Con las imponentes cumbres del yebel Solayr, alzándose a mis espaldas, llegué a lo alto de un promontorio casi pelado. Aunque la nieve cubría las cimas de la sierra, el aire no era demasiado frío y junto a mí sentí un silencio denso que se abatía sobre un campo duro y áspero. Consideré que debía dar un descanso a Zaqiyya y me tomé un tiempo contemplando, a lo lejos, el espléndido tapiz esmeralda que se extendía a ambos lados del río serpenteando entre brumas.
Subido sobre una gran piedra porosa, observé una mancha ocre que se escondía en la lejanía tras unas nubes transparentes. Un sol tímido iluminó el horizonte y entonces, la descubrí, envuelta en un velo de muselina: ¡Mi añorada Granada! Las torres rojas de la Alhambra, como lenguas de fuego, lamían el cielo y un camino solitario llevaba hasta la visión de ensueño.
A medida que me acercaba a la ciudad, se iban haciendo perceptibles las huellas de los conquistadores. En lo alto de los alminares de los caseríos, que jalonaban el camino, se izaban los siniestros símbolos de los rumis. Y en la colina de la Sabiqa, las banderas de Castilla flameaban sobre los baluartes de la «Medina Roja». El flujo de gente que salía era mayor que el que entraba. Filas de asnos cargados de enseres abandonaban Granada. De algunas alforjas, asomaban pequeños rostros de niños asustados. Con hatillos a la espalda o conduciendo pequeños rebaños de ovejas y cabras, me cruzaba con hombres cabizbajos, mujeres con lágrimas en los ojos y ancianos de gesto amargo. Algunos de ellos aferraban en su mano la llave de su casa, tal vez incapaces de soportar la idea de que aquél era un viaje sin retorno.
Siguiendo la margen del río, tomé un sendero para entrar por Bad al-Qadí, mas los cristianos habían cerrado ésta y otras muchas puertas del recinto amurallado; también Bab al-Nayd junto a la huerta Zafania, en la loma donde se alza el arrabal más bello de Granada. En este paraje apacible, acunado por el murmullo del Geníl, residían las familias de algunos nobles. Hábiles alarifes habían labrado magníficos palacios que rivalizaban en lujo y belleza. Aquellas mansiones se asentaban sobre un campo de rosaledas, veladas por las sombras de gigantescas acacias, higueras y castaños. Del Rabad al-Nayd dijeron los poetas que exhalaba aromas de canela y clavo.
Mi corazón se estremeció al contemplar el desolador estado en que se encontraba el aristocrático arrabal. Todos los palacios habían sido asaltados y despojados de sus riquezas. Muchos de ellos, no eran más que esqueletos sostenidos por maderas ennegrecidas. Los jardines aparecían cubiertos de escombros y troncos de árboles derribados. A través de las puertas destrozadas, se podían ver las delicadas yeserías y atauriques ocultos por la ceniza.
La puerta al-Ramla estaba vigilada por cuatro lanceros que observaban con indiferencia a los transeúntes. Cuando llegué cerca de ellos, me miraron un instante y tomándome por un campesino se despreocuparon de mí. Mas al pasar bajo el arco de herradura tirando de las bridas de Zaqiyya, uno de los guardias gritó: «¡Eh, tú! a ver que llevas en las alforjas». Al comprobar que sólo portaba unas cebollas, varias naranjas y algunos higos, me dejaron pasar.
Cuando aquel día traspasé la puerta de la medina, ya no era el soldado resuelto y vigoroso que partió de Granada hacía ocho años. Ahora, un hombre envejecido, inseguro y temeroso se reencontraba con su ciudad, apenas reconocible.
