Al final, Sondeluz tuvo que escuchar las peticiones.
Era fastidioso, ya que la Celebración de la Boda no terminaría hasta dentro de varios días. El pueblo, sin embargo, necesitaba a sus dioses. Sabía que no debería sentirse molesto. Había pasado casi toda una semana libre por la fiesta, a la que no habían asistido ni el novio ni la novia, y eso era más que suficiente. Todo lo que tenía que hacer era pasarse unas pocas horas al día mirando obras de arte y escuchando las preocupaciones de la gente. No era mucho, aunque agotara su cordura.
Suspiró, sentándose de nuevo en su trono. Llevaba un tocado bordado en la cabeza, a juego con una túnica suelta rojo y oro. El atuendo se extendía sobre sus hombros y se retorcía por su cuerpo, adornado con borlas doradas. Como toda su ropa, ponérsela era más complicado de lo que parecía.
«Si mis criadas me abandonaran de repente —pensó con diversión—, sería totalmente incapaz de vestirme».
Apoyó la cabeza en un puño, el codo en el reposabrazos del trono. Esta sala de su palacio daba directamente al jardín: el mal tiempo era raro en Hallandren, y una fresca brisa soplaba del mar, trayendo olor a salitre. Cerró los ojos, inspirándola. Había soñado de nuevo con la guerra anoche. Llarimar había encontrado el detalle particularmente significativo, Sondeluz sólo estaba preocupado. Todo el mundo decía que si estallaba la guerra, Hallandren vencería con facilidad. Pero si ése era el caso, ¿entonces por qué siempre soñaba con T’Telir ardiendo? No alguna lejana ciudad de Idris, sino su propia ciudad.
«No significa nada —se dijo—. Es sólo una manifestación de mis propias preocupaciones».
—Siguiente petición, divina gracia —susurró Llarimar, a su lado.
Sondeluz suspiró, abriendo los ojos. Ambos lados de la sala estaban llenos de sacerdotes con sus cofias y túnicas. ¿Dónde había conseguido tantos? ¿Necesitaba un dios tanta atención?
La fila de gente se extendía hasta el jardín. Era un grupo apesadumbrado y triste, donde varios tosían por alguna que otra enfermedad. «¿Tantos? —pensó mientras conducían a una mujer a la sala—. Supongo que tendría que haberlo esperado. Ha pasado casi una semana».
—Veloz —dijo, volviéndose hacia su sacerdote—. Ve a decirle a esa gente que espera que se siente en la hierba. No hay motivo para que estén de pie. Esto podría tardar algún tiempo.
Llarimar vaciló. Estar de pie era, naturalmente, un signo de respeto. Sin embargo, asintió, y envió a un sacerdote menor a transmitir el mensaje.
«¿Y toda esta gente espera para verme, como si yo pudiera solucionar algo? —pensó Sondeluz. ¿Qué hará falta para convencerlos de que soy un inútil? ¿Qué haría falta para que dejaran de acudir a él?». Después de cinco años de peticiones, sinceramente no estaba seguro de poder soportar otros cinco.
La mujer que iba a hacer la nueva petición se acercó al trono. Llevaba un niño pequeño en sus brazos.
«Un niño no…», se horrorizó Sondeluz, dando un respingo mental.
—Grandísimo —dijo la mujer, cayendo de rodillas sobre la alfombra—. Señor de la Valentía.
Sondeluz guardó silencio.
—Éste es mi hijo, Halan —continuó la mujer, mostrando al bebé.
Al acercarse al aura de Sondeluz, la mantita adquirió un brusco tono azul, casi puro. Sondeluz vio claramente que el niño sufría una terrible enfermedad. Había perdido tanto peso que su piel estaba marchita. El aliento del bebé era tan débil que fluctuaba como una vela que se queda sin pabilo. Moriría antes de que terminara el día. Tal vez antes de que pasara una hora.
