Abu-l-Abbas

El hombre, de unos cincuenta años, estaba allí de pie observándome en silencio; esbelto y huesudo, recortándose sobre el gris pardo de las nubes. Al abrir los ojos, me encontré con su mirada. Su presencia silenciosa me sobresaltó. Yo permanecí tumbado sobre el suelo, esperando su reacción. Había pasado la noche torturado por insistentes retortijones de tripas producidos por los frutos silvestres, de los que hacía muchos días, me alimentaba. Me quedé dormido poco antes del amanecer y el sol, oculto tras densas nubes, no me despertó. El hombre portaba un cesto que dejó sobre el suelo y se inclinó sobre mi rostro. Me sentí escrutado por unos penetrantes ojos grises. Tenía la barba rizada entreverada de canas y la cabeza cubierta con un sombrero de paja.

—¿Estás enfermo? —me preguntó intrigado.

Al ponerme en pie, una brisa limpia me acarició el rostro.

—No, estoy de paso —contesté algo confuso.

—De paso, ¿a dónde?

—Me dirijo a al-Mariyya, a la corte del emir.

—¿El emir? ¿Qué emir? Ya no hay emir —en los ojos del hombre había una expresión de desprecio—. Lo que hay en la alHamrâ es un pobre diablo, un bufón que sólo sirve para divertir y complacer los deseos del rey cristiano. Y en al-Mariyya gobierna un reyezuelo cuyos dominios se extienden poco más allá del guadi al-Mansur (río Almanzora). Ambos sólo son dos pequeños jefes de una misma tribu, que combaten entre sí por un territorio que ya no les pertenece. Dominados por la corrupción y el egoísmo han traicionado a su pueblo permitiendo que el país caiga, como una fruta madura, en manos del rey cristiano.

—El príncipe al-Zagal no ha traicionado a su pueblo y se mantiene firme en la lucha contra el infiel —repliqué un tanto molesto.

—Es cierto que al-Zagal se ha hecho fuerte en al-Mariyya. Mas ¿por cuánto tiempo? Sólo cuenta con el apoyo de los alcaides de Bastha y Guadi al-Axat.

—Estoy seguro de que al-Zagal defenderá su territorio con uñas y dientes.

—Desengáñate, no podrá. Una vez que el formidable ejército del rey cristiano, que asedia Medina Malaqa, consiga su objetivo, se dirigirá a al-Mariyya y al-Zagal no resistirá el embate.

- Medina Malaqa ya ha caído —dije apenado.

—¿Estás seguro? —preguntó el hombre incrédulo.

—Yo vengo de allí y ha sido terrible. ¡Que Allah nos ampare!

—Entonces, todo va más rápido de lo que creía —dijo pensativo el hombre del sombrero—. Me temo que, por nuestros errores y pecados Allah ¡loado sea! nos ha vuelto la espalda y las leyes y tradiciones de nuestros antepasados van a ser barridas de esta tierra.

—Y ¿qué porvenir nos espera? —comenté angustiado. Aquel desconocido miró hacia el horizonte y, con la mirada perdida en la cadena de montañas cinceladas sobre el cielo, murmuró en tono fatalista:

—Los tiempos dichosos han pasado para siempre y, a partir de ahora, viviremos bajo el yugo de los cristianos.

Ambos quedamos sumidos en un profundo silencio. Al ver que me disponía a destrabar a Zaqiyya, con la intención de reanudar el viaje, el hombre me detuvo.

—Creo que no debes marcharte. Los caminos no son seguros y si caes en manos de los cristianos te harán esclavo o te matarán.

—Estoy hambriento y cansado de vagar huyendo de los rumis. Mas dime, ¿dónde me encuentro? ¿Es ésa la sierra de la Almijara? —dije mirando los montes que se alzaban severos y silenciosos ante nosotros.

—Esa cadena de cerros son las Alpujarras. Por estos valles todavía no se aventuran las patrullas cristianas, porque temen las emboscadas de los feroces guerreros que habitan estas montañas. En esta tierra abrupta, de momento, estamos seguros. Yo vivo allí —dijo señalando un monte cuyas laderas estaban escalonadas de bancales, donde crecían toda suerte de cultivos—. Me llamo Abul-Abbas y si lo deseas puedes permanecer en mi casa cuanto tiempo estimes conveniente.

