casualidad.
—¿Entonces harás la recolección? —preguntó Denth.
—Me lo pensaré.
Denth asintió.
—Supongo que eso basta de momento.
Le hizo una seña a Vivenna y Tonk Fah, y los tres dejaron a Fob comiendo sus mejillones. Vivenna pagó la cuenta (que fue aún más dolorosa de lo que esperaba), y luego se reunieron con Parlin, Joyas y Clod el sinvida, que esperaban fuera. Se marcharon internándose en la multitud sin problema, tal vez porque el enorme sinvida les abría paso.
—¿Y ahora dónde? —preguntó Vivenna.
Denth la miró.
—¿No estás cansada?
Ella no le hizo caso a sus pies doloridos ni a su agotamiento.
—Estamos trabajando por el bien de mi pueblo, Denth. Un poco de cansancio es un precio pequeño.
Él dirigió una mirada a Tonk Fah, pero el grueso mercenario se había desviado hacia un puesto del mercado, seguido de Parlin. Vivenna advirtió que Parlin había vuelto a ponerse su ridículo sombrero verde a pesar de que ella lo desaprobaba. ¿Qué pasaba con aquel hombre? No era demasiado inteligente, cierto, pero siempre había sido equilibrado.
—Joyas —llamó Denth—. Llévanos a casa de Raymar.
Joyas asintió y dio instrucciones a Clod. El grupo giró en otra dirección a través de la multitud.
—¿Sólo le responde a ella? —preguntó Vivenna.
Denth se encogió de hombros.
—Tiene instrucciones básicas para hacer lo que Tonks y yo digamos, y yo sé la frase de seguridad que puedo utilizar si necesito más control.
Vivenna frunció el ceño.
—¿Frase de seguridad?
Denth la miró.
—Es una cuestión religiosa bastante peliaguda. ¿De verdad quieres que te lo explique?
Vivenna ignoró el tono divertido de su voz.
—Sigue sin gustarme la idea de que esa criatura esté con nosotros, sobre todo si no puedo controlarla.
—Todos los despertares funcionan por medio de una orden, princesa —explicó Denth—. Le infundes vida a algo y luego le das una orden. Los sinvida son valiosos porque puedes darles ordenes después de crearlos, al contrario de los objetos corrientes despertados, a los que sólo se les puede dar una orden por adelantado. Además, los sinvida pueden recordar una larga lista le órdenes complicadas y normalmente no las malinterpretan. Conservan un trocito de humanidad, supongo.
Vivenna se estremeció. Eso les hacía parecer demasiado conscientes de sí mismos para su gusto.
—Sin embargo, eso significa que cualquiera puede controlar a un sinvida —continuó Denth—. No sólo la persona que los crea. Así que les imprimimos frases de seguridad. Un par de palabras que te permitan darle a la criatura nuevas órdenes.
—¿Y cuál es la frase para Clod?
—Tendré que preguntarle a Joyas si puedes saberla.
Vivenna abrió la boca para quejarse, pero se lo pensó mejor. Estaba claro que a Denth no le gustaba interferir con Joyas ni con su trabajo. Vivenna tendría que mencionar el tema más tarde, cuando estuvieran en algún lugar privado. Se volvió para mirar a Clod. Iba vestido con ropas sencillas. Pantalones grises y una camisa gris, con una pelliza de cuero incolora. Llevaba una gran espada a la cintura, no una de duelo sino una más brutal, de hoja ancha.
«Todo de gris —pensó—. ¿Acaso quieren que todo el mundo reconozca a Clod como un sinvida?». A pesar de que Denth había dicho que los sinvida eran corrientes, mucha gente daba un rodeo para no cruzarse con la criatura. Las serpientes puede que sean corrientes en la jungla, pero eso no significa que a la gente le guste verlas.
Joyas hablaba en voz baja con el sinvida, aunque la criatura nunca respondía. Simplemente caminaba, inhumano en el ritmo invariable de sus pasos.
—¿Siempre le habla así? —preguntó Vivenna, con un escalofrío.
—Ajá —respondió Denth.
—No parece muy sano.
Denth parecía preocupado, pero no dijo nada. Unos instantes más tarde, Tonk Fah y Parlin regresaron. A Vivenna no le hizo gracia ver que Tonk Fah llevaba un monito en el hombro. Parloteó algo y luego se pasó al otro hombro por detrás del cuello.
—¿Una nueva mascota? —preguntó Vivenna—. ¿Qué ha pasado con ese loro que tenías?
Tonk Fah pareció apurado y Denth sacudió la cabeza.
—Tonks no es muy bueno con las mascotas.
—Ese loro era muy aburrido —dijo el aludido—. Los monos son más interesantes.
Vivenna meneó la cabeza. Poco después llegaron al siguiente restaurante, bastante menos lujoso que el anterior. Joyas, Parlin y el sinvida se apostaron fuera, como de costumbre, y Vivenna y los dos mercenarios entraron.
