El pelo de Vivenna cobró en el acto un blanco inmaculado.
«¡Piensa! —se dijo—. ¡Te han formado en política! Estudiaste negociación de rehenes. Pero… ¿qué se hace cuando eres tú misma el rehén?».
De repente, los dos hombres estallaron en carcajadas. El hombretón dio varios golpes en la mesa con la mano, haciendo que su pájaro graznara.
—Lo siento, princesa —dijo Denth, el más delgado, sacudiendo la cabeza—. Es un poco de humor mercenario.
—A veces matamos, pero no asesinamos —explicó Tonk Fah—. Eso es trabajo para asesinos.
—Asesinos —repitió Denth, alzando un dedo—. Esos sí que son respetados. ¿Por qué será? En realidad no son más que mercenarios con un nombre más bonito.
Vivenna parpadeó, luchando por dominar sus nervios.
—No habéis venido a matarme —dijo con voz tensa—. ¿Entonces sólo vais a secuestrarme?
—Dioses, no —respondió Denth—. Eso es mal negocio. ¿Cómo se gana dinero así? Cada vez que secuestras a alguien que merece la pena por el rescate, molestas a gente mucho más poderosa que tú.
—Nunca enfades a la gente importante —sentenció Tonk Fah, bostezando—. A menos que te pague gente que sea aún más importante.
Denth asintió.
—Y eso sin tener en cuenta que hay que alimentar y cuidar a los cautivos, intercambiar notas de rescate, y concertar los puntos de cita. Todo un quebradero de cabeza, ya digo. Una forma ciertamente incómoda de ganar dinero.
Guardaron silencio. Vivenna apretó la palma contra la mesa, para impedir que la mano temblara. «Saben quién soy —pensó, obligándose a pensar de manera lógica—. O bien me reconocen, o…».
—Trabajáis para Lemex —dijo.
Denth sonrió de oreja a oreja.
—¿Ves, Tonk? Nos dijo que era lista.
—Supongo que por eso es princesa y nosotros sólo mercenarios —respondió Tonk Fah.
Vivenna frunció el ceño. «¿Se están burlando de mí o qué?».
—¿Dónde está Lemex? ¿Por qué no ha venido él?
Denth volvió a sonreír, y miró cómo el mesonero les servía una gran olla de humeante guiso. Olía a especias picantes, y tenía flotando dentro lo que parecían bocas de cangrejo. El hombre dejó un puñado de cucharas de madera sobre la mesa, y luego se retiró.
Denth y Tonk Fah no esperaron a recibir permiso para empezar a comer.
—Tu amigo Lemex —dijo Denth, cogiendo una cuchara—, nuestro patrón, no anda muy bien de salud.
—Fiebres —dijo Tonk Fah entre bocado y bocado.
—Nos pidió que te lleváramos con él —continuó Denth. Le tendió un papel doblado con una mano, mientras rompía un cangrejo con los dedos de la otra. Vivenna dio un respingo cuando sorbió el contenido.
«Princesa —rezaba el mensaje—. Por favor, confía en estos hombres. Denth me ha servido bien en ciertas situaciones, y es leal, si es que puede llamarse leal a un mercenario. Sus hombres y él han cobrado, y confío en que nos sea fiel mientras dure este contrato. Ofrezco prueba de autenticidad con esta contraseña: máscara azul».
Estaba escrito con la letra de Lemex. Aún más, daba la contraseña adecuada. No «máscara azul»: eso era para despistar. La verdadera contraseña era usar la palabra «situaciones» en vez de «ocasiones». Vivenna miró a Denth, quien sorbía el contenido de otra boca.
—Ah, bien —dijo él, arrojando la cáscara—. Esta es la parte difícil. La princesa tiene que tomar una decisión. ¿Estamos diciéndole la verdad o la estamos engañando? ¿Hemos falsificado esa carta? ¿O tal vez hemos apresado al viejo espía y lo hemos torturado, obligándolo a escribirla?
—Podríamos traerte sus dedos como prueba de buena fe —dijo Tonk Fah—. ¿Ayudaría eso?
Vivenna alzó una ceja.
