La noche tenebrosa

Los cristianos ocuparon todas las torres y baluartes haciendo tremolar sobre ellos sus banderas. Los cruzados, que esperaban la señal al pie de las murallas, entraron en la ciudad posesionándose de las calles y plazas. Con ellos llegaron la rapiña, los atropellos y las humillaciones.

Los caballeros de la Orden de Santiago subieron a la Alcazaba y enarbolaron su pendón en la torre del Homenaje. La tropa vivaqueaba por toda la ciudad entre un enjambre de niños implorando comida.

Sólo la fortaleza de Gibralfaro, se mantenía en poder de Ahmed al-Zegrí y sus gomeres.

Durante dos días, el ruido de las pesadas armaduras de los rumis retumbó en las callejas de la medina. Patrullaban, buscando renegados y judaizantes; a los que sacaban de sus casas atraillados como reses de ganado.

Los clérigos, protegidos por soldados fuertemente armados, violaron los sagrados recintos de las mezquitas. Las airadas protestas de los fieles fueron brutalmente aplastadas por una tropa que golpeaba sin piedad a quién osaba oponerse a la profanación. Desde el campamento, los cristianos trajeron cuarenta campanas que colgaron en los alminares, haciéndolas repicar a todas horas, para escarnio y burla de los musulmanes.

Aún así, eran muchos los que abrigaban cierta esperanza, fundada en las palabras de Alí Dordux. Mas al comprobar que sólo las posesiones del rico mercader y las de su familia eran respetadas por la soldadesca, y su hijo Muhammad confraternizaba con los conquistadores, gozando de la confianza y estima de los nuevos dueños de la ciudad, comenzaron a sentirse traicionados por el hombre en quién habían puesto toda su fe.

Al tercer día, Ahmed al-Zegrí viendo las banderas cristianas ondear sobre la ciudad y persuadido, tal vez, de que su valor en la defensa de la plaza, le granjearía la consideración y el respeto de un enemigo noble, envió un parlamentario para capitular en términos honrosos. Mas los cristianos se burlaron de él y enviaron al hijo de Dordux, como correo, para exigirle la rendición sin condiciones. Al-Zegrí aceptó entregarse, a cambio de que respetaran la vida de sus hombres.

Sin la menor intención de cumplir su palabra, los cristianos aceptaron la entrega del mítico caudillo beréber y entraron como una jauría de lobos en la fortaleza de yebel Faruh.

La noticia corrió como un relámpago: «Ahmed al-Zegrí, cargado de cadenas, había sido conducido hasta la Alcazaba y los gomeres arrojados a las mazmorras».

Algunos nos resistíamos a creer que el indómito beréber se hubiese entregado sin resistencia, y salimos a la calle en busca de noticias. En el zoco de al-Tayyanim, se comentaba que los defensores de Gibralfaro habían sido declarados cautivos sin derecho a rescate y, en condición de esclavos, los dividieron en lotes de veinte que se repartieron, como botín de guerra, los nobles cristianos. Temí por la suerte que podía correr mi amigo Alí. Un numeroso grupo de soldados, cruzó el zoco, conduciendo a empellones a una docena de prisioneros. Les sacaron fuera de la medina. Se trataba de los doce cristianos que se habían pasado a nuestras filas, durante el asedio. Al pie de las murallas, les hicieron cavar doce agujeros. Atados y enterrados hasta la cintura, los reos fueron acañavereados. Aquel suplicio consistía en dispararles cañas afiladas, a modo de saetas endurecidas al fuego, a fin de prolongar más la agonía de los condenados.

Incapaz de soportar los gritos de los ajusticiados y la visión de aquella larga y sangrienta tortura, me alejé de aquel lugar horrible. De los baños de Abu Bakr al-Hafiz, vi salir a varios hombres que se dirigían corriendo a la plaza de la Mezquita Mayor. Intuí que algo estaba pasando allí y decidí seguirlos.

La escena que presencié ante la puerta de la mezquita, me llenó de indignación: Un numeroso grupo de soldados cristianos gritaba toda clase de insultos en torno a una carreta, tirada por dos bueyes, en la que había una jaula donde introdujeron al desdichado al-Zegrí. Los soldados, en un comportamiento indigno con un valeroso guerrero, le arrojaban escupitajos, boñigas y piedras. Aunque abrumado por los grilletes y las cadenas, el aguerrido caudillo se mantenía digno. Aquella situación humillante no le había quebrantado su carácter altivo. Con el mentón erguido y la mirada desafiante, contemplaba con desprecio a aquella chusma que gritaba desaforada.

Un anciano, con voz apesadumbrada y el rostro entristecido, murmuró a mi lado:

—Esto es una vileza. No se puede tratar con tanta indignidad a un soldado tan valiente.

—A esta gente les falta grandeza y les sobra villanía —borbotó con rabia un hombre con un brazo vendado.

En los rostros de los que presenciábamos aquel triste espectáculo, había gestos de impotencia y en algunos ojos lágrimas contenidas. Comenzaba a anochecer, cuando los bueyes tirando de la carreta donde permanecía enjaulado al-Zegrí, salió de la plaza. Los vencedores querían exhibir su trofeo de guerra por toda la ciudad. A la carreta le seguía un grupo de unos cien gomeres, entre los que había algunos negros, y a continuación el contingente de renegados con su capitán Hisham de Santa Cruz. Todos ellos encadenados por el cuello.

Después de recorrer las principales calles de la medina, aquella triste caravana llegó a la Atarazanas donde se dividió en tres grupos: La carreta con Ahmed al-Zegrí salió de la ciudad y tomó el camino del campamento cristiano, para ser mostrado al rey y a la reina. Los renegados volvieron a la plaza de la Mezquita Mayor. Y los gomeres fueron conducidos al muelle del puerto y embarcados en una galera. Con gran sorpresa, descubrí que en este grupo se encontraba mi amigo Alí. Debido a su corta estatura, le vi fugazmente cuando subía sobre la pasarela. Con todas mis fuerzas grité: «¡Alí! ¡Alí!». Se volvió hacia mí, sus ojos me buscaron entre la multitud, movió los labios, mas sus palabras se perdieron entre la algarabía que nos rodeaba. Después, desapareció de mi vista.

—¿A dónde los llevan? —pregunté a un soldado que montaba guardia junto a la nave.

—A Roma —me contestó lacónico.

Un clérigo, que esperaba turno para subir a la embarcación y había oído mi pregunta, añadió:

—Son los esclavos que sus Majestades Isabel y Fernando envían a su Santidad el Papa Inocencio VIII, en agradecimiento a la Bula que promulgó con carácter de Cruzada. El Santo Padre ha contribuido de forma decisiva a esta gran victoria que Dios Nuestro Señor nos ha concedido.

¿Por qué Dios había concedido una gran victoria a los cristianos y a los musulmanes nos castigaba de forma tan cruel? Me preguntaba una y otra vez. Mi mente no fue capaz de encontrar una respuesta y hoy, muchos años después, sigo sin hallarla. Cayó la noche sobre el puerto y el mar se tornó negro. Las incesantes olas chocaban contra el casco de la nave haciéndola balancearse sobre aquel mar tenebroso.

Entre la densa oscuridad, un resplandor siniestro se elevó sobre los tejados. Hasta el puerto llegó un olor extraño. Alguien gritó: «¡Están quemando la mezquita!».

Embargados por la zozobra, corrimos hacia el lugar donde el fulgor de las llamas era más intenso. A medida que nos acercábamos, un viento denso y pegajoso nos iba impregnando el rostro. Oíamos gritos desgarradores y mi nariz se llenó de un olor nauseabundo. Al llegar a la plaza de la Mezquita Mayor, lo que vi me dejó sin respiración. Los renegados, atados a postes y rociados de pez, ardían cual antorchas humanas entre horribles gritos que erizaban el vello. En torno a aquellos pobres desgraciados, los sacerdotes realizaban extraños exorcismos, mientras los soldados, empuñando teas encendidas, atizaban el fuego. El olor a carne quemada era insoportable.

Con los ojos agrandados por el horror, huí de allí. Envuelto en las sombras de la noche, me dirigí a la casa de mi tío. Cerca de la Alcaicería escuché gritos y galopar de caballos. Los rumis recorrían la ciudad en busca de pillaje. A la luz mortecina de las estrellas, contemplé escenas terribles. Las puertas de las casas eran derribadas y sus habitantes sacados a rastras para ser torturados hasta hacerlos confesar donde escondían sus alhajas. Entre gemidos de dolor y gritos de victoria, las doncellas eran mancilladas por una horda de soldados borrachos, que no dudaban en degollar a los ancianos que presentaban su cuerpo como escudo, en un acto desesperado por impedir la deshonra de sus hijas. El dolor y la muerte se adueñaron de la ciudad. Todo esto lo vi entre el resplandor tétrico de los incendios y los lamentos que desgarraban aquella noche tenebrosa.

El viejo Nasím me esperaba inquieto. Al verme llegar sin resuello me hizo pasar enseguida.

—¿Dónde te has metido? —me increpó, mientras atrancaba la puerta—. Los rumis están asaltando las casas, han empezado por las más señoriales, menos la de Alí Dordux, claro. Ese traidor nos ha vendido. Pronto llegarán aquí. Tenemos que ocultarnos en la cueva del aljibe.

Sin poder hablar por la fatiga, seguí al viejo hasta las caballerizas. Detrás de la puerta del establo, Nasím se inclinó sobre el suelo cubierto de paja, tiró de una anilla oculta bajo un montón de forraje, y abrió una trampilla. La lámpara, que sostenía, iluminó una escalera de piedra cuyos peldaños se perdían en una negra garganta de la que emanaba una humedad densa. Bajamos despacio por los resbaladizos escalones, sintiendo el agradable frescor de la cueva, hasta una estancia irregular ocupada por la burra y su pollino. El viejo levantó la lámpara y el haz de luz penetró en un nicho circundado de un zócalo de roca donde, acurrucada sobre unos sacos de paja, permanecía la vieja Warda. En silencio, nos acomodamos a su lado.

Con voz temblorosa, relaté al anciano cuanto había presenciado en aquella noche terrible.

Nasím me reveló que la tropa había recibido la orden de limpiar la ciudad de renegados, ya que al día siguiente, el rey y la reina entrarían en Málaga y ésta debía estar libre de herejes. Y la soldadesca lo aprovechó para entregarse al pillaje y cometer toda clase de tropelías. Nuestra conversación se quebró al oír fuertes golpes en la puerta y voces de hombres. El viejo sirviente apagó la lámpara. Los golpes se intensificaron hasta que la puerta cedió. Ocultos en el nicho, temblando de miedo, escuchamos las risotadas de los cristianos saqueando la casa.

Al cabo de un buen rato, todo quedó en silencio, sólo se oían las gotas que rezumaban de la bóveda y caían al aljibe.

Aunque todo indicaba que los cristianos habían abandonado la casa, seguíamos temiendo por nuestras vidas y no nos atrevíamos a salir del escondrijo. Durante aquella noche negra e interminable, Nasím me aconsejó huir de Málaga.

—Mañana, el despiadado rey de los cristianos tomará posesión de la ciudad y toda la población será considerada botín de guerra. Esto significa que sus habitantes pasarán a la condición de esclavos —aseveró Nasím.

—¿Y qué podemos hacer? —pregunté resignado.

—Nosotros somos demasiado viejos, mas tú eres joven y debes escapar a un destino tan cruel.

—No abandonaré la ciudad sin vosotros.

—Nosotros seríamos una carga que haría fracasar la huida. Y ahora escucha bien lo que te voy a decir: mañana, cuando todas las miradas estén pendientes de la comitiva real, será el momento oportuno para escabullirte de los vigías.

—Precisamente mañana la ciudad estará atestada de soldados y las puertas vigiladas. ¿Cómo pretendes que salga de la medina?

—Yo no he hablado de salir por la puerta. Hay un lugar maloliente y sucio en el barrio de los Curtidores, por donde la guardia evita pasar debido al desagradable olor de los pellejos. Allí, una parte de la muralla está derruida. Existe un boquete, lo suficientemente ancho para dejar pasar a un hombre e incluso a una caballería. Una vez fuera debes dirigirte a Oriente, hacia los montes de la Almijara. Detrás de esta sierra, se encuentran los dominios del príncipe al-Zagal, donde estarás a salvo. Será un camino largo y fatigoso, así que lo mejor es que lo hagas a lomos de Zaqiyya.

—¡Que Allah premie tu generosidad! Sé cuánto aprecias a ese animal y el sacrificio que significa para ti desprenderte de él.

—Tu tío habría actuado de la misma forma. Prefiero que te la lleves tú a que caiga en manos de los rudos cristianos. Cuando la claridad de un nuevo día se filtró por la trampilla, Nasím salió del refugio con cautela. Una vez que se hubo cerciorado de que no había peligro, abandonamos el aljibe. Las estancias de la casa aparecían devastadas: muebles destrozados, ropas esparcidas por el suelo, los postigos de las puertas arrancados de los goznes. Nada había quedado a salvo de la rapiña y la barbarie de los soldados.

De pronto, las campanas de los alminares comenzaron a repicar. Nasím interpretó que aquella era la señal que anunciaba la llegada del rey y la reina. Sin perder un instante me pidió que le siguiera al establo. Al vernos llegar, Zaqiyya levantó la cabeza y estiró las orejas; Nasím me sugirió que le diera un puñado de forraje y le susurrase palabras tiernas para que se acostumbrase a mi voz, mientras él colocaba el aparejo y las alforjas sobre el dócil animal. Abandonamos la casa por la puerta trasera de las caballerizas. Primero salió el viejo, yo le seguí tirando de ronzal de la burra. Las calles mostraban las cicatrices de los desmanes sufridos la noche anterior: casas derruidas, residuos de fogatas, puertas rotas. Debajo de un cobertizo, yacían los cadáveres de dos hombres que habían sido objeto de rapiña; les habían despojado de sus ropas y les habían cortado los dedos para robarles los anillos. Tratando de evitar encontrarnos con alguna patrulla, nos dirigimos por los estrechos callejones, entoldados de cañizo, del barrio de los Saladeros hasta la puerta de los Curtidores. Antes de doblar el muro de un viejo almacén de lana, Nasím se detuvo; miró a derecha e izquierda y, al comprobar que el callejón estaba desierto, me señaló un oscuro pasadizo al otro lado de la calle.

—Al final de ese pasadizo —me indicó el anciano—, encontrarás un camino empedrado que llega hasta la muralla y siguiendo a ésta hallarás un boquete por donde salir. Camina con paso firme, mas sin correr, y confía en Allah Todopoderoso.

—¡Que Allah te guarde! —exclamé abrazando al abnegado Nasím.

—Vamos, no pierdas más tiempo. ¡Que Allah te proteja! —me apremió el viejo.

Todo transcurrió como Nasím había previsto. Sin contratiempos, me encontré fuera del recinto amurallado. Sin mirar a tras bordeé el río. A mis espaldas oía el tañido de las campanas y los gritos de los cristianos aclamando a sus monarcas. Me guarecí entre la espesura de un huerto de frondosas higueras. Decidí permanecer oculto en el huerto hasta el anochecer.

Desde mi escondite, observaba a los cristianos merodeando cerca del río y la noche se hizo esperar. La marcha del sol en el estío, transcurre desesperadamente lenta. Recé la oración del mediodía, cuando el astro llegó a lo más alto del firmamento. Una pareja de mirlos aliviaron mi soledad hasta que la sombra del tronco de la higuera se alargó al doble de su tamaño, marcándome la hora de la oración de Assr. Al fin, el sol se ocultó y cuando el horizonte se tornó rojo, me dispuse a orar por cuarta vez.

Cuando las tinieblas comenzaron a cernirse sobre el valle del guadi al-Medina, con todos los sentidos alerta, inicié la huida hacia Oriente. La noche era cerrada y vagué sin rumbo por un campo plagado de sombras. La ausencia de luna me desorientaba y en el horizonte incierto escuchaba aullidos que me helaban la sangre. El vuelo fantasmagórico de las aves nocturnas me sobresaltaba y las zarzas espinosas se enredaban en mis piernas hasta hacerme sangrar. Perdido en la oscuridad, decidí esperar al amanecer para continuar la marcha.

Me detuve bajo la negra silueta de un acebuche, a cuyo tronco até la burra. Extendí la manta que Nasim había puesto en las alforjas, y me tendí sobre ella a los pies del árbol. Intenté dormir, mas al cerrar los ojos, volvieron a mi memoria los horrores de la noche trágica. Los gritos desesperados de los renegados retorciéndose en la hoguera. Los cuerpos decapitados de los hombres y los lamentos de las mujeres ultrajadas. En aquella inmensa soledad, volví a revivir el espanto de las gentes de Málaga y las atrocidades de los rumis.

Con cierto alivio, atisbé entre los olivos la claridad del alba. La tierra estaba empapada de rocío y sentí los miembros entumecidos. Al incorporarme me encontré con la mansa mirada de Zaqiyya; aunque se tratara de un pobre animal, su compañía me reconfortó. Antes de ponerme en camino, realicé mi plegaria en medio de un silencio sobrecogedor. Le supliqué al Todopoderoso protección y ayuda para no caer en manos de los sanguinarios rumis. Con el corazón encogido, atravesé los campos donde perduraban las huellas que habían dejado a su paso las hordas cristianas: olivares arrasados, higueras centenarias desgajadas, cadáveres de animales pudriéndose y devorados por los buitres, hierros retorcidos, armas abandonadas y toda clase de despojos de un ejército depravado. En mi huida, me alejé de los caminos y utilicé senderos solitarios y abruptos. La noble Zaqiyya soporta dócil el áspero camino y cuando el inclemente sol nos castiga con su fuego infernal, el intuitivo animal buscaba la sombra del valle donde la brisa que llega del mar mecía la jugosa hierba.

Elegí el fondo de un barranco para pasar la segunda noche. Después de trabar a Zaqiyya, me tendí agotado. En la oscuridad ululaban las lechuzas.

Al amanecer, el sol iluminó un paisaje de escarpadas montañas que rascaban el tenue velo que cubría el cielo. Por fin, había dormido profundamente y al encaramarme al lomo de Zaqiyya sentí la fuerza de Allah, el Clemente y Misericordioso.

Arrimado a la falda de los montes, inicié de nuevo el camino por veredas que zigzagueaban entre apretadas sierras que exhalaban aromas de romero y miel. Tras vadear un riachuelo en el fondo de un profundo desfiladero, apareció ante mí una extensa vega poblada de árboles frutales y viñedos. Di gracias a Allah que me guiaba por esta tierra generosa. Vencía el verano haciendo madurar a los granados, las higueras y las vides; con lo que pude llenar mis alforjas.

Luego de varios días soportando un calor sofocante, una tarde, desde la lejanía, me llegó el eco poderoso del trueno y enseguida estalló la tempestad. Dejé que el aguacero me calase hasta los huesos. Las ráfagas de lluvia movían con violencia las ramas de los árboles y las aves se escondían ofuscadas por el resplandor de los relámpagos.

Al cesar la tormenta, los rayos del sol atravesaron las nubes, ensangrentando un cielo vestido de púrpura. El viento amainó y el campo recuperó la calma. El agua y la ardiente greda amalgamadas cubrieron el bosque de un tenue vapor, y el aire se saturó de aromas.

La noche cayó lentamente, todo era sosiego y paz. Los grillos alegraron mi sueño y las estrellas velaron mi descanso. Mas desde hacía algún tiempo, la soledad pesaba en mi ánimo.

Al día siguiente, descubrí alborozado la altiva silueta de un alminar, que se alzaba en el horizonte. Sentí un deseo incontenible de orar en una mezquita. Echaba en falta el contacto humano, rezar en compañía de otros fieles, conversar con alguien que me informase de la marcha de la guerra y del lugar en que me encontraba. Con cautela me dirigí al conjunto de casas que se extendían en torno a la torre, mas al aproximarme a la aldea, observé la cruz en lo alto del alminar. Aquello me indicó que estaba en tierra infiel. A toda prisa, me alejé de allí y me interné en un bosque. Durante varios días transité por terrenos boscosos sin encontrar algo para comer. La reserva de alimentos que guardaba en las alforjas se había agotado y para saciar el hambre, comía raíces, manzanas silvestres, bayas, pájaros muertos y hasta cortezas de árbol.

Guiado por el rumor de un arroyo, llegué hasta una charca donde croaban cientos de ranas. Me disponía a darme un festín de batracios, cuando el fragor de unos cascos acallaron los ruidos del bosque. Recogí a Zaqiyya y nos ocultamos detrás de un enorme peñasco. Una horda de jinetes pasó galopando a pocos pasos de mi escondrijo. Para averiguar si eran musulmanes o cristianos, asomé la cabeza y alcancé a ver el pendón morado de Castilla, alejándose en la espesura. Una vez que el ruido y el peligro se alejaron y el bosque recobró la calma, regresé a la charca, donde Zaqiyya sació su sed y yo saboreé un exquisito asado de rana.