Aquellas reuniones se estaban volviendo rutinarias. Durante el último par de horas se habían visto con una docena de personas de diversa utilidad. Algunos eran líderes clandestinos a quienes Denth creía capaces de crear un alboroto. Otros eran mercaderes, como Fob. En conjunto, Vivenna estaba impresionada por la variedad de formas encubiertas que Denth había hallado para perturbar la vida en T’Telir.
Sin embargo, en la mayoría de las reuniones se requería una muestra de los Mechones Reales de Vivenna como cebo. La mayoría de la gente comprendía al instante la importancia de que una hija de sangre real estuviera en la ciudad, y ella se preguntó qué resultados pretendía conseguir Lemex sin una prueba tan convincente.
Denth los condujo a una mesa en un rincón, y Vivenna frunció el ceño al ver lo sucio que estaba el restaurante. La única luz era la que se filtraba por unos ventanucos en el techo, pero incluso eso bastaba para ver la mugre. A pesar del hambre que tenía, no comería nada en ese establecimiento cutre.
—¿Por qué seguimos cambiando de restaurantes? —preguntó, sentándose, no sin antes limpiar el banco con un pañuelo.
—Así es más difícil que nos espíen —respondió Denth—. Te lo advierto una vez más, princesa: esto es más peligroso de lo que parece. No dejes que una simple reunión para comer te despiste. En cualquier otra ciudad nos reuniríamos en escondrijos, garitos de juego o callejones. Es mejor no detenerse en ningún sitio.
Se sentaron, y como si no acabaran de llegar de su segundo almuerzo del día, Denth y Tonk Fah pidieron comida. Vivenna permaneció en silencio, preparándose para la reunión. El Festín de los Dioses era un día sagrado en Hallandren, aunque, por lo que había visto, los paganos habitantes de la ciudad no tenían ni idea de lo que debería ser un «día sagrado». En vez de ayudar a los monjes en los campos o atender a los necesitados, la gente se tomaba la tarde libre y se dedicaba a atiborrarse de comida, como si los dioses quisieran que se diesen al despilfarro.
Y tal vez así era. Por lo que había oído, los Retornados eran derrochadores. Tenía sentido que sus seguidores pasaran su «día sagrado» comportándose como vagos y glotones.
Su contacto llegó antes que la comida. Entró con dos guardaespaldas propios. Llevaba ropas elegantes (lo que, en T’Telir, significaba prendas brillantes), pero su barba era larga y grasienta, y le faltaban varios dientes. Sus guardaespaldas acercaron una segunda mesa a la de Vivenna, y tres sillas. El hombre tomó asiento, cuidando de mantener las distancias con Denth y Tonk.
—Te veo un poco paranoico, ¿no? —comentó Denth.
El hombre se encogió de hombros.
—La cautela nunca hace daño.
—Más comida para nosotros, pues —dijo Tonk Fah cuando le sirvieron un plato lleno de trozos rebozados y fritos. El mono bajó por el brazo del mercenario y cogió unas piezas.
—Así que eres el célebre Denth —dijo el hombre.
—Lo soy. Y tú eres Grable, ¿no?
El hombre asintió.
«Uno de los jefes de ladrones menos recomendables de la ciudad —pensó Vivenna—. Un valioso aliado de la rebelión de Vahr».
—Bien —dijo Denth, y no se anduvo por las ramas—: tenemos cierto interés en que algunas carretas de suministros desaparezcan camino de la ciudad.
Vivenna miró alrededor para asegurarse de que nadie los oía desde alguna mesa cercana.
—Grable es dueño de este restaurante, princesa —susurró Tonk Fah—. Uno de cada dos hombres aquí presentes es probablemente guardaespaldas suyo.
«Magnífico», pensó ella, molesta porque no se lo hubieran dicho antes de entrar. Miró de nuevo alrededor, sintiéndose más nerviosa esta vez.
—¿Y eso? —preguntó Grable, devolviendo la atención de Vivenna a la conversación—. ¿Quieres hacer desaparecer caravanas de alimentos?
—No es tarea fácil —admitió Denth, sombrío—. No son caravanas de largo recorrido. La mayoría simplemente vienen a la ciudad desde las granjas de las afueras.
Le hizo un gesto a Vivenna, y ella sacó una bolsita con monedas. Se las tendió, y él las arrojó a una mesa contigua.
Uno de los guardaespaldas revisó su contenido.
—Por las molestias de venir hoy —dijo Denth.
Vivenna vio perderse el dinero con un calambre en el estómago. Le parecía reprobable usar fondos reales para sobornar a hombres como Grable. Aquellos ni siquiera era un soborno de verdad: era simplemente «dinero para gastos», como lo expresaba Denth.
—Los carros de los que estamos hablando… —continuó el mercenario.
—Espera —interrumpió Grable—. Veamos primero su pelo.
Vivenna suspiró y se dispuso a levantarse el pañuelo.
