El sagaz rey de los cristianos hacía la guerra, alternando las artes de la política con la fuerza de las armas. Utilizando la acción tortuosa de aquella, había sembrado la discordia entre los musulmanes. El emir de Granada, ¡qué Allah confunda!, le rendía vasallaje y luchaba a su lado, como fiel aliado, contra su tío al-Zagal.
Era tal el sometimiento del emir al rey Fernando, que su visir, Yusuf ibn Qumasa, en un gesto servil para agradar al todopoderoso monarca cristiano, convenció a su hermano Faray, zalmedina de Málaga, para que entregara esta ciudad al cristiano. La maniobra de los Qumasa fracasó y al zalmedina le costó la cabeza. Desde Vélez, Fernando despachó una embajada a Medina Malaqa con la misión de sobornar al gobernador. Esto ponía de manifiesto, cuán poco conocía el rey cristiano al caudillo beréber. Los emisarios de Fernando subieron a la Alcazaba y fueron recibidos cortésmente por Ahmed al-Zegrí y sus hombres de confianza. El que iba al frente de la embajada pidió hablar a solas con él, ya que era portador de una carta secreta del rey para el gobernador. A lo que éste alegó que no había secreto que no pudiese compartir con sus hombres.
Al-Zegrí rompió el sello lacrado de la misiva y, al ver que estaba escrita en castellano, se la entregó a Hisham de Santa Cruz. El capitán de los renegados tradujo el contenido de la carta, en la que había proposiciones muy ventajosas para al-Zegrí. El rey Fernando le ofrecía, a cambio de la entrega de Málaga, el señorío de Coín para él y sus herederos y cuatro mil doblas de oro. Y para su segundo, el general Ibrahim al-Zanatí, una alquería y dos mil doblas de oro.
Al escuchar tales ofrecimientos, Ahmed al-Zegrí dio por terminada la audiencia y despidió a los emisarios de Fernando con estas palabras: «Esta ciudad me ha sido encomendada no para entregarla, como vuestro rey solicita, sino para defenderla». Hacía varios días que llovía sin cesar. Al anochecer, bajo un temporal de agua, llegó un jinete cubierto de barro anunciando que el ejército cristiano había acampado en Bezmiliana, a dos leguas de Málaga.
Al-Zegrí puso en alerta a todos sus hombres y cubrió de vigías los cerros y atalayas. Ordenó abrir las puertas de la ciudad para que entraran los habitantes de los arrabales y, a continuación, mandó incendiar todas las almunias a fin de que el enemigo, en su avance, sólo encontrase tierra quemada. Los campesinos entraban en Málaga con lágrimas en los ojos, al contemplar cómo se destruían los huertos que, con tanto esmero y trabajo, habían cuidado. Tres días más tarde cesó la lluvia y lució el sol. Al medio día, los centinelas descubrieron a los exploradores que precedían al ejército enemigo. El camino elegido por los cristianos, nos favorecía, ya que para acercarse a la ciudad, la tropa castellana tenía que pasar por un valle que transcurría entre un cerro y la fortaleza de Gibralfaro.
Ahmed al-Zegrí distribuyó un batallón de guerreros africanos en la cima del cerro, y un contingente de mercenarios renegados en los parapetos, al pie del castillo para que hostigaran al enemigo cuando cruzase por la angosta garganta.
Apostados en los torreones de la fortaleza, no tardamos en divisar a los feroces cruzados de la Orden de Santiago que, como siempre, marchaban a la vanguardia de las tropas del rey Fernando. Un inmenso ejército avanzaba hacia nosotros al paso del estruendo de los tambores y el estridente sonido de las trompetas. Un escalofrío nos recorrió a todos la espalda. El maestre de Santiago descubrió a los Gomeres sobre el cerro y ordenó a su infantería el asalto al monte. Los africanos cargaron sobre los atacantes y los arrollaron. Poseídos de un ciego afán de victoria, abandonaron la cima y persiguieron a los cristianos por las laderas. Nuestros hombres, equipados con ligeras cotas de malla y petos cortos, se movían con más agilidad que los cristianos, embutidos en sus pesadas armaduras. Sobre las faldas de la montaña, se trabaron en una sangrienta lucha cuerpo a cuerpo. Empeñados en la pelea, no se percataron de que un batallón de cruzados coronaba el cerro y plantaba el pendón de la Orden Santiago en la cima. Comenzaba a anochecer, cuando en medio de un fragor de trompetas, relinchos de caballos, choque de armas y alaridos de combatientes, los Gomeres iniciaron la huida, matando e hiriendo en su retirada.