Apenado observé el estado de suciedad y dejación que mostraba la medina. Las calles estaban cubiertas de inmundicias, en algunos callejones yacían animales muertos, produciendo un fuerte hedor. La tristeza en los rostros de los granadinos, contrastaba con la alegría de los castellanos que, exultantes, se pavoneaban ante los vencidos. Grupos de siete u ocho soldados callejeaban ociosos y arrogantes exhibiendo sus armas, orgullosos de pisar tierra conquistada. Sin ningún pudor, orinaban sobre los muros de los palacios y los borrachos vomitaban ante las puertas de las casas. La visión de los altivos andalusíes vagando con la mirada humillada, me producía una desagradable sensación de vergüenza y rabia. El joven que abrió la puerta, me miró con asombro. Detrás de él, había una mujer algo gruesa de edad madura, su mirada se cruzó con la mía por encima del hombro del muchacho. Su rostro estaba cuarteado por algunas arrugas y en su cabello se entretejían hebras grises; mas sus ojos eran los de siempre, grandes y brillantes, con esa luz intensa que sólo poseen las mujeres de esta tierra. Sobre la mesa quedaban restos de comida, y junto al fuego humeaba una olla que desprendía aromas de tomillo y cilantro.
—La paz sea contigo, Said. Sé bienvenido a tu casa —me saludó Zubayda, esbozando una sonrisa.
—Con vosotros sea la paz —contesté embargado por la emoción. El joven se inclinó respetuosamente y me besó la mano.
—Tú debes ser Zahir —dije dirigiéndome al muchacho.
—Soy Ahmed —me corrigió el joven.
—¡El pequeño Ahmed, ya es un hombre! ¡Por Dios como pasa el tiempo! —exclamé.
—Ocho años —precisó Zubayda.
Al ver a Zaqiyya, Ahmed se prendó del animal y me pidió que se la dejase a su cuidado. Él se encargaría de encontrarla acomodo, y tomándola de las riendas se dispuso a buscar un buen establo.
—Por Dios Todopoderoso, siéntate a la mesa. Debes estar hambriento. Estás muy delgado. He cocinado un estofado de liebre —me exhortó Zubayda.
Mientras mi mujer me preparaba el aguamanil, le pregunté:
—¿Tienes noticias de mi hermano Ahmed?
—Sí, nos envió un criado anunciándonos su decisión de partir a África, y ofreciéndonos un lugar junto a su familia si decidíamos acompañarle. Mas como puedes ver, aunque no sabíamos si algún día volverías, decidimos quedarnos y esperar tu regreso.
—Agradezco enormemente vuestra decisión. No puedo expresar con palabras lo que siente mi corazón al estar de nuevo en casa. No hay nada más agradable que volver al hogar. Pues en todo este tiempo, me ha atormentado la herida abierta de la nostalgia y he vivido obsesionado por el sueño del deseado retorno. Con la voracidad de un lobo, di buena cuenta del estofado, rebañando la escudilla hasta dejarla limpia; bajo la mirada satisfecha de Zubayda.
—La liebre estaba exquisita —comenté mientras me lavaba las manos.
—La cazó Ahmed en el barranco de la al-Qabía.
—Ahmed está muy cambiado. Espero que disculpe mi torpeza por no haberle reconocido.
—Es natural, le viste por última vez cuando tenía ocho años y ahora es un joven de dieciséis. Es muy inteligente; ha aprendido a leer y a escribir. Lee con pasión tus libros, y quiere aprender la lengua de los rumis.
—¿Cómo es eso? —pregunté intrigado por la últimas palabras de Zubayda.
—Será mejor que te lo cuente él —respondió mi esposa retirando la escudilla de la mesa.
—¿Y Zahir? Háblame de Zahir.
—Zahir —dijo Zubayda sentándose junto al fuego— se casó con la hija de Jalid al-Harrazid. Trabaja como alarife y es muy apreciado en su oficio. Los cristianos ricos prefieren albañiles musulmanes para rehabilitar sus casas, y esto provoca envidia y odio en los cristianos de baja condición. A Zahir no le falta trabajo y además es un buen hijo. Cada semana me entrega parte de su salario. La llegada de Ahmed interrumpió a Zubayda.
—He dejado la burra en el establo de nuestro vecino Ibn Ziyad, a cambio de que todos los días le traiga una carga de hierba —dijo Ahmed sentándose al lado de su madre.
—¿De dónde has sacado esa burra? —me preguntó Zubayda.
—Es una larga historia. Zaqiyya es un animal inteligente y noble. Os relataré todo con calma. Mas ahora quiero que me contéis vosotros lo que ocurrió aquí.