—Nada de pañuelos —dijo Grable—. Sin trucos. Los hombres de esta sala son leales.
Ella miró a Denth, que asintió. Así que cambió de color de pelo un par de veces. Grable observó con interés, rascándose la barba.
—Bonito. Muy bonito —dijo por fin—. ¿Dónde la has encontrado?
Denth frunció el ceño.
—¿A quién?
—A esta persona con suficiente sangre real para imitar a una princesa.
—No es ninguna impostora —declaró Denth, mientras Tonk Fah seguía entretenido con el plato de fritos.
—Vamos —dijo Grable, mostrando una sonrisa amplia e irregular—. Puedes decírmelo.
—Es la verdad —intervino Vivenna—. Ser de la realeza es algo más que sólo sangre. Es cuestión de linaje y de la sagrada llamada de Austre. Mis hijos no tendrán los Mechones Reales a menos que yo me convierta en reina de Idris. Sólo los herederos potenciales tienen capacidad para cambiar de color el pelo.
—Tonterías supersticiosas —desdeñó Grable. Se inclinó hacia delante, ignorándola, y se centró en Denth—. No me importan tus caravanas, Denth. Quiero comprarte a la chica. ¿Cuánto?
Denth guardó silencio.
—Se habla de ella por toda la ciudad —continuó Grable—. Entiendo lo que estás haciendo. Podrías manejar a un montón de gente, hacer un montón de ruido, con una persona que parezca pertenecer a la familia real. No sé dónde la has encontrado, o cómo la has entrenado tan bien, pero la quiero.
Denth se levantó lentamente.
—Nos marchamos —dijo. Los guardaespaldas de Grable se levantaron también.
Denth actuó.
Hubo destellos de luz reflejada y cuerpos moviéndose demasiado rápido para que la mente aturdida de Vivenna los siguiera. Entonces el movimiento se detuvo. Grable permaneció sentado en su silla. Denth se quedó de pie, la hoja de su espada asomando a través del cuello de un guardaespaldas.
Éste parecía sorprendido, la mano todavía en la espada. Vivenna ni siquiera había visto a Denth desenvainar su arma. El otro guardaespaldas se tambaleó, con la parte delantera de la pelliza manando sangre por el lugar donde, sorprendentemente, Denth había conseguido atravesarlo también.
Cayó al suelo, derribando la mesa de Grable con sus estertores de muerte.
«Señor de los Colores… —pensó Vivenna—. ¡Qué rápido!».
—Vaya, eres tan bueno como dicen —comentó Grable, sin dar ninguna muestra de preocupación. En toda la sala los otros hombres se habían puesto en pie. Eran unos veinte. Tonk Fah cogió otro puñado de fritos, y le dio un codazo a Vivenna.
—Creo que nos vamos —susurró.
Denth sacó la espada del cuello del guardaespaldas, que se unió a su amigo para morir desangrado en el suelo. Denth envainó la espada sin limpiarla ni dejar de mirar a Grable.
—La gente habla de ti —dijo éste—. Dicen que saliste de ninguna parte hace una década y que reuniste a un equipo con los mejores… bueno, los robaste a gente importante, o de prisiones importantes. Nadie sabe mucho de ti, aparte de que eres rápido. Algunos dicen que de un modo inhumano.
Denth señaló con la cabeza hacia la puerta. Vivenna se levantó, nerviosa, y dejó que Tonk Fah la sacara de allí. Los hombres continuaron con las manos en las espadas, pero ninguno atacó.
—Es una lástima que no podamos hacer negocios —suspiró Grable—. Espero que pienses en mí para futuros asuntos.
Denth se dio la vuelta y se unió a Vivenna y Tonk Fah cuando ya abandonaban el restaurante para salir a la calle soleada. Parlin y Joyas corrieron a alcanzarlos.
—¿Nos deja marchar? —preguntó Vivenna, el corazón desbocado.
—Sólo quería ver mi espada —contestó Denth, todavía tenso—. Sucede a veces.
—Aparte de eso, quería robarse una princesa —añadió Tonk Fah—. O verificaba la habilidad de Denth o se quedaba contigo.
—Pero… ¡podríais haberlo matado!
Tonk Fah se echó a reír.
—¿Y echarse encima a la mitad de los ladrones, asesinos y rateros de la ciudad? No, Grable sabía que no corría ningún peligro.
Denth se volvió a mirarla.
—Lamento haberte hecho perder el tiempo… Creía que sería sutil.
Vivenna frunció el ceño, advirtiendo por primera vez la cuidosa máscara que Denth colocaba sobre sus emociones. Siempre le había parecido descuidado, como Tonk Fah, pero ahora veía atisbos de algo más. Control. Control que estaba, por primera vez, a punto de perder.
—Bueno, no ha habido daños —dijo ella.
—A excepción de esos matones a los que ha pinchado Denth —añadió Tonk Fah, dando de comer otro bocado al mono.
