En el mes de Julio del año 1499, del calendario cristiano, el rey Fernando y la reina Isabel, a los que se les denomina con el nombre de «Reyes Católicos», visitaron Granada. Los monarcas cristianos no habían vuelto desde que conquistaran la ciudad hacía más de siete años.
En torno a Bab Ilbira, nos congregamos una multitud de granadinos, que habíamos bajado desde el Albaycín, para contemplar la llegada de la comitiva real. Los hombres del Corregidor, mandados por el violento alguacil, Velasco de Barrionuevo, formaron una férrea barrera a ambos lados del camino impidiendo que la muchedumbre se acercara a los reyes.
Al pie de las murallas, a las puertas de la ciudad, montaba guardia, para rendir honores a los monarcas, un contingente de infantes, ataviados con petos y cascos plateados, al frente de los cuales estaba el Conde de Tendilla, gobernador y capitán general de la ciudad, luciendo una preciosa coraza de acero pavonado con esmaltes dorados, sobre un magnífico alazán.
Además de don Íñigo López de Mendoza, esperaban a los reyes: Hernando de Zafra, secretario real; el Corregidor, Andres Calderón; el arzobispo de Granada, fray Hernando de Talavera y varios clérigos.
En representación de la comunidad musulmana: el imán, Muhammad ibn Abd-l-Aziz; el cadí Muhammad al-Peqenní; el almotacén Yusuf al-Mudayyán y el alamín, Qasim al-Guadixí. A mitad de la mañana, bajo un sol abrasador, apareció con paso solemne, por el camino de Ilbira, la comitiva regia. Abría la marcha, una banda de trompetas a caballo y detrás un escuadrón de lanceros seguidos de un grupo de caballeros de bruñidas armadura que daban escolta al rey y a la reina. Éstos iban precedidos de los estandartes de Castilla y Aragón desplegados al viento. El rey Fernando, montando un soberbio caballo negro enjaezado de terciopelo carmesí, fijaba su mirada en las torres de la Alhambra. Sobre una brillante coraza, lucía una sobreveste grana entretejida de hilos de oro.
La reina Isabel, desde su montura, un caballo tordo con silla guarnecida de plata, observaba sonriente a la muchedumbre que la aclamaba. Me llamó la atención su austero atuendo. Vestía un brial de terciopelo negro y se cubría con un sombrero sobre una toca oscura que le ocultaba el cabello. Alguien comentó a mi lado, que la reina llevaba luto por la muerte de su hijo, el príncipe Juan y el fallecimiento de su hija Isabel más reciente. En pos de la reina, sus dueñas y damas cabalgaban sobre mulas. Y los nobles que acompañaban al rey lo hacían montando briosos caballos taraceados de ricos arneses.
En la puerta de Ilbira, los monarcas dieron a besar sus manos a los notables de la ciudad. Y una vez que recibieron los saludos y bienvenidas de éstos, la comitiva traspasó Bab Ilbira y siguió por la zanaqa al-Qebir (calle Mayor), hasta la plaza al-Hattabín (Leñadores) y, pasando sobre al-Qantara al-Qadí, subió por la cuesta de la Sabiqa, camino de la Alhambra, donde los monarcas se aposentaron. Los Reyes Católicos fueron recibidos con verdadero entusiasmo por los granadinos, y su presencia nos llenó de ilusión a los musulmanes que abrigábamos la esperanza de que Isabel y Fernando corregirían los abusos que sufría la comunidad mudéjar; confiábamos que harían cumplir los compromisos adquiridos en las Capitulaciones, quebrantados sistemáticamente por los funcionarios castellanos.
Los cristianos celebraron la visita de sus reyes, con torneos, danzas y música de tamboriles, sacabuches y bajones.
Una delegación formada por alfaquíes, ulemas y cadíes, encabezada por el juez supremo Muhammad al-Peqenní, pidió audiencia para poner en conocimiento de los reyes la relación de agravios y abusos de los que eran víctimas los musulmanes. La lista era larga, y algunas de las últimas disposiciones dictadas habían producido gran descontento y una profunda indignación, como era la que prohibía a los no bautizados comprar propiedades, éstos sólo podían vender y de esta forma favorecer la repoblación con gente venida de Castilla.
