Siri esperaba nerviosa ante la puerta del dormitorio de su esposo. Como de costumbre, Dedos Azules la acompañaba; no había nadie más en el pasillo. Escribía en su libreta, sin dar ninguna muestra de cómo sabía siempre cuándo era el momento de que ella entrara.
Por una vez, a Siri no le importó el retraso, nerviosa como estaba. Eso le daba más tiempo para pensar en lo que iba a hacer. Los acontecimientos del día todavía zumbaban en su cabeza: Treledees, diciéndole que tenía que proporcionar un heredero; Sondeluz el Audaz, hablando en circunloquios y luego dejándola con lo que parecía una tibia despedida; su rey y marido, sentado en lo alto de su torre, dispersando la luz a su alrededor; los sacerdotes abajo, discutiendo si invadir o no su patria.
Diversas personas querían empujarla en direcciones distintas, pero ninguna de ellas estaba realmente dispuesta a decirle cómo hacer lo que querían… y algunas ni siquiera se molestaban en decirle qué querían. Lo único que estaban consiguiendo era molestarla. Ella no era ninguna seductora. No tenía ni idea de cómo hacer que el rey-dios la deseara, sobre todo porque le aterrorizaba que lo hiciera.
El sumo sacerdote Treledees le había dado una orden. Por tanto, pretendía mostrarle cómo respondía a las órdenes, en especial cuando iban acompañadas de amenazas. Esta noche entraría en el dormitorio del rey, se sentaría en el suelo y se negaría a desnudarse. Se enfrentaría al rey-dios. Él no la deseaba. Bien, ya estaba cansada de que la mirara todas las noches.
Pretendía explicarle todo eso en términos muy claros. Si quería volver a verla desnuda, tendría que ordenar que las criadas la desnudaran. Dudaba que lo hiciera. Nunca había intentado ningún acercamiento, y cuando había presidido los debates del anfiteatro, se había limitado a sentarse y mirar. Siri empezaba a tener otra impresión de este rey-dios. Era un hombre con tanto poder que se había vuelto perezoso; un hombre que lo tenía todo, y por eso no se molestaba con nada; un hombre que esperaba que los demás lo hicieran todo por él. La gente como él la molestaba. Recordó a un capitán de la guardia de Idris que ordenaba que sus hombres trabajaran duro, mientras se pasaba las tardes jugando a las cartas.
Era hora de que el rey-dios fuera desafiado. Más que eso, era hora de que sus sacerdotes aprendieran que no podían acosarla. Estaba cansada de ser manipulada. Esta noche reaccionaría. Ésa era su decisión. Y la ponía más nerviosa que todos los Colores.
Miró a Dedos Azules. Al cabo de un momento, él se dio cuenta.
—¿Me vigilan de verdad cada noche? —susurró ella, inclinándose.
Él vaciló y miró a ambos lados, luego sacudió la cabeza.
Ella frunció el ceño. «Pero Treledees sabía que no me he acostado con el rey-dios».
Dedos Azules alzó un dedo, se señaló los ojos, y luego negó con la cabeza. Entonces señaló sus orejas y asintió. Señaló luego a una puerta al fondo del pasillo.
«Escuchan», comprendió Siri.
Él se acercó más a ella.
—No se atreverían a espiar, Receptáculo —susurró—. Recuerda, el rey-dios es la más sagrada de sus divinidades. Verlo desnudo, verlo con su esposa… no, no se atreverían. Sin embargo, escuchan.
Ella asintió.
—Les preocupa mucho tener un heredero.
Dedos Azules miró nervioso alrededor.
—¿Corro peligro con ellos? —preguntó Siri.
Él la miró a los ojos y luego asintió bruscamente.
—Más peligro de lo que crees, Receptáculo.
Entonces se retiró, señalando la puerta.
«¡Tienes que ayudarme!», silabeó ella.
Dedos Azules negó con la cabeza, las manos juntas: «No puedo. Ahora no». Y abrió la puerta, hizo una reverencia y se marchó, mirando nerviosamente por encima del hombro.
