Capítulo 11

—Pero sin duda las normas no son tan inflexibles —dijo Siri, caminando rápidamente detrás de Treledees.

Treledees la miró. El sacerdote (el sumo sacerdote del rey-dios) ya era alto sin tener que llevar en la cabeza aquella elaborada mitra que lo hacía destacar sobre ella como si fuera un retornado.

Bueno, un retornado retorcido, molesto y despectivo.

—¿Eximirte de su cumplimiento? —preguntó con suave acento hallandrense—. No, no creo que eso sea posible, Receptáculo.

—No veo por qué no —dijo Siri mientras un criado les abría una puerta para que pasaran de una habitación verde a otra azul. Respetuosamente, Treledees la dejó pasar primero, aunque ella percibió que no le agradaba hacerlo.

Siri rechinó los dientes, tratando de pensar en otra forma de ataque. «Vivenna se habría mostrado tranquila y lógica —pensó—. Explicaría por qué deberían permitirle salir de palacio de un modo que resultara razonable para el sacerdote». Inspiró profundamente, intentando reducir el rojo de su cabello y la frustración de su actitud.

—Mira. ¿No podría, tal vez, hacer un viaje al exterior? ¿Al patio?

—Imposible —dijo Treledees—. Si quieres diversión, ordena a tus sirvientas que traigan juglares o trovadores. Estoy seguro de que te mantendrían entretenida. —«Y sin darme la lata», pareció dar a entender su tono.

¿Acaso no comprendía nada? No era la falta de algo la causa de su frustración. Era no poder ver el cielo. Sentirse atrapada entre paredes, cerrojos y reglas. Aparte de eso, se habría contentado con tener alguien con quien hablar.

—Al menos déjame reunirme con algún dios. Quiero decir, ¿qué se consigue teniéndome encerrada de esta forma?

—No estás «encerrada» —repuso Treledees—. Mantienes un período de aislamiento donde puedes dedicarte a reflexionar sobre tu nuevo lugar en la vida. Es una práctica antigua y digna que muestra respeto hacia el rey-dios y su divina monarquía.

—Sí, pero esto es Hallandren. ¡La tierra de la laxitud y la frivolidad! Sin duda podrá hacerse una excepción.

Treledees se detuvo en seco.

—No hacemos excepciones en materia religiosa, Receptáculo. He de asumir que me estás poniendo a prueba de algún modo, pues me cuesta creer que alguien digno de tocar a nuestro rey-dios pueda albergar pensamientos tan vulgares.

Siri se irritó. «Menos de una semana en la ciudad —pensó—, y ya empiezo a permitir que mi lengua me meta en líos». A Siri no le desagradaba la gente: le gustaba hablar con ella, pasar el tiempo y reír con ella. Sin embargo, no podía lograr que hicieran lo que quería, no como se suponía que podía hacer un político. Era algo que tendría que haber aprendido de Vivenna.

Treledees y ella continuaron caminando. Siri llevaba una larga falda marrón que le cubría los pies y arrastraba una cola. El sacerdote vestía de dorados y marrones, colores que se repetían en los sirvientes. A Siri todavía le sorprendía que todo el mundo en palacio tuviera tantos vestidos, aunque fueran idénticos a excepción del color.

Sabía que no debería molestarse con los sacerdotes. Parecía que ya no les caía bien, y sentirse molesta no la ayudaría. Pero es que los últimos días habían sido tan aburridos… Confinada en palacio, incapaz de salir, incapaz de encontrar a nadie con quien hablar, a punto de volverse loca.

Pero no habría ninguna excepción. Aparentemente.

—¿Es todo, Receptáculo? —preguntó Treledees, deteniéndose junto a una puerta. Casi parecía haber decidido que una de sus tareas era comportarse con ella de manera civilizada.

Siri suspiró y asintió. El sacerdote hizo una reverencia, abrió la puerta y se fue rápidamente. Ella lo vio alejarse, dando golpecitos en el suelo con el pie, los brazos cruzados. Sus criadas la rodeaban, silenciosas como siempre. Pensó en buscar a Dedos Azules, pero mejor no. Siempre tenía muchas cosas que hacer, y no quería distraerlo.