Quedé un tanto pensativo preguntándome ¿dónde ir, si ya apenas quedaba territorio que no estuviera en manos de los cristianos? En verdad no disponía de muchas alternativas. Necesitaba tiempo para pensar con calma sobre mi futuro. Así pues, acepté de buen grado la hospitalidad que me brindaba Abu-l-Abbas. Nos pusimos en camino por una vereda terrosa que discurría entre brumosas lomas, donde castaños y alcornoques eran sacudidos por ráfagas de viento húmedo. En aquel paraje singular, el sol y las nubes convivían en armonía bajo un cielo portentoso. En la falda de un monte erizado de chumberas, nos topamos con una casa solitaria a cuya entrada se erguía una frondosa morera. Abu-l-Abbas me contó que vivía solo en aquel lugar recóndito, desde hacía más de diez años. Hasta allí llegó huyendo de la peste y de la guerra, después de que la primera le arrebatase a su esposa y la segunda a todos sus hijos varones.

La casa, construida de arcilla y reforzada con vigas de álamo, poseía un aljarafe sobre una techumbre de alfarjías, donde se secaban al sol varias ristras de higos.

Las tareas del campo mantenían a Abu-l-Abbas ágil y vigoroso, y su sonrisa cálida y afable invitaba a la confianza. Desde el primer momento se entabló entre nosotros una corriente de simpatía. Aquel hombre tenía el carácter sosegado de quien vive rodeado de la serena belleza de un paisaje de horizontes infinitos y la sabiduría de quien sabe disfrutar del silencio y la hermosura de una naturaleza agreste. Era un experto herbolario y un amante entusiasta de la agricultura.

Cada día, salíamos al alba y nos encaminábamos hacia el huerto que él cultivaba con esmero. En aquella hora temprana, el aire olía a tomillo y albahaca. Y el sol disipaba el rocío de las flores, llenando de vida y color la húmeda tierra.

Provistos de cestos de mimbre, deambulábamos por los senderos recogiendo hierbas curativas, plantas aromáticas o raíces de gran poder nutritivo. En la parte alta de una colina de tierra caliza, buscábamos el anís verde en estado silvestre para curar la bronquitis y el asma. En la reseca ladera de un cerro orientada al mediodía recogíamos tomillo, y en el valle encontrábamos el preciado râziyâny (hinojo) para combatir el estreñimiento y los dolores de vientre, facilitando la expulsión de aires fétidos. Junto al sendero que conducía al huerto, crecían unas florecillas lilas en forma de espiga, Abu-l-Abbas tomó una y con una sonrisa maliciosa me explicó que aquella flor, en apariencia insignificante, poseía el extraordinario poder de reconciliar a los amantes y reavivar los ardores amorosos. Aunque para esto último, él prefería un remedio más eficaz: la compañía de una bonita yariya.

Con paciencia infinita, Abu-l-Abbas me instruía en la clasificación de las hierbas medicinales y las hortalizas, desechando las nocivas y podando las hojas enfermas o dañadas por los insectos, mas respetando los órganos reproductores para que la especie perdurase. Me alertó sobre una planta, de flores blancas y hojas oscuras extremadamente dañina por su veneno, se trataba de la mortífera cicuta, casi idéntica al perejil silvestre, del que se distingue por el desagradable olor de sus hojas.

En invierno injertábamos los manzanos. Cuando los días comenzaban a alargarse, llevábamos a cabo el laborioso injerto de las higueras, implorando a Allah para que no soplaran los fríos vientos del norte. Entrada la primavera, sembrábamos la albahaca y el jazmín; cosechábamos la camomila y nacía la adormidera. Con el buen tiempo crecían los espárragos y las habas. Y en otoño maduraban los granados, los nogales y los bancales se teñían de púrpura con la flor del azafrán; el campo olía a romero silvestre mezclándose con el aroma de los membrillos y la fragancia del mirto.