—¿Humor de mercenarios?
—No damos para más —admitió Denth con un suspiro—. Normalmente no somos muy listos. Si no, habríamos elegido una profesión sin una tasa de mortalidad tan alta.
—Como tu profesión, princesa —dijo Tonk—. Normalmente se vive mucho y bien. A menudo me he preguntado si debería dedicarme a aprenderla.
Ella frunció el ceño mientras los dos hombres se echaban a reír. «Lemex no se habría dejado intimidar por la tortura —pensó—. Está demasiado bien entrenado. Aunque lo hubiera hecho, no habría incluido la contraseña real y la falsa».
—Vamos —dijo, poniéndose en pie.
—Espera —replicó Tonk Fah, la cuchara en la boca—, ¿vamos a perdernos el resto de la comida?
Vivenna miró la sopa roja y sus flotantes miembros de crustáceos.
—Por supuesto.
* * *
Lemex tosió débilmente. Su anciano rostro estaba cubierto de sudor, la piel pegajosa y pálida, y de vez en cuando murmuraba entre delirios.
Vivenna estaba sentada a su lado junto a la cama, las manos en el regazo. Los dos mercenarios esperaban con Parlin al fondo de la habitación. La otra única persona presente era una enfermera de aire solemne, la misma mujer que había informado a la princesa en voz baja que nada podía hacerse.
Lemex estaba muriendo. Era improbable que sobreviviera a ese mismo día.
Era la primera vez que Vivenna veía el rostro del leal espía, aunque había mantenido con él una correspondencia abundante. Su rostro parecía… extraño. Sabía que Lemex se hacía viejo: eso le convertía en mejor espía, pues nadie buscaba espías entre la gente mayor. Sin embargo, no esperaba que fuera esa persona flaca y débil que temblaba y tosía. Lo suponía como un viejo caballero dinámico y de lengua ágil. Eso era lo que ella había imaginado.
Sentía que estaba perdiendo a uno de sus más íntimos amigos, aunque nunca lo había conocido en realidad. Con él perdía su refugio en Hallandren, su ventaja secreta. Era quien tendría que haber hecho funcionar su temerario plan. El mentor habilidoso y tenaz con que contaba.
Lemex volvió a toser. La enfermera miró a Vivenna.
—Pierde y gana lucidez, mi señora. Esta misma mañana nos habló de ti, pero ahora empeora cada vez más…
—Gracias —musitó la princesa—. Puedes retirarte.
La mujer hizo una reverencia y se marchó.
«Es el momento de actuar como una princesa», pensó Vivenna, poniéndose en pie para inclinarse sobre la cama.
—Lemex —dijo—, necesito que me transmitas tu conocimiento. ¿Cómo debo contactar con tus redes de espías? ¿Dónde están los otros agentes de Idris que hay en la ciudad? ¿Cuáles son las contraseñas que les harán escucharme?
Él tosió, la miró sin verla y susurró algo. Ella se acercó más.
—… nunca lo diré —dijo—. Podéis torturarme lo que queráis. No cederé.
Vivenna volvió a sentarse. La red de espías idrianos en Hallandren estaba organizada de manera muy libre. Su padre conocía a todos sus agentes, pero Vivenna sólo se había comunicado con Lemex, el líder y coordinador de la red. Apretó los dientes y se inclino de nuevo hacia delante. Se sintió como una ladrona de tumbas cuando agitó ligeramente la cabeza del hombre.
—Lemex, mírame. No he venido a torturarte. Soy la princesa. Recibiste una carta mía antes.
—No podréis engañarme —susurró el anciano—. Vuestra tortura no es nada. No cederé. No a vosotros.
Vivenna suspiró y apartó la mirada.
De repente, Lemex se estremeció y una oleada de color barrió la cama y el suelo antes de desvanecerse. A su pesar, la princesa dio un paso atrás, sorprendida.
Se produjo otra onda. No era color, sino una oleada de color aumentado, que hacía que los azules de la habitación destacaran más a su paso. El suelo, las sábanas, su propio vestido… todo cobró una vibrante viveza durante un segundo, antes de volver a los tonos originales.