Al día siguiente, los cristianos habían acampado en torno a la ciudad y desde las almenas descubrimos con horror que varias naves se aproximaban a las playas y desembarcaban las temibles máquinas de guerra.
El miedo y la angustia se adueñaron de la ciudad. Los habitantes de Málaga, alegres y bullangueros, se tornaron taciturnos. Los ricos se apresuraron a enterrar sus tesoros o esconderlos en cuevas y pozos. En el puerto, los botes, bajeles y carracas se balanceaban amarrados y los marinos miraban el horizonte entristecidos. Nadie salía a pescar, los rumis habían cerrado el cerco, también por mar, y sus naves vigilaban la bocana del puerto como aves de presa. En los zocos, santones de ojos llameantes llamaban a la oración y a la penitencia para aplacar la ira de Allah, augurando terribles castigos: el cielo se teñiría de negro y hordas de jinetes salvajes, enarbolando espadas chorreando sangre, galoparían sobre las cenizas de Medina Malaqa. Al oírlos, las mujeres lloraban desconsoladas. En el sermón del viernes, el imán de la mezquita Mayor abogó por la resistencia y la defensa de la ciudad:
—¡No pongáis vuestras esperanzas en la benevolencia de los cristianos! —clamó con voz vibrante—. Si entregamos la ciudad, destruirán nuestras mezquitas y nuestra religión. ¿Acaso estáis dispuestos, por salvar vuestro cuerpo, a condenar vuestra alma? Si pretendéis renegar de la fe de vuestros antepasados para abrazar una religión falsa, yo no seré cómplice ni tomaré parte de ese sacrilegio. Pues el más terrible infortunio caerá sobre aquellos que cometan tan enorme pecado.
Ahmed al-Zegrí reunió a la tropa en la plaza de armas. Subido sobre los peldaños de la escalinata, para que todos pudiéramos verle, nos dio a conocer el plan de defensa que pondría en práctica de forma inmediata. Estaba sereno y no traslucía temor alguno ante la amenaza de aquel imponente ejército asentado a las puertas de la medina. Con voz firme y segura se dirigió a todos nosotros:
—¡Soldados de Allah! ¡Mis guerreros valientes! El enemigo dispone de un arma mortífera con la que intentará sembrar el terror. La única manera de evitar el efecto destructivo de las máquinas de guerra, es mantenerlas lo más alejadas posible de las murallas. Cuanto más lejos, la eficacia de sus disparos será menor. Para ello, un escogido contingente de ballesteros y arqueros con arcos de largo alcance ocupará los adarves y hostigará sin cesar a los soldados que manejan las infernales máquinas. El resto de la tropa, se dividirá en escuadrones y harán turnos para efectuar salidas inesperadas, tanto de día como de noche, con el fin de sembrar el pánico y el desorden entre el enemigo. Cada vez se atacará un punto distinto del campamento, no les daremos tregua ni respiro. Los cristianos deben saber, que nunca podrán dormir ni descansar tranquilos, pues en cualquier momento del día o de la noche una daga puede rebanarles el cuello. Quiero que los rumis estén tan preocupados en vigilarnos, que no tengan tiempo de organizar un asalto. El primer éxito se lo apuntaron los arqueros; desde sus altos puestos de observación, advirtieron que tenían a tiro la tienda del rey. Adornada de ricas telas, descollaba con sus gallardetes en un campo de olivos. Una certera descarga de saetas desgarró la tienda y sembró la alarma entre los nobles, que ordenaron mudarla lejos del alcance de las ballestas y la plantaron detrás de una colina. Mientras, en la fortaleza de Gibralfaro se festejaba con gritos de júbilo el incidente.
