La última batalla

Se había pasado la noche observando al campamento cristiano desde la torre del Homenaje. Antes del amanecer, Ahmed al-Zegrí bajó a la plaza de armas con expresión trastornada y con voz firme ordenó a los oficiales:

—Reunid a los hombres. Vamos a atacar a esos perros sarnosos. Ibrahim al-Zanatí y los capitanes le miraron incrédulos, mas la orden del gobernador no admitía réplica y todos en silencio se apresuraron a obedecer.

Aún no había comenzado a clarear, cuando todos los hombres que integrábamos la guarnición de Medina Malaqa, salimos al campo en cuatro secciones. Como punta de lanza, al frente de sus gomeres y capitán general de toda la tropa iba Ahmed al-Zergrí. A su derecha, el batallón de zanatas bajo el mando de Ibrahim al-Zanatí. A ambos flancos, nos encontrábamos una sección constituida por gente de Málaga y cuantos voluntarios habíamos acudido desde diferentes lugares a defender la ciudad, en su mayoría, campesinos que habían perdido sus casas y sus tierras y abrigaban un odio mortal hacia los cristianos; no tenían nada que perder y salían dispuestos a morir matando. Nuestro capitán era el qaíd de Nâriyat (Nerja) Abd-l-Aziz ibn Yusuf y como lugarteniente, mi maestro Rashid ibn Talib. La otra sección estaba formada por cristianos renegados a las órdenes de Hisham de Santa Cruz. Total entre caballería e infantería no sumábamos más de ocho mil hombres. El ejército cristiano superaba los sesenta mil. En verdad aquello era un suicidio. Ninguno de nosotros creíamos en la posibilidad de una victoria, mas contagiados por la temeraria locura del osado caudillo, salimos dispuestos a consumar nuestras vidas en un acto de heroísmo sublime, que nos abriría las puertas del paraíso.

La luz del alba dispersaba las brumas que cubrían el río, y una violenta franja roja hería el horizonte. Un santón, enarbolando un Corán, se colocó delante de la tropa y con voz potente gritó: « ¡No pidáis a Allah que se muestre justo con los cobardes! Si el león no abandonase su guarida, nunca cazaría. Si la flecha no partiese del arco, jamás haría blanco. ¡Soldados de Allah! Empuñad con vigor la espada contra el infiel y entrad por la gloriosa puerta del martirio al Paraíso».

Al grito de: ¡Allahu aqbar! Ahmed al-Zegrí, a la cabeza de sus hombres, arremetió como un toro rabioso contra el campamento cristiano. Los gomeres atacaron en vanguardia con tal ímpetu y ferocidad, que los rumis quedaron paralizados por el terror al ver a una horda de africanos aullando como lobos y poseídos de una fiebre suicida.

Se produjo una carnicería terrible. Hombres enloquecidos peleaban y morían ensangrentados entre alaridos. Con aquel ataque por sorpresa, conseguimos rebasar las primeras líneas del enemigo y llegar a las tiendas, donde muchos soldados aún estaban entregados al sueño. En medio de la refriega, vi a al-Zegrí, seguido de un numeroso grupo de jinetes, galopar en dirección al pabellón real. En una maniobra audaz, pretendía matar o capturar al rey cristiano. La formidable línea de defensa que rodeaba al monarca y la superioridad numérica de la hueste cristiana hicieron imposible la hazaña.

Después de la primera acometida, el número de enemigos crecía. Había cristianos por todas partes. Nuestros hombres de a pie comenzaron a retroceder, y cada vez se abrían más brechas entre nuestra tropa. Unos pasos delante de mí, el corpachón de Rashid se agitaba como una fiera sobre su montura, trazando golpes mortíferos. Los cristianos nos iban rodeando. Sus voces discordantes se enardecían al percatarse de su segura victoria. Nuestro esfuerzo y coraje resultaban inútiles ante el avasallador número de adversarios. La tierra comenzó a cubrirse de cuerpos ensangrentados. Aquella batalla imposible estaba perdida. Los gomeres y zanatas eran guerreros experimentados y tenaces, mas la situación les sobrepasaba y no dejaba lugar a dudas.