Los vencedores acosaban y privaban de sus derechos a los vencidos. Con el pretexto de evitar conflictos entre cristianos y musulmanes, las autoridades municipales decretaron que los cristianos ocuparan la parte baja de la ciudad, y aquellos musulmanes que moraban en la medina fueron forzados a desalojarla. Las familias, vilmente expulsadas de sus casas, tuvieron que buscar acomodo en los barrios extramuros o en el Albaycín. De este modo, los musulmanes granadinos quedaban recluidos en lo que los rumis denominaban «morerías». Por si esto no fuera suficiente, se nos cargó con pesados tributos. La tesorería real exigió recaudar en las llamadas «morerías» ocho millones de maravedíes. El pago de esta cantidad tan elevada, resultó un esfuerzo tan enorme, que redujo a límites de pobreza, difícilmente soportables, a no pocas familias.
Tanto cristianos como musulmanes expusieron a los Reyes Católicos las respectivas versiones de los incidentes y litigios acaecidos, solicitando ambos bandos el amparo y la comprensión de los monarcas.
La reina pidió ser informada sobre las conversiones habidas en la ciudad. Y al parecer, el número de conversos lo juzgó escaso. Esto inclinó la balanza a favor de los argumentos de los cristianos y se desdeñaron las quejas de los musulmanes.
Después de siete años de dominio, los Reyes Católicos no estaban satisfechos con la evolución del cristianismo en Granada. La reina Isabel mostró el deseo de impulsar con más energía las conversiones y, considerando que la tarea era excesiva para fray Hernando de Talavera, pidió refuerzos a fin de avivar el ritmo del proceso. Para ello, hizo llamar al enérgico arzobispo de Toledo, Francisco Ximénez de Cisneros.
Nuestros hermanos musulmanes de la aljama de Qortuba (Córdoba) nos dieron referencias de quién era este tal Cisneros. Según nos informaron, el Gran Alfaqí de Tulaytula (Toledo) se consideraba «el brazo justiciero de Dios». Se decía de él que era de trato seco y propenso a la cólera. De carácter austero, intransigente, fanático e implacable. Su temperamento vehemente y autoritario le llevaba a ejercer la fuerza como método para conseguir la obediencia. Era aconsejable mantenerse alejado de él, pues su genio irascible podía llegar a ser muy peligroso cuando se dejaba llevar por la furia. Los mudéjares de Balansiyya (Valencia) y Samura (Zamora) habían padecido su odio y su desprecio irrefrenable y conocían su inquina hacia los cristianos renegados, a los que perseguía con saña. Algunos de éstos se refugiaron en el reino de Portugal, donde recibieron mejor trato.
La estancia de los reyes Isabel y Fernando en Granada se prolongó durante cuatro meses, mas las esperanzas, que los musulmanes habían puesto en la visita real quedaron frustradas. El cambio que se esperaba por parte de las autoridades nos defraudó, y los granadinos tuvimos la certeza de que las cosas irían a peor.
El temido Cisneros llegó hacia el mes de octubre. Al principio, durante cierto tiempo, aconsejado por el venerable fray Hernando, Cisneros intentó granjearse la confianza de los granadinos y atraerse el favor de los alfaquíes obsequiándoles con valiosos regalos.
Mientras los reyes permanecieron en Granada, Talavera y Cisneros trabajaron juntos promoviendo encuentros con los ulemas, discutiendo con ellos, de forma pacífica, las cuestiones tocantes a la religión. Instruyendo a las gentes sencillas con paciencia y mansedumbre.
Fray Hernando intentaba convencer al arzobispo toledano de que las conversiones impuestas por la fuerza, nunca serían sinceras. Él era partidario de utilizar la razón y el ejemplo con obras de caridad que conmovieran los corazones. Pero el carácter ardoroso de Cisneros, más propenso a la irreflexión que a la cordura, se impacientaba y una vez que Isabel y Fernando abandonaron la ciudad, prescindió de la compañía y buenos consejos de fray Hernando y se consagró con su acostumbrado ardor e imprudencia a la conquista de las almas de los seguidores del profeta Muhammad. Con el fin de forzar la conversión de los jóvenes, Cisneros hizo publicar una pragmática, firmada por los Reyes Católicos, por la cual los hijos de los musulmanes conversos no podrían heredar el patrimonio de sus padres si antes no habían tomado el bautismo, de lo contrario la herencia sería confiscada.