Ese mismo día, llegó la respuesta del rey Fernando. Con gran estruendo, las baterías comenzaron a lanzar hierro y fuego sobre nosotros. Cayeron algunas cúpulas y destruyeron un par de esquinazos de los torreones, mas los efectos no fueron los esperados por los atacantes. Nuestros arqueros, lejos de arredrarse, contestaban con certeros disparos sembrando el desconcierto entre los rumis. Desde las murallas, los ballesteros hacían puntería con los cristianos que se ponían a tiro, intercambiando apuestas entre ellos. La primera vez que participé en una salida de hostigamiento, era un día extremadamente caluroso. En las primeras horas de la tarde, los vigías observaron que, agobiados por el calor, los rumis habían descuidado la vigilancia en el campamento del Marqués de Cádiz. El letargo causado por el vino, la comida y el fuerte calor, hacía que los hombres buscaran la sombra para dormir la siesta en las tiendas y bajo los olivos. Salimos sigilosos y efectuamos un ataque rápido. Sin ser descubiertos, llegamos hasta el campamento degollando a los que dormían, quemamos algunas tiendas y el mismo Marqués resultó herido en la refriega. El cristiano salvó la vida, porque varios soldados cubrieron con sus cuerpos a su señor. Antes de que cundiese la alarma y llegasen fuerzas de socorro, nos pusimos en fuga y regresamos a la fortaleza sanos y salvos. Aquella noche, excitado por el éxito de la escaramuza, no logré conciliar el sueño. Me levanté antes del alba y encontré a Rashid en el adarve escudriñando en la oscuridad el campamento cristiano. A buen seguro, él tampoco había dormido a pierna suelta. Cuando el resplandor de la aurora borró las estrellas, el almuédano llamó a la primera oración. Poco después, el tañido de una campana congregó a cientos de soldados cristianos en torno a una cruz. Ellos también oraban a su Dios. Entonces vino a mi memoria la pregunta que, en la Madrasa, un alumno le dirigió al maestro Abd-l-Qarím al-Maliqí: Si todos creemos en que Dios es Uno y sólo nos diferencia la forma de dirigirnos a Él, ¿por qué los creyentes del Dios Único no podemos convivir en paz? Después de la oración, el sol despuntó radiante. De los montes llegaban destellos escarlata y del mar soplaba una brisa suave y limpia.
Las primeras horas de la mañana fueron transcurriendo sin incidentes, hasta que observamos entre los cristianos un cierto revuelo. El rey montando sobre un corcel blanco, rodeado de un séquito de nobles, cruzó el campamento. Fernando se dirigió a inspeccionar las máquinas de guerra. Se detuvo delante de una enorme lombarda, echó pie a tierra y observó con detenimiento el negro cañón. Varios soldados pululaban alrededor de la pieza. Un oficial vociferó unas órdenes y todo el grupo se apartó de la lombarda. De pronto, de la monstruosa boca salió un resplandor y un bramido atronador. La muralla tembló y, como sacudido por un terremoto, caí al suelo. Al ponerme en pie, vi a Rashid correr a lo largo de la muralla entre nubes de polvo. Tan pronto como se disipó el humo, los arqueros, un tanto aturdidos, desde una garita se aprestaron a disparar sus armas. En el momento en que me disponía a abandonar aquel lugar me llegó, del lado de los cristianos, el batir de unos tambores y el sonido de enormes estampidos producidos por los disparos de centenares de piezas de artillería. Los rumis abrieron fuego graneado de lombardas, ribadoquines y culebrinas. De nuevo tembló el suelo bajo mis pies. Aterrorizado, me acurruqué en un rincón del adarve implorando a Allah se apiadase de mí. Aquel ruido infernal me dejó sordo y el sol quedó ensombrecido por una nube negra que despedía un olor extraño y desagradable. Algunas bolas de fuego volaban por encima de las murallas yendo a caer en la medina, otras pasaban sobre mi cabeza rozando los torreones sin causar desperfectos y muchas otras se estrellaban sobre el campo baldío partiéndose en mil fragmentos. Poco a poco fui venciendo el miedo y me levanté. Vi a los zanatas con el rostro cubierto de polvo vociferando y corriendo de un lado para otro. Rashid, se mantenía erguido en lo alto de una torre gritando a voz en cuello palabras de ánimo a los arqueros: «¡Esos perros no podrán con nosotros, las murallas resisten! ¡Afinad la puntería y enviad al infierno a los malditos cristianos!