—Tenemos que…
—¿Princesa? —llamó una voz entre la multitud. Denth y Tonk Fah giraron sobre los talones. Una vez más, la espada de Denth asomó antes de que Vivenna pudiera seguirla. Esta vez, sin embargo, no golpeó. El hombre que los seguía no parecía una amenaza. Vestía ropas marrones ajadas y su rostro correoso y bronceado. Tenía aspecto de campesino.
—Oh, princesa. —El hombre se adelantó, ignorando las espadas—. Eres tú. Había oído rumores, pero… ¡oh, estás aquí!
Denth dirigió una mirada a Tonk Fah, y éste extendió una mano ante el recién llegado para evitar que se acercara demasiado a Vivenna. A ella le habría parecido una cautela innecesaria si no acabara ver a Denth matar a dos hombres en un abrir y cerrar de ojos. El peligro del que hablaba siempre Denth empezaba a calar en su mente. Si ese hombre tenía un arma oculta y un poco de habilidad, podría matarla antes en un santiamén.
Comprender aquella situación le provocó un escalofrío.
—Princesa —dijo el hombre, hincándose de rodillas—. Soy siervo.
—Por favor. No me hagas destacar.
—Oh. —El hombre alzó la cabeza—. Lo siento. ¡Ha pasado tanto tiempo desde que partí de Idris! ¡Pero eres tú!
—¿Cómo sabías que estoy aquí?
—Por los idrianos de T’Telir —explicó—. Se comenta que has venido a recuperar el trono. Llevamos tanto tiempo de opresión que creí que se lo inventaban. ¡Pero es verdad! ¡Estás aquí!
Denth la miró, y luego al restaurante de Grable, del que no se habían alejado demasiado todavía. Le hizo una seña a Tonk Fah.
—Regístralo, y ya hablaremos en otra parte.
* * *
Otra parte resultó un edificio desvencijado en un barrio pobre de la ciudad, a unos quince minutos del restaurante.
A Vivenna los suburbios de T’Telir le resultaban interesantes, al menos a nivel intelectual. Incluso allí había color. La gente llevaba ropa desgastada. Brillantes tiras de tela colgaban de las ventanas, tendidas sobre cordeles, y ondeaban sobre los charcos de la calle. Colores apagados o sucios. Como un carnaval que hubiera sido arrollado por un corrimiento de tierras.
Vivenna esperó fuera del edificio con Joyas, Parlin y el idriano, mientras Denth y Tonk Fah se aseguraban de que no hubiera ninguna trampa oculta. Se abrazó, experimentando una extraña sensación de desesperación. Los ajados colores del callejón le parecían feos. Eran cosas muertas. Como pájaros hermosos que hubieran caído inmóviles al suelo, su forma intacta, pero desaparecida la magia.
Rojos estropeados, amarillos manchados, verdes rotos. En T’Telir incluso las cosas sencillas, como las patas de las sillas y los sacos, estaban teñidas de colores brillantes. ¿Cuánto debían gastar los habitantes de la ciudad en teñidos y tintes? Si no hubiera sido por las Lágrimas de Edgli, las vibrantes flores que sólo crecían en el clima de T’Telir, habría sido imposible. Hallandren había creado una economía entera basada en el cultivo, la recolección y la producción de tintes a partir de esas flores especiales.
Vivenna arrugó la nariz ante el tufo de los residuos. Los olores eran ahora más fuertes para ella, igual que los colores. No es que su sentido del olfato fuera mejor, pero las cosas que olía parecían más fuertes. Se estremeció. Incluso ahora, semanas después de la infusión de aliento, no se sentía normal. Notaba a la gente en la ciudad, podía sentir a Parlin a su lado, observando con recelo los callejones cercanos. Podía sentir a Denth y Tonk Fah dentro de la casa. Uno de ellos parecía estar inspeccionando el sótano.
Podía…
Se detuvo. No podía sentir a Joyas. Miró a su lado, pero la mujer bajita estaba allí, las manos en las caderas, murmurando para sí. Su abominación sinvida la acompañaba; Vivenna no esperaba poder sentir a la criatura. Pero ¿por qué no podía sentir a Joyas? Tuvo un súbito momento de pánico, al pensar que Joyas podía ser algún tipo de retorcida creación sinvida. Entonces advirtió que había una explicación sencilla.
Joyas no tenía ningún aliento. Era una apagada.
Incluso sin su riqueza de aliento, Vivenna habría acabado por darse cuenta. En los ojos de Joyas había menos chispa. Era más gruñona, menos agradable. Y parecía poner nerviosos a los otros.
Además, Joyas nunca se daba cuenta de que Vivenna la miraba. Fuera cual fuese el sentido que los otros tenían y los hacía volverse si los miraba demasiado tiempo, Joyas no lo tenía. Vivenna se volvió y notó que se ruborizaba. Ver a una persona sin aliento era como espiar a alguien que se cambiaba de ropa. Como verlo desnudo.