Siri lo miró. Se acercaba el momento en que tendría que acorralarlo y averiguar qué sabía realmente. Hasta entonces, tenía otra gente a quien molestar. Se dio la vuelta y observó la habitación oscura. Su nerviosismo regresó.
«¿Es inteligente esta actitud?». Ser beligerante no la había molestado nunca antes. Sin embargo… su vida no era como había sido antes. El miedo de Dedos Azules la había puesto aún más nerviosa.
Desafío. Siempre había sido su forma de llamar la atención. No había sido obstinada por rencor. Simplemente, nunca había podido medirse con Vivenna, así que hacía lo contrario de lo que se esperaba de ella. Su desafío había funcionado bien en el pasado. ¿O no? Su padre estaba perpetuamente enfadado con ella, y Vivenna siempre la había tratado como a una niña. Los habitantes de la ciudad la amaban, pero también la soportaban.
«No —pensó de repente—. No, no puedo volver a eso. La gente de este palacio, esta corte, no son de la clase que puedes desafiar sólo porque estás molesta». Si molestaba a los sacerdotes de palacio, no le reñirían como hacía su padre. Le mostrarían lo que significaba realmente estar en su poder.
Pero ¿qué hacer entonces? No podía seguir quitándose la ropa y arrojándose al suelo desnuda, ¿no?
Sintiéndose confusa, y un poco enfadada consigo misma, entró en la habitación oscura y cerró la puerta. El rey-dios esperaba en su rincón, como siempre en las sombras. Siri lo miró, contemplando aquel rostro demasiado calmado. Sabía que debería desnudarse y arrodillarse, pero no lo hizo.
No porque se sintiera desafiante, ni siquiera enfadada o petulante. Porque estaba cansada de dudar. ¿Quién era ese hombre que podía gobernar a dioses y dispersar la luz con la fuerza de su biocroma? ¿Era sólo un malcriado e indolente?
Él la miró. Como antes, no se irritó por su insolencia. Al verlo, Siri tiró de las cintas de su vestido, dejándolo caer al suelo. Fue a quitarse la ropa interior, pero vaciló.
«No —pensó—. Esto tampoco está bien».
Miró la ropa interior: los bordes del atuendo se difuminaron, el blanco se mezclaba con el color. Miró el rostro impasible del rey-dios.
Entonces, tragándose su nerviosismo, Siri dio un paso adelante.
Él se tensó. Ella lo notó en las comisuras de sus ojos y labios. Dio otro paso adelante, el blanco de su atuendo diluyéndose aún más en un prisma de colores. El rey-dios no hizo nada. Sólo miró mientras ella seguía acercándose cada vez más.
Se detuvo delante de él. A continuación se volvió y se metió en la cama, sintiendo la profunda suavidad bajo ella mientras se colocaba en el centro del colchón. Se sentó sobre los talones, mirando la negra pared de mármol con su brillo de obsidiana. Los sacerdotes del rey-dios esperaban más allá, aguzando el oído para escuchar cosas que en realidad no eran asunto suyo.
«Esto va a ser sumamente embarazoso», pensó, inspirando hondo. Pero se había visto obligada a yacer postrada, desnuda, delante del rey-dios durante más de una semana. Ya no era momento para sentir pudor.
Empezó a dar saltitos en la cama, haciendo que los muelles chirriaran. Luego, con cierto resquemor, gimió con sensualidad.
Ojalá sonara convincente. En realidad, no sabía cómo tenía que sonar. ¿Y cuánto tiempo debía continuar? Trató de gemir cada vez más fuerte, de moverse con más brío, durante lo que consideró suficiente tiempo. Entonces se detuvo bruscamente, dejó escapar un último gemido y se desplomó en la cama.
Todo quedó en silencio. Ella alzó los ojos y miró al rey-dios. Parte de su máscara emocional se había suavizado, y mostraba una expresión muy humana de confusión. Ella casi se echó a reír al verlo tan perplejo. Lo miró a los ojos y sacudió la cabeza. Entonces, el corazón latiendo, la piel un poco sudorosa, se tumbó en la cama para descansar.
