Capítulo 14

—Está lloviendo —observó Sondeluz.

—Muy astuto, divina gracia —dijo Llarimar, que caminaba junto a su dios.

—No me gusta la lluvia.

—Lo decís con frecuencia.

—Soy un dios. ¿No debería tener poder sobre el clima? ¿Cómo puede llover si yo no quiero?

—Ahora mismo hay veinticinco dioses en la corte, divina gracia. Tal vez sean más los que desean que haya lluvia que los que no.

La túnica rojo y oro de Sondeluz se agitaba a su paso. La hierba estaba fresca y húmeda bajo sus pies, pero un grupo de criados llevaba un amplio dosel. La lluvia caía suavemente sobre la tela. En T’Telir, los chaparrones eran comunes, pero nunca muy fuertes.

A Sondeluz le habría gustado ver una tormenta de verdad, como las que, según decía la gente, se desataban en las junglas.

—Entonces haré una votación —dijo—. Con los otros dioses. A ver cuántos de ellos querían que lloviera hoy.

—Si así lo queréis, divina gracia. No demostrará gran cosa.

—Demostrará de quién es la culpa. Y… si resulta que la mayoría de nosotros quiere que deje de llover, tal vez se inicie una crisis teológica.

Llarimar no parecía molesto por la idea de un dios que trataba de socavar su propia religión.

—Divina gracia —dijo—, os aseguro que nuestra doctrina es bastante sana.

—¿Y si los dioses no quieren que llueva, pero sigue haciéndolo?

—¿Os gustaría que hiciera sol todo el tiempo, divina gracia?

Sondeluz se encogió de hombros.

—Claro.

—¿Y los granjeros? Sin la lluvia, sus cosechas se estropearían.

—Puede llover sobre las cosechas —dijo Sondeluz—, no en la ciudad. Unas cuantas pautas climatológicas selectivas no deberían ser algo difícil para un dios.

—La gente necesita agua para beber, divina gracia. Es necesario limpiar las calles. ¿Y las plantas de la ciudad? Los hermosos árboles… incluso esta hierba sobre la que os gusta caminar, morirían si no lloviera.

—Bueno. Yo podría desear que siguieran viviendo.

—Y eso es lo que hacéis, divina gracia. Vuestra alma sabe que la lluvia es lo mejor para la ciudad, y por eso llueve. A pesar de lo que piense vuestra conciencia.

Sondeluz frunció el ceño.

—Con ese argumento, podrías decir que cualquiera es un dios, Llarimar.

—Cualquiera no regresa de la muerte. Ni tiene el poder de curar a los enfermos, y desde luego tampoco vuestra habilidad de ver el futuro.

«Buenos argumentos», pensó Sondeluz mientras se acercaban al anfiteatro. La gran estructura circular se encontraba al fondo de la Corte de los Dioses, fuera del anillo de palacios que rodeaba el patio. El séquito entró, sujetando todavía el dosel rojo por encima del dios, y se internaron en el patio cubierto de arena. Luego subieron por una rampa hasta la zona de asientos.

El anfiteatro tenía cuatro filas de asientos para la gente corriente, bancos de piedra que alojaban a los ciudadanos de T’Telir que eran favorecidos, afortunados o lo bastante ricos para entrar en la sesión de la asamblea. Las zonas superiores estaban reservadas para los Retornados. Aquí, lo bastante cerca para oír lo que se decía en el ruedo de arena, pero lo bastante lejos para permanecer apartados, se hallaban los palcos. Tallados en piedra, con adornos, eran bastante grandes para dar cabida al séquito entero de un dios.

Sondeluz vio que varios de sus pares habían llegado ya, identificados por los doseles de colores que asomaban por encima de los palcos. Bendicevidas estaba allí, igual que Mercestrella. Pasaron junto al palco vacío reservado habitualmente para Sondeluz y rodearon el anillo y se acercaron a un palco rematado por un pabellón verde. Encendedora estaba allí. Su vestido verde y plata era espléndido y revelador, como siempre. A pesar de su rico corte y su bordado, era poco más que una larga tela con algunos lazos y un agujero en el centro para su cabeza. Eso lo dejaba completamente abierto por ambos lados desde los hombros hasta las pantorrillas, y los muslos de la diosa asomaban lujuriosamente a cada lado. Se incorporó en su asiento, sonriendo.