«Pobre mujer —pensó—. ¿Cómo le habrá ocurrido?». ¿Lo había vendido? ¿O se lo habían quitado? De pronto, Vivenna se sintió incómoda. «¿Por qué debo yo tener tanto, cuando ella no tiene nada?». Era la peor clase de ostentación.
Sintió a Denth acercarse antes de que abriera la puerta, que parecía a punto de desprenderse de sus goznes.
—Es seguro —anunció. Miró a Vivenna—. No tienes que implicarte en esto si no quieres perder el tiempo, princesa. Joyas puede llevarte de regreso a la casa. Nosotros interrogaremos a este hombre y luego te informaremos.
Ella negó con la cabeza.
—No. Quiero oír lo que tenga que decir.
—Eso pensaba —dijo Denth—. Pero tendremos que cancelar nuestra próxima cita. Joyas, tú…
—Yo lo haré —se ofreció Parlin.
Denth vaciló y miró a Vivenna.
—Mirad, puede que no entienda todo lo que sucede en esta ciudad —dijo Parlin—, pero puedo entregar un mensaje sencillo. No soy idiota.
—Déjalo ir. Confío en él —repuso Vivenna.
Denth se encogió de hombros.
—Muy bien. Sigue recto por este callejón hasta que encuentres la plaza con la estatua rota de un jinete, luego gira al este y sigue esa calle hasta el final. Eso te llevará fuera del suburbio. La siguiente cita iba a ser en un restaurante llamado El Camino del Guerrero. Lo encontrarás en el mercado de la zona oeste.
Parlin asintió y se marchó. Denth le indicó a Vivenna y los demás que entraran. El nervioso idriano, llamado Thame, entró primero. Vivenna lo siguió, y se sorprendió al descubrir que el interior del edificio parecía más sólido de lo que indicaba el exterior. Tonk Fah encontró un taburete y lo colocó en el centro de la habitación.
—Siéntate, amigo —señaló Denth.
Nervioso, Thame ocupó el taburete.
—Bien, ahora cuéntanos cómo has sabido que la princesa iba a estar en ese restaurante hoy.
Thame miró de un lado a otro.
—Yo paseaba por la zona y…
Tonk Fah hizo crujir sus nudillos. Vivenna lo miró, advirtiendo de pronto que el grandullón parecía más peligroso. El ocioso hombretón al que gustaba adormilarse había desaparecido. En su lugar había un matón con las mangas recogidas, mostrando unos músculos que abultaban de forma impresionante.
Thame sudaba. Clod el sinvida entró en la habitación, sus ojos inhumanos en sombras, su rostro como moldeado en cera. Un simulacro de humano.
—Yo… pues hago trabajitos para los jefes de la ciudad —dijo Thame—. Cosas pequeñas. Nada importante. Los idrianos hemos de aceptar cualquier clase de trabajo.
—He visto a idrianos en buenas posiciones en la ciudad, amigo —repuso Denth—. Mercaderes. Prestamistas.
—Ésos son los afortunados, señor —dijo Thame, tragando saliva—. Tienen su propio dinero. La gente trabaja con cualquiera que tenga dinero. Si eres un hombre corriente, las cosas son distintas. La gente te mira la ropa, escucha tu acento, y buscan a otros que hagan el trabajo. Dicen que no somos de fiar. O que somos aburridos. O que robamos.
—¿Y lo hacéis? —preguntó Vivenna, casi sin darse cuenta.
Thame la miró, y luego al sucio suelo.
—A veces. Pero no al principio. Ahora sólo lo hago cuando me lo pide mi jefe.
—Eso sigue sin responder a cómo supiste dónde encontrarnos, amigo —le recordó Denth tranquilamente. Su uso de la palabra «amigo», contrastado con Tonk Fah a un lado y el sinvida al otro, hizo que Vivenna se estremeciera.
—Mi jefe habla demasiado —explicó Thame—. Sabía lo que iba a pasar en el restaurante… y vendió la información a un par de personas. Yo me enteré por casualidad.
Denth miró a Tonk Fah.
—Todo el mundo sabe que ella está en la ciudad —añadió Thame rápidamente—. Todos hemos oído los rumores. No es ninguna coincidencia. Las cosas van mal para nosotros. Peor que nunca. La princesa ha venido a ayudarnos, ¿verdad?
—Amigo, creo que será mejor que olvides este encuentro. Comprendo que sentirás la tentación de vender información. Pero te encontraremos si lo haces. Y entonces…
—Denth, ya es suficiente —ordenó Vivenna—. Deja de asustar a este hombre.
El mercenario la miró, haciendo que Thame diera un respingo.
—Oh, por el amor de los Colores —dijo ella, avanzando y agachándose junto al taburete de su compatriota—. No te pasará nada, Thame. Has hecho bien al buscarme, y confío en que mantengas en secreto nuestro encuentro. Pero dime, si las cosas van tan mal en T’Telir, ¿por qué no regresas a Idris?