Zubayda emitió un hondo suspiro y dirigiéndose a Ahmed le dijo:
—Cuéntaselo tú hijo mío, pues como bien sabes desde que en Granada entraron los rumis, yo he permanecido recluida en casa. Con rostro sombrío, Ahmed me clavó su mirada limpia y con voz serena comenzó a desgranar el relato de la toma de Granada por los cristianos:
—Recuerdo que anochecía cuando me dirigí a Bab Ilbira. Desde el amanecer, el flujo de gente que entraba en la medina fue constante. Durante el resto de mi vida no podré olvidar el rostro de aquellos niños, ni los ojos de sus madres, en los que se reflejaba el gesto amargo del llanto. Todos temblaban de frío y sus miradas destilaban una honda pena. En los días más crudos de aquel invierno, familias enteras, sin apenas tiempo de aprovisionarse con la ropa adecuada para protegerse del frío, tuvieron que abandonar sus hogares, a toda prisa, para no caer en manos de las salvajes hordas cristianas que asolaban los campos, forzaban a las mujeres y mataban a los campesinos. Gentes de toda condición, pastores, artesanos, labradores que, habiendo perdido cuanto poseían, buscaban cobijo tras las murallas de Granada para salvar lo único que les quedaba: la vida. Venían de la sierra de Alfacar, del valle de Lecrín y de los caseríos de la Vega. Estos últimos afirmaban haber visto, a menos de dos leguas de Granada, a miles de soldados cristianos y animales de carga arrastrando un gran número de máquinas de guerra hacia la capital.
Al día siguiente, los vigías anunciaron que el rey cristiano con un inmenso ejército había acampado en el Gosco, cortando todos los caminos a la ciudad.
Desde entonces, fuimos conscientes de que había llegado el momento supremo. Lo que más pavor infundía a las gentes, eran las máquinas de guerra. Angustiados nos preguntábamos cuando comenzaría el ataque. Estaban tan cerca, que desde el barrio del Albaycín oíamos los golpes de hacha de los rumis depredando la Vega.
—Se decía que había más de sesenta mil hombres —intervino Zubayda.
—Sí, estaban a las puertas de Granada —confirmó Ahmed—. Hasta entonces, las incursiones de los cristianos habían llegado hasta la parte más alejada de la Vega, destruyendo viñedos, olivares y frutales, dejando yermas unas tierras que habían sido cultivadas con tanto esmero. Mas esta vez, penetraron hasta los arrabales de Granada, quemando y saqueando pabellones de caza, almunias y fincas de recreo.
—He visto con mis propios ojos, lo que esos bárbaros han hecho en el Rabad al-Nayd —dije entristecido.
Zubayda trajo una alcarraza con agua de limón. Y Ahamed bebió un trago antes de continuar.
—Los días pasaban y el cerco nos asfixiaba. La sobre población, el hambre y el miedo causaban no poco quebranto a las mujeres y los niños. Los ancianos volvían sus ojos hacia la Alhambra buscando un remedio a todo aquello. Y a los jóvenes nos hervía la sangre y nos preguntábamos por qué las tropas del sultán permanecían acuarteladas. Cierto día, corrió el rumor de que el emir estaba en tratos con el rey cristiano para entregarle la ciudad, a cambio de ciertas garantías y prebendas. La población cayó en el desánimo y la resignación. Hubo alfaquíes que se revelaron contra el fatalismo a que tan dado es el carácter de nuestro pueblo; y en la mezquita Mayor del Albaycín se alzó la voz del imán Muhammad ibn Faray con unas palabras que removieron las conciencias de cuantos le oían: «¡Hermanos! ¡Haremos mal sometiendo mansamente nuestro cuello al yugo vil de los rumis, confiando en las promesas de unas condiciones engañosas! ¿Acaso creéis que los cristianos cumplirán lo que prometen y que su rey, que tantas pruebas ha dado de perfidia, va a ser esta vez magnánimo? Yo os digo, y no os engañéis al respecto, que si no lo remediamos nuestras mujeres e hijas serán mancilladas, nuestros hijos vendidos como esclavos, nuestras mezquitas incendiadas. ¡Hermanos! se avecinan tiempos de opresión, rapiña, afrentas, torturas y muerte en la hoguera. Porque tenéis que saber, que los rumis tienen la bárbara costumbre de quemar vivos a quienes ellos consideran herejes».