Sondeluz inspiró profundamente. Encendedora siempre lo trataba con amabilidad y desde luego tenía una alta opinión de él, pero estando con ella le parecía que tenía que estar en guardia en todo momento. Una mujer como aquella podía hacer lo que quisiera con un hombre.

Podía atraparlo y no soltarlo nunca.

—Sondeluz, querido —dijo, sonriendo más ampliamente mientras los criados del dios avanzaban y emplazaban su sillón, el reposapiés, y una mesita.

—Mis respetos, bella Encendedora. Mi sumo sacerdote me dice que tienes la culpa de este tiempo asqueroso.

Ella alzó una ceja, y a un lado, de pie junto con los otros sacerdotes, Llarimar se ruborizó.

—A mí me gusta la lluvia —dijo por fin, volviendo a repantigarse en su diván—. Es… diferente. Me gusta que las cosas sean diferentes.

—Entonces debo aburrirte terriblemente, querida —dijo Sondeluz, sentándose y cogiendo un puñado de uvas, ya peladas del cuenco que había en la mesita.

—¿Aburrirme?

—No vivo para otra cosa sino la mediocridad, y la mediocridad rara vez es diferente. De hecho, debería decir que está muy de moda en la corte hoy en día.

—No deberías decir esas cosas. La gente podría empezar a creerte.

—Me malinterpretas. Por eso las digo. Pienso que si no puedo hacer milagros divinos como controlar el clima, entonces bien podría contentarme con el milagro menor de ser quien dice la verdad.

—Hmm —replicó ella, desperezándose, agitando la punta de sus dedos mientras suspiraba feliz—. Nuestros sacerdotes dicen que el propósito de los dioses no es jugar con el tiempo ni prevenir desastres, sino proporcionar visiones y servir al pueblo. Tal vez esta actitud tuya no sea el mejor modo de velar por sus intereses.

—Tienes razón, por supuesto. Acabo de tener una revelación. La mediocridad no es el mejor modo de servir a nuestro pueblo.

—¿Cuál es, entonces?

—Medio hechos sobre un fondo de medallones de patatas dulces —dijo él, llevándose una uva a la boca—. Con una leve capa de ajo y una ligera salsa de vino blanco.

—Eres incorregible —sonrió ella, terminando de desperezarse.

—Soy lo que el universo me hizo ser, querida.

—¿Te inclinas entonces ante los caprichos del universo?

—¿Qué más podría hacer?

—Combatirlo —dijo Encendedora. Entornó los ojos, y como ausente extendió una mano para coger una uva de la mano de Sondeluz—. Combatirlo con todo, obligar al universo a inclinarse ante ti.

—Es un enfoque muy estimulante. Pero creo que el universo y yo pertenecemos a categorías de peso ligeramente distintas.

—Creo que te equivocas.

—¿Estás diciendo que estoy gordo?

Ella lo miró con frialdad.

—Estoy diciendo que no tienes que ser tan humilde, Sondeluz. Eres un dios.

—Un dios que ni siquiera puede hacer que deje de llover.

—Yo quiero que haya tormentas y tempestades. Tal vez esta llovizna sea el término medio entre tú y yo.

Sondeluz se metió otra uva en la boca, la aplastó entre los dientes sintiendo el dulce jugo inundar su paladar. Pensó mientras masticaba.

—Encendedora, querida —dijo al fin—. ¿Hay algún tipo de subtexto en nuestra conversación? Porque, como deberías saber, soy muy malo con los subtextos. Me dan dolor de cabeza.

—No te puede doler la cabeza.