Este hombre humilde y sabio me sorprendía cada día con sus enseñanzas. Cuando le pregunté dónde había adquirido sus conocimientos, me respondió: «Todo cuanto sé me lo ha enseñado la propia naturaleza. Ella es el mejor herbolario. Las especies más aromáticas y las plantas de mayores propiedades curativas son sin duda las silvestres, aquellas que crecen allí donde la naturaleza lo cree más conveniente ya sea en la umbría de los valles, sobre las soleadas laderas, en terrenos pantanosos o suelos calizos». Un día me levanté con un intenso dolor de muelas, durante la noche, el insufrible malestar no me dejó descansar. Abu-l-Abbas me examinó los dientes. Enseguida preparó un remedio machacando raíces de celidonia y vinagre que mezcló con un líquido que sacó de un tarro que desprendía un aroma fresco y agradable. Impregnó un trozo de tela con el ungüento y lo aplicó al diente dolorido. Inmediatamente sentí una profunda sensación de frescor y poco a poco se calmó el dolor.

Después de expresarle mi agradecimiento, le pregunté qué planta era aquélla de olor y sabor tan agradable.

Abu-l-Abbas se dirigió a una alacena donde conservaba hacecillos de espliego y otras plantas, cortezas de saúco y semillas de cominos; extrajo una rama con hojas ovaladas de un intenso color verde oscuro. Me lo acercó a la nariz y al aspirar el aromático olor, comprobé que era el mismo que había sentido en la boca. Él lo llamaba menta silvestre.

En la montaña, la naturaleza es caprichosa y cruel. Hay tormentas de nieve que azotan los huertos sin piedad y vientos helados que cortan como cuchillos. A veces, el sol abrasa la tierra y el deshielo y las lluvias torrenciales arrasan las cosechas y anegan los valles. Solo un pueblo sabio y laborioso es capaz de fertilizar esta tierra difícil. Aquí la luz es blanca y cegadora. Al extender mi vista fatigada sobre los austeros promontorios, echo de menos los feraces marjales de la Vega, donde la luz del sol, tamizada por los frondosos bosques, arranca destellos de colores en el agua cristalina de las acequias.

Con la llegada del invierno caen las primeras nieves y un viento gélido cubre las cumbres de la sierra de negras brumas. Al oscurecer, los lobos hambrientos merodean alrededor de nuestra casa, atraídos por el olor a comida que sale de la chimenea. Sus gruñidos y el terrorífico sonido de sus garras arañando la puerta, nos eriza la piel. Habían transcurrido casi cinco años desde que abandoné mi hogar. Soñaba con mi casa y mi familia. La ausencia de Granada me dolía, añoraba sus cálidos atardeceres pintados de rojo, la algarabía y los aromas del zoco, el hechizo de sus noches perfumadas de jazmín. Se dice que el hombre ante la adversidad, lo último que pierde es la esperanza, y yo confiaba en que las circunstancias adversas que vedaban mi regreso, algún día Allah Misericordioso las tornaría favorables.

En el mercado de Qudbaa, una alquería perdida en la sierra, donde cada semana acudíamos a vender hierbas curativas, se comentaba la marcha de la guerra. Las noticias que llegaban no eran fiables, ya que los mercaderes las relataban a su manera y a veces de forma contradictoria. Un día corrió el rumor de que el príncipe Yahya al-Nayyar, partidario de al-Zagal, se había rendido en Baza y el ejército cristiano acampaba a las puertas de Almería. Si esto se confirmaba, podía ser el final. Algunos no dieron crédito a la noticia, otros hicieron acopio de víveres y abandonaron sus pueblos para refugiarse en las cuevas de las montañas. De regreso del mercado, le pregunté a Abu-l-Abbas qué pensaba hacer si Almería caía en manos de los cristianos.

Con gesto sereno me dijo: «Si es voluntad de Allah que los cristianos se apoderen de este territorio, de nada servirá esconderse. Acatemos la voluntad de Allah».

Desde aquel día, los acontecimientos se precipitaron. Una fría mañana, descubrimos a un jinete, junto a un arroyo, donde abrevaba su montura. El caballero se cubría la cabeza y parte del rostro con un turbante negro y se protegía del frío invernal envuelto en una capa azul de lana, rematada en un cuello de pelo de cabra. Calzaba botas de cuero y espuelas plateadas. Su porte noble y su elegante vestimenta disiparon nuestro recelo y fuimos a su encuentro.