—Viajar cuesta dinero, alteza. No puedo permitírmelo… la mayoría de nosotros no puede.
—¿Hay muchos de vosotros aquí?
—Sí, alteza.
Vivenna asintió.
—Quiero reunirme con los otros.
—Princesa… —intervino Denth, pero ella lo silenció con una mirada.
—Puedo reunir a algunos —dijo Thame, asintiendo ansiosamente—. Lo prometo. Conozco a un montón de idrianos.
—Bien. Porque he venido a ayudar. ¿Cómo contactaremos contigo?
—Pregunta por Rira. Es mi jefe.
Vivenna se levantó y señaló la puerta. Thame se marchó rápidamente sin que hiciera falta decir nada. Joyas, que vigilaba la puerta, le dejó paso reacia y permitió que el hombre escapara.
La habitación quedó en silencio un momento.
—Joyas —dijo Denth—. Síguelo.
Ella asintió y se fue.
Vivenna miró a los dos mercenarios, esperando que estuvieran enfadados con ella.
—¿Tenías que dejarlo ir tan rápido? —comentó Tonk Fah, sentándose en el suelo, como apesadumbrado. Lo que había hecho para parecer peligroso, fuera lo que fuese, había desaparecido, evaporándose más rápido que el agua sobre metal al sol.
—Ahora la has liado —dijo Denth—. Estará enfadado el resto del día.
—Ya nunca tengo ocasión de hacer el papel del malo —dijo Tonk Fah, echándose hacia atrás y mirando el techo. Su mono se acercó y se sentó encima de su prominente barriga.
—Lo superarás —contestó Vivenna, haciendo un gesto de exasperación—. ¿Por qué fuisteis tan duros con él?
Denth se encogió de hombros.
—¿Sabes qué es lo menos agradable de ser mercenario?
—Sospecho que me lo vas a decir —respondió Vivenna, cruzándose de brazos.
—Pues que la gente siempre intenta engañarte —dijo Denth, sentándose en el suelo junto a Tonk Fah—. Todos piensan que porque eres un cachas a sueldo, eres un idiota.
Hizo una pausa, como esperando a que su compañero diera su habitual contrapunto. Sin embargo, el grueso mercenario continuó mirando el techo.
—Arsteel siempre podía ejercer de malo —dijo.
Denth suspiró, dirigiendo a Vivenna una mirada acusadora.
—Sea como sea —continuó—, no podía estar seguro de que nuestro amigo no fuera un infiltrado enviado por Grable. Podría haber fingido ser un súbdito leal, para penetrar nuestras defensas y poder apuñalarte por la espalda. Es mejor asegurarse.
Ella se sentó en el taburete, tentada de decir que exageraba, pero… bueno, acababa de verlo matar a dos hombres en su defensa. «Les pago para esto —pensó—. Probablemente debería dejarlos hacer su trabajo».
—Tonk Fah, podrás hacer de malo la próxima vez.
El grandullón se volvió a mirarla.
—¿Lo prometes?
—Sí.
—¿Podré gritarle a quien estemos interrogando?
—Claro.
—¿Y gruñirle?
—Supongo.
—¿Y romperle los dedos?
Ella frunció el ceño.
—Eso no.
—¿Ni siquiera los menos importantes? Quiero decir, la gente tiene cinco dedos. Los pequeños no sirven de mucho.
Vivenna vaciló, y entonces Tonk Fah y Denth se echaron a reír.
—Oh, de verdad —dijo, volviéndose—. Nunca sé cuándo pasáis de hablar en serio a ser bromistas.
—Por eso es tan divertido —contestó Tonk Fah, todavía riendo.
—¿Nos marchamos, pues? —preguntó ella, poniéndose en pie.
—Aún no —dijo Denth—. Esperemos un poco. No estoy seguro de que Grable no nos esté buscando. Es mejor no llamar la atención durante unas horas.
Ella frunció el ceño y lo miró. Tonk Fah, sorprendentemente, ya estaba roncando.
—Creí que habías dicho que Grable nos dejaría en paz. Que sólo nos estaba poniendo a prueba, que quería ver lo bueno que eras.
—Es probable. Pero también me equivoco a veces. Puede que nos haya dejado ir porque le preocupaba tener mi espada demasiado cerca. Podría estar pensándoselo mejor. Le daremos un lapso prudencial, y luego volveremos y le preguntaremos a mis vigilantes si alguien ha estado husmeando alrededor de la casa.
—¿Vigilantes? ¿Tienes a gente vigilando nuestra casa?
—Por supuesto. Los chicos trabajan barato en la ciudad. Se ganan sus monedas, incluso cuando no protegen a una princesa de un reino rival.
Ella se cruzó de brazos. No le apetecía estar sentada, así que paseó por la habitación.
—Yo no me preocuparía demasiado por Grable —dijo Denth, los ojos cerrados mientras se echaba hacia atrás para apoyarse contra la pared—. Es sólo una precaución.