—En nombre de Austre, ¿qué ha sido eso? —preguntó Vivenna.
—Aliento biocromático, princesa —dijo Denth mientras se incorporaba para apoyarse contra el marco de la puerta—. El viejo Lemex tiene un montón. Un par de cientos de alientos, calculo.
—Eso es imposible —replicó la muchacha—. Es idriano. Nunca aceptaría aliento.
Denth dirigió una mirada a Tonk Fah, que estaba rascándole el cuello a su loro. El grueso soldado tan sólo se encogió de hombros.
Otra oleada de color surgió de Lemex.
—Se está muriendo, princesa —dijo Denth—. Su aliento se vuelve irregular.
Ella miró a Denth.
—No tiene…
Algo le agarró el brazo. Ella dio un respingo y miró a Lemex, que había conseguido extender la mano y cogerla. La estaba mirando a la cara.
—Princesa Vivenna —dijo, mostrando por fin algo de lucidez en la mirada.
—Lemex. Tus contactos. ¡Tienes que dármelos!
—He hecho algo malo, princesa.
Ella vaciló.
—Aliento, princesa —dijo él—. Lo heredé de mi predecesor y he comprado más. Mucho más…
«Dios de los Colores», pensó Vivenna, sintiendo la repulsión en el estómago.
—Sé que estuvo mal —susurró Lemex—. Pero me sentía tan poderoso… Podía hacer que el mismo polvo de la tierra obedeciera mis órdenes. ¡Fue por el bien de Idris! Los hombres con aliento son respetados aquí en Hallandren. Podía ir a fiestas donde normalmente me habrían excluido. Podía ir a la Corte de los Dioses cuando deseaba y oír la Asamblea de la Corte. El aliento extendió mi vida, me hizo ágil a pesar de mi edad…
Parpadeó, concentrando la mirada.
—Oh, Austre —susurró—. Me he condenado yo mismo. He ganado notoriedad abusando del alma de otros. Y ahora me estoy muriendo.
—¡Lemex! —exclamó Vivenna—. No pienses en eso ahora. ¡Nombres! Necesito nombres y contraseñas. ¡No me dejes sola!
—Condenado —susurró él—. Que alguien lo tome. ¡Por favor, que alguien se lo quede!
Vivenna trató de retirarse, pero él seguía agarrándola del brazo. Se estremeció, pensando en su aliento.
—¿Sabes, princesa? —dijo Denth desde atrás—. Nadie les dice nada a los mercenarios. Es una pega desgraciada, pero real, de nuestra profesión. No se fían de nosotros nunca. No nos piden consejo.
Ella se volvió a mirarlo. Se apoyaba contra la puerta, con Tonk Fah no muy lejos. Parlin estaba allí también, sujetando aquél ridículo sombrero verde entre los dedos.
—Ahora, si alguien me pidiera opinión —continuó Denth—, yo le señalaría cuánto valen esos alientos. Los vendería y tendría suficiente dinero para comprar mi propia red de espías… o todo lo que quisiera.
Vivenna miró al moribundo. Murmuraba para sí.
—Si se muere —añadió el mercenario—, el aliento morirá con él. Todo.
—Una lástima —dijo Tonk Fah.
La princesa palideció.
—¡No traficaré con las almas de nadie! No me importa cuánto valgan.
—Como quieras —dijo Denth—. Pero espero que nadie sufra cuando tu misión fracase.
«Siri…».
—No —dijo Vivenna casi para sí misma—. No podría tomarlas.
Era cierto. Incluso la idea de dejar que el aliento de otra persona se mezclara con el suyo, la idea de absorber el alma de otra persona en su propio cuerpo, la asqueaba.
Se volvió hacia el espía moribundo. Su biocroma ardía ahora brillantemente y sus sábanas prácticamente resplandecían. Era mejor dejar que el aliento muriera con él.