Con un nuevo suspiro, indicó a sus sirvientas que prepararan la cena. Dos trajeron una silla de un lado de la habitación. Siri se sentó a descansar mientras traían la comida. La silla era cómoda, pero resultaba difícil sentarse de un modo que no agravara sus dolores o calambres. Las últimas seis noches, se había visto obligada a arrodillarse, desnuda, hasta que finalmente le entraba tanta modorra que se quedaba dormida. Y dormir en el duro suelo de piedra había dejado un dolor sordo y persistente en su espalda y su cuello.

Cada mañana, cuando el rey-dios se marchaba, ella se pasaba a la cama. Cuando despertaba por segunda vez, quemaba las sábanas. Después de eso, elegía sus ropas. Había siempre un conjunto nuevo, sin vestidos repetidos. No sabía de dónde sacaban las criadas semejante suministro de ropas de su talla, pero le costaba decidir su vestimenta diaria. Sabía que era probable que nunca volviera a ver ninguna de las opciones desechadas.

Después de vestirse, era libre para hacer lo que quisiera, menos salir del palacio. Cuando llegaba la noche, la bañaban y luego le daban a elegir los lujosos vestidos que llevaría al dormitorio. Por pura comodidad, había empezado a usar vestidos cada vez más ornados, con más tela para cubrirse mientras dormía. A menudo se preguntaba qué pensarían los sastres si supieran que sus vestimentas se usaban sólo unos momentos antes de ser arrojadas al suelo para, finalmente, ser empleadas como mantas.

No poseía nada, pero podía tener lo que quisiera. Comidas exóticas, muebles, trovadores y comediantes, libros, arte… sólo tenía que pedirlo. Sin embargo, cuando terminaba, lo retiraban todo. Tenía todo y nada al mismo tiempo.

Bostezó. El sueño interrumpido la dejaba cansada y con los ojos hinchados. Los días completamente vacíos tampoco la ayudaban. «Si tan sólo tuviera alguien con quien hablar…». Pero los criados, sacerdotes y escribas estaban todos ocupados en sus funciones formales. Eso se aplicaba a toda la gente con que se relacionaba.

Bueno, excepto él.

¿Podría llamar a eso relacionarse? El rey-dios parecía disfrutar contemplando su cuerpo, pero nunca había dado ningún indicio de que quisiera más. Simplemente la dejaba allí arrodillada, mirándola con aquellos ojos, diseccionándola. Así era su matrimonio.

Las criadas terminaron de servir la cena y se situaron junto a la pared. Se estaba haciendo tarde: era casi la hora de su baño nocturno. «Tendré que comer rápido —pensó, sentándose a la mesa—. Después de todo, no quiero llegar tarde para la sesión de miradas de esta noche».

* * *

Unas horas más tarde, Siri esperaba bañada, perfumada y vestida ante la enorme puerta dorada del dormitorio del rey-dios. Inspiró hondo para calmarse, el pelo vuelto castaño claro por la ansiedad. Todavía no se había acostumbrado a esta parte.

Era una tontería. Sabía lo que iba a suceder, y aun así la expectación y el miedo seguían presentes. El comportamiento del rey-dios demostraba el poder que tenía sobre ella. Un día la poseería, y eso podría ser en cualquier momento. Una parte de ella deseaba acabar de una vez. El temor extendido era aún peor que aquella primera noche de terror.

Se estremeció. Dedos Azules la miró. Tal vez acabara por confiar en que llegara a tiempo al dormitorio. Hasta ahora, la había escoltado cada noche. «Al menos no ha vuelto a aparecer mientras me estoy bañando». El agua caliente y los aromas placenteros deberían haberla relajado; por desgracia, se pasaba cada baño preocupándose por su inminente visita al rey-dios o por que entrara algún sirviente masculino.

Miró a Dedos Azules.

—Cinco minutos, Receptáculo —dijo él.

«¿Cómo lo sabe?», pensó ella. El hombre parecía tener un sentido del tiempo casi sobrenatural. No había visto ningún reloj en el palacio: ni reloj de arena, ni de agua, ni vela medidora. En Hallandren, al parecer, los dioses y las reinas no se preocupaban por esas cosas. Tenían criados para recordarles sus citas.