Cansada por los acontecimientos y las intrigas del día, no tardó en adormilarse. El rey-dios la dejó sola. De hecho, se había tensado cuando ella se acercó, casi como si estuviera preocupado. Incluso asustado de ella.
Eso no podía ser. Era dios y rey de Hallandren, y ella no era más que una niña tonta que se había aventurado en aguas demasiado profundas. No, no estaba asustado; menuda ridiculez. Se contuvo, manteniendo la ilusión para los sacerdotes que escuchaban, y descansó en la lujosa comodidad del lecho.
* * *
A la mañana siguiente, Sondeluz no se levantó de la cama.
Sus criados rondaban sus aposentos como una bandada de pájaros esperando la semilla. Hacia mediodía, empezaron a agitarse incómodos y mirarse unos a otros.
Sondeluz permaneció en la cama, contemplando el intrincado dosel rojo. Algunos criados se acercaron tímidamente y colocaron una bandeja de comida en una mesita. Él no hizo gesto de tocarla.
Había vuelto a soñar con la guerra.
Finalmente, una figura se acercó a la cama. Grande y vestido con ropas sacerdotales, Llarimar contempló a su dios, sabiendo que se sentía molesto.
—Dejadnos, por favor —le dijo a los criados.
Estos vacilaron, inseguros. ¿Dónde se había visto un dios sin sus sirvientes?
—Por favor —repitió Llarimar, aunque su tono indicó que no era una petición.
Lentamente, los criados salieron de la habitación. Llarimar retiró la bandeja de comida, y se sentó en el filo de la mesita. Estudió al dios con expresión pensativa.
«¿Qué he hecho para ganarme un sacerdote como él?», pensó Sondeluz.
Conocía a muchos sumos sacerdotes de otros Retornados, y la mayoría superaban varios niveles de insoportabilidad. Algunos se enfadaban rápidamente, otros se apresuraban a señalar defectos, y había quienes se mostraban tan empalagosamente efusivos hacia sus dioses que resultaban enloquecedores. Treledees, el sumo sacerdote del mismísimo rey-dios, era tan envarado que incluso hacía que los dioses se sintieran inferiores.
En cambio, Llarimar era paciente y comprensivo. Se merecía un dios mejor.
—Muy bien, divina gracia —dijo—. ¿Qué es esta vez?
—Estoy enfermo.
—Os recuerdo que no podéis poneros enfermo, divina gracia.
Sondeluz tosió débilmente varias veces. Llarimar puso los ojos en blanco.
—Oh, venga ya, Veloz. ¿No puedes seguirme un poco la corriente?
—¿Seguir el juego de que estáis enfermo? —repuso el otro, mostrando un atisbo de diversión—. Divina gracia, hacer eso sería pretender que no sois un dios. No creo que sea un buen precedente para que lo establezca vuestro sumo sacerdote.
—Es la verdad —susurró Sondeluz—. No soy ningún dios.
Llarimar no perdió la calma ni la compostura. Tan sólo se inclinó hacia delante.
—Por favor, no digáis esas cosas, divina gracia. Aunque no lo creáis, no debéis decirlo.
—¿Por qué no?
—Por bien de los muchos que sí lo creen.
—¿Y debo continuar engañándolos?
Llarimar sacudió la cabeza.
—No es ningún engaño. No es extraño que haya otros que tengan más fe en uno que uno mismo.
—¿Y no te parece un poco raro en mi caso?
El sacerdote sonrió.
—No, conociendo vuestro temperamento. Bien, ¿por qué ha sido esta vez?
Sondeluz se volvió y miró de nuevo al techo.
—Encendedora quiere mis órdenes para los sinvida.
—Entiendo.
—Destruirá a esa nueva reina nuestra. A Encendedora le preocupa que la casa real de Idris pretenda hacerse con el trono de Hallandren.
—¿No estáis de acuerdo?
El dios sacudió la cabeza.
—No. Probablemente sea así. Pero no creo que esa muchacha, la reina, sepa que forma parte de nada. Me preocupa que Encendedora aplaste a esa chica por miedo. Me preocupa que sea demasiado agresiva y nos meta en una guerra, cuando no sé todavía si es lo adecuado.