—Los curadores dicen que tiene fiebres letales —dijo la mujer—. Sé que va a morir.
El bebé emitió un sonido, una especie de tos, quizá lo más cercano que podía a un sollozo.
—Por favor, Grandísimo —dijo la mujer. Lloriqueó e inclinó la cabeza—. Oh, por favor. Era valiente, como tú. Mi aliento será tuyo. Los alientos de toda mi familia. Servicio durante cien años, lo que sea. Por favor, cúralo.
Sondeluz cerró los ojos.
—Por favor —gimió la mujer.
—No puedo —dijo Sondeluz por fin.
Silencio.
—No puedo.
—Gracias, mi señor —musitó la mujer.
Sondeluz abrió los ojos para ver cómo se llevaban a la mujer, llorando en silencio, el niño apretujado contra su pecho. La fila de gente la vio marchar, entristecida y al mismo tiempo esperanzada. Una petición más había caído en saco roto. Eso significaba que tendrían una oportunidad.
Una oportunidad para suplicarle a Sondeluz que se suicidase.
Se levantó de pronto, se quitó el tocado y lo arrojó al suelo. Echó a andar y abrió una puerta al fondo de la sala. La puerta golpeó contra la pared mientras cruzaba el umbral.
Los sirvientes y sacerdotes lo siguieron de inmediato. Se volvió hacia ellos.
—¡Marchaos! —dijo, agitando una mano. Muchos mostraron expresiones de sorpresa, desacostumbrados a ningún tipo de presión por parte de su amo—. ¡Dejadme en paz! —gritó Sondeluz, alzándose sobre ellos.
Los colores de la habitación se volvieron más brillantes en respuesta a su emoción, y los sirvientes retrocedieron, confundidos, y salieron a trompicones hacia la sala de peticiones y cerraron la puerta.
Sondeluz se quedó solo. Apoyó una mano en la pared mientras tomaba aire, la otra mano en la frente. ¿Por qué sudaba así? Había visto miles de peticiones, y muchas habían sido peores que la que acababa de presenciar. Había enviado a la muerte a mujeres embarazadas, condenado a padres e hijos, consignado a los inocentes y fieles a la miseria.
No había ningún motivo para reaccionar de esa forma. Podía soportarlo. En realidad era una nadería. Igual que absorber el aliento de una persona nueva cada semana. Un pequeño precio que pagar…
La puerta se abrió y alguien entró.
Sondeluz no se volvió.
—¿Qué quieren de mí, Llarimar? —preguntó—. ¿De verdad creen que lo haré? ¿Sondeluz, el egoísta? ¿De verdad creen que daré mi vida por uno de ellos?
Llarimar guardó silencio unos instantes.
—Ofrecéis esperanza, divina gracia —dijo por fin—. Una última e improbable esperanza. La esperanza es parte de la fe… parte del conocimiento de que algún día, uno de vuestros seguidores recibirá un milagro.
—¿Y si están equivocados? No tengo ningún deseo de morir. Soy un holgazán aficionado al lujo. La gente como yo no renuncia a la vida, aunque sean dioses.
El otro no respondió.
—Los buenos están ya todos muertos, Veloz. Calmavidente, Tonoazul: ésos eran dioses que se entregaban. Los demás somos egoístas. No se ha concedido ninguna petición en cuánto, ¿tres años?
—Aproximadamente, divina gracia —dijo Llarimar en voz baja.
—¿Y por qué debería ser de otro modo? —repuso Sondeluz, con una risita—. Quiero decir, tenemos que morir para curar a uno de ellos. ¿No te parece ridículo? ¿Qué clase de religión anima a sus miembros a venir a pedir la vida de su dios? —Sacudió la cabeza—. Es irónico. Somos dioses para ellos sólo hasta que nos matan. Y creo que hasta sé por qué los dioses ceden. Son esas peticiones, estar ahí obligado a sentarte día tras día, sabiendo que podrías salvar a uno de ellos… y que probablemente deberías hacerlo, ya que tu vida no vale nada. Eso es suficiente para volver loco a un hombre. ¡Suficiente para impulsarlo al suicidio! —Sonrió, mirando a su sumo sacerdote—. Suicidio por manifestación divina. Muy dramático.
