Al salir de Vélez, nos encontramos con el horror de la guerra: campos arrasados, bosques de frutales talados, campesinos degollados. Las alquerías que habían tenido la desdicha de encontrarse en el camino por donde habían pasado las tropas cristianas, mostraban las terribles secuelas de los desmanes de los rumis. Los pocos que habían escapado a la matanza, nos miraban con los ojos vacíos de lágrimas delante de los restos humeantes de sus casas y sus huertos. En los rostros se reflejaba el miedo y su ánimo se había abandonado a la desesperanza; mujeres con niños en los brazos lloraban sin consuelo alrededor de las fogatas. El aire estaba cargado de un intenso olor a madera y tierra quemada. El rastro del ejército del rey Fernando siempre quedaba marcado por enormes humaredas negras cubriendo el cielo.
Buscamos la costa cruzando un extenso pinar del que nos llegaba el aliento del mar. Desembocamos en una playa de arena oscura, moteada de cientos de gaviotas blancas. Al galope, enfilamos la costa de poniente sintiendo en nuestros rostros las gotas de agua salada que salpicaban los cascos de los caballos. A nuestro paso, bandadas de aves marinas levantaban el vuelo emitiendo estridentes graznidos.
Durante un buen trecho, galopamos por la orilla de un mar de lapislàzuli. Al doblar un alto recodo, en el horizonte gris, descubrimos sobre un cerro la fortaleza de Yebel Faruh, circundada por una nube de gaviotas.
Entre el mar y las montañas, contemplamos con admiración los formidables torreones de Málaga que emergían de una ensenada de aguas tranquilas. El sol caía lentamente y una luz ambarina recubría las murallas de una pátina dorada. Ante nosotros aparecía, majestuosa, Medina Malaqa cantada por los poetas, favorecida por la fertilidad y la riqueza, emporio comercial por donde se exportan sus apreciadas mercancías hasta las remotas tierras del Norte y de Oriente. Se dice que sus productos son tan abundantes, que jamás perecerá nadie por necesidad. Los frutos de sus extensos viñedos y fecundas higueras se exportan a Egipto, Siria y Yemen. Su porcelana dorada se paga a precio de oro en Persia y sus sedas y brocados se venden en los mejores mercados de Alepo y Sanaa. En cuanto a sus moradores, tienen fama de ser gente alegre y de buen carácter, generosos y solícitos a la hora de ofrecer limosnas para el rescate de cautivos.
A sabiendas del terrible peligro que la acecha, el magnetismo de esta ciudad me sigue atrayendo profundamente.
Los gomeres que vigilaban todas las puertas de la ciudad, nos acogieron con sonrisas amables. Al pasar junto a ellos, levantaban los brazos saludándonos con alborozo. Aunque no portábamos armas, las cotas de malla y los petos de cuero, con qué íbamos ataviados, les indicaban que éramos soldados y como tales, nos recibían con cálidas sonrisas y gritos de ánimo.
Recorrimos la muralla sur y cruzamos la puerta de los Esparteros. Al otro lado del río, en el arrabal de al-Tayyamín, verdeaban las higueras. En la medina reinaba la tranquilidad y nada hacía presagiar el peligro inminente del ataque cristiano. Los artesanos trabajaban en sus talleres, los zocos bullían de gente y los niños jugaban a la guerra en los angostos callejones del barrio de los Alfareros. De los muros de los patios sobresalían esbeltas palmeras. La brisa que soplaba del mar, se infiltraba por las callejuelas moviendo las túnicas de las mujeres que venían del puerto portando sobre sus cabezas cestos repletos de peces. La belleza de las malagueñas es legendaria, sus ojos poseen un embrujo que encandila; al pasar junto a dos muchachas que llenaban sus cántaros en un pozo, una de ellas alzó tímidamente su mirada y el brillo de sus pupilas llenó de gozo mi corazón.
Entramos a las atarazanas a través de una puerta de mármol y jaspe adornada con el escudo de la dinastía de los al-Ahmar. En el muelle, gentes de diferentes razas se afanaban en la carga y descarga de mercancías. Ingentes montones de fardos de lana y seda de la Axarquía, junto a sacas de frutos secos de la Vega se apilaban en los embarcaderos al pie de naves venecianas, genovesas, normandas y africanas. Marinos de tez blanca y pelo rojizo cargaban higos, uvas y almendras en barcos de poderoso velamen. Alrededor, pululaba un ejército de mendigos, buhoneros, truhanes y ricos comerciantes. El fondeadero estaba repleto de barcas llenas de redes y peces que brillaban como lingotes de plata. El aire olía a sal y brea.