El sermón del imán inflamó nuestros corazones y salimos de la mezquita gritando: ¡Allah es Grande! ¡Muerte a los cristianos! Pedíamos a voz en grito que el sultán no entregara la ciudad. Recorríamos las calles exhortando a los buenos musulmanes a tomar las armas contra los rumis. Por donde quiera que pasábamos, se nos unían más y más hombres que salía de sus casas armados de cuchillos, hoces y guadañas. Al llegar a la plaza alBonud éramos una multitud. Formando un tropel, bajamos hasta la medina. Desde la Madrasa, un gran número de jóvenes estudiantes se dirigió al palacio de Ibn Qumasa lanzando piedras contra la casa del visir, y en la plaza de la Gran Mezquita, los alfaquíes señalaban la Alhambra profiriendo gritos contra el sultán. Un contingente de jinetes, armados de afilados sables, bajó desde la colina de la Sabiqa, cruzó el puente del Qadí y atacaron sin compasión a la vociferante muchedumbre. La caballería nos reprimió con saña dejando la plaza sembrada de muertos y heridos. El emir, temiendo que el pueblo se levantase en armas, se apresuró a firmar, en secreto, la capitulación. Cuando los granadinos nos enteramos, ya era demasiado tarde.
Aquella noche de invierno, serena y fría, ha quedado grabada en mi memoria. Las nubes que, durante el día, habían encapotado el cielo, se retiraron con el crepúsculo y dejaron al descubierto un firmamento rutilante de estrellas.
De regreso de las letrinas, me encontré con nuestro vecino Ibn Musa, que me expresó su temor a que se produjese una helada que echase a perder las hortalizas de su huerto. Ambos miramos al cielo. Como siempre en esta época, y desde los tiempos primigenios, el gran cazador Orión cruzaba el firmamento siguiendo a la dorada Aldebarán. El brillo gélido de los luceros parecía confirmar los temores de Ibn Musa.
Cuando me metí en el lecho, nada hacía presagiar con lo que nos íbamos a encontrar al día siguiente.
Alboreaba aquel Lunes, segundo día del mes de Rabí al-Awwal, ni siquiera el almuédano había llamado a la primera oración, cuando nos despertaron los estruendos de los cañonazos.
La gente salió despavorida de sus casas, muchos con la ropa de dormir, temiendo que las máquinas de guerra destruyeran sus hogares y los escombros los sepultaran.
Zahir y yo nos echamos una manta sobre los hombros, y salimos a averiguar lo que pasaba. Aturdidos, corrimos hacia la plaza alBonud donde se había congregado un grupo de hombres. Allí no se observaba fuego ni destrozo alguno, al parecer los cañonazos eran sólo salvas del ejército cristiano. De pronto, desde el alminar de la mezquita de los Penitentes, el almuédano, señalando la Alhambra gritó: «¡Mirad allí!». Al girar la vista hacia el palacio del sultán, vimos los destellos de una cruz refulgente junto a los estandartes cristianos ondeando sobre la torre de la Vela. Nos preguntábamos dónde estaría el emir. En las murallas se observaban movimientos de tropas, mas no se percibía que hubiese lucha. El desconcierto y la confusión nos embargaban. Por el camino de la Beqaa, descendía un grupo de hombres, procedente del palacio.
Todos corrimos a su encuentro, ávidos de noticias. Cuando cruzaron el puente de los Ladrilleros, descubrimos que se trataba del secretario del zalmedina, Yunus al-Saffar, y otros escribanos y amanuenses. Con el rostro descompuesto, los funcionarios balbuceaban y gesticulaban todos a la vez. Al-Saffar pidió calma y nos contó que el emir y su familia habían huido, y que el visir Ibn Qumasa abrió las puertas de la ciudad y ordenó a la guardia palatina rendir sus armas a los cristianos. Al oír aquello, algunos hombres gritaron enfurecidos: ¡Traición, traición! ¡El emir nos ha traicionado y el visir se ha vendido! ¡Que Allah los confunda!
Así se rindió Granada, sin ofrecer resistencia, sin lucha. Como una esclava sumisa se entrega a su nuevo dueño.