Dedos Azules miró la puerta y luego a ella. Cuando vio que la joven lo estaba mirando, inmediatamente se volvió. Mientras esperaba de pie, empezó a pasar el peso del cuerpo de un pie al otro.

«¿Por qué está nervioso? —pensó ella con malestar, volviéndose a mirar los intrincados diseños dorados—. No es quien tiene que pasar por esto cada noche».

—¿Van… bien las cosas con el rey-dios? —preguntó de pronto Dedos Azules.

Siri frunció el ceño.

—Veo que estás casi siempre cansada —añadió él—. Yo… supongo que sois… muy activos de noche.

—Eso es bueno, ¿no? Todo el mundo quiere un heredero lo antes posible.

—Sí, por supuesto —asintió Dedos Azules, retorciéndose las manos—. Es que… —Se interrumpió y la miró a los ojos—. Puede que debas tener cuidado, Receptáculo. Mantén la calma. Trata de permanecer alerta.

El pelo de Siri acabó de ponerse blanco.

—Hablas como si corriera algún peligro —dijo en voz baja.

—¿Peligro? —repitió Dedos Azules, mirando a un lado—. Tonterías. ¿Qué tendrías que temer? Simplemente sugería que permanecieras alerta, por si el rey-dios tiene necesidades que debas cumplir. Ah, mira, ya es la hora. Disfruta de tu noche, Receptáculo.

Abrió la puerta, le puso una mano en la espalda, y la guió hacia la habitación. En el último momento, le susurró al oído:

—Ten cuidado, niña. No todo en este palacio es lo que parece.

Siri frunció el ceño e hizo ademán de volverse, pero él esbozó una sonrisa de circunstancia mientras cerraba la puerta.

«En nombre de Austre, ¿qué ha sido eso?», pensó la joven, deteniéndose demasiado tiempo mientras miraba la puerta.

Por fin, con un suspiro, se volvió. El fuego de costumbre chisporroteaba en la chimenea, pero más débil que otras veces.

Él estaba allí. Siri no necesitaba mirar para verlo. Mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, advirtió que los colores del fuego (azul, anaranjado, incluso negro) eran demasiado intensos, demasiado vibrantes. Su vestido, de un brillante satén dorado, parecía arder con su propio color interior. Todo lo que era blanco (algún encaje del vestido, por ejemplo) desprendía un arco iris de colores, como vistos a través de un prisma. Una parte de ella deseó una habitación bien iluminada, donde pudiera experimentar la belleza total de la biocroma.

Pero, naturalmente, eso no estaba bien. El aliento del rey-dios era una perversión. Se alimentaba de las almas de su pueblo, y los colores que evocaba eran a sus expensas.

Temblando, Siri desató los costados de su vestido y dejó que el atuendo cayera en piezas a su alrededor: las largas mangas quedaron libres, el corpiño cayó hacia delante, la falda y el vestido crujieron al caer al suelo. Completó el ritual soltando las cintas de su ropa interior, y dejándola caer junto al vestido. Se libró de ambos y se inclinó para adoptar su postura de costumbre.

Su espalda se quejó, y Siri esperó con pesar otra noche de incomodidad. «Lo menos que podían hacer es asegurarse de que el fuego sea lo bastante potente», pensó. En aquel gran palacio de piedra hacía frío de noche, a pesar del clima tropical de Hallandren. Sobre todo si estabas desnuda.

«Concéntrate en Dedos Azules —pensó, tratando de distraerse—. ¿Qué quería decir con aquello de que las cosas en palacio no son lo que parecen?».

¿Se refería al rey-dios y su capacidad para disponer de su vida y su muerte? Pero ella tenía plena conciencia del poder del rey-dios. ¿Cómo podía olvidarlo, con él sentado a cuatro metros de distancia, observándola desde las sombras? No, no era eso. Dedos Azules había considerado que tenía que hacerle aquella advertencia en silencio, sin que nadie lo oyera. «Ten cuidado…».