Esto causó gran indignación en nuestra comunidad, mas también provocó el efecto deseado y muchos jóvenes, por conveniencia, pidieron ser bautizados; entre ellos mi hijo adoptivo Ahmed. Según me explicó, lo hizo movido por la lealtad y la admiración que profesaba a fray Hernando, al que apreciaba profundamente y para el que trabajaba como escribano en la confección de una gramática y un diccionario bilingüe.
Ahmed, como la gran mayoría de los conversos, hacía uso de la taqiyya (disimulación), por lo que en privado continuaba practicando las oraciones y preceptos del Islam.
Cisneros, en su afán vehemente de conseguir cristianizar cuanto antes Granada, seguía menospreciando y vulnerando las garantías y derechos de los granadinos. Escandalizado por la costumbre tolerada por fray Hernando, que con el fin de fomentar la integración de las comunidades musulmana y cristiana, permitía festejar con zambras las fiestas cristianas; decretó que, durante los días de celebraciones religiosas, las puertas de los barrios musulmanes se mantendrían cerradas, obligando a éstos a permanecer en sus casas. Un viernes, día santo para los musulmanes, Cisneros, acompañado del alguacil Velasco y cincuenta hombres armados, irrumpió en la mezquita Mayor del Albaycín. Ante la incrédula mirada de los fieles que llenaban el templo, el arzobispo consagró la mezquita al culto cristiano. Enarbolando un crucifijo en una mano y el hisopo en la otra esparcía agua por la nave central, profiriendo exorcismos. Los musulmanes no entendían nada, pues Cisneros daba grandes voces en una lengua extraña llamada latiniyya. Después, se dirigió al lado derecho del mirab y subió al mimbar o púlpito, donde empuñando el hisopo, como si de una espada se tratara, asperjó a los cuatro puntos cardinales, mientras murmuraba palabras ininteligibles.
Cuando los musulmanes se percataron de que habían sido bautizados de forma colectiva, montaron en cólera, mas Velasco y sus hombres golpearon de forma brutal e hirieron con sus armas a la enfurecida multitud.
El exceso de celo evangelizador le había llevado a Cisneros demasiado lejos. El sacrilegio cometido en la Mezquita Mayor no se podía tolerar. Aquel acto infame transgredía claramente la letra y el espíritu de las Capitulaciones.
Mas, ¿qué se podía hacer? El defensor de los derechos de los musulmanes, fray Hernando, se sentía desautorizado ante el apoyo que Cisneros había recibido de los Reyes Católicos. Una oleada de desasosiego y miedo se extendió entre los habitantes del Albaycín. La actitud despótica e intransigente de Cisneros era una amenaza continua para todos nosotros, pues la actividad fanática de aquel hombre parecía no tener límite.
Alfaquíes, ulemas, cadíes y alamines, estos últimos representantes de los gremios, se reunieron en asamblea secreta. Allí se empezó a fraguar una subversión. El barrio del Albaycín, con sus calles retorcidas y estrechas, sus callejones ciegos y sus pasadizos secretos, era un lugar propicio para las emboscadas, y constituía un complicado laberinto lleno de trampas para los soldados cristianos. Mas toda sublevación necesita un caudillo, un estratega que organice y guíe las operaciones. Todos los reunidos en la asamblea dirigieron sus ojos a Ayyub al-Tegrí.
Ayyub al-Tegrí era uno de los pocos generales que, tras la rendición, optó por permanecer en Granada. Se le consideraba un hombre de probado valor que gozaba del respeto y la admiración del pueblo.
El prestigioso arraez aceptó de inmediato ponerse al frente de la operación y encargó a los alfaquíes la misión de reclutar hombres y armas. La noticia corrió de boca en boca y la población del Albaycín estaba alerta, esperando la orden de al-Tegrí para levantarse en armas. Mas nadie reparó en la fidelidad ardorosa que algunos conversos profesan a sus nuevos régulos; y al-Tegrí fue víctima de la abyecta delación.