Zubayda, con rabia contenida, añadió:
—Se dice que el emir fue recompensado por el rey cristiano con 50.000 dinares de oro, y el visir con 20.000. Mas yo le pido, cada día, a Allah que ese dinero, fruto de una gran felonía, se vuelva en su contra y sea causa de su perdición.
—La gente, sintiéndose abandonada a su suerte y amedrentada por los gritos de victoria de los cristianos, se recluyó en sus casas —comentó Ahmed con amargura.
—¿Y los alfaquíes, no alzaron su voz para levantar al pueblo contra el invasor? —pregunté extrañado.
Ahmed negó con la cabeza.
—Los cristianos actuaron con diligencia. El ejército enemigo ocupó las puertas de la medina, las principales calles y plazas, así como el Rabad al-Bayyazín (Albaycín) y el Rabad al-Fajjarín (Alfareros). Pusieron vigías por todas partes, y soldados armados hasta los dientes al mando de capitanes de aspecto siniestro patrullaban por la ciudad. A fin de asegurarse de que no habría un levantamiento popular, el capitán general de los rumis exigió al visir la entrega de 500 rehenes, por lo que nadie osó encabezar una rebelión, para no poner en peligro la vida de los prisioneros. Impotente, el imán Ibn Faray, con el corazón desgarrado, tomó a toda su familia y partió hacia el exilio. Después le seguirían muchos más, sobre todo judíos. El Rabad al-Yahud (Judería) se destinó al alojamiento de la tropa y los hebreos se vieron obligados a desalojar sus viviendas o a compartirlas con los soldados cristianos.
—Algunos pobres judíos vinieron al Albaycín a pedir cobijo. Y te aseguro, que ninguno durmió en la calle —apostilló Zubayda con firmeza—. Aunque sirvió de poco. Tres meses después, expulsaron a todos los judíos de Granada. Al oír sus lamentos me asomé a la ventana y se me partió el corazón al verlos partir, cargados con sus enseres, abandonando sus casas llorando. Soldados con el corazón de hielo golpeaban con sus lanzas a los más rezagados, que volvían el rostro y veían con desesperación, cómo los cristianos se adueñaban de los que, hacía tan sólo unos instantes, eran sus hogares. Busqué la mirada de Ahmed y le hice la pregunta que no había dejado de darme vueltas en la cabeza:
—¿Por qué quieres aprender la lengua de los rumis? La llama de la lámpara que lucía en la hornacina se reflejó en sus negras pupilas. Con voz serena y el aplomo de un shayj, el muchacho contestó:
—Porque ellos han ganado la guerra —después de un largo silencio continuó—. Allah así lo ha querido y a partir de ahora, tendremos que tratar con ellos, convivir con ellos, entendernos con ellos. Y nosotros necesitaremos intérpretes que traduzcan a nuestra lengua las nuevas leyes.
Aquellas palabras llenas de sentido común me confirmaron que Ahmed era un muchacho sumamente inteligente. A pesar de que aparenté lamentar su decisión, en el fondo sentí una profunda admiración por él. Aquel joven desenvuelto y audaz con una mente analítica y práctica impropia de sus años, conquistó mi corazón y pensé que Allah misericordioso, que no me había otorgado la dicha de la descendencia, ahora me compensaba con el hijo que siempre soñé tener.
—Si no te he entendido mal, pretendes ser trujamán de los cristianos. ¿No temes que la gente te tache de traidor, por colaborar con el enemigo?
—No, porque mi tarea consistirá en ayudar a mis hermanos musulmanes.
—Pero dime, ¿cómo vas a aprender esa lengua?
—Entre los consejeros que trajo la reina de Castilla en su séquito, hay un alfaquí cristiano que, por su valía y por gozar de la plena confianza de la reina, fue nombrado por ésta Alfaquí Mayor de Granada. Este hombre, de gran bondad, lo primero que hizo, para ganarse la confianza de todos nosotros, fue ocuparse de los más necesitados repartiendo limosnas, dando cobijo a los niños huérfanos y visitando a los enfermos. Se llama Hernando de Talavera y a pesar de su alto rango, es de carácter sencillo y afable, respetuoso con todas las creencias y con los hábitos y costumbres de los musulmanes. Zubayda intervino para decir con aire misterioso:
—Se oye que por sus venas corre sangre judía, pues procede de una familia de conversos.