—Pues tampoco me lances subtextos. Son demasiado sutiles para mí. Hace falta un esfuerzo de comprensión, y el esfuerzo, por desgracia, va contra mi religión.

Encendedora alzó una ceja.

—¿Un nuevo principio para quienes te adoran?

—Oh, esa religión no. Soy un adorador secreto de Austre. Es una teología tan deliciosamente burda… negro, blanco, nada de molestarse con complicaciones. Fe sin ningún pensamiento molesto.

La diosa cogió otra uva.

—No conoces lo bastante bien el austrismo. Es complejo. Si buscas algo realmente sencillo, deberías probar la fe de Pahn Kahl.

Sondeluz arrugó el ceño.

—¿No adoran a los Retornados, como el resto de nosotros?

—No. Tienen su propia religión.

—Pero todo el mundo sabe que los phan kahl son prácticamente hallandrenses.

Encendedora se encogió de hombros, contemplando el estadio debajo.

—¿Y cómo nos hemos salido exactamente por esta tangente, por cierto? —dijo Sondeluz—. Desde luego, querida, a veces nuestras conversaciones me recuerdan a una espada rota.

Ella alzó una ceja.

—Afilada como el infierno, pero sin punta —añadió él.

Encendedora bufó.

—Tú eres quien pidió verse conmigo, Sondeluz.

—Sí, pero los dos sabemos que tú lo querías. ¿Qué estás planeando?

La diosa hizo girar la uva entre sus dedos.

—Espera —dijo.

Sondeluz suspiró y llamó a un criado para que le trajera nueces. Uno colocó un cuenco sobre la mesa, luego otro se acercó y empezó a cascarlas.

—Primero das a entender que debería unirme a vosotros, y ¿ahora no quieres decirme lo que queréis que haga? Pero bueno, mujer, algún día tu ridículo sentido del drama va a causar serios problemas… como, por ejemplo, aburrimiento en tus interlocutores.

—No es drama —dijo ella—. Es respeto.

Señaló con la cabeza al otro lado del anfiteatro, donde el palco del rey-dios todavía estaba vacío, el trono dorado colocado en un pedestal sobre el palco en sí.

—Ah. Nos sentimos patrióticas hoy, ¿no?

—Más bien es curiosidad.

—¿Por?

—Ella.

—¿La reina?

Encendedora le dirigió una mirada despectiva.

—Pues claro. ¿De quién más podría estar hablando?

Sondeluz descontó los días. Había pasado una semana.

—Ah. ¿Su período de aislamiento ha terminado, entonces?

—Deberías prestar más atención, Sondeluz.

Él se encogió de hombros.

—El tiempo parece pasar más rápido cuando no te das cuenta, querida. En eso, es notablemente similar a la mayoría de las mujeres que conozco.

Y aceptó un puñado de nueces y se acomodó, dispuesto a esperar.

* * *

Al parecer, a la gente de T’Telir no le gustaban los carruajes, ni siquiera para transportar a los dioses. Siri, divertida, permanecía sentada mientras un grupo de criados llevaba su silla hacia una gran estructura circular situada al fondo de la Corte de los Dioses. Llovía. No le importaba. Había estado encerrada demasiado tiempo.

Se giró en su silla y miró al grupo de criadas que llevaba la cola de su largo vestido dorado, impidiendo que rozara la hierba mojada. A su alrededor caminaban más mujeres, que sostenían un gran dosel para protegerla de la lluvia.

—¿Podríais apartarlo un poco? —pidió Siri—. ¿Para dejar que la lluvia me caiga encima?

Las criadas se miraron perplejas.

—Sólo un poquito —dijo Siri—. Lo prometo.

Las mujeres intercambiaron miradas ceñudas, pero redujeron el paso, permitiendo a los porteadores de Siri adelantarse y exponerla a la lluvia. La muchacha alzó la cabeza, sonriendo mientras la llovizna le caía sobre el rostro. «Siete días encerrada es demasiado tiempo», se dijo. Se regodeó un momento, disfrutando de la fría humedad en su piel y ropas. La hierba parecía llamarla. Miró de nuevo hacia atrás.