Una noche, el alguacil Velasco al mando de un pelotón de hombres prendió a Ayyub al-Tegrí y, cargado de cadenas, le llevaron ante un sacerdote, Pedro de León, éste, en nombre de Cisneros, le ofreció la libertad si abjuraba de su fe y hacía pública su conversión al cristianismo.
Al-Tegrí altivo, no solo rechazó la proposición, sino que recriminó al clérigo el incumplimiento de la palabra empeñada por los cristianos en la capitulación de Granada y el trato vil e inicuo del que era objeto un pueblo noble, que había perdido la guerra pero no el orgullo.
El sacerdote, indignado ante aquella muestra de insumisión, ordenó que el arrogante arraez fuese arrojado a las mazmorras y privado de alimento.
El hambre, las torturas y las amenazas que se cernían sobre su familia terminaron por quebrantar la firmeza de su carácter y, con el cuerpo lacerado y el alma rota, Ayyub al-Tegrí pidió el bautismo. La noticia de la conversión del valeroso general, causó una profunda desazón en la comunidad musulmana. Si aquel hombre valiente e ilustre había sucumbido, ya no cabía esperanza alguna. Sin dejarse vencer por el abatimiento, alfaquíes y ulemas se esforzaban por mantener vivo el fuego de la rebeldía y los imanes, en las mezquitas, clamaban por la guerra santa.
Sin embargo, Cisneros siguió menospreciando los derechos adquiridos del pueblo andalusí y, exasperado por la lentitud de las conversiones, encarcelaba a cuantos se mostraban insumisos. La indignación crecía entre la comunidad mudéjar y en cualquier momento podía saltar la chispa que provocase el incendio. Y el fanático cardenal no dejó pasar mucho tiempo en encenderla. Cierto día, Ahmed me informó de que Cisneros planeaba iniciar una ofensiva feroz contra los renegados. La noticia nos llenó de zozobra y miedo, por mi condición de hijo de «elche» o converso. A Cisneros le enfurecía sobremanera que los renegados rechazasen el cristianismo. Le irritaba profundamente que, aquellos que un día fueron cristianos, se mantuvieran firmes en la fe islámica, y que sus hijos fueran instruidos en la religión musulmana. Incapaz de soportar, lo que él consideraba una afrenta a su Dios, tomó la decisión de iniciar una cruzada contra los renegados.
Fray Hernando de Talavera intentó frenarle, recordándole que en las Capitulaciones firmadas por los Reyes Católicos, había una cláusula que protegía de la persecución a los renegados. Pero Cisneros no estaba dispuesto a tolerar que aquellos, que un día habían estado sujetos a la autoridad de la Iglesia Católica, después de la conquista, escaparan a ella. Sin perder un instante, envió un emisario a Córdoba y puso en conocimiento de la Inquisición el gran número de renegados que, en Granada, se resistían a volver al seno de la Iglesia. El Inquisidor General le autorizó a tomar las medidas pertinentes.
Con las atribuciones recibidas del Santo Oficio, Cisneros emprendió, con mano dura, la tarea de recuperar para la cristiandad a todos aquellos que renegaron de ella.
Las mazmorras se llenaron de conversos que se negaban a abjurar del Islam, y de las cámaras de tortura salían gritos desgarradores. Cada vez que oíamos los pasos de una patrulla merodeando cerca de nuestra casa, cundía la alarma y el temor entre nosotros. El alguacil Velasco y sus secuaces recorrían a diario el barrio del Albaycín en busca de renegados. Les sacaban de sus casas y a los pobres desdichados no se les volvía a ver, si no renegaban del Profeta.
Una noche, oímos fuertes golpes en la puerta de nuestro vecino Muhammad el carpintero. Los esbirros de Cisneros se lo llevaron y durante varios días no supimos nada de él.
Muhammad del Castillo, el carpintero, era un hombre bueno y sencillo, muy querido en nuestro barrio, y todos los vecinos compartíamos la angustia con su esposa e hijos, temiendo por su vida. Al fin un día, demacrado y muy débil, volvió a su casa, aunque para recuperar la libertad, Muhammad había tenido que renegar del Islam.