Intenté bajar por la Corocha, mas una lluvia de cascotes me cortó el paso y una cortina de polvo me tapó la vista. A través de la polvareda distinguí a un joven soldado con las piernas destrozadas. En medio de aquel fragor infernal, oía los gritos de dolor de los heridos. Sin saber donde dirigirme, corrí a lo largo de la muralla hasta el torreón Blanco, desde donde distinguí a un grupo de hombres, envueltos en un torbellino de humo sobre la torre de la puerta de Granada. Allí el ruido era ensordecedor, sin duda aquel lugar era el más castigado por la artillería. Identifiqué a Ahmed al-Zegrí gesticulando en medio de sus hombres. Los cascotes volaban por los aires y las bolas incandescentes pasaban rozando los torreones, mas el caudillo africano, con el peto de su coraza cubierto de polvo y el rostro ennegrecido por el humo, permanecía desafiante despreciando el peligro. Los gomeres lanzaban aceite hirviendo sobre una columna de cristianos que, provistos de un enorme ariete, pretendían derribar la puerta. Al sentir el líquido ardiente introducirse entre sus ropas, los cristianos lanzaban gritos de dolor y se despojaban de sus armaduras; entonces eran abatidos por nuestros ballesteros. Aunque los atacantes se iban reemplazando, la puerta no cedía y se vieron obligados a retroceder a su campamento. Un grito de triunfo estalló en el adarve. Los cañones siguieron disparando durante todo el día. Al atardecer, el bombardeo fue remitiendo y poco antes de ponerse el sol cesó por completo.
Cuando bajamos a inspeccionar los daños en la parte baja de la ciudad, comprobamos con satisfacción que no eran tan graves como habíamos sospechado. En la medina habían derribado parte del alminar de la mezquita de los Peregrinos. El barrio más afectado era el de los Caldereros, donde varias casas habían ardido, mas sus habitantes, actuando con diligencia, ya habían sofocado el fuego. El formidable recinto amurallado inferior resistió la dura prueba a que fue sometido. Tan solo habían conseguido abrir un boquete en el torreón de la puerta de Antequera, junto al río. Mas el resto de las fortificaciones permanecían incólumes.
Ahmed al-Zegrí se mostraba eufórico: «¡Allah es Grande! —decía dirigiéndose a sus hombres—. Hoy es un día glorioso para nosotros y la frustración y la impotencia se habrán apoderado de nuestros enemigos. Ahora sabemos que somos capaces de resistir el ataque feroz de los cristianos y hemos aprendido a superar el miedo de sus máquinas de guerra. Ya veis que los daños que nos han infligido son mínimos, tenemos algunos heridos mas nadie ha perecido y los desperfectos que nos han ocasionado vamos a repararlos esta misma noche».
Acto seguido, ordenó traer sacos y llenarlos de arena y cascotes. Dando ejemplo, el gobernador se puso manos a la obra, y durante toda la noche trabajó con sus hombres en la reparación de las casas dañadas y taponando con sacos las brechas de la muralla. Todos los días, Málaga se despertaba con el bramido salvaje de las lombardas. Mas no hay nada que no se termine por aceptar y el ser humano llega a adaptarse a las circunstancias más adversas. Málaga y sus habitantes se acostumbraron a la guerra y el ensordecedor estruendo de los cañones, el temblor de la tierra y el humo de las explosiones terminaron por convertirse en algo cotidiano. Aprendimos a moderar el pánico, a dominar los nervios y a relajar la presión que nos oprimía el estómago. Las mujeres, superando el terror que les ocasionaba las bolas incendiarias, se enfrentaban con valor y coraje al fuego que producían las pellas en sus hogares. Los que se quedaban sin casa, eran acogidos por sus vecinos.
Con cada bombardeo crecía el odio a los cristianos y antes de enterrar a los muertos, los soldados manchaban sus manos con la sangre de las víctimas y juraban venganza.
Era cierto que poco a poco las brechas en las murallas se ensanchaban y que algunos torreones aparecían desmochados, aunque el foso que circundaba gran parte del recinto amurallado y la línea de arqueros disparando desde las almenas, así como los calderos de aceite y pez hirviendo hábilmente manejados por los gomeres, impedían el asalto de los atacantes. A pesar de la superioridad numérica del enemigo, el resultado de la contienda era prácticamente de igualdad.