—Podría ir andando, ¿sabéis? —«Sentir mis pies en ese fresco verdor…».

Las criadas parecieron muy incómodas ante esa idea.

—O no —dijo Siri, dándose la vuelta mientras las mujeres apretaban el paso, cubriendo de nuevo el cielo con su dosel. Caminar era probablemente mala idea, considerando la larga cola de su vestido. Había acabado por elegir un modelo mucho más atrevido que ningún otro que hubiera llevado jamás. Tenía un curioso diseño que cubría la parte delantera de sus piernas con una breve falda, pero llegaba hasta el suelo por detrás. Lo había escogido en parte por la novedad, aunque se ruborizaba cada vez que pensaba en cuánta pierna mostraba.

Pronto llegaron al anfiteatro y los porteadores la llevaron hasta arriba. Siri se interesó al ver que no tenía techo y el suelo estaba cubierto de arena. Justo por encima del suelo, un pintoresco grupo de personas se congregaba en los bancos situados en filas. Aunque algunos llevaban paraguas, muchos ignoraban la ligera lluvia y charlaban amigablemente. Siri le sonrió a la multitud; había representados un centenar de colores distintos y tantos estilos diferentes de vestir. Era bueno ver de nuevo algo de variedad, aunque esa variedad resultara algo chillona.

Sus porteadores la llevaron hasta un gran saliente de piedra construido en un lado del edificio. Allí, las mujeres clavaron los palos del dosel en unos agujeros abiertos en la piedra, permitiendo que se sostuviera solo y cubriera el palco entero. Los criados corrieron preparando las cosas, y los porteadores bajaron la silla. Siri se levantó, frunciendo el ceño. Por fin estaba libre del palacio. Y, sin embargo, parecía que iba a tener que sentarse por encima de todos los demás. Incluso los otros dioses, que suponía en los otros palcos con dosel, estaban lejos y separados de ella por paredes.

«¿Cómo es que pueden hacer que me sienta sola incluso rodeada por cientos de personas?». Se volvió hacia una de sus criadas.

—¿Dónde está el rey-dios?

La mujer indicó los palcos.

—¿Está en uno de ellos? —preguntó Siri.

—No, señora —dijo la mujer, la mirada gacha—. No llegará hasta que todos los dioses estén aquí.

«Ah. Tiene sentido, supongo».

Volvió a sentarse mientras varios criados preparaban la comida. A un lado, un juglar empezó a tocar una flauta, como para ahogar los sonidos de la gente más abajo. Siri preferiría haber oído a la gente. Con todo, decidió no ponerse de mal humor. Al menos había salido, y podía ver a otra gente, aunque no pudiera relacionarse con ella. Sonrió para sí, se inclinó hacia delante, los codos sobre las rodillas, y estudió los exóticos colores de abajo.

¿Qué pensar de la gente de T’Telir? Eran sumamente diversos. Algunos tenían la piel oscura, lo que significaba que procedían de las fronteras del reino de Hallandren. Otros tenían el pelo rubio, o incluso extraños colores de cabello, azules y grises, producto de tintes, según supuso.

Todos vestían ropas brillantes, como si no hubiera otra opción. Los sombreros con adornos eran populares, tanto en hombres como en mujeres. Las ropas oscilaban desde chalecos y pantalones cortos a túnicas largas y vestidos. «¡Cuánto tiempo deben de pasar comprando!». A ella le resultaba difícil qué ponerse, y sólo tenía una docena de opciones cada día… sin sombreros. Después de negarse a los primeros, las criadas habían dejado de ofrecerlos.