El noble caballero dijo llamarse Abd Allah ibn Suleimán y ser secretario del emir de Almería y que, por encargo de éste, se dirigía a Guadix para dar a conocer al walid de dicha ciudad, el tratado de paz firmado con el rey cristiano; por el cuál cesaban en este territorio las hostilidades entre musulmanes y cristianos. En dicho tratado, el rey cristiano reconocía a al-Zagal como señor de la taha de Andarax con todas sus aldeas y alquerías, el valle de Lecrín, una parte de las salinas de la Malaha, así como del valle del Guadix. Comenzó a nevar. El secretario del emir montó sobre su corcel y antes de picar espuelas, dijo a modo de despedida: «A cambio, los cristianos han exigido la entrega de al-Mariyya».

Mientras observábamos alejarse al emisario bajo una intensa nevada, Abu-l-Abbas con tono de sorna me comentó:

—Al parecer, el príncipe «Valiente» ha envainado la espada y ha doblado la rodilla ante el rey cristiano.

Con los ojos cegados por los copos de nieve que nos resbalaban por el rostro, cubriendo de blanco nuestras barbas, sólo acerté a susurrar:

—Ante lo irremediable, sólo cabe resignarse. En una lucha tan desigual, al-Zagal ha optado por evitar un baño de sangre. La soberanía de al-Zagal sobre el pequeño territorio de Andarax fue efímera. Abatido por el oprobio de haber firmado unas capitulaciones humillantes, que le condenaban a vivir en aquellas montañas, y con el orgullo de guerrero herido por haber sido incapaz de defender Alamería, el triste emir Abu Abd Allah Muhammad, llamado «al-Zagal», bajo el peso insoportable de la vergüenza, abandonó aquellos solitarios montes y embarcó rumbo a África. Las Alpujarras quedaron como territorio de nadie. En el trono de la Alhambra se sentaba el sobrino de al-Zagal, el desdichado Abu Abd Allah (Boabdil). Mas nadie sabía por cuanto tiempo, pues era sabido que gracias al rey cristiano se mantenía en el trono. Transcurrieron semanas y meses de incertidumbre con noticias alarmantes. Se decía que Granada estaba sitiada y su caída era inminente. Cierto día en el zoco de Qudbaa, un alfaquí, recién llegado de la capital, confirmó nuestros temores. El rey Fernando, al frente de su ejército, esperaba impaciente a las puertas de Granada a que el emir firmara la capitulación. Mientras su visir Ibn Qumasa y el zalmedina Abd-l-Maliq sólo se preocupaban de enriquecerse antes de liquidar el estado. El enojo del pueblo crecía por momentos y el emir, temiendo un estallido de furia de la población, apremió al visir para que concluyera las negociaciones de la entrega de la ciudad.

Una mañana, cuando trabajábamos en el huerto, oímos voces y cabalgar de jinetes. Y en días sucesivos, observamos cómo cientos de cortesanos, sirvientes y lacayos levantaban tiendas donde celebraban fiestas campestres. Los montes se vieron invadidos de bestias de carga, aves de cetrería y jinetes participando en partidas de caza que Ibn Qumasa organizaba para distraer al emir destronado. Así nos enteramos de la caída de Granada. Antes del amanecer del segundo día del mes de Rabi al-Awwal del año 897 de la Hégira (2 de enero de 1492), mientras el pueblo dormía, el emir de Granada, Abu Abd-Allah Muhammad ibn Alí «al-Zuguybi» (el Desdichado), amparado en las sombras de una fría noche invernal, acompañado de su familia, el visir y un séquito de nobles, se dirigió al campamento enemigo y entregó las llaves de la ciudad al rey de los cristianos.

Aquella cobardía le fue recompensada con treinta mil castellanos de oro y el señorío de las Alpujarras. Como sede de su diminuto reino, el emir eligió la villa de Laujar. A esto quedó reducido el, en otro tiempo, inmenso territorio de al-Andalus. ¡Que Allah se apiade de él!