Ella negó con la cabeza.
—Es razonable que quiera vengarse, Denth. Mataste a dos de sus hombres.
—Los hombres también son baratos en esta ciudad, princesa.
—Dices que te estaba poniendo a prueba. Pero ¿con qué propósito? ¿Provocarte para que entraras en acción y luego dejarte marchar?
—Para ver hasta qué punto soy una amenaza —contestó Denth encogiéndose de hombros, los ojos todavía cerrados—. O, más probable, para ver si merezco la paga que suelo pedir. Pero yo no me preocuparía demasiado.
Ella suspiró y se acercó a la ventana para contemplar la calle.
—Deberías apartarte de la ventana —dijo Denth—. Sólo para asegurarnos.
«Primero me dice que no me preocupe, y ahora que no me deje ver», pensó ella con frustración, y se dirigió a la puerta del sótano.
—Yo tampoco haría eso —advirtió Denth—. Las escaleras están rotas en un par de sitios. No hay mucho que ver, de todas formas. Suelo sucio. Paredes sucias. Techo sucio.
Ella volvió a suspirar y se apartó de la puerta.
—¿Qué te pasa? —preguntó él, sin abrir los ojos—. No sueles estar tan nerviosa.
—No lo sé. Estar encerrada me provoca ansiedad.
—Creí que enseñaban a las princesas a ser pacientes.
«Tiene razón —pensó ella—. Eso mismo habría dicho Siri. ¿Qué me ocurre últimamente?». Se obligó a sentarse en el taburete, cruzó las manos sobre el regazo y volvió a controlar su pelo, que había empezado a rebelarse y volverse castaño claro.
—Por favor —dijo, obligándose a ser paciente—, háblame de este sitio. ¿Por qué escogisteis este edificio?
Denth abrió un ojo.
—Lo alquilamos. Está bien tener escondites seguros por toda la ciudad. Como no los usamos muy a menudo, cogemos los más baratos.
«Ya me he dado cuenta», pensó Vivenna, pero guardó silencio, reconociendo lo forzado que parecía su intento de conversación. Permaneció allí sentada, sin decir nada más, mirándose las manos y tratando de comprender qué la había puesto tan nerviosa.
No era sólo la pelea. La verdad era que le preocupaba cuánto tiempo tardaban las cosas en T’Telir. Su padre habría recibido su carta hacía dos semanas, y sabría que dos de sus hijas estaban en Hallandren. Sólo podía esperar que la lógica de su carta, mezclada con amenazas, le impidiera hacer ninguna locura.
Le alegraba que Denth la hubiera hecho abandonar la casa de Lemex. Si su padre enviaba agentes a recuperarla, irían a buscar a Lemex primero, igual que había hecho ella. Sin embargo, una parte cobarde en su interior deseaba que Denth no hubiera mostrado tanta previsión. Si todavía estuvieran viviendo en la casa de Lemex, tal vez la hubieran descubierto ya. Y estaría camino de vuelta a Idris.
Actuaba de modo muy decidido. Y, de hecho, a veces se sentía bastante decidida. Eran los momentos en que pensaba en Idris o las necesidades de su reino. Sin embargo, esos momentos, los momentos regios, eran bastante raros. El resto del tiempo, dudaba.
¿En qué se había metido? No sabía de guerras ni de subterfugios. Denth estaba detrás de todo lo que ella estaba «haciendo» para ayudar a Idris. Lo que ella había sospechado el primer día había resultado verdad: su preparación y sus estudios contaban poco, y no sabía qué hacer para salvar a Siri. Ni qué hacer con el aliento que contenía en su interior. Ni siquiera sabía, en realidad, si quería quedarse en esa ciudad loca, con un exceso de habitantes y colores.
En resumen, era una inútil. Y eso era lo único para lo que nunca la habían educado.
—¿De verdad quieres reunirte con los idrianos? —preguntó Denth. Vivenna alzó la cabeza. Fuera, oscurecía.
«¿Quiero hacerlo? —pensó—. Si mi padre tiene agentes en la ciudad, puede que acudan. Pero si hay algo que pueda hacer por esta gente…».
—Me gustaría —respondió.
Él sacudió la cabeza.
—Será difícil prepararlo, difícil mantenerlo en secreto, y difícil protegerte. Estos encuentros que estamos teniendo han sido en zonas controladas. Si te reúnes con gente corriente, eso no será posible.
Ella asintió.
—Quiero hacerlo de todas formas. Tengo que hacer algo, Denth. Algo útil. Que me vean estos contactos tuyos nos sirve de ayuda, pero tengo que hacer más. Si llega la guerra, debemos preparar a esa gente. Ayudarlos de algún modo.
Alzó la cabeza y miró por la ventana. Clod el sinvida estaba de pie en el rincón donde lo había dejado Joyas. Vivenna se estremeció y apartó la mirada.
—Quiero ayudar a mi hermana. Y quiero serle útil a mi pueblo. Pero intuyo que no estoy haciendo mucho por Idris quedándome en esta ciudad.