Los séquitos fueron llegando uno tras otro, cada uno con un color distinto, normalmente con cierto matiz metálico. Siri contó los palcos. Había espacio para unos cincuenta dioses, pero en la corte sólo había un par de docenas. Veinticinco, ¿no? En cada procesión había una figura que sobresalía por encima de las demás. Algunas, sobre todo las mujeres, eran transportadas en sillas o divanes. Los hombres generalmente andaban, algunos vestían intrincadas túnicas, otros sólo llevaban sandalias y una falda. Siri se inclinó hacia delante, estudiando a un dios que pasaba junto a su palco. Su pecho desnudo la hizo ruborizarse, pero le permitió ver su cuerpo musculoso y su piel bronceada.

Él la miró y ella asintió levemente con la cabeza como signo de respeto. Sus sirvientes y sacerdotes se inclinaron hasta casi tocar el suelo. El dios continuó su camino, sin decir nada.

Siri permaneció sentada. Negó con la cabeza cuando una de las criadas le ofreció comida. Todavía quedaban cuatro o cinco dioses por llegar. Al parecer, las deidades de Hallandren no eran tan puntuales como la había hecho creer el puntilloso Dedos Azules.

* * *

Vivenna atravesó las puertas y entró en el patio de la Corte de los Dioses, dominado por un grupo de grandes palacios. Vaciló, y pequeños grupos de personas la adelantaron, aunque no había una gran muchedumbre.

Denth tenía razón: le había resultado fácil entrar en la corte. Los sacerdotes de la puerta la habían dejado pasar sin preguntarle siquiera su identidad. Incluso habían permitido la entrada a Parlin, dando por sentado que era su ayudante. Se volvió a mirar a los sacerdotes de túnicas azules. Pudo ver burbujas de color a su alrededor, indicativas de su fuerte biocroma.

La habían informado al respecto. Los sacerdotes que protegían las puertas tenían suficiente aliento para llegar a la Primera Elevación, el estado en que una persona conseguía la habilidad para distinguir niveles de aliento en otras personas. Vivenna lo tenía también. No eran las auras o los colores lo que le parecía diferente. De hecho, la habilidad de distinguir alientos era parecida al tono perfecto que había conseguido. Otras personas oían los mismos sonidos que ella, pero Vivenna tenía la capacidad de distinguirlos y separarlos.

Vio lo cerca que estaba una persona de uno de los sacerdotes antes de que los colores aumentaran, y vio exactamente cómo esos tonos se volvían más intensos. La información le hizo saber instintivamente que todos los sacerdotes pertenecían a la Primera Elevación. Parlin tenía un aliento. Los ciudadanos corrientes, que tenían que presentar papeles para acceder a la corte, también tenían un solo aliento. Vivenna podía notar lo fuerte que era ese aliento, y si la persona estaba enferma o no.

Los sacerdotes tenían cada uno cincuenta alientos, como la mayoría de los individuos adinerados que entraban por las puertas. Un buen número tenía al menos doscientos alientos, suficientes para la Segunda Elevación y el tono perfecto que ésta garantizaba. Sólo un par tenían más alientos que Vivenna, que había llegado hasta la Tercera Elevación y la perfecta percepción del color que concedía.

Dejó de estudiar a la multitud. Le habían informado de las Elevaciones, pero nunca había esperado experimentarlas de primera mano. Se sentía sucia. Sobre todo porque los colores eran preciosos.

Sus tutores le habían enseñado que la corte se componía de un amplio círculo de palacios, pero no mencionaron que cada palacio estaba armónicamente equilibrado en su color. Cada uno era una obra de arte, utilizando sutiles gradientes de color que la gente normal no podría apreciar. Se alzaban en un césped perfecto, de un verde uniforme, recortado cuidadosamente, sin ningún camino ni sendero. Vivenna lo pisó, con Parlin a su lado, y sintió la urgencia de quitarse los zapatos y caminar descalza por la hierba húmeda. Eso no sería nada adecuado, así que reprimió el impulso.

La llovizna estaba empezando a remitir por fin, y Parlin bajó el paraguas que había comprado para mantenerlos a ambos secos.

—Bueno, esto es —dijo, sacudiendo el paraguas—. La Corte de los Dioses.

Vivenna asintió.

