Cisneros, con su eterna furia contenida, se dispuso a dar el golpe definitivo.
La voz del pregonero real resonó estridente en la plaza alBonud: «En nombre de los reyes Isabel y Fernando, se hace saber a todos los habitantes de esta ciudad de Granada, como a todas las otras ciudades, villas y lugares de este dicho reino de Granada, que todos aquellos que profesen la secta de Mahoma, deberán repudiar dicha secta y convertirse a nuestra Santa Fe Católica o serán expulsados de nuestros reinos».
- ¡Conversión o Expulsión! ¡Conversión o Expulsión! —coreaban los cristianos delante de nuestras casas. ¡Conversión o expulsión! —nos gritaban por las calles, señalándonos con el dedo.
Por todos los rincones de la ciudad sonó el mandato terrible. Había que elegir entre el bautismo o emigrar a tierra extraña. Mas la elección no estaba al alcance de todos, ya que solamente los que poseían cierta fortuna, podían costearse el viaje. Así muchos musulmanes, con lágrimas en los ojos, sacaron de los cofres recuerdos familiares, anillos y alhajas heredadas de sus padres, mantos de brocado, túnicas de seda y almalafas de lino para vender en pública almoneda; a fin de reunir el dinero necesario y emprender el amargo camino del destierro.
A través de Ahmed, tengo conocimiento de los esfuerzos estériles de fray Hernando de Talavera para convencer a Cisneros de que había que conceder más tiempo a los musulmanes, instruyéndoles en su propia lengua, puesto que se disponía de intérpretes y de Evangelios escritos en árabe. Pero Cisneros se oponía de forma radical, argumentando que los moros eran gente ignorante que nunca llegarían a comprender todo aquello que les era ajeno y, por tanto, el tiempo apremiaba y no había lugar a tantos preliminares.
Por orden de Cisneros, se procedió a bautizar a toda una multitud sin instrucción ni catequesis.
Recuerdo con especial tristeza aquel día que, por primera vez, no sonó desde el alminar la voz del mu'adhdín. Aquel silencio no solo rompía una tradición ancestral, también acababa con una forma de vivir y hería el alma de un pueblo.
A la vista de lo irremediable, los alfaquíes redactaron un documento secreto que pronto corrió de casa en casa. Dicho documento animaba a los musulmanes, que eran bautizados a la fuerza, a hacer uso de la taqiyya, la simulación admitida por el Islam en caso de persecución.
Los alfaquíes se dirigían a la comunidad musulmana en estos términos: «A nuestros hermanos en estos tiempos de tribulación y persecución. Si os obligan a renegar del profeta Muhammad, con él sea la paz, hacedlo de palabra, mas amadlo y honradlo con el corazón.
Si os hacen comer carne de animales impuros, comedla, mas purificad vuestro espíritu proclamando en vuestro interior el acto de fe del Islam. Si os fuerzan a beber vino, hacedlo, mas al ingerirlo pedid perdón con vuestro pensamiento.
Mantened las cinco oraciones preceptivas, aunque lo hagáis por señas. Cumplid con el deber de la purificación, si os lo prohíben, hacedlo de noche en vuestras casas o en el río.
Si os obligan a adorar a los ídolos cristianos, mirad a los ídolos, mas con vuestro corazón orad a Allah, el Grande y Misericordioso, aunque no estéis situados frente a la alquibla.
Ninguna acción perpetrada bajo la amenaza de la violencia, será considerada pecado por Allah».
No fue una ceremonia solemne. Delante de la mezquita Mayor del Albaycín, transformada en la iglesia de San Salvador, dos extensas filas de musulmanes, una de mujeres y otra de hombres, aguardaban su turno para ser bautizados.
Zubayda ocupó el último lugar de la hilera de las mujeres y yo hice lo propio en la de los hombres.
Ahmed, cuyo nombre cristiano es Hernando, en honor del arzobispo Talavera, nos acompañaba con el fin de ayudarnos en aquel duro trámite.
Antes de partir hacia la iglesia, tuvimos que elegir el nombre con el que seríamos inscritos en la religión católica. Yo opté por el nombre cristiano de mi padre: Miguel. Y mi esposa Zubayda se decidió por el de María, por ser más fácil de pronunciar. Aunque entre nosotros seguiríamos utilizando la lengua árabe y nos llamaríamos por el nombre que nos impusieron nuestros padres. Mientras esperábamos en el patio de las abluciones, Ahmed levantó la mirada hacia la cruz que se alza sobre el alminar y comentó con pena:
—Nunca más volveremos a oír la adhan (llamada pública). Yo le respondí, reprimiendo a duras penas mi tristeza:
—¡Quién sabe!, los designios de Allah son inescrutables. Un anciano, que ocupaba el lugar anterior en la fila, se volvió hacia nosotros y nos comentó con convicción:
—Yo no lo veré, pues Allah ¡loado sea! me llamará pronto a su lado, mas durante tres noches consecutivas he tenido un sueño en el que un ángel me revelaba que, algún día, la voz del mu'adhdin se volverá a oír en Granada.
Al penetrar en la mezquita, ahora convertida en iglesia, sentí una profunda amargura y quedé sobrecogido al ver, ocupando el mihrab, una enorme cruz donde estaba clavado el cuerpo ensangrentado de Isa. La visión de aquella imagen terrible, en torno a la cual se elevaba el murmullo de las letanías de aquellos clérigos autoritarios con sus extraños ropajes, me infundía pavor.