Detrás de la dársena, contrastaban las espléndidas alhóndigas de los genoveses con los lóbregos tugurios donde se oían toda clase de lenguas. Marineros árabes, andalusíes, italianos o normandos se mezclaban con cambistas, traficantes, rufianes, echadoras de la buenaventura, viajeros honorables y prostitutas. Una fauna variopinta y ruidosa que animaba las umbrías calles del puerto. Por las inmediaciones de la Alcazaba patrullaban los hombres del gobernador, Ahmed al-Zegrí. Al descubrir nuestra presencia, bajaron del castillo gran número de soldados que nos rodearon agitando sus manos y dándonos la bienvenida. Nos preguntaban de dónde veníamos y al reparar que íbamos desarmados, nos señalaron una enorme torre albarrana. Al levantar la vista vimos cómo, sobre el cielo anaranjado del ocaso, se recortaba la figura de un guerrero apostado en lo más alto de la atalaya. Desde su nido de águila, al-Zegrí observaba como una rapaz cuanto se movía. Los soldados nos gritaban: ¡Ahmed al-Zegrí os dará armas para que luchéis a nuestro lado! Sobre la pared del torreón donde se encontraba el gobernador, colgaba una cabeza humana clavada en un gancho.
Los soldados nos guiaron hasta las puertas de la Alcazaba, de pronto sentí que alguien agarraba el estribo de mi montura y tiraba de mi pierna, al mirar hacia abajo me encontré con los vivarachos ojos del diminuto Alí. Eché pie a tierra y abracé a mi amigo embargado por una inmensa alegría.
El día siguiente a nuestra llegada, nos deparó una grata noticia. Al abrir las puertas de la medina, entraron mil guerreros zanatas al mando de un general de gran prestigio: Ibrahim al-Zanatí. Se trataba de un contingente de hombres que al-Zagal enviaba en socorro de Málaga. El emir Abu Abd Allah Muhammad al-Zagal había sentado sus reales en Almería y sus dominios abarcaban toda la parte oriental del reino, las Alpujarras y las ciudades de Guadix y Baza.
Al-Zagal, ¡que Allah recompense con creces su generosidad!, a pesar de no andar sobrado de hombres, y estar en guerra, no solo contra los cristianos, sino contra su sobrino, el ahora emir de Granada, nos enviaba a su mejor arraez y hombre de confianza, Ibrahim al-Zanatí.
Salím el Cojo era un muchacho listo y vivaracho que moraba en una cueva del cerro donde se alza el castillo de Gibralfaro. Se ganaba la vida como recadero y alcahuete de los soldados de la guarnición. Para caminar, se servía de un cayado con el que suplía la deficiencia de su pierna izquierda, que le colgaba flácida como un guiñapo por debajo de la raída yalabiyya.
Como de costumbre, apenas abandoné la fortaleza, Salím se acercó a mí y con una sonrisa pícara me preguntó:
—¡Sidi! ¿Necesitas una yariya (muchacha)?
—No, mas tal vez me puedas ayudar a encontrar la casa de mi tío Abd Allah ibn Said, el mercader de seda —dije mostrándole un cuarto de dirham.
—Sidi, tienes ante ti al mejor guía de la ciudad —respondió el muchacho, haciendo desaparecer la moneda.
Con asombrosa agilidad, Salím comenzó a bajar por el empinado sendero del cerro, mientras yo le seguía, no sin cierta dificultad, por la tortuosa pendiente. Bordeando la Corocha, llegamos a la Alcazaba y al pasar junto a la torre albarrana observé que permanecía en el gancho la macabra colgadura.
Salím, señalando el cráneo putrefacto, me advirtió:
—El gobernador ha jurado clavar la cabeza en la torre, de todo aquél que se muestre tibio en la defensa de la ciudad o ceda a la tentación de venderse al enemigo.
—Y ¿de quién es esa cabeza? —pregunté al muchacho.
—Es la del zalmedina Faray ibn Qumasa, a quien al-Zegrí mandó decapitar al descubrir que, en connivencia con su hermano el visir de Granada, andaba en tratos con el rey de los cristianos para entregarle la ciudad.