A partir de aquel día, el camino de Granada era un incesante ir y venir de jinetes. Cada mañana, Ibn Qumasa, rodeado de traductores y escribanos, partía hacia la capital para tratar con los nuevos dueños de la ciudad, los pormenores de la capitulación. Desde Granada, la reina Isabel enviaba emisarios a las Alpujarras con la misión de vigilar al emir y su familia, teniéndola informada de todos sus movimientos y actividades. Lo que irritaba profundamente al sultán y sobre todo a su madre, la brava Fâtîma la Horra. De esta manera la reina de Castilla presionaba a Abu Abd Allah para que siguiera los pasos de su tío al-Zagal y embarcase a África. Mas como pasaba el tiempo y la reina no lograba su propósito, decidió sobornar al corrupto visir, Ibn Qumasa, para qué, sin el conocimiento de su señor, firmara un contrato cuyas cláusulas incluían la venta del patrimonio del emir y de la Sayyida.

Espléndidamente recompensado, Ibn Qumasa firmó el documento y vendió: fincas de recreo, almazaras, palacios y tierras de cultivo por 21000 castellanos de oro. Además, el taimado visir se aprovechó en beneficio propio del rico mobiliario y objetos valiosos que se hallaban en las residencias reales.

Se dice que al recibir el emir el documento de venta de todas sus posesiones, montó en cólera y ordenó que le trajeran la cabeza del visir. Mas el felón huyó a la corte de Castilla, donde vivía a cuerpo de rey.

Despojado de todos sus bienes, traicionado por su hombre de confianza y consciente del rechazo que su presencia en aquellas tierras suscitaba en los reyes Isabel y Fernando, el emir de Granada, Abu Abd Allah Muhammad «el Desdichado», pidió asilo al sultán de Fez y partió rumbo a África.

Se cumplieron los negros presagios. El último emir de la dinastía Nasrí ponía fin a su desgraciado reinado y dejaba a su pueblo abandonado a su suerte, luchando por una supervivencia imposible. Una densa niebla bajaba de la montaña cubriendo todo el valle. Era un día desapacible, ni siquiera la sopa caliente de cebollas y puerros que habíamos ingerido, logró calmar el frío intenso que nos atenazaba, pues no era el estómago sino el corazón el que temblaba, ante el futuro tan incierto al que nos enfrentábamos. Después de compartir con Abu-l-Abbas el desayuno, ambos salimos al exterior. Atada a la morera, Zaqiyya aguardaba cargada con las alforjas repletas de alimentos para el camino. Fundidos en un abrazo, intenté, una vez más, convencer a Abu-l-Abbas para que viniera a mi casa. Teníamos noticias de que en Granada, los cristianos trataban con respeto y se comportaban de forma amistosa con los granadinos. En la puerta de la mezquita de Qudbaa, habían clavado una copia con las condiciones de la rendición, en las cuales los reyes Fernando e Isabel juraban por Dios acoger bajo su real protección, como vasallos, a todos los musulmanes; defendiéndoles de cualquier abuso, pudiendo éstos conservar sus tierras y propiedades sin ser molestados por causa de sus hábitos y costumbres, ni privados de su religión y sus mezquitas. Los litigios entre musulmanes se juzgarían conforme a la zunna por un cadí. Y las disputas con cristianos se verían ante un tribunal mixto, formado por un juez cristiano y un cadí musulmán.

Mas Abu-l-Abbas no se fiaba de las promesas de los rumis. Me dijo que en aquellas montañas había encontrado la paz y el sosiego que le habían robado, y allí seguiría hasta que Allah lo quisiera.

Al preguntarle si no temía a la soledad, él me replicó: «No, el Todopoderoso está conmigo, su fuerza me acompaña día y noche. No abandonaré este lugar en el que he encontrado el sentido de mi existencia. Necesito respirar el aire diáfano de estas cumbres, escuchar los silencios sonoros de la montaña, ver florecer a los cerezos del valle, recoger los frutos del huerto».

Fue una despedida muy emotiva. Aquel hombre me había cobijado en su casa, y se comportó conmigo como el hermano mayor que nunca tuve.

Acordamos que ambos acudiríamos en ayuda del otro si lo necesitábamos.

Montado sobre Zaqiyya, inicié el camino del ansiado regreso a casa. El día era gris, idéntico al de mi llegada hacía seis años. Antes de doblar un recodo del sendero, volví la vista atrás y contemplé por última vez la figura esbelta y huesuda de Abu-l-Abbas recortada sobre el gris pardo de las nubes.