—Es mejor que marcharse.
—¿Porqué?
—Porque si te marchas, no habrá nadie que me pague.
Ella puso los ojos en blanco.
—No bromeaba —advirtió Denth—. Necesito que me paguen. De todas formas, hay motivos mejores para quedarse.
—¿Como cuáles?
Él se encogió de hombros.
—Depende, supongo. Mira, princesa, no soy de los que dan consejos brillantes ni profundos. Soy un mercenario. Tú me pagas, me señalas el objetivo y yo voy y apuñalo. Pero bien mirado, regresar a Idris es lo menos útil que podrías hacer. Allí no podrás hacer nada más que quedarte cruzada de brazos y tejer ganchillo. Tu padre tiene otros herederos. Aquí puede que no seas muy efectiva, pero allí eres un cero a la izquierda.
Guardó silencio, se desperezó y se acomodó un poco más contra la pared. «Dice lo que piensa sin cortarse ni un pelo», pensó Vivenna, sacudiendo la cabeza. Con todo, aquellas palabras le parecieron un consuelo. Sonrió y se dio la vuelta.
Y encontró a Clod de pie junto al taburete.
Soltó un gritito, trastabillando y medio cayéndose. Denth se acercó con presteza, la espada desenvainada, y Tonk Fah no tardó en imitarlo.
Vivenna se puso en pie, tropezando con las faldas, y se llevó una mano al pecho, como para tranquilizar los latidos de su corazón. El sinvida permanecía en pie, mirándola.
—Ah, es eso. Lo hace a veces —dijo Denth, riendo, aunque a Vivenna le pareció una risa falsa—. Le gusta acercarse a la gente.
—Como si sintiera curiosidad —apuntó Tonk Fah.
—No pueden sentir curiosidad —dijo Denth—. No tienen ninguna emoción. Clod, vuelve a tu rincón.
El sinvida se dio la vuelta y echó a andar.
—No —dijo Vivenna, aún temblando—. Envíalo al sótano.
—Pero las escaleras…
—¡Al sótano! —lo cortó la princesa, el pelo tiñéndose del rojo por las puntas.
Denth suspiró.
—Clod, al sótano.
El sinvida obedeció. Mientras bajaba las escaleras, Vivenna oyó un escalón crujir levemente, pero la criatura llegó a salvo abajo, a juzgar por el sonido de sus pasos. Ella se sentó, tratando de calmar su respiración.
—Lo lamento —dijo Denth.
—No puedo sentirlo. Es inquietante. Me olvido de que está allí, y no me doy cuenta de cuándo se acerca.
Denth asintió.
—Lo sé.
—Me pasa lo mismo con Joyas —dijo ella, mirándolo—. Es una apagada.
—Sí —dijo él, sentándose—. Lo es desde niña. Sus padres vendieron su aliento a un dios.
—Necesitan un aliento a la semana para sobrevivir —añadió Tonk Fah.
—Qué terrible —dijo Vivenna. «He de mostrarme más amable con ella».
—En realidad no es tan malo. Yo también he estado sin aliento —comentó Denth.
—¿Sí?
Él asintió.
—Todo el mundo tiene rachas en que anda mal de dinero. Lo bueno que tiene el aliento es que siempre puedes comprárselo a otro.
—Nunca falta quien quiere vender —dijo Tonk Fah.
Vivenna sacudió la cabeza, temblando.
—Pero entonces hay que vivir sin él durante un tiempo. Sin alma.
Denth se echó a reír, y esta vez la risa fue auténtica.
—Oh, eso son supersticiones, princesa. No tener aliento no te cambia tanto.
—Te vuelve menos amable —contestó Vivenna—. Más irritable. Como…
—¿Joyas? —preguntó Denth, divertido—. No, ella ha sido siempre así. Estoy seguro. Sea como sea, cuando he vendido mi aliento, no me he sentido tan diferente. Hay que prestar mucha atención para darte cuenta de que falta.
Vivenna se volvió. No esperaba que comprendiera. Era fácil llamar supersticiones a sus creencias, pero ella podía decirle lo mismo a Denth. La gente veía lo que quería ver. Si él creía que sentía lo mismo sin aliento, era más fácil admitir la posibilidad de venderlo… y luego comprar otro aliento a una persona inocente. Además, ¿por qué molestarse en comprarlo si no importaba?
La conversación se apagó hasta que regresó Joyas. Entró y, una vez más, Vivenna apenas la advirtió. «Estoy empezando a confiar demasiado en ese sentido vital», pensó molesta, y se puso en pie mientras Joyas saludaba a Denth.
—Es quien dice ser —dijo Joyas—. He preguntado, y recibí tres confirmaciones de gente en quien más o menos confío.
—Muy bien, pues —resumió Denth, desperezándose y poniéndose en pie. Despertó a Tonk Fah de una patadita—. Volvamos con cuidado a casa.