Acompañado de Ahmed fui a visitarle para celebrar con su familia su liberación. Muhammad, que había recobrado el nombre cristiano de Martín, nos relató con voz trémula, cómo se había llevado a cabo su reconversión:
«Atado de pies y manos, me encerraron en una mazmorra, donde me tuvieron tres días sin comer. Con las fuerzas mermadas por el hambre, fui conducido a una sala en la que un sacerdote, empuñando una cruz, me preguntó si estaba dispuesto a renegar del Islam y a reconciliarme con la Iglesia Católica. Ante mi negativa, me llevaron a una celda abarrotada de prisioneros, donde sólo nos daban de comer, una vez al día, un pedazo de pan duro y agua. Allí permanecí cerca de un mes, hasta que un día me introdujeron en un sótano oscuro. Las llamas de un fogón, sobre cuyas ascuas posaban varias tenazas al rojo vivo, me permitieron ver que se trataba de una cámara cuadrada sin ventanas. En el centro de aquella estancia siniestra, observé a cuatro hombres alrededor de una extraña máquina compuesta de ruedas, pesas y poleas de las que colgaban unas correas con las que habían amarrado a un hombre, cuyo cuerpo desnudo yacía sobre un potro de tortura. Los sayones hicieron girar las ruedas, a las que estaban sujetas las manos y los pies de aquel desgraciado, y el crujido de los huesos y el grito desgarrador de aquel hombre me pusieron los pelos de punta. Uno de los verdugos tomó unas tenazas incandescentes y se acercó a la víctima, que con los ojos desorbitados por el terror, no cesaba de gritar. Un ayudante agarró por el cuello al condenado y le obligó a abrir la boca, lo que aprovechó el torturador para aprisionarle la lengua con las tenazas y de un tirón brutal se la arrancó.
Incapaz de soportar aquella escena terrible, me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, descubrí que, de la penumbra, emergía una figura vestida de negro. Observé sus ojos brillantes hundidos en las cuencas, su nariz aguileña, su boca sin labios. Se trataba del clérigo que me había interrogado. Se acercó a mí y con voz cavernosa me susurró: «Es tu última oportunidad, después de que te cortemos la lengua, ya no podrás expresar tu arrepentimiento». Con sus palabras me llegó su aliento fétido.
!Que Allah se apiade de mí! Estaba tan horrorizado por la espantosa escena que había presenciado, que pedí volver a ser cristiano».
Después de oír aquel relato estremecedor, fuimos conscientes de que, a partir de entonces, iba a ser muy duro no doblegarse a los deseos del intransigente Cisneros. Ya no había garantías que aseguraran la vida y los bienes de quienes permanecieran fieles al Islam. Todos los musulmanes nos sentíamos desamparados. Las cláusulas de las Capitulaciones que garantizaban nuestros derechos, no se respetaban. El descontento y la irritación se acrecentaban por mementos. Y la chispa que produjo el incendio, saltó una tarde en la plaza al-Bonud.
Los sicarios de Cisneros, capitaneados por el alguacil Velasco de Barrionuevo, prendieron a una muchacha, hija de un renegado, en el barrio del Albaycín. Cuando la conducían camino de la cárcel, al pasar frente a la mezquita de los Penitentes en la plaza alBonud, la joven comenzó a gritar y a lamentarse de que la llevaban, por la fuerza, a hacerla cristiana. Al oír los lamentos, un gran número de musulmanes salió de la mezquita increpando a los soldados. El alguacil Velasco se dirigió a ellos de forma despectiva y retadora, lo que desencadenó la reacción enfurecida de la multitud, que se abalanzó sobre los cristianos para liberar a la joven. Los soldados hicieron uso de sus armas; en el tumulto, alguien lanzó una losa desde una ventana, aplastando la cabeza de Velasco que murió en el acto. Al ver al alguacil muerto y a la multitud encolerizada, los cristianos huyeron en desbandada. Los más exaltados arrastraron por las calles del Albaycín el cadáver del odiado Velasco y, gritando que se había hecho justicia, lo arrojaron a las letrinas.
Una vez desatada la furia, estalló el motín. El conflicto se extendió como el fuego y todo el Albaycín se alzó en armas. Uno de los cabecillas arengó a los amotinados y, señalando a Cisneros como el gran responsable de las vejaciones y quebrantos que sufría la comunidad musulmana, ordenó atacar la casa del abominable arzobispo. Éste disponía de una guardia personal de doscientos soldados que hicieron frente a los atacantes. Al caer la tarde, los amotinados pusieron cerco a la casa que, defendida por la guardia de Cisneros, resistió toda la noche.