Apestaba a política. Apretó los dientes. Si hubiera prestado más atención a sus tutores, tal vez podría haber detectado significados más sutiles en la advertencia de Dedos Azules.

«Como si, encima, necesitara algo para confundirme», pensó. Si Dedos Azules tenía algo que decirle, ¿por qué no lo había hecho? A medida que pasaban los minutos, sus palabras se repetían una y otra vez en su mente, pero se sentía demasiado incómoda y helada para llegar a ninguna conclusión. Eso sólo la hacía sentir aún más molesta.

Vivenna habría sabido qué hacer. Probablemente habría sabido por instinto por qué el rey-dios no había decidido dormir con ella. Lo habría deducido la primera noche.

Pero Siri era incapaz. Se esforzaba en hacer lo que habría hecho Vivenna: ser la mejor esposa posible, servir a Idris. Ser la mujer que todos esperaban que fuera.

Pero no lo era. Apenas podía seguir con aquello. Se sentía atrapada en el palacio. Y los sacerdotes no hacían más que ignorarla. Ni siquiera podía tentar al rey-dios para que se acostara con ella. Y ahora, además, podía correr peligro, y ni siquiera comprendía por qué ni cómo.

En pocas palabras, se sentía absolutamente frustrada.

Gimiendo por el dolor de sus miembros, se sentó en el suelo a oscuras y miró a la sombra del rincón.

—¿Quieres por favor acabar de una vez? —estalló.

Silencio.

Siri sintió que su cabello se volvía de un terrible blanco hueso cuando fue consciente de lo que acababa de hacer. Se envaró y bajó los ojos, mientras el cansancio huía ante la llegada de una súbita ansiedad.

¿Se había vuelto loca? El rey-dios podría llamar a sus criados para que la ejecutaran de inmediato. De hecho, ni siquiera necesitaba eso; podría hacer que su propio vestido cobrara vida, despertándolo para que la estrangulara, o que la alfombra se levantara y la asfixiara. Probablemente podía hacerle caer el techo encima, sin moverse del asiento.

Siri esperó, respirando ansiosa, preparada para la furia y el castigo… pero no sucedió nada. Pasaron los minutos.

Finalmente, alzó la cabeza. El rey-dios se había movido y ahora estaba sentado más erguido, mirándola desde su sillón junto a la cama. Ella vio la luz reflejada en sus ojos. No podía distinguir su cara, pero no parecía enfadado. Sólo frío y distante.

Casi volvió a agachar la mirada, pero vaciló. Si hablarle con aquel tono no provocaba una reacción, entonces mirarlo tampoco lo haría. Así que alzó la barbilla y lo miró a los ojos, sabiendo perfectamente que estaba cometiendo una locura. Vivenna nunca lo habría provocado. Habría permanecido silenciosa y tranquila, bien resolviendo el problema o, si no había ninguna solución, arrodillándose cada noche hasta que su paciencia impresionara incluso al rey-dios de Hallandren.

Pero Siri no era Vivenna. Iba a tener que aceptar ese hecho.

El monarca supremo continuó mirándola, y ella notó que se ruborizaba. Se había arrodillado desnuda ante él seis noches seguidas, pero mirarlo sin ropa era más embarazoso. Con todo, no se arredró. Continuó arrodillada, obligándose a sostenerle la mirada.

Era difícil. Estaba cansada, y la posición era menos cómoda que estar postrada. Siguió mirando de todas formas, esperando, mientras pasaban las horas.

Al cabo de un rato, más o menos a la misma hora en que él dejaba la habitación cada noche, el rey-dios se levantó. Siri se envaró, alerta. Sin embargo, él simplemente se dirigió a la puerta. Llamó suavemente, y la puerta se abrió para él, pues había criados esperando al otro lado. Salió y la puerta se cerró.

Siri esperó, tensa. No llegó ningún soldado para arrestarla, ningún sacerdote para castigarla. Por fin, se acercó a la cama y se metió entre las mantas, agradeciendo su calor.

«La ira del rey-dios —pensó adormilada— es desde luego menos terrible de lo que decían».

Y se quedó dormida.