—Buen lugar para que las ovejas pasten.

—Lo dudo —dijo ella en voz baja.

Parlin frunció el ceño.

—¿Cabras, entonces? —propuso por fin.

La princesa suspiró, y se unieron a una pequeña procesión que cruzaba la hierba hacia una gran estructura ante el círculo de palacios. Le había preocupado destacar: después de todo, seguía llevando su sencillo vestido idriano, de escote cerrado, tejido práctico y colores apagados. Estaba empezando a darse cuenta de que no había forma de destacar en T’Telir.

La gente a su alrededor llevaba una sorprendente variedad de vestidos que le hicieron preguntarse quién tenía imaginación para diseñarlos. Algunos eran tan modestos como los de Vivenna y otros incluso tenían colores apagados, aunque estos habitualmente tenían por contraste brillante pañuelos o sombreros. La modestia en el diseño y el color no estaba de moda, pero no era inexistente.

«Todo es cuestión de llamar la atención —pensó—. Los colores blancos y desvaídos son una reacción contra los colores brillantes. Pero como todo el mundo intenta con tanto énfasis parecer distinto, ¡nadie lo es!».

Sintiéndose más segura, miró a Parlin, que parecía más tranquilo ahora que estaban lejos de las grandes multitudes de la ciudad.

—Interesantes edificios —dijo—. La gente lleva demasiado color, pero ese palacio tiene sólo un color. Me pregunto por qué será.

—No es un solo color. Son muchos tonos diferentes del mismo color.

Parlin se encogió de hombros.

—El rojo es rojo.

¿Cómo podía explicárselo ella? Cada rojo era diferente, como notas de una escala musical. Las paredes eran de rojo puro. Las tejas, las columnas y otros adornos eran de tonos ligeramente distintos, cada uno diferente e intencionado. Las columnas, por ejemplo, formaban cinco grados de rojo, armonizando con el tono básico de las paredes.

Era como una sinfonía de tonos. El edificio obviamente había sido construido para una persona que había conseguido la Tercera Elevación, ya que sólo una persona así podría ver la resonancia ideal. Para los demás… bueno, era sólo una mancha de rojo.

Dejaron atrás el palacio rojo y se dirigieron al anfiteatro. La diversión era un elemento central en las vidas de los dioses de Hallandren. Después de todo, no podía esperarse que los dioses hicieran nada útil con su tiempo. A menudo se divertían en sus palacios o en los jardines, pero para eventos particularmente grandes estaba el anfiteatro, que también servía como emplazamiento para los debates legislativos. Hoy, los sacerdotes discutirían para diversión de sus deidades.

Vivenna y Parlin esperaron su turno mientras la gente se congregaba en la entrada del anfiteatro. Ella se volvió a mirar otra puerta, preguntándose por qué no la utilizaba nadie. La respuesta quedó clara cuando se acercó una figura. Iba rodeado de sirvientes, algunos cargando un dosel. Todos iban vestidos de azul y plata, igual que su líder, quien se alzaba una buena cabeza por encima de los demás. Desprendía un aura biocromática como Vivenna no había visto jamás; aunque, cierto, sólo hacía pocas horas que podía verlas. Su burbuja de color aumentada era enorme; se extendía casi diez metros. Para sus sentidos ampliados de la Primera Elevación, el aliento del dios era infinito. Por primera vez, pudo ver que había algo diferente en los Retornados. No eran sólo despertadores con más poder; era como si tuvieran un solo aliento, pero tan inmensamente poderoso que los impulsaba a las Elevaciones superiores.

El dios entró en el anfiteatro a través de la puerta abierta. Mientras lo miraba, la sensación de asombro de Vivenna se disipó. Había arrogancia en la pose de aquel hombre, un desdén hacia el modo en que entraba libremente mientras otros esperaban su turno en una entrada repleta.

«Para mantenerse vivo —pensó— necesita absorber el aliento de otra persona cada semana».