Algunos de los insurrectos, llevados por la ira, cometieron excesos y en plena noche, al grito de ¡Allah es grande!, asaltaron varias casas pertenecientes a cristianos viejos y las saquearon. Al amanecer, el conde de Tendilla bajó desde la Alhambra con un contingente de jinetes y un pelotón de alabarderos; rompió el cerco y rescató al arzobispo. Mas los sublevados, lejos de dispersarse, se hicieron fuertes en el Albaycín; cerraron las puertas de acceso al barrio, se atrincheraron en las calles, y aguardaron el ataque de los cristianos, armados de cuchillos, hoces, hachas y toda suerte de utensilios de labranza. El cuartel general se instaló en la plaza al-Bonud, y las reuniones de los cabecillas se celebraban en la mezquita de los Penitentes.
Tendilla pidió parlamentar con el imán Ibn Abd-l-Aziz y el cadí Muhammad al-Peqenní, exhortándoles a que convencieran a los amotinados de que depusieran su actitud, ya que incurrían en grave delito al alzarse en armas contra los Reyes. Pero se le contestó que el Albaycín no se había sublevado contra los monarcas, sino en favor de sus derechos, que habían sido quebrantados por unos gobernantes que cometían perjurio.
Esta situación se prolongó a lo largo de diez días. Pasados los primeros momentos de exaltación, los habitantes del Albaycín comenzamos a sentir miedo, temíamos el castigo que podría caer sobre nosotros por urdir aquel acto de rebeldía contra unos reyes tan poderosos.
El viernes en la mezquita, uno de los cabecillas, Alí al-Fasar, tomó la palabra y, después de enumerar los robos de tierras y casas, las humillaciones, los tributos, las leyes arbitrarias, las imposiciones forzosas del bautismo y demás fechorías perpetradas por los ignominiosos cristianos, pidió con determinación y firmeza resistir hasta que los monarcas cristianos empeñaran su palabra real, comprometiéndose sin engaños, a respetar lo estipulado en las Capitulaciones.Al-Fasar aseguró que el Albaycín era un lugar inexpugnable para los rumis. Y que no debíamos temerlos, pues luchábamos por una causa justa y los superábamos en valor y número. Éramos treinta musulmanes por cada cristiano. Un anciano alfaquí le expresó su temor a que el gobernador pidiera ayuda a las tropas del rey.
Al-Fasar le respondió que luchar en un terreno que conocíamos mejor que ellos, nos daba ventaja sobre un ejército que no se podría desplegar en un lugar tan angosto y laberíntico. Si los soldados del rey osaban entrar en el Albaycín, encontrarían la muerte a manos de un enemigo invisible.
Al cabo de diez días, fray Hernando de Talavera, acompañado de un ayudante y Ahmed que hacía de intérprete, subió al Albaycín. Los centinelas, al reconocerle, le abrieron las puertas y una multitud acudió a su encuentro, dando grandes muestras de afecto; él saludaba a todos en árabe: «¡Salám alikúm! ¡Salám alikúm!». Rodeado de niños, mujeres y hombres, que le abrían las puertas de sus casas y le reverenciaban besando el manto pardo de su hábito, fray Hernando llegó hasta la plaza al-Bonud donde los jefes de la revuelta se inclinaron ante él y le besaron las manos. El venerable anciano conversó con los cabecillas y, mostrando su comprensión por las razones que habían desencadenado aquellos sucesos, les pidió que dejaran entrar en el barrio al gobernador, para llegar a un acuerdo que pusiera fin a aquella situación. La propuesta fue aceptada y Tendilla, que esperaba impaciente las noticias del arzobispo Talavera, avisado por el ayudante de éste, se presentó en el Albaycín desarmado y acompañado tan sólo de sus hijos.
El gobernador fue recibido con respeto y admiración, pues los insurrectos valoraron su gesto como un acto de valentía. Don Íñigo López de Mendoza prometió una amnistía a los sublevados si deponían las armas; solamente serían castigados los que habían dado muerte al alguacil y aquellos que cometieron desmanes, asaltos y saqueos en las casas de los cristianos en la noche de la sublevación. El conde de Tendilla se ofreció como portavoz de las revindicaciones de los musulmanes ante sus Majestades, de los que alcanzaría perdón y gracia a favor de los pobladores del Albaycín y garantías para que se cumplieran las cláusulas de las Capitulaciones.