Continuamos nuestro camino y mi experto guía me introdujo por los vericuetos de la medina, hasta llegar a la Alcaicería. La gente que circulaba en torno a los tenderetes iba elegantemente vestida y se hacía acompañar por sirvientes, que les seguían por el zoco cargados con las compras de sus amos. Pronto me percaté de que nuestra presencia no les agradaba. A nuestro paso bajaban la voz o interrumpían la conversación. Más esquivos aún, se mostraban los comerciantes. Salím se acercó a un mercader que sostenía sobre el brazo una preciosa túnica de seda con bordados de oro y le preguntó si conocía a mi tío. Como respuesta nos lanzó una mirada hosca al tiempo que movía negativamente la cabeza. Al otro lado de la calle, nos detuvimos ante un vendedor de brocados, que mostraba a su cliente un precioso tejido de abigarrados colores, sobre el que pasaba las yemas de sus dedos, invitando al comprador a acariciar la magnífica pieza confeccionada en los telares de Baza. Apenas reparó en nuestra presencia, nos dio la espalda de forma despectiva.
Recorrimos la Alcaicería, soportando el menosprecio, el encogimiento de hombros y los malos modos de los mercaderes como respuesta a nuestras preguntas. Nadie parecía conocer a mi tío, ni mostraba el más mínimo interés por nuestras pesquisas.
—No entiendo por qué esta gente nos trata de forma tan poco amistosa y simulan no conocer a mi tío; cuándo él debe estar entre los hombres más ricos y conocidos de esta ciudad —le comenté a Salím, incrédulo ante lo que nos estaba pasando.
—A los mercaderes sólo les interesa vender sus mercancías y no les gusta perder el tiempo en otras cosas que no sea su negocio —me dijo Salím, al que no parecía sorprender la actitud hostil de los mercaderes.
—Entonces, tal vez es el recelo o la rivalidad entre ellos por lo que se muestran tan poco afables —dije buscando una explicación a todo aquello.
—No creo que ésas sean las verdaderas razones —dijo Salím recorriendo con su mirada mi cota de malla y la daga que portaba sujeta a mi cinturón—. Más bien creo, que el motivo sea tu condición de soldado.
—¿Cómo? ¡No lo entiendo! Si yo estoy aquí, es para defender la ciudad.
Salím me tomó del brazo y me señaló la tienda más grande y lujosa de la Alcaicería.
—Mira, esa tienda pertenece a Alí Dordux, el hombre más rico de Medina Malaqa, heredero de una opulenta familia local que goza de gran prestigio y predicamento entre los comerciantes —bajó la voz y continuó—. Dordux era amigo de Ibn Qumasa, cuya cabeza cuelga en la muralla, y como éste partidario de entregar la ciudad y pedir el amán al rey cristiano, con tal de salvar sus negocios. Todos los mercaderes y hombres ricos suspiran por la paz, mas sus deseos chocan con las intenciones del gobernador, que ha prometido defender la ciudad hasta morir. Estoy seguro de que en la tienda de Dordux conocen a tu tío, pues son del mismo gremio. Voy a ir a preguntar, mas será mejor que no me acompañes, ya que por tu indumentaria militar te consideran un hombre de al-Zegrí y por tanto su enemigo.
Mientras Salím se dirigía a la tienda, me quedé disimulando junto a unos fardos de lana, a una cierta distancia, aunque sin perderle de vista. Mi avispado guía entró en la tienda y comenzó a hablar con uno de los vendedores. Esta vez el tendero no mostraba el desdén de los otros y contestaba cortésmente a las preguntas de Salím.
El muchacho salió de la tienda con una sonrisa triunfal y con su paso renqueante corrió hacia mí.
—Ya he averiguado dónde vive tu tío. Aquí todos le conocen como al-Bahrí (el marino). Su casa se encuentra en el barrio de los Genoveses, junto a la puerta de los Siete Arcos, la reconoceremos porque sobre el dintel tiene esculpido un barco.
El barrio de los Genoveses estaba cercado por una muralla de ladrillos y argamasa que protegía las fabulosas mansiones y los almacenes de miradas indiscretas y ladrones. Algunas de estas casas podían considerarse verdaderos palacios. Salím me fue señalando los nombres de sus propietarios: las de Franco Vivaldi y Paulo Centurión eran solariegas y confortables, mas comparativamente modestas al lado de las mansiones de la poderosa familia de los Spínola, compuesta por los hermanos Ambrosio, Tadeo, Avelino y Carolo. Todo el textil de lujo estaba en sus manos y aunque los italianos no descuidaban el comercio de la seda y las especias de Oriente, también tenían intereses en la importación de manufacturas del norte de Europa.