Pero sin Lemex no tendría ninguna ayuda en la ciudad, nadie para guiarla y proporcionarle refugio. Apenas había traído dinero suficiente para alojamiento y comida, no para sobornos ni suministros. Se dijo que tomar el aliento sería como usar artículos encontrados en una cueva de bandidos. Los desprecias simplemente porque han sido adquiridos por medios delictivos. Su formación y sus lecciones le susurraban que necesitaba recursos desesperadamente, y que el daño ya estaba hecho…
«¡No! —pensó de nuevo—. ¡No está bien! No puedo contenerlo. No podría hacerlo».
Quizá sería aconsejable dejar que otra persona contuviera los alientos durante un tiempo. Entonces podría pensar qué hacer con ellos. Tal vez… tal vez incluso encontrar la gente a quien se lo habían quitado y devolverlos. Se dio la vuelta y miró a los mercenarios.
—No me mires así, princesa —dijo Denth, riendo—. Veo el brillo en tus ojos. No voy a tomar ese aliento por ti. Tener tanta biocroma hace que un hombre sea demasiado importante.
Tonk Fah asintió.
—Sería como pasear por la ciudad con una bolsa de oro a la espalda.
—Me gusta mi aliento tal como es —dijo Denth—. Sólo necesito uno, y funciona bien. Me mantiene con vida, no atrae ninguna atención sobre mí y está ahí esperando a ser vendido en caso de necesidad.
Vivenna miró a Parlin. Pero… no, no podría obligarlo a aceptar el aliento. Se volvió hacia Denth.
—¿A qué tipo de cosas te obliga tu acuerdo con Lemex?
Denth miró a Tonk Fah, y luego volvió a mirarla a ella. La expresión de sus ojos fue suficiente. Aceptaría el aliento si se lo ordenaba.
—Ven aquí —dijo Vivenna, señalando un taburete que había a su lado.
Él se acercó, reacio.
—¿Sabes, princesa? —dijo, sentándose—. Si me das ese aliento, entonces podría escaparme con él. Sería un hombre rico. No querrás poner ese tipo de tentación en manos de un mercenario sin escrúpulos, ¿no?
Ella vaciló.
«Si se escapa con él, ¿entonces qué tengo que perder?». Eso resolvería el problema.
—Tómalo —ordenó.
Él negó con la cabeza.
—No es así como funciona. Nuestro amigo aquí presente tiene que dármelo.
Ella miró al anciano.
—Yo… —empezó a ordenarle a Lemex que lo hiciera, pero entonces se lo pensó mejor. Austre no querría que ella tomara el aliento, bajo ninguna circunstancia: un hombre que tomaba el aliento de otro era peor que un esclavista—. No —dijo—. No; he cambiado de opinión. No tomaremos el aliento.
En ese momento, Lemex dejó de murmurar. Alzó la cabeza y miró a Vivenna a los ojos.
Su mano sujetaba todavía su brazo.
—Mi vida a la tuya —dijo con voz extrañamente clara, sujetándola con fuerza mientras ella intentaba retroceder—. ¡Mi aliento es tuyo!
Una vibrante nube de aire tembloroso e iridiscente brotó por su boca, volando hacia ella. Vivenna cerró la boca con gesto de terror, el pelo del todo blanco. Logró zafar el brazo de la tenaza de Lemex, mientras la cara del anciano se oscurecía, sus ojos perdían el brillo, los colores a su alrededor se desvanecían.
El aliento corrió hacia ella. Su boca cerrada no tuvo ningún efecto: el aliento la golpeó, como una fuerza física, cubriendo todo su cuerpo. Vivenna jadeó, cayó de rodillas, el cuerpo temblando con perverso placer. De pronto pudo sentir a la otra gente en la habitación. Pudo sentirlos mirándola. Y, como si hubieran encendido una luz, todo a su alrededor se volvió más vibrante, más real y más vivo.
Jadeó, temblando asombrada. Vagamente oyó a Parlin correr a su lado, pronunciando su nombre. Pero, extrañamente, lo único que pudo pensar fue en la melódica cualidad de su voz. Podía detectar cada tono en cada palabra que pronunciaba. Los reconoció instintivamente.
«¡Austre, Dios de los Colores! —pensó, sujetándose al suelo de madera con una mano mientras los temblores remitían—. ¿Qué he hecho?».