La cruzada

Con la muerte del sultán, se daba por finalizada nuestra misión en Mondújar. Alborozados ya nos disponíamos a regresar a Granada, cuando recibimos la orden de dirigirnos a Vélez. El nuevo emir, Abu Abd Allah Muhammad al-Zagal, aunque tenía el apoyo del Qadí al-Yama'a y del partido Legitimista, no conseguía afianzarse en el poder y su situación era un tanto inestable. Su sobrino, el príncipe Abu Abd Allah contaba con partidarios muy poderosos. El influyente clan de los Abencerrajes, al que pertenecían muchos alfaquíes, mantenía en pie de guerra al barrio del Albaycín en contra de al-Zagal, al que tachaban de usurpador y no reconocían como legítimo heredero al trono.

En estas circunstancias, los Venegas preferían mantener a su familia alejada de la turbulenta capital del reino. Y nosotros debíamos velar por su seguridad en Vélez.

Los correos que llegaban de Granada nos mantenían al corriente de lo que ocurría en la Corte. La situación política se fue agravando hasta el punto de llegar al conflicto bélico entre tío y sobrino. El ejército permanecía fiel a al-Zagal, mas el príncipe Abu Abd Allah, con la ayuda de tropas castellanas, se apoderó de toda la comarca Este del emirato.

Mi señor Abu-l-Qasim Venegas, al que al-Zagal había nombrado visir, inició negociaciones con su rival Ibn Qumasa para evitar una contienda civil. Después de convencer a ambos bandos de lo inútil y dañino para el reino de una guerra entre hermanos, se llegó a un acuerdo por el cual el príncipe Abu Abd Allah reconocía a su tío cómo emir de Granada, a cambio de que éste le cediera el dominio de la zona oriental y la ciudad de Loja. Enterado el rey cristiano del pacto entre tío y sobrino, montó en cólera y dio por roto el acuerdo con el príncipe.

Los reyes cristianos llamaron a la guerra santa y, desde todos los puntos de la Cristiandad, acudieron voluntarios a luchar contra los musulmanes. Los cruzados de Santiago, Calatrava y Alcántara fueron los primeros, después llegaron cientos de fanáticos religiosos y aventureros de todo el orbe. Castilla aportó el mayor contingente de hombres, mas también había de Aragón, Valencia, Cataluña, Vascongadas, Galicia y Asturias. A la llamada del gran alfaquí de Roma, acudieron caballeros francos, arqueros ingleses y lanceros teutones.

Congregados todos en la ciudad de Córdoba, el rey Fernando se puso al mando de la formidable hueste, y se dirigió a la ciudad que tantas veces quiso conquistar y siempre había fracasado: Loja. El monarca cristiano guardaba un profundo resentimiento contra esta noble villa, que le había hecho sentir el amargo sabor de la derrota. Esta vez, su determinación para conquistarla era firme. Para ello, además de reclutar un numeroso ejército de hombres que habían venido a ganar las indulgencias de la Cruzada, añadió un gran número de máquinas de guerra, principalmente lombardas y ribadoquines, cuyos efectos devastadores sobre las defensas enemigas, así cómo el terror que infundían en la población, le habían dado la victoria en la conquista de ciudades que se tenían por inexpugnables como Setenil, Coín o Ronda. El príncipe Abu Abd Allah acudió a socorrer Medina Lauxa y junto a su alcaide Hizam, hijo del valeroso Alí al-Attar, se aprestaron a defender la ciudad, aunque los 1.500 caballos y los 5.000 infantes de que disponían, poco podían hacer contra un ejército de 40.000 hombres.

Fernando rodeó la ciudad y las temibles lombardas comenzaron a lanzar hierro y fuego. El estruendo de los cañones y las bolas incendiarias aterrorizaron a los habitantes de Loja. Los lamentos de las mujeres y los llantos de los niños minaban el ánimo de los defensores que con arrojo y coraje luchaban por su ciudad de forma heroica. Destruida parte de la muralla, los cruzados iniciaron el asalto y durante horas se luchó cuerpo a cuerpo por las calles, hasta que el poderoso ejército cristiano arrolló a los lojeños y éstos se refugiaron en el Alcázar. Sitiados y con un gran número de hombres heridos, entre ellos el príncipe, decidieron enarbolar la bandera de parlamento.