El calor estival se hacía sentir cada vez más intenso y el sol abrasador castigaba con más dureza al ejército cristiano, acampado a la intemperie fuera de la ciudad. Después de cuarenta y cinco días de asedio infructuoso, la moral de los soldados cristianos comenzaba a flaquear. Los bombardeos fueron disminuyendo en intensidad, era evidente que la munición les empezaba a escasear. El rumor de que el rey Fernando podía, en cualquier momento, levantar el sitio se extendió por la ciudad. Un día, una docena de cristianos, persuadidos del fracaso de la empresa y alarmados por una epidemia que se había declarado en el campamento, se pasaron a nuestras filas con armas y bagajes. Ahmed al-Zegrí les hizo desfilar por las calles de la medina, con el propósito de dar moral a sus sufridos habitantes. Los cristianos contaban que, a pesar del cerco a que estaba sometida la ciudad, las penalidades y el desaliento en el campamento cristiano eran infinitamente superiores. Había escasez de víveres y de pólvora. El calor, la sed y enjambres de insectos atormentaban a los sitiadores. Muchos soldados aquejados de enfermedades y desmoralizados por el fracaso de aquella empresa inútil, se habían abandonado a la desidia y desertaban al haber perdido toda esperanza de victoria.
Ahmed al-Zegrí no se fiaba demasiado de los informes de los desertores. Temiendo un ataque desesperado de los cristianos, dobló las rondas de vigilancia y aumentó el número de salidas de castigo con las que sembrar la inquietud y el temor entre los cristianos. Mas si el caudillo africano era un audaz estratega, el hombre que tenía enfrente no le iba a la zaga. Fernando decidió dar un golpe de efecto que terminara con el desaliento de su tropa y, sobre todo, que acabara de raíz con el rumor de que se iba a levantar el cerco. Una mañana deslumbrante, bajo un sol implacable, apareció en la lontananza una columna de gente portando cruces y banderas. Perplejos, observamos que la comitiva estaba compuesta, en su mayoría, por mujeres. Protegidas con parasoles, las damas cabalgaban sobre palafrenes ricamente enjaezados y rodeadas de caballeros y sirvientes. El pendón de Castilla sobresalía entre un bosque de refulgentes cruces de plata. Los cruzados de Santiago y Calatrava salieron a su encuentro. Con la gala y el fausto de un cortejo real, fueron recibidas en el campamento. En medio del regocijo y las aclamaciones de los soldados, el rey Fernando dio la bienvenida a su esposa, la reina Isabel de Castilla. Juntos recorrieron, a caballo, el campamento entre el clamor enfervorizado de la tropa.
La tienda de la reina se asentó al norte del arrabal de las Huertas, al otro lado del guadi al-Medina. La presencia de la reina de Castilla en el campo de batalla, levantó la moral de los soldados y el rey mostraba su propósito irrevocable de mantener el cerco. Lejos de intimidarse, esa misma noche, mientras en el campamento cristiano se festejaba la llegada de la reina y sus damas, el gobernador ordenó que mil zanatas efectuaran una salida. Amparados por la oscuridad, con las cabezas y los rostros cubiertos con turbantes negros, los guerreros africanos, bajo el mando de su general Ibrahim al-Zanatí, asaltaron por sorpresa el campamento enemigo. En pocos instantes sembraron el terror entre los cristianos, que corrían semidesnudos y despavoridos para salvar su vida. Moviéndose como sombras, los zanatas entraban en las tiendas y pasaban a cuchillo a los sorprendidos ocupantes. Cuando corrió la alarma y el tumulto se extendió por el campamento, los africanos regresaron a la Alcazaba con sus afiladas espadas curvas teñidas de sangre y exhibiendo las armas y banderas arrebatadas al enemigo.
A partir de entonces, la guerra se tornó más cruel y encarnizada. Los rumis deseosos de brindar a su reina una victoria rápida, redoblaron con fiereza los ataques. Buscando la gloria personal, algunos soldados cristianos protagonizaron actos de valor heroico en los que se dejaron la vida. Por su parte, los hombres de al-Zegrí se enfrentaban con arrojo a los asaltos suicidas de los rumis en una pelea áspera y feroz.