—Lo cierto es —continuó Ahmed—, que no busca tan solo cristianizar a los musulmanes, también se preocupa de que seamos bien tratados, erigiéndose en valedor de nuestros derechos. Por respeto a la comunidad islámica, no predica en las mezquitas, lo hace en casas particulares, conocidas como «Casas de la Doctrina». Su carácter bondadoso atrae a los granadinos que acuden en masa a oír sus palabras, y no son pocos los que, ganados por su mansedumbre, deciden seguir sus enseñanzas y abrazan el cristianismo. Zubayda comentó con desdén:
—Hay muchos que lo hacen por conveniencia. Ya se sabe que el perro que lame los pies del amo recibe el mendrugo más grande. Por cierto Said, que uno de los primeros en hacerse cristiano ha sido tu amigo Qasim.
—¿Qasim el herrador? —pregunté sorprendido.
—Sí, y al parecer desde que es cristiano ha prosperado mucho su negocio —dijo mi mujer con ironía.
Yo no salía de mi asombro y pedí a Ahmed que continuara con su relato.
—Algunos alfaquíes cristianos no aprueban los métodos de Fray Hernando y han pedido al gobernador que, puesto que Dios les había concedido la victoria sobre los musulmanes, éstos tendrían que ser obligados por la fuerza de las armas a renegar del Islam y abrazar el cristianismo, pues ésta había sido la voluntad de Dios. Pero el gobernador apoya a Fray Hernando y ha ordenado no tratar con severidad a los vencidos cuando aún lloran la desdicha de la derrota.
—Al menos en medio de la barbarie hay dos hombres civilizados y cabales —dije tras escuchar aquellas palabras.
—Fray Hernando —continuó Ahmed con vehemencia— está aprendiendo árabe y ha expresado sus deseos a los clérigos cristianos de que utilicen esta lengua en los sermones, para ello, ha ordenado traducir los fragmentos bíblicos y ha encargado a su amigo Fray Pedro de Alcalá, que domina el árabe por ser descendiente de musulmanes conversos, confeccionar un diccionario y una gramática que sirva de ayuda a los sacerdotes. A la vez, ha abierto escuelas donde se enseña castellano a los granadinos que muestren interés por aprender este idioma.
—Hablar con fluidez una lengua extranjera requiere esfuerzo y constancia —le advertí.
Ahmed sonrió ligeramente y sus ojos adquirieron una expresión de curiosidad.
—Tal vez me puedas ayudar, he oído contar a mi madre que hablas castellano.
—Sí, mi padre me lo enseñó cuando era un niño y aunque lo hablo no lo escribo.
—La escritura es lo que más me cuesta —dijo el muchacho—. Tanto la caligrafía como el orden de las palabras son muy diferentes a nuestro idioma. Los rumis escriben de izquierda a derecha. Pero como necesito aprenderlo lo antes posible, todos los días acudo a la Casa de la Doctrina, donde Fray Pedro imparte clases de castellano.
—Por hoy ya basta —intervino Zubayda, acercándose con una jofaina llena de agua tibia para realizar las abluciones. Tendido sobre el lecho, aquella noche de mi regreso, el sueño se negaba a venir. Ni la fatiga del viaje, ni siquiera el dulce cansancio tras el placentero reencuentro con el ardiente cuerpo de Zubayda conseguían serenar mi espíritu. En mi pecho se agitaban un sinnúmero de sensaciones y en mi cabeza bullía un mar revuelto de emociones encontradas. Fuera, los rugidos del viento profanaban el sagrado silencio nocturno.
Granada, la ciudad donde nací, tan añorada, había cambiado en mi ausencia, era una ciudad distinta, habitada por gentes extrañas que profesaban otra religión, hablaban otra lengua, practicaban otras costumbres.