—Parece que ya tenéis una idea clara al respecto, divina gracia —dijo Llarimar.
—No quiero formar parte, Veloz. Siento que me están absorbiendo.
—Es vuestro deber implicaros para poder liderar el reino. No se puede evitar la política.
—Puedo, si no me levanto de la cama.
Llarimar alzó una ceja.
—No lo creeréis sinceramente, ¿verdad, divina gracia?
Sondeluz suspiró.
—No irás a darme un sermón sobre cómo incluso mi inacción tiene efectos políticos, ¿verdad?
El sacerdote vaciló.
—Tal vez. Os guste o no, sois parte del funcionamiento de este reino, y producís efectos aunque os quedéis en la cama. Si no hacéis nada, entonces los problemas serán tan culpa vuestra como si los hubierais instigado.
—No. Creo que te equivocas. Si no hago nada, entonces al menos no puedo estropear las cosas. Cierto, puedo dejar que vayan mal, pero no es lo mismo. No lo es, no importa lo que diga la gente.
—¿Y si, al actuar, pudierais hacer que las cosas fueran mejor?
Sondeluz sacudió la cabeza.
—No va a suceder. Me conoces muy bien.
—Así es, divina gracia. Os conozco mejor, tal vez, de lo que pensáis. Siempre habéis sido uno de los mejores hombres que he conocido.
El dios puso los ojos en blanco, pero se detuvo al advertir la expresión de Llarimar. «Uno de los mejores hombres que he conocido…». Sondeluz se incorporó.
—¡Me conociste! —acusó—. Por eso decidiste ser mi sacerdote. ¡Me conociste antes! ¡Antes de que muriera!
Llarimar no respondió.
—¿Quién era yo? —preguntó Sondeluz—. Un buen hombre, sostienes. ¿Qué había en mí que me hacía un buen hombre?
—No puedo decir nada, divina gracia.
—Ya has dicho algo —replicó Sondeluz, alzando un dedo—. Ahora puedes continuar. No hay vuelta atrás.
—Ya he dicho demasiado.
—Vamos. Sólo un poquito. ¿Era de T’Telir, entonces? ¿Cómo morí? —«Y ¿quién es ella, la mujer que veo en mis sueños?».
Llarimar no dijo nada más.
—Podría ordenarte que hablaras…
—No, no podríais —dijo el sacerdote, sonriendo mientras se levantaba—. Es como la lluvia, divina gracia. Podéis pretender ordenarle al clima que cambie, pero en el fondo no lo creéis. No obedece, ni obedecería yo.
«Conveniente artículo teológico —pensó Sondeluz—. Sobre todo cuando quieres ocultar cosas a tus dioses».
Llarimar se volvió para marcharse.
—Tenéis pinturas que juzgar, divina gracia. Sugiero que dejéis que vuestros sirvientes os bañen y vistan para que podáis realizar el trabajo del día.
Sondeluz suspiró, desperezándose. «¿Cómo logra ponerme en marcha?», pensó. Llarimar ni siquiera había revelado nada, pero Sondeluz había superado su arrebato de melancolía. Miró al sacerdote cuando éste llegaba a la puerta e indicaba a los criados que entraran. Tal vez tratar con deidades hoscas era parte de su trabajo. «Pero… me conocía de antes. Y ahora es mi sacerdote. ¿Cómo sucedió eso?».
—Veloz —llamó Sondeluz.
Llarimar se dio media vuelta, precavido, esperando que el dios siguiera indagando en su pasado.
—¿Qué debo hacer? —preguntó Sondeluz—. ¿Respecto a Encendedora y la reina?
—No puedo decíroslo, divina gracia. Veréis, es por vos de quien aprendemos. Si os guío, entonces no ganamos nada.
—Excepto tal vez la vida de una joven que está siendo utilizada como peón.
Llarimar vaciló.
—Haced lo mejor que sepáis. Es todo lo que puedo sugerir.
«Magnífico», pensó Sondeluz mientras se levantaba. No sabía qué era lo mejor que sabía.
La verdad era que nunca se había molestado en averiguarlo.