El carácter y dureza de aquella guerra alcanzó momentos memorables que llegaron a ser épicos por ambos bandos. Hubo partes de muralla y torreones que cambiaron de dueño en pocos instantes. Las banderas de unos y otros ondeaban alternativamente sobre los baluartes. No había cuartel ni piedad. No se hacían prisioneros. Los gomeres degollaban a los cautivos en el campo de batalla y los cristianos utilizaban como munición de los cañones los cuerpos de los musulmanes apresados, arrojando sus cadáveres descuartizados sobre la ciudad.
Al caer la noche, los combatientes se tomaban un respiro para socorrer a los heridos y enterrar a sus muertos. Mas Ahmed al-Zegrí no descansaba, infatigable revisaba los depósitos de armas. Vigilaba atentamente el estado de los fardos de estopa, las tinajas de sebo y pez, los calderos de aceite hirviendo, los maderos que atrancaban las puertas, las antorchas y flechas incendiarias. Animaba a los centinelas a mantenerse despiertos y agudizar la vista y el oído. Conocía a todos los soldados por su nombre y tenía palabras de aliento para los habitantes de la medina, que soportaban de forma admirable aquel terrible asedio. Incansable, subía y bajaba las escalinatas de la fortaleza dando órdenes y ánimos a los soldados.
Desde lo alto de las murallas, contemplábamos con desesperación la realidad de nuestra situación: el campo abierto al Norte, Este y Oeste de la ciudad completamente ocupado por el ejército cristiano, y al Sur, un inmenso mar azul, sobre el cuál, las naves enemigas surcaban las aguas, cruzándose unas con otras, bloqueando la entrada de la bahía. El férreo cerco por tierra y mar impedía el abastecimiento de la ciudad desde fuera, y los depósitos de víveres comenzaron a menguar de forma alarmante. Pronto, sobre la población de Medina Malaqa, apareció el sombrío fantasma del hambre. La falta de alimentos, empujaba a los más necesitados a errar por las calles en ruinas en busca de comida, robando animales de los establos o asaltando los palomares. El gobernador recorría cada día las plazas y callejuelas de la medina, introduciéndose por los pasadizos de los barrios más pobres, donde más se hacían sentir los rigores del hambre. La gente al verle parecía revivir, contagiada de su vigorosa euforia. Por unos momentos se olvidaban de las peleas por un mendrugo de pan, y la llama de la esperanza renacía en el corazón desesperado de aquellos miserables hambrientos.
Ante la escasez de alimentos, el gobernador promulgó un bando requisando las provisiones que almacenaban los más opulentos, a fin de racionar y distribuir la comida. El rancho de los soldados quedó restringido a cuatro onzas de tasajo por la mañana y un caldo de verduras por la noche.
Una mañana, el acaudalado Alí Dordux y el jefe del gremio de los mercaderes Utmán ibn Amar junto al venerable alfaquí Ibrahim al-Harid subieron a la Alcazaba a pedir audiencia al gobernador. Éste los recibió en el acto y les animó a hablar con toda libertad. El alfaquí tomó la palabra y le relató las penalidades y sacrificios de la población. Había familias que solo comían cogollos de palmera cocidos, cortezas de árboles y hojas de parra picadas. Con cada día que pasaba, los sufrimientos iban en aumento. Alí Dordux añadió que la ciudad no soportaría por mucho tiempo más, tanto estrago y ruina. Y a su entender, era llegada la hora de acabar aquella resistencia temeraria y negociar la rendición, porque toda tardanza agravaría la desgracia ya que el rey de los cristianos se había mostrado clemente y generoso con las plazas que optaban por someterse y acatar su autoridad; mientras que aquellas que se obstinaron en resistir fueron atrozmente castigadas.