Don Íñigo, que era un hombre de honor, como prueba de su compromiso entregó sus hijos como rehenes.
El cadí Muhammad al-Peqenní se hizo cargo de los niños y prometió al conde entregarle a los culpables de los delitos cometidos. Todas las partes quedaron conformes y la insurrección se dio por finalizada.
Tres días más tarde, el cadí entregó a los delincuentes como había prometido. Y el corregidor Calderón, después de someterles a juicio, ordenó colgar a los culpables, confiscando sus propiedades para reparar las pérdidas y daños ocasionados. Algunos cabecillas lograron escapar y se refugiaron en las Alpujarras.
Los tumultos del Albaycín habían llegado a oídos de los Reyes Católicos, que se encontraban en Sevilla y éstos enviaron a don Enrique Enriquez, tío del rey, con el fin de recabar información sobre dichos sucesos. El conde de Tendilla y fray Hernando explicaron a don Enrique, que Cisneros, con su actitud intolerante, obstinada e imprudente, había provocado la insurrección de los mudéjares. De regreso a Sevilla, el representante real informó a los Monarcas, y éstos ordenaron a Cisneros presentarse en la Corte. La noticia corrió por el Albaycín llenándonos de alborozo al vernos libres del temible arzobispo. Muhammad al-Peqenní y Yufuf al-Mudayyán subieron a la Alhambra a mostrar su lealtad y sumisión al gobernador en nombre de la comunidad musulmana. Los hijos del conde, que habían permanecido en calidad de rehenes en casa del cadí, fueron devueltos a su padre.
Ante los Reyes, Cisneros justificó su comportamiento por el peligro que entrañaba para la Cristiandad, el que hubiera en Granada tan gran número de musulmanes. Afirmando que éstos no tenían otro objetivo que preparar y facilitar la invasión de sus hermanos de África. En cuanto a los renegados, el cardenal confesó que, al mantenerse éstos firmes en la fe islámica, el Santo Oficio le animó a emplear métodos más expeditivos contra ellos.
La reina Isabel se mostró convencida por los argumentos de su confesor; no así el rey Fernando que, al parecer, no compartía con su esposa el afecto que ésta profesaba por el cardenal Cisneros.
Mas por aquellos días, prendió la rebelión en las Alpujarras, promovida por los cabecillas que habían huido de Granada. El rey Católico se puso al frente de sus tropas para sofocar el alzamiento, y Cisneros regresó a Granada legitimado para someter por la fuerza a la población del Albaycín, dándonos a elegir entre la conversión o el castigo.
La sublevación desencadenada en las Alpujarras, y que más tarde se extendió a la sierra de Ronda, nos hizo perder todo derecho sobre nuestras vidas y haciendas. El compromiso del conde de Tendilla quedaba roto y las Capitulaciones fueron papel mojado. En adelante, se nos vedaba a los musulmanes desempeñar cargos públicos, se disolvían los tribunales mixtos, los cadíes fueron desposeídos de su facultad para administrar justicia y todas las mezquitas serían transformadas en iglesias.
Cisneros, asistido por un juez real y un inquisidor, encarcelaba, sometía a autos de fe y ajusticiaba a cientos de hombres y mujeres, víctimas de los delatores.
Una ola de terror invadió el barrio del Albaycín y un pesado manto de silencio y miedo nos oprimía. El recelo se apoderó del vecindario, nadie se fiaba de nadie. Recluidos en nuestras casas, hablamos entre susurros; mientras fuera, en las calles, se oye el restallar de los látigos, el choque de los cascos de los caballos contra el empedrado, las voces agrias de los soldados cargadas de violencia.
Los rumis ya son los dueños absolutos de Granada, y por no haber sabido defender lo que era nuestro, sufrimos su yugo opresor, sus vejaciones, sus insultos, sus miradas impregnadas de odio. Encorvados por el miedo, con la mirada huidiza, vagamos como sombras por los torcidos callejones de nuestro barrio; evitando encontrarnos con las patrullas que recorren el Albaycín en busca de herejes.