En el fragor horrible de la lucha, oí a Rashid lanzar un grito agónico. Su caballo huía sin jinete. Lanzando cuchilladas, logré abrirme paso hasta el lugar donde yacía mi maestro y amigo. Lo encontré tendido sobre el suelo boca arriba. Su mano derecha aún se aferraba a la espada teñida de sangre. Sus ojos abiertos miraban al cielo, donde sin duda se encontraba su espíritu. Mantenía los dientes apretados en una mueca de rabia. Bajé de mi montura y me abracé a su cuerpo inerte; al levantar su torso, mis manos se impregnaron de sangre. El bravo rifeño había recibido una estocada mortal en el costado. Decidí que debía cargar sobre mi caballo el cadáver de Rashid para darle una sepultura digna. Aturdido, miré a mi alrededor y solo encontré desolación y muerte, mi caballo había desaparecido. Alguien pasó a mi lado corriendo y me gritó: ¡Retirada! ¡Retirada! Impulsado por la desbandada, me uní a mis compañeros que, en total desorden, corrían con desesperación tratando de ganar las puertas de la medina. En la desenfrenada huida, nos desprendíamos de espadas, rodelas y de cuanto nos impidiese correr más veloces. Los cristianos nos perseguían y muchos de los nuestros fueron alcanzados y exterminados casi al pie de las murallas. Cuando ya tenía a mi alcance un portillo por el que escapar de los rumis, mis pies se enredaron en una espada que habían arrojado al suelo. Noté un leve escozor en una de mis piernas y caí trastabillado. Raudo me puse en pie y reanudé mi carrera. Comencé a sentir un fuerte dolor en la pantorrilla y un líquido caliente bajar por mi pierna derecha. Con horror descubrí que, tras de mí, dejaba un espeluznante reguero de sangre. Las puertas de la muralla comenzaron a cerrarse. Exhausto logré ponerme a salvo, antes de que las hojas del portillo se juntaran. Sin saber a donde dirigirme, caminé sin rumbo y el dolor se hizo insoportable. Tenía ganas de vomitar; arrastrando la pierna me recosté sobre un muro derruido y arrojé lo poco que tenía en el estómago, entonces el vértigo me nubló la vista y me desplomé.

Al abrir los ojos, vi a un hombre que me vendaba la pierna.

—¡Agua por Allah! —imploré.

El hombre me miró. Se trataba de un anciano cuyo rostro me resultaba familiar.

—El corte es profundo, aunque bastante limpio, cicatrizará pronto. Si puedes caminar, te llevaré a casa de tu tío.

—¡Nasím! ¡Que Allah te bendiga! —exclamé agradecido. Una mujer se acercó con un odre y me dio de beber. Con ayuda del viejo sirviente me levanté, y apoyado sobre su hombro comencé a caminar. Al cruzar por Bab al-Shaykh, nos llegaron los lamentos de una multitud que, desde lo alto del torreón Árabe, miraba con espanto lo que, hasta hacía poco, fue campo de batalla. A través de las aspilleras podíamos oír los gritos de victoria de los cristianos. Nos asomamos por una de las troneras y contemplamos con horror cómo los rumis bailaban alrededor de los cadáveres y escupían, insultaban y orinaban sobre los cuerpos de sus víctimas. Mas al extender la mirada sobre el campo, comprobamos que los vencedores habían pagado un precio terrible. Cientos de cristianos yacían muertos y gran cantidad de heridos lloraban de dolor y agitaban sus manos con expresión de angustia en demanda de socorro.

Los desdichados musulmanes, que no habían conseguido ponerse a salvo, eran torturados y masacrados entre las risotadas de sus verdugos. Con el corazón encogido, nos alejamos de allí. Angustiado y dolorido llegué a la casa de mi tío. Nasím, ayudado por su mujer, me acomodó en el lecho. La garganta me ardía. Mientras el anciano me colocaba un emplasto sobre la herida, éste mandó a Warda buscar algo para saciar mi sed. Al poco tiempo, apareció la anciana con una alcarraza en la mano que entregó a su esposo.

—Esto calmará tu sed y te repondrá las fuerzas —dijo el viejo acercándome la vasija a los labios.

Bebí con avidez y después de ingerir un buen trago exclamé:

—¡Es leche! ¿De dónde has sacado esto, si en la ciudad ya no hay ni ratas para comer?

—Allah Justo y Misericordioso nos somete a duras pruebas, mas nunca abandona a sus criaturas —murmuró Nasím alzando los ojos al cielo.