—¿Cancelo el resto de las peticiones, divina gracia? —Llarimar no dio ninguna muestra de estar molesto por el estallido.
—Claro, ¿por qué no? —respondió, agitando una mano—. Necesitan una lección de teología. Ya deberían saber qué inutilidad de dios soy. Que se marchen, diles que vuelvan mañana… suponiendo que sean tan necios como para hacerlo.
—Sí, divina gracia —dijo el sacerdote, inclinándose.
«¿Es que este hombre no se enfadará nunca conmigo? —pensó Sondeluz—. ¡Él, más que nadie, debería saber que no soy una persona de fiar!».
Se dio media vuelta y se marchó mientras Llarimar regresaba a la sala de las peticiones. Ningún sirviente trató de seguirlo. Pasó de una sala roja a otra, hasta una escalera por la que subió al primer piso. Esta planta estaba abierta por los cuatro lados, y en realidad no era más que un gran patio cubierto. Se dirigió al fondo, al lado opuesto a la fila de gente.
La brisa era fuerte allí. La sintió tirando de su túnica, trayendo consigo aromas que habían viajado cientos de kilómetros, cruzado el océano, acariciado las palmeras antes de entrar por fin en la Corte de los Dioses. Permaneció allí largo rato, contemplando la ciudad y más allá el mar. No tenía ningún deseo, a pesar de lo que decía a veces, de dejar su cómodo hogar en la corte. No era un hombre de junglas: era un hombre de fiestas.
Pero a veces deseaba poder al menos querer ser algo más. Las palabras de Encendedora todavía le pesaban. «Tendrás que servir para algo tarde o temprano, Sondeluz. Eres un dios para esa gente…».
Lo era, lo quisiera o no. Eso era lo más frustrante. Había intentado con todas sus fuerzas ser inútil y vanidoso. Y, sin embargo, seguían acudiendo.
«Podríamos usar tu confianza… eres mejor de lo que tú mismo crees».
¿Por qué le parecía que cuanto más demostraba ser un idiota, más se convencía la gente de que tenía algún tipo de profundidad oculta? Por implicación, lo llamaban mentiroso del mismo modo que halagaban su supuesta virtud interior. ¿No comprendía nadie que un hombre podía ser al mismo tiempo agradable e inútil? No todos los idiotas de lengua aguda eran héroes disfrazados.
Su sentido vital lo alertó del regreso de Llarimar mucho antes de que lo hiciera el sonido de sus pasos. El sacerdote se acercó hasta su lado y apoyó los brazos en la barandilla, la cual, al haber sido construida para un dios, era un palmo demasiado alta para el sacerdote.
—Se han ido —dijo.
—Ah, muy bien —contestó Sondeluz—. Creo que hemos conseguido algo hoy. He huido de mis responsabilidades, le he gritado a mis sirvientes y me he quedado sentado rezongando. Sin duda, esto convencerá a todo el mundo de que soy aún más noble y honorable de lo que creían. Mañana habrá el doble de peticiones, y yo continuaré mi inexorable marcha hacia la locura total.
—No podéis volveros loco —dijo Llarimar en voz baja—. Es imposible.
—Claro que puedo. Sólo tengo que concentrarme lo suficiente. Verás, lo grandioso que tiene la locura es que está toda dentro de tu cabeza.
El sacerdote hizo un gesto de impotencia.
—Veo que habéis vuelto a vuestro humor normal.
—Veloz, me ofendes. Mi humor es cualquier cosa menos normal.