Alí al-Zegrí les replicó: «Hasta mí también han llegado esas habladurías a cerca de la generosidad del rey de los cristianos. Pues bien, no quiero oír hablar más de eso, pues se trata de una trampa que utiliza el taimado rey de los rumis. Sabed que los cristianos no conocen la clemencia. Acordaos de lo que ocurrió en Banu alMaqix. No tengo la menor duda, de que todas esas promesas de generosidad a cerca de la entrega de la ciudad, el rey de los cristianos no abriga la menor intención de cumplirlas. Su intención, una vez que caiga en su poder, es hacer de Medina Malaqa una ciudad totalmente cristiana, transformará las mezquitas en templos cristianos y no permitirá que en ella habiten musulmanes, excepto en condición de esclavos. Sé de las penalidades que sufre la población y, desde hace días, comparto mi comida con los más necesitados. Mas quiero que sepáis que aún nos quedan medios para vencer. Tenemos noticias de que nuestro señor el emir Abu Abd Allah al-Zagal se apresta, desde al-Mariyya, a socorrernos y dos batallones de voluntarios de Bastha (Baza) y Guad al-Axat (Guadix) ya están de camino. Los astrólogos auguran una brillante victoria de nuestros ejércitos. Y ahora, regresad a vuestras casas y confiad en la protección de Allah, ¡loado sea!». Desde hace varios días, los malagueños acechan tras las murallas el momento de la llegada de las tropas salvadoras. Los adivinos dicen tener sueños contradictorios. Priman los que vaticinan la victoria, pues los que pronostican catástrofes son apedreados por un pueblo que no quiere perder lo único que le queda: la esperanza. Cada día circulan rumores que confunden los deseos con la realidad, y las tropas de socorro no aparecen. Mientras tanto, un hambre atroz seguía torturando a la población. Hacía ya tiempo, que los afortunados que poseían animales domésticos se los habían comido. Después de sacrificar a las bestias de carga, devorando hasta el cuero de los arneses, comenzaron a comer gatos, ratas y toda clase de animales inmundos.
El primer viernes del mes de Xaabân, poco después de la oración del medio día, se oyó un grito en la torre vigía. Un soldado señalaba algo en el horizonte. Todos corrimos llenos de curiosidad y esperanza a los adarves. Siguiendo la orilla izquierda del río, una larga columna de caballos galopaba levantando una inmensa nube de polvo. Los vigías se esforzaban en identificar las insignias de los estandartes. Los colores de las banderas no pertenecían a Castilla ni Aragón, mas tampoco coincidían con el pendón de los Nasríes. En algunas banderas figuraba pintado un animal, parecía un león según algunos, otros afirmaban que se trataba de un oso. Con enorme decepción, observamos que aquellos jinetes confraternizaban con el ejército cristiano. Se trataba de un batallón de suizos que, alentados por la Bula del alfaquí de Roma, se unían a los ejércitos de Isabel y Fernando para ganar la Indulgencia Plenaria.
El pueblo cayó en una profunda melancolía. Los fuertes calores del verano y la descomposición de los cadáveres hacían temer una epidemia de peste, mas el obstinado al-Zegrí no perdía el ánimo y seguía arengando a los soldados y al pueblo prometiendo la victoria final. Los más próximos a él, entre ellos Rashid, sabían que la seguridad y fortaleza de la que hacía alarde, ante la tropa, era solo fachada. Hacía ya días que el caudillo beréber había perdido la esperanza de recibir ayuda y comentó a sus hombres de confianza una idea que le bullía en la cabeza: «Una salida desesperada a morir matando».
Coincidiendo con una fuerte tormenta, que nos alivió del insoportable calor, llegó un hombre herido, procedente de Bastha, que había logrado escapar a la matanza a manos de los sicarios de Ibn Qumasa. Según nos relató, el pérfido emir de Granada ordenó a su visir impedir el paso por sus territorios a las tropas que habían salido de Guadix y Baza con la intención de auxiliar a Málaga. En un desfiladero de las estribaciones del yebel Soleyr, los arrojados voluntarios que marchaban ilusionados en socorro de la ciudad cercada, fueron emboscados y ferozmente pasados a cuchillo por los hombres de Ibn Qumasa.
Con tamaña vileza, el príncipe Abu Abd Allah, el traidor, ¡qué Allah confunda!, frustró el plan de al-Zagal para socorrer a los defensores de Medina Malaqa.
Las noticias que nos trajo el basthí, confirmaban lo que todos nos temíamos. Ya no cabía esperar auxilio alguno, y Medina Malaqa quedaba abandonada a su suerte.