A cambio de que se respetara la vida y enseres de sus habitantes, Medina Lauxa se rindió. El implacable rey Fernando les perdonó la vida, mas ordenó abandonar de inmediato la ciudad a todos sus vecinos. Sin tiempo apenas de tomar algunas pertenencias, fueron obligados a salir de sus casas entre el amargo llanto de los ancianos, mujeres y niños por la pérdida de sus hogares.

El alcaide Hizan ibn al-Attar y el príncipe Abu Abd Allah fueron hechos prisioneros. El astuto rey de los cristianos prometió al príncipe la libertad y ayuda militar para recuperar el trono, si declaraba la guerra a su tío al-Zagal. Abu Abd Allah aceptó, una vez más, las humillantes condiciones del cristiano.

Desde Loja, el rey Fernando entró en la Vega donde efectuó una rigurosa tala de árboles y utilizando el terror como arma disuasiva, ahorcaron campesinos, quemaron almunias y hacían esclavos a las mujeres y los niños. Las villas de Íllora, Moclín y Montefrío se rindieron presas del pánico.

Al llegar el tiempo de lluvias, los cristianos se retiraron a sus cuarteles de invierno. Aquel año hubo recios temporales de aguas, muchos ríos y torrentes se desbordaron, y los caminos se hicieron intransitables.

En Granada seguían las discordias. Los partidarios del príncipe, siguiendo instrucciones de éste, fiel a su pacto con el rey cristiano, no cesaban de urdir conspiraciones contra al-Zagal, fomentando viejos rencores entre los dos bandos en una guerra sin cuartel. En tierras cristianas, atraídos por la leyenda de los fabulosos tesoros que se decía poseía al-Andalus, miles de mercenarios llegaron a Córdoba para alistarse en la Cruzada. Y al comienzo de la primavera, el ejército más poderoso que hasta entonces se había reclutado en la guerra de Granada, bajo el mando del rey Fernando, se puso en marcha hacia Vélez.

La noticia nos llenó de pavor a cuántos morábamos en dicha ciudad. Abu-l-Qasim Venegas y su hermano Ridwan, con trescientos jinetes y cuatro mil peones, llegaron desde Granada para defenderla.

Desde el castillo de Qumares, nos alertaron de que al menos veinte mil caballos y cincuenta mil infantes avanzaban por los extensos prados de la Fuente de la Lana, como una plaga de langostas, arrasando huertos, olivares, viñedos y cultivos de grano. Apenas amanecía, apostados en las almenas de Vélez, buscábamos en la lontananza la presencia del enemigo. El ardoroso trino de los pájaros en pleno celo, ajenos al drama que se avecinaba, daba normalidad a aquellos luminosos días de primavera. De pronto una mañana, el canto de los pájaros cesó. Dos águilas sobrevolaron las torres del castillo, buscando una presa. Al hacerse el silencio, se oyó un zumbido, semejante al de un enjambre de abejas. Al dirigir nuestras miradas hacia donde procedía tal sonido, avistamos una marea humana en la lejanía.

Al día siguiente, los teníamos a la vista. Un inmenso ejército de hombres a pie y a caballo se extendía en un horizonte infinito. Atardecía, cuando llegó un correo de Granada informando de un plan de al-Zagal para atacar a los cristianos por la retaguardia. Confiados en su ventaja numérica, los rumis atacaron en completo desorden los arrabales, como paso previo para conquistar la ciudad. Mas los bravos defensores del lugar, en su mayoría campesinos, construyeron albarradas y fosos resistiendo intrépidamente la acometida. En el asalto fueron infinidad de cristianos, entre ellos algunos nobles, los que perdieron la vida. La lucha fue sangrienta y cruel; los nuestros resistieron más de medio día, y antes de replegarse hasta Vélez, dejaron muchos compañeros muertos en el camino.

A pesar de la descomunal superioridad de fuerzas, al enemigo le costó demasiada sangre vencer aquel primer obstáculo. El rey cristiano ordenó atrincherar la tropa, expulsó del campamento a las prostitutas e impuso orden y disciplina a sus hombres. Con el ejército a las puertas de