Me quedé sin palabras y ante mi interrogante mirada, el viejo me desveló el enigma:

—Es leche de burra. Mi amo Sidi Abad Allah, antes de partir rumbo a África, vendió las caballerías, excepto a Zaqiyya, su burra preferida; un animal dócil e inteligente que tu tío tenía en gran estima. Él sabía que nadie la cuidaría mejor que yo. Cuando el hambre asoló la ciudad, oculté a la burra en el pasadizo del aljibe, pues las turbas hambrientas asaltaban los establos en busca de animales para comer. Por entonces, Zaqiyya parió un precioso burrito y con su abundante leche nos alimenta en estos tiempos de hambruna. A la hora de cenar, el viejo me volvió a sorprender ofreciéndome una papilla de harina de mijo.

—¡Por Allah! ¡Esto es un manjar! —exclamé entusiasmado.

—¡Allah es Grande! Y aunque las orzas de aceite y los sacos de harina que tu tío almacenaba en el granero, fueron requisados por el gobernador. Allah me ayudó para no dejar la casa desabastecida —dijo el astuto Nasím guiñándome un ojo.

Rendido por el cansancio, pronto me abandoné al sueño. Cuando desperté, el sol se filtraba por las celosías dibujando arabescos sobre la pared. La cama era amplia y confortable. Había dormido profundamente y me sentí con fuerzas para levantarme. Al ponerme en pie, comprobé con alivio que la herida no me impedía caminar. Sobre un baúl, a los pies del lecho, reposaban el arnés, la daga, el yelmo y la cota de malla. Aquellos objetos me volvieron a la realidad y me recordaron el amargo sabor del infortunio. La triste evidencia de que aquella guerra no era un mal sueño sino una certeza cruel.

—Será mejor que te vistas con esta ropa de tu tío —La voz de Nasím sonó a mis espaldas. El viejo criado me observaba desde el quicio de la puerta, portando sobre el brazo una túnica marrón—. Si te dejas ver con los atuendos de guerra, podrías provocar la ira del pueblo. En la medina no queda ni un solo soldado. El gobernador y sus hombres se han recluido en la fortaleza de Jebel Faruh y entre la población cunde el resentimiento hacia la tropa de al-Zegrí, al que culpan de esta situación. Ahora, toda la ciudad tiene puestas sus esperanzas en Alí Dordux. Consideran que es el único que puede obtener clemencia del rey cristiano.

—Así pues, la medina está a merced de los cristianos —comenté abrumado por las palabras de Nasim.

—En efecto, los rumis pueden entrar en cualquier momento. Lo mejor es que te hagas pasar por un mercader —me aconsejó el viejo—. Y como ya veo que tu pierna ha mejorado, deberías acudir a la reunión de principales, que Dordux ha convocado en su casa para esta tarde. Tu tío era muy respetado entre el gremio y, en su ausencia, tú, como sobrino, puedes representar sus intereses. De esta forma nos mantendríamos informados de cuanto allí se trate.

Vestido con una elegante yubba de algodón y un turbante de lino, me dispuse a visitar al rico mercader. El bastón de madera de ébano, sobre el que me apoyaba, me confería un aire venerable y, como todo gran señor que dispone de criados, me hice acompañar de Nasím. La población temerosa y expectante se mantenía encerrada en sus casas. Las calles estaban desiertas. Las tiendas de la Alcaicería permanecían cerradas y en la plaza del zoco, tan solo unos niños harapientos se peleaban buscando desperdicios entre la basura. Nasim se detuvo ante una suntuosa mansión y golpeó la aldaba de la robusta puerta. Al instante apareció un mayordomo. El viejo sirviente de mi tío me presentó con estas palabras:

—Éste es el jeque Said ibn Ibrahim, sobrino de mi amo Sidi Abad Allah al-Bahrí que, representando a éste, acude a la reunión convocada por Sidi Alí Dordux, ¡qué Allah ennoblezca!

El mayordomo me lanzó una mirada inquisitiva y tras unos instantes de duda, me franqueó el paso.

—Tú aguarda aquí —ordenó el mayordomo a Nasím, cerrando bruscamente la puerta ante las narices del viejo.