Permanecieron en silencio unos minutos. Llarimar no hizo ningún comentario ni reprendió las acciones de su dios. Como el buen sacerdote que era.
Eso hizo que Sondeluz pensara en algo.
—Veloz, eres mi sumo sacerdote.
—Sí, divina gracia.
El dios suspiró.
—Tendrías que prestar atención a las cosas que te digo, Veloz. Tendrías que haber dicho algo jugoso.
—Pido disculpas, divina gracia.
—Inténtalo con más ganas la próxima vez. Da igual, sabes de teología y esas cosas, ¿correcto?
—He estudiado lo mío, divina gracia.
—Bien, pues entonces, ¿qué sentido tiene, religiosamente, que haya dioses que sólo pueden sanar a una persona y luego morirse? Me parece contraproducente. Es una forma fácil de despoblar el panteón.
Llarimar se inclinó y contempló la ciudad.
—Es complicado, divina gracia. Los Retornados no son sólo dioses… son hombres que murieron, pero que decidieron regresar y ofrecer bendiciones y conocimiento. Después de todo, sólo alguien que ha muerto puede tener algo útil que decir sobre el más allá.
—Cierto, supongo.
—La cosa es, divina gracia, que los Retornados no están aquí para quedarse. Extendemos sus vidas, les damos tiempo extra para que nos bendigan. Pero en realidad se supone que sólo deben permanecer vivos el tiempo que tarden en hacer lo que les corresponde.
—¿Qué es? Eso parece bastante vago.
Llarimar se encogió de hombros.
—Los Retornados tienen… objetivos. Objetivos que son suyos propios. Conocisteis los vuestros antes de decidir volver, pero el proceso de saltar a través de las Olas Iridiscentes fragmenta la memoria. Con tiempo suficiente, recordaréis lo que habéis venido a hacer. Las peticiones… son una forma de ayudaros a recordar.
—¿Así que he vuelto para salvar la vida de una persona? —dijo Sondeluz, frunciendo el ceño pero sintiéndose avergonzado. En cinco años, había pasado poco tiempo estudiando su propia teología. Pero bueno, para eso estaban los sumos sacerdotes.
—No necesariamente, divina gracia. Puede que hayáis vuelto para salvar a una sola persona. Pero lo más probable es que haya información sobre el futuro o la otra vida que consideréis necesario compartir. O tal vez algún gran evento en el que tengáis que participar. Recordad, fue el modo heroico de vuestra muerte lo que os dio el poder de retornar. Lo que hayáis de hacer tal vez esté relacionado de algún modo con eso.
Llarimar bajó el tono de voz, la mirada perdida.
—Visteis algo, Sondeluz. Al otro lado, el futuro es visible, como un pergamino que se extiende hacia la eterna armonía del cosmos. Algo que visteis, algo del futuro, os preocupó. En vez de permanecer en paz, aprovechasteis la oportunidad que os concedió vuestra valiente muerte, y retornasteis al mundo, decidido a solucionar un problema, compartir información, o ayudar a aquellos que continúan con vida.
»Algún día, cuando sintáis que habéis cumplido vuestra tarea, podréis usar las peticiones para encontrar a alguien que merezca vuestro aliento. Entonces podréis continuar vuestro viaje por la Ola Iridiscente. Nuestro trabajo, como seguidores vuestros, es proporcionaros aliento y manteneros con vida hasta que podáis cumplir ese objetivo, sea cual sea. Mientras tanto, buscamos augurios y bendiciones, que sólo pueden ser impartidos por alguien que, como vos, ha tocado el futuro.
Sondeluz no respondió inmediatamente.
—¿Y si no creo?
—¿En qué, divina gracia?
—En nada de todo esto. Que los Retornados sean dioses, que estas visiones sean algo más que invenciones aleatorias de mi cerebro. ¿Y si no creo que haya ningún propósito ni plan en mi retorno?
—Entonces tal vez eso sea lo que habéis venido a descubrir.