A un lado del altar, un sacerdote, de forma rutinaria, extraía agua de una pila con un platillo y la derramaba sobre la cabeza del converso, mientras recitaba una salmodia en latiniyya. Junto a él, un escribano añadía el nombre del recién bautizado a una larga lista de cristianos nuevos.
Ahmed se colocó junto a su madre, a fin de ayudarla a contestar al sacerdote en castellano.
Cuando llegó mi turno, el clérigo, con voz monótona, sin mirarme a los ojos, me preguntó: «¿Con qué nombre quieres ser bautizado?».
El bautismo no nos libró de la persecución y la tiranía. La animadversión hacia los conversos o cristianos nuevos es muy grande. Se nos acusa de practicar ritos de brujería y realizar hechizos con el propósito de causar maleficios a la población. Hay que andar con cautela y no levantar la más mínima sospecha, pues los cristianos viejos, con los ojos llenos de codicia puestos sobre nuestras propiedades, vigilan atentos a cualquier indicio para denunciarnos a la Inquisición y, de esta manera, apoderarse de nuestros bienes.
Las autoridades eclesiásticas sospechan que los antiguos musulmanes hacemos uso de la taqiyya, y alientan a sus fieles para que denuncien a los que en la intimidad practiquen los ritos del Islam. Para ello, han dictado penas contra los retajadores. Y los sacerdotes, cuando bautizan a los niños, tienen la obligación de examinar el prepucio de las criaturas, denunciando los casos de circuncisión. El viernes, nuestras casas tienen que permanecer abiertas a fin de comprobar que nadie rece mirando a la Meca o lea el Corán. Y el domingo, somos celosamente vigilados a la hora de asistir a misa y denunciados si alguien trabaja en el día sagrado.
No logro acostumbrarme al ambiente de las iglesias repletas de imágenes, ni a la adoración de las que son objeto esas estatuas sangrantes, expresando tanto dolor. Echo de menos el sosiego de las mezquitas, donde sólo los versículos del Corán adornan las paredes invitando a la oración, sin que nada perturbe la comunicación con Dios.
Para no levantar falsas sospechas, los conversos imitamos escrupulosamente a los cristianos viejos en las ceremonias religiosas. Al entrar al templo evitamos despojarnos del calzado. Nos santiguamos con agua bendita, mas lo hacemos de forma torpe por no tener esa costumbre y no haber sido instruidos en ella, por lo que a menudo somos recriminados e insultados, ya que piensan que lo hacemos para burlarnos de la religión católica; mas si no lo hacemos, nos acusan de no querer practicar los ritos cristianos, por lo que somos denunciados y sometidos a pruebas públicas, consistentes en beber vino y comer cerdo.
El domingo, Cisneros predica en la misa Mayor, y es conveniente no faltar a ella.
Con el templo abarrotado de fieles, el cardenal Francisco Ximénez de Cisneros se dirige con paso enérgico al púlpito. Tiene 64 años, pero representa menos. De cuerpo enjuto, se mueve ágil en sus ropas talares. La parte superior del cráneo rapada por la tonsura, la nariz afilada, el entrecejo fruncido en una mueca de enfado permanente, los pómulos altos, la mirada inquisitiva y los ojos penetrantes. Cuando la voz firme del cardenal resuena en la nave del templo, todas las miradas se dirigen al hombre cuya presencia concita odio y rencor en algunos y temor e inquietud en la mayoría. Como de costumbre, aquel día comenzó su sermón dirigiéndose a los conversos:
«Estas palabras —dijo modulando la voz—, van dirigidas a aquellos que, habiendo recibido las sagradas aguas del bautismo, siguen escandalizando con sus costumbres y obras a los buenos cristianos. Es menester que quiénes todavía mantienen la secta de Mahoma en el corazón, se olviden de sus ceremonias, oraciones, ayunos, ritos de nacimientos, bodas y mortuorios. Para ello, tenéis que tornar vuestro hablar, no utilizando la legua arábiga, ni usar esa lengua en vuestras casas. Debéis vestir, calzar y afeitar a la manera de los buenos cristianos y cristianas; comiendo y guisando las viandas que éstos tienen por costumbre. Es necesario que desterréis de vuestras tradiciones, la escandalosa e inmoral exhibición del cuerpo en los baños públicos, la Iglesia Católica no puede tolerar este hábito nefando.
El establecimiento del Tribunal de la Santa Inquisición en Granada, es un recurso indispensable para castigar la herética de los falsos cristianos. Y a éstos les digo, que la verdad y la felicidad eterna es patrimonio de la Santa Iglesia Católica, y nuestros Católicos Reyes, doña Isabel y don Fernando, tienen la firme disposición de arrancar de entre las gentes de Granada, a aquellos que, manteniéndose perseverantes en el error, corrompen a los que perseveran en la fe verdadera. Si los falsos conversos no se incorporan al camino de la salvación eterna y se mantienen pertinaces en la herejía, perecerán en la hoguera.
A los buenos cristianos y cristianas les advierto que hay que estar vigilantes con los falsos cristianos. Porque mediante el fraude de la conversión fingida, se introducen en la comunidad de fieles, y como la cizaña entre el trigo, dañan lo más valioso de nuestra religión: la Fe Católica».
Las palabras de Cisneros me roban el sueño, mas no por temor a lo que pudiera ocurrirme, pues mi vida ya se encuentra al final del camino y tiene menos valor que la palabra de un rumi, sino por el sufrimiento que veo a mi alrededor.