Una vez que nos introdujimos en el barrio de los Genoveses, no tuvimos dificultad en localizar la morada de mi tío. Al final de la calle principal, dimos con un caserón que tenía grabado sobre el arco de piedra de la puerta, una fusta de dos palos con las velas desplegadas. Como la mayoría de las casas de aquel barrio, era de noble planta con patio interior y otro trasero que albergaba las caballerizas.
Nadie contestó a los golpes de la aldaba. Rodeamos la casa y no encontramos signos de que estuviera habitada. Insistimos una vez más golpeando la puerta; esta vez, tras la celosía de un ventanuco del piso superior, sonó la voz de un anciano:
—¿Qué se os ofrece? Mi amo no está.
—Busco a mi tío Abd Allah ibn Said.
—Ya te he dicho que mi amo no está.
—Abre. Necesito hacerte unas preguntas —ordené en tono conminatorio.
Un instante después, la puerta se abría y el viejo criado nos hacía pasar.
—La paz sea contigo, soldado.
Respondí al saludo del anciano con el acostumbrado:
—Contigo sea la paz —y a continuación le pregunté dónde se encontraba mi tío.
Con cierto recelo, el viejo respondió:
—Mi amo Sidi Abd Allah ibn Said, ¡que Dios guarde!, partió rumbo a África con toda su familia y criados. Tan sólo dejó aquí a su siervo Nasím para que cuide de su casa, por si es voluntad de Allah, ¡loado sea!, que algún día regrese.
El viejo Nasím nos contó que desde la caída de Vélez en manos del cristiano, eran muchos los malagueños que huían de la ciudad, ante la certeza de que Málaga sería la próxima en caer.
—La mayoría huye por mar, pues los caminos se han vuelto inseguros para quienes abandonan la ciudad cargados con sus riquezas. Mas cada día, las aguas arrojan a las playas los cuerpos de muchos desdichados que pretenden alcanzar la costa africana en frágiles naves sobrecargadas, que el fuerte viento de levante hace zozobrar —relató el viejo con voz triste.
Al mostrarle mi preocupación por la suerte que pudo correr mi tío, Nasím me tranquilizó:
—Mi señor es un gran marino y conoce bien este mar embravecido y traicionero. Su nave es sólida y a la vez rápida con una proa firme y afilada, bien dotada para sortear las corrientes del estrecho. Aún así, antes de partir hizo reforzar el casco con planchas de roble y cambió las velas por otras negras, a fin de burlar en la noche los barcos cristianos que vigilan el litoral.
Mi notable parecido físico con mi tío, hizo que pronto desapareciera la desconfianza que, en un principio, había mostrado el criado y, a requerimiento mío, se dispuso a mostrarnos toda la mansión. El interior de la casa presentaba un aspecto desolador, sin embargo los pocos muebles de nogal que quedaban desperdigados por algunas habitaciones, así como los arcones de madera noble con incrustaciones de marfil que reposaban sobre el precioso pavimento de ladrillos vidriados, daban una idea de la opulencia y el lujo del que se había rodeado mi tío.
Recorrí la casa en busca de las huellas de una mujer que no me había podido quitar de la cabeza desde que llegué a Málaga. Husmeé cada rincón con la ilusión de encontrar el sutil olor de su presencia.
En la penumbra de una habitación destinada a los sirvientes, distinguí una figura con la cabeza cubierta por un manto negro que, iluminada por el fuego del hogar, se recortaba sobre la pared de yeso. Se trataba de una mujer que permaneció inmóvil, dándonos la espalda, sin inmutarse por nuestra presencia. Mi corazón comenzó a latir alocadamente. Nasím se acercó a ella y le tocó un hombro. La figura giró la cabeza y mostró el rostro ajado de una anciana de mirada mortecina.
—Es Warda, mi esposa. La pobre es sorda —dijo Nasím. La mujer inclinó la cabeza en una leve reverencia y continuó removiendo las brasas.
Cuando pregunté al viejo por una sirvienta negra llamada Yawhara, me explicó que aquella joven negra que el amo trajo de Granada, se había convertido en la cuarta esposa del señor. Y dando a sus palabras un tono admirativo exclamó:
—¡A pesar del tiempo transcurrido, esa mujer conserva los atributos de su poderoso hechizo juvenil! Desde el primer día, nuestro amo se encaprichó de aquella muchacha y sigue prendado de ella.