Se había permitido relajarse demasiado, y sintió que su repulsión regresaba. El color y la belleza no podían cubrir una vanidad tan grande, ni ocultar el pecado de ser un parásito que vivía a costa de la gente corriente.

El dios desapareció en el anfiteatro. Vivenna esperó, pensando un momento en su propia biocroma y lo que significaba. Se quedó anonadada cuando un hombre junto a ella se alzó súbitamente del suelo.

El hombre se elevó por los aires, levantado por su capa, inusitadamente larga. El tejido se había endurecido y parecía una mano mientras alzaba al hombre para que pudiera ver por encima de la multitud. «¿Cómo lo hace?». Le habían dicho que el aliento podía dar vida a los objetos, ¿pero qué significaba «vida»? Parecía como si las fibras de la capa estuvieran tensas, como músculos, pero ¿cómo elevaban algo mucho más pesado? El hombre descendió al suelo. Murmuró algo que Vivenna no pudo oír, y su aura biocromática se volvió más fuerte cuando recuperó su aliento de la capa.

—Pronto volveremos a avanzar —le dijo el hombre a sus acompañantes—. Ya hay menos gente por delante.

En efecto, la multitud pronto empezó a moverse. No pasó mucho tiempo antes de que Vivenna y Parlin entraran en el anfiteatro. Recorrieron los bancos de piedra, buscando un sitio que no estuviera demasiado abarrotado, y Vivenna miró con urgencia hacia los palcos de arriba. El edificio era recargado, pero no muy grande, así que no tardó en localizar a Siri.

Cuando lo hizo, el corazón se le vino a los pies. «Mi hermana —pensó con un escalofrío—. Mi pobre hermana».

Siri iba vestida con un escandaloso atuendo dorado que ni siquiera le llegaba a las rodillas. También tenía un escote muy pronunciado. Su cabello, que incluso ella debería haber sido capaz de mantener de un tono castaño oscuro, mostraba un amarillo dorado de diversión, y tenía entrelazados lazos rojo oscuro. La atendían docenas de sirvientes.

—Mira lo que le han hecho —susurró Vivenna—. Debe de estar aterrorizada, la pobre, al verse obligada a vestir una cosa así y mantener el pelo de un color a juego con su ropa… —«Obligada a ser la esclava del rey-dios».

Parlin apretó los dientes. No se enfadaba a menudo, pero Vivenna percibió que ahora sí lo estaba. Ella sentía lo mismo. Siri estaba siendo explotada: la mostraban y la exhibían como si fuera una especie de trofeo. Parecía una declaración. Estaban diciendo que podían coger a una casta e inocente mujer de Idris y hacer con ella lo que se les antojara.

«Lo que estoy haciendo está bien —pensó Vivenna con creciente determinación—. Venir a Hallandren fue lo mejor. Puede que Lemex esté muerto, pero yo tengo que continuar. Tengo que encontrar un modo de salvar a mi hermana».

—¿Vivenna? —dijo Parlin.

—¿Hmm?

—¿Por qué empieza a postrarse todo el mundo?

* * *

Siri jugueteaba con una borla de su vestido. El último dios estaba sentándose en su palco. «Con éste hacen veinticinco —pensó—. Ya deben de estar todos».

De repente, el público empezó a ponerse en pie, y luego a arrodillarse. Siri se levantó para mirar, ansiosa. ¿Qué se estaba perdiendo? ¿Había llegado el rey-dios, o era otra cosa? Incluso los dioses se habían arrodillado, aunque no se postraron como los mortales. Todos parecían hacer una reverencia hacia Siri. «¿Es algún tipo de saludo ritual hacia su nueva reina?».

Entonces lo vio. Su vestido explotó de color, la piedra a sus pies ganó lustre y su misma piel se hizo más vibrante. Delante de ella, un cuenco blanco empezó a brillar y pareció estirarse hasta que el color blanco se dispersó en los colores del arco iris.

Una criada arrodillada le tiró a Siri de la manga.

—Señora —susurró la mujer—. ¡Detrás de ti!