El sirviente de Dordux me guió hasta una sala de la que provenía un enorme murmullo. La puerta estaba abierta y la espaciosa estancia se encontraba repleta de, al menos, cuarenta hombres que cuchicheaban entre sí. Inmersos en la conversación, ninguno de los presentes me prestó la más mínima atención. Discretamente, me senté sobre un cojín que había quedado libre en la última fila. Los primeros puestos estaban ocupados por un consejo de ancianos y varios jeques y alfaquíes. Presidiendo la asamblea, sobre un estrado, había cuatro hombres sentados tras una mesa baja. A tres de ellos les conocía. Eran los mismos que días atrás subieron a la Alcazaba a pedir audiencia al gobernador. El de más edad, era el alfaquí Ibrahim al-Harid, los otros dos eran el jefe del gremio de los sederos Utmán ibn Ammar y el anfitrión Alí Dordux. El cuarto, era un joven de aire altivo que más tarde supe se trataba del hijo de Dordux.

—¡Amigos! —la voz de Ibn Ammar resonó en la bóveda de la sala y todos los asistentes guardaron silencio, disponiéndose a escuchar—. Como convinimos en la noche de ayer, una comisión encabezada por nuestro ilustre anfitrión Alí Dordux, partió esta mañana temprano hacia el campamento cristiano a fin de negociar con el rey Fernando el fin del asedio —hizo una pausa que parecía interminable, mientras cruzaba una mirada con Alí Dordux—. Tengo que deciros, que no ha sido posible llevar a cabo tal negociación. El rey de los cristianos no se ha dignado recibir a nuestros embajadores y a través de un secretario, nos ha dado a conocer su respuesta: «La ciudad debe darse sin condiciones y los que a la muerte, a la muerte; y los que al cautiverio al cautiverio».

La cruel respuesta levantó una ola de protestas y gritos de indignación. Un corpulento shayj, de espesa y blanca barba, se levantó airado y propuso sacar de las mazmorras a los cristianos cautivos y colgarlos en las almenas. Un alfaquí, con el rostro encendido por la furia, planteó contestar al cristiano que, puesto no se nos otorgaba esperanza alguna, Medina Malaqa continuaría resistiendo heroicamente hasta agotar sus fuerzas, y después sus habitantes incendiarían la ciudad y se arrojarían a las llamas.

Alí Dordux se puso en pie y pidió calma. Era un hombre de elevada estatura, de ademanes elegantes y un rostro alargado por una barba de un blanco prematuro. Una gruesa cadena de plata le colgaba del cuello hasta el pecho. Sus ojos grandes y muy negros albergaban una mirada inteligente. Con voz pausada se dirigió a la asamblea:

—Allí arriba, en la fortaleza, tienen agua y disponen de los alimentos que el gobernador nos requisó. La guarnición de yebel Faruh podrá resistir por un tiempo, aunque tarde o temprano caerá. Nuestra situación es desesperada y nuestros intereses difieren de los del gobernador. Nosotros tenemos nuestras familias, nuestras casas, nuestras propiedades y negocios. Él sólo tiene sus armas y la obligación de resistir y luchar, pues su vida ya no es negociable —El eco de sus últimas palabras quedó en el aire, en medio de un largo silencio. Aunque consciente de la influencia que ejercía sobre sus paisanos, medía las palabras ante una audiencia alterada y nerviosa. Un ligero murmullo brotó entre el consejo de ancianos y un buen número de cabezas se movieron en un signo de aprobación. Al comprobar que el inicio de su discurso surtía el efecto deseado, Alí Dordux continuó—: Ese ladrón de al-Zegrí nos ha robado todo y ahora sin alimentos, nos deja inermes ante el enemigo. La única posibilidad que nos queda es ir, una vez más, a pedir el amán al rey cristiano. Confiad en mí, intentaré aplacar la cólera del rey, provocada por la obstinada y sangrienta resistencia empleada por el loco al-Zegrí. Os aseguro que no está todo perdido. Durante mi corta estancia, esta mañana, en el campamento cristiano, trabé amistad con un noble caballero, don Gutierre de Cárdenas, que se ha mostrado sensible a nuestros requerimientos y me ha prometido interceder ante el monarca cristiano a favor de nuestra causa. El rey Fernando siempre ha acogido con benevolencia a quienes han acatado sus leyes. Tenemos que enviar una embajada con regalos y ganarnos la voluntad de don Fernando y sus nobles, que son gente de orden. Ellos nos protegerán de los desmanes de la soldadesca, cuando las tropas entren en la ciudad. En ningún caso debéis abandonar vuestras tiendas. Ofreced a los soldados algunos presentes que puedan saciar su codicia; de esta manera evitaréis los saqueos. Mostraos sumisos y respetuosos con los nuevos amos de la ciudad y os ganaréis su confianza para seguir al frente de vuestros negocios.