—Entonces… espera. ¿Estás diciendo que en el otro lado, en el que obviamente yo creía, cuando estaba allí, comprendí que si retornaba no creería en el otro lado, así que volví con el propósito de descubrir la fe en el otro lado, que perdí al retornar?
Llarimar vaciló. Luego sonrió.
—Eso fuerza un poquito la lógica, ¿no?
—Sí, un poco —admitió el dios, devolviéndole la sonrisa. Se dio la vuelta y sus ojos se encontraron con el palacio del rey-dios, que se alzaba como un monumento sobre las otras estructuras de la corte—. ¿Qué piensas de ella?
—¿De la nueva reina? No la he visto, divina gracia. No será presentada hasta dentro de unos días.
—No me refiero a la persona, sino a las implicaciones.
Llarimar lo miró.
—¡Divina gracia, eso huele a interés en la política!
—Bla, bla, sí. Lo sé. Soy un hipócrita. Haré penitencia por ello más tarde. Ahora responde a la maldita pregunta.
Llarimar sonrió.
—No sé qué pensar de ella, divina gracia. La corte de hace veinte años pensó que traer una hija real era buena idea.
«Ya —pensó el dios—. Pero esa corte ya no existe». Los dioses pensaron que volver a unir el linaje real con Hallandren sería una buena idea. Pero esos dioses, los que creían saber cómo manejar la llegada de la muchacha de Idris, estaban ahora muertos. Habían dejado sustitutos inferiores.
Si lo que Llarimar decía era verdad, entonces había algo importante en las cosas que él veía. Aquellas visiones de guerra, y la terrible sensación de amenaza. Por motivos que no podía explicar, le parecía que su pueblo se precipitaba de cabeza por una pendiente, ignorante del abismo oculto en la hendidura de las tierras que tenían delante.
—La asamblea de la corte se reúne al completo en juicio mañana, ¿no? —preguntó, todavía mirando el palacio negro.
—Sí, divina gracia.
—Contacta con Encendedora. Mira a ver si puedo compartir un palco con ella durante los juicios. Tal vez me entretenga. Ya sabes el dolor de cabeza que me produce la política.
—No os puede doler la cabeza, divina gracia.
En la distancia, Sondeluz pudo ver a los peticionarios rechazados saliendo por las puertas, de regreso a la ciudad, dejando a sus dioses atrás.
—Podría haberme engañado —dijo en voz baja.
* * *
Siri estaba de pie en el oscuro dormitorio negro, vestida con ropa interior, asomada a la ventana. El palacio del rey-dios era más alto que la muralla, y el dormitorio daba al este. Al mar. Contempló las olas lejanas, sintiendo el calor del sol de la tarde. Aunque llevaba sólo la fina ropa interior, el calor era agradable, templado por una fresca brisa que soplaba desde el océano. El viento agitaba su largo cabello, sacudiendo su ropa.
Debería estar muerta. Había hablado directamente con el rey-dios, se había incorporado y le había hecho una exigencia. Había esperado el castigo toda la mañana. No había habido ninguno.
Se apoyó contra el alféizar, los brazos cruzados sobre la piedra, cerró los ojos y sintió la brisa del mar. Una parte de ella estaba todavía sorprendida por lo que había hecho, pero ya no tanto. «He estado interpretando mal las cosas aquí —pensó—. Me he dejado paralizar por mis miedos y preocupaciones».
Normalmente no perdía el tiempo con miedos y preocupaciones. Sólo hacía lo que le parecía bien. Empezaba a sentir que debería haberse enfrentado al rey-dios hacía días. Tal vez no estaba siendo lo bastante cautelosa y el castigo vendría de todas formas. Sin embargo, por el momento, sentía que había conseguido algo.
Sonrió, abrió los ojos y dejó que su pelo cambiara a un decidido amarillo dorado.
Era hora de dejar de tener miedo.