En el trono del sultán se sentaba un gobernador cristiano, que ostentaba el mando de la plaza. Desde el Albaycín, podíamos observar cómo la cruz se exhibía orgullosa sobre la Alhambra y en la mezquita del palacio, el almuédano ya no llamaba a la oración. No podía quitarme de la cabeza a Qasim. Me propuse ir al día siguiente a visitarle, para que me contase lo de su conversión al cristianismo. ¿Cómo era posible que, en tan poco tiempo, hubiese cambiado tanto una ciudad y sus gentes?
Mientras me dirigía a la casa de Qasim, iba pensando cuán afortunado era mi amigo. Había tenido ocho hijos, cinco de los cuales eran varones. Su oficio le permitía vivir decentemente y si bien la coz de una caballería le dejó renco, esto le libró de ser reclutado para la guerra.
En verdad, Qasim nunca fue muy piadoso, mas ¿qué le pudo llevar a renegar de su fe?
El portón del herradero estaba abierto. Bajo un cobertizo, varios caballos atraillados relinchaban nerviosos. En el centro del patio, un adolescente sujetaba del ronzal a un precioso garañón negro y dos jóvenes se disponían a herrar al animal. Cinco soldados cristianos observaban la faena y hablaban con un hombre calvo y algo encorvado, al que llamaban Juan.
Mi presencia llamó la atención de los soldados y el hombre calvo se volvió hacia mí. Me costó reconocerle, Qasim había envejecido mucho. Después de unos instantes en los que permanecimos inmóviles, manteniendo nuestras miradas, Qasim vino hacia mí con los brazos abiertos. Su cojera y la boca desdentada acentuaban aún más su deterioro físico. Sentí la fuerza cálida de sus brazos.
- ¡Salám alikúm!
- ¡Alay kúm as-salám!
—Vamos ahí dentro Said —dijo mi amigo, señalando el interior de la fragua.
Nos sentamos sobre dos escabeles frente a frente y luego de escrutarme durante un tiempo, Qasim exclamó:
—¡Que viejos nos hemos hecho! Parece que fue ayer, cuando jugábamos en el zoco al-Masyid y competíamos por ver quién conseguía quitarle más pasteles de miel al gordo Abu Umar.
—Amigo mío, la juventud es efímera como el brillo de una estrella fugaz, y el paso del tiempo deja marcada su devastadora huella.
—¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? —preguntó Qasim.
—Ocho años.
—¡Válgame Dios! —suspiró mi amigo—. En todo este tiempo aquí ¡han ocurrido tantas cosas! Todo es tan distinto que, a nuestra edad, tendremos que aprender a vivir de nuevo.
—A veces, tengo la sensación de que estoy viviendo en un mundo extraño al que yo ya no pertenezco.
—Quiso Allah, en sus designios, que así ocurriera y tenemos que aceptarlo, incluso cambiando nuestra forma de vida.
—Tú ya te has cambiado el nombre. He oído que te llaman Juan. El rostro de Qasim adquirió un tono sombrío.
—Sí, ahora soy un renegado. Mas quiero que sepas que aunque he cambiado de nombre, mis sentimientos y mi corazón son los mismos de antes. Yo amo a esta tierra por encima de todo, aquí nacieron mis padres, mis hijos y mis nietos, y aquí quiero morir. Aunque para ello, tenga que bautizarme. Estoy seguro que, más pronto que tarde, todos tendremos que elegir entre la conversión o el destierro. Como les ha ocurrido a los judíos. Ya sé que mi decisión me acarreará muchos quebrantos, incomprensiones y amarguras; mas por ventura ¿no es más amargo el destierro? —Los ojos de Qasim brillaron y con la voz quebrada continuó—. Para un granadino no hay sufrimiento mayor que tener que abandonar esta tierra, ni desdicha más grande que morir lejos de ella.
—Pero tal vez, tu decisión ha sido precipitada —le reproché a mi amigo—. Según creo, los cristianos están cumpliendo lo pactado en la capitulación y no obligan a nadie a convertirse al cristianismo.
—Eso fue al principio —dijo Qasim con voz cansada—, mas ahora la realidad es otra. Cuando el rey cristiano entró triunfante en Granada, ordenó proveer a la ciudad de víveres. Los musulmanes frecuentaban el campamento cristiano de Santa Fe para vender y comprar mercancías. Por aquel entonces, el monarca prodigaba toda clase de consideraciones y respeto a los granadinos, garantizando sus vidas y haciendas. Otorgó permiso para que los musulmanes, que así lo desearan, pasaran al otro lado del mar; para ello fletó naves sin cobrar derecho de pasaje a todo aquél que quisiera emigrar. Fueron muchos los que vendieron sus casas, huertos y tierras de labor apresuradamente para emprender la travesía gratuita, pues el decreto del rey advertía que, los que no lo hicieran, posteriormente tendrían que pagar un doblón por persona. Mas no emigraron tantos como los cristianos deseaban y las cosas empezaron a cambiar. Los soldados, que habían servido en la guerra, exigían recompensas y el rey tuvo que conceder mercedes a la tropa, repartiendo tierras conquistadas. Cristianos de todas partes acudieron al reparto del botín, y Granada se llenó de aventureros y mercenarios sin escrúpulos. Una chusma poseída por los vicios y el desenfreno propios de unos soldados que, aun después de ser licenciados, no pueden reprimir sus hábitos de rapiña y violencia.
Como puedes imaginar, amigo Said, el temor y la desesperanza cunden entre la población que ve cómo, cada día, se incumple lo acordado en las Capitulaciones. Los cristianos que llegan a Granada, lo hacen con un afán desmedido de enriquecerse a toda costa, abusando de su condición de vencedores, atropellando los derechos y propiedades de los vencidos, sin que las autoridades hagan nada para impedir los desmanes y humillaciones que padecemos. He visto con mis ojos, cómo los rumis se apoderan de las casas vacías y adquieren huertos, almazaras y otras propiedades, sin que nadie ose reclamarlas. Los castellanos que se asientan en la ciudad, no sólo se apropian de nuestras casas y tierras, sino que están exentos del fisco en virtud de las franquicias fiscales otorgadas por sus soberanos; por lo que a los musulmanes nos hacen pechar con el doble de impuestos para compensar los que aquellos no pagan. Ante tamaña arbitrariedad, los granadinos ricos han huido y aquí quedamos solamente los artesanos y los campesinos. Los aristócratas, los altos funcionarios de la Corte y las familias más acaudaladas y poderosas se han marchado, llevándose consigo sus caballerías. Desde entonces, mi clientela quedó reducida a los soldados que venían a herrar sus caballos, y se largaban sin pagarme; incluso tenía que soportar sus burlas si acudía en demanda de justicia que, al tratarse de un litigio entre un musulmán y un cristiano, el pleito lo resolvía un juez castellano y un cadí granadino, mas el juez nunca disponía de tiempo para estas demandas y el juicio jamás llegaba a celebrarse —Qasim hizo una pausa y con aptitud resignada manifestó con amargura—: He tenido que hacerme cristiano para salvarme de la ruina y no tener que emigrar. Ahora, al menos, estoy protegido por las leyes de Castilla. Soy viejo y amo demasiado a esta tierra para abandonarla. ¡Que Allah el Misericordioso se apiade de mí! Hay miedo Said, mucho miedo entre nuestros hermanos. Los alfaquíes cristianos exigen, cada vez con más vehemencia, la expulsión de los que no acepten el bautismo.
—Sin embargo, creo que el Alfaquí Mayor no es partidario de imponer la conversión por la fuerza —dije recordando las palabras de Ahmed.
—Sin duda te refieres a fray Hernando. Un hombre bueno que se ha ganado la gratitud y el afecto de los granadinos y que, aunque cuenta con el favor del gobernador, don Íñigo López de Mendoza, tiene muchos enemigos entre los clérigos más intransigentes. Éstos le acusan de ser demasiado condescendiente con los seguidores del Profeta, ¡con él sea la paz!, y han llegado a denunciarle a las altas autoridades eclesiásticas de escandalizar y profanar los actos religiosos al permitir que los musulmanes participen en las procesiones con instrumentos y música propias de nuestras tradiciones. Regresé abatido a mi casa. Si bien reprobaba la forma de proceder de Qasim, no me sentía moralmente capacitado para reprocharle nada, tal vez porque no estaba seguro de lo que habría hecho yo en sus circunstancias. Me acordé de Abu-l-Abbas y aprecié cuán sabia fue su decisión de permanecer alejado en las montañas.