En medio de un silencio tenso, Alí Dordux tomó asiento y todas las miradas se volvieron hacia el anciano alfaquí. Ibrahim al-Harid se dirigió al anfitrión y le recordó qué más importante que los negocios era el Islam y que en las negociaciones, el máximo empeño debía ser, conseguir de los cristianos el respeto a las creencias de los musulmanes y la salvaguardia de las mezquitas. Durdux le aseguró que no se había olvidado de su fe y que en el primer punto de las condiciones de la entrega de la ciudad, figuraba la concesión de que a la población se le permitiese conservar y practicar la religión islámica.

Al anciano alfaquí le parecieron meras palabras para salir del paso y con gesto de disgusto comentó:

—Esto significa que, a partir de ahora, este pueblo se verá relegado a la humillante condición de mudayyân (mudéjar).

Ibn Ammar intervino para decir que el tiempo apremiaba y los cristianos podían, en cualquier momento, irrumpir por la fuerza en la ciudad. Y si esto ocurría, ya no habría ningún acuerdo posible. Se acordó que esa misma tarde, una nueva comisión partiese hacia el campamento cristiano y se presentase ante don Gutierre de Cárdenas, en quién Alí Dordux confiaba para que intercediese ante el rey. Caía la tarde de aquel desdichado día, cuando salió de la ciudad una embajada compuesta por los catorce hombres más ricos de Málaga, encabezados por Alí Dordux, cargados de regalos para el rey, la reina y los nobles cristianos.

La noche se echó encima sumiendo a la ciudad en la incertidumbre y las tinieblas. Tras las murallas, el pueblo aguardaba en silencio, con los sentidos exacerbados esperando alguna noticia. Nadie dormía. ¿Quién pude dormir, cuando una manada de lobos merodea a las puertas de tu casa?

Al alba, desde el alminar de la Mezquita Mayor, la llamada a la primera oración sonó como un prolongado lamento. Y aquélla, fue la última vez que en Medina Malaqa se oyó la voz del mu'adhdim. Desde las mezquitas, la gente corrió hacia las murallas. Aunque había muchos rumores, nadie sabía a ciencia cierta el resultado de las negociaciones. Mas se tenía la certeza de que el día que comenzaba, iba a ser decisivo.

Una ligera neblina cubría el campamento enemigo sembrado de fogatas. Las brisas que soplaban del mar formaban remolinos negros sobre las hogueras. Desde los adarves, distinguimos una columna de soldados surgir entre las brumas matinales que flotaban sobre el campo. Hombres a caballo y a pie marchaban tras un jinete de brillante armadura. Se dirigieron a Bab Antoqira, en esta puerta habían bajado el puente y los cristianos cruzaron el foso. Alí Dordux, su hijo Muhammad y algunos mercaderes salieron a su encuentro. Después de los saludos y reverencias, Dordux ordenó abrir las puertas y los cristianos penetraron en la medina. Gutierre de Cárdenas, que iba al mando de la tropa, se dirigió a la plaza de la Mezquita Mayor. Algunos mercaderes se acercaron, no sin cierto temor, a besar la mano del cristiano y a rendirle pleitesía. Los soldados, armados hasta los dientes, se exhibían altivos en la plaza casi desierta. Don Gutierre, a través de Muhammad hijo de Dordux, hizo público un bando ordenando a los habitantes de Málaga, que saliesen de sus casas y acudiesen sin tardanza a la plaza, a entregar cuantas armas poseyesen.

Amenazados con la pena de muerte, si no lo hacían. Todos aquéllos que poseíamos algún arma, nos dirigimos sumisos a entregarla. Una vez que se cumplió la orden, Cárdenas, ante una población amedrentada y famélica, hizo leer en árabe el documento por el que tomaba posesión de la ciudad, en nombre de sus soberanos Isabel y Fernando. Después de ciento un días de resistencia heroica, Medina Malaqa se rendía el vigésimo séptimo día del mes de Xaabân del año 892 de la Hégira (18 de Agosto de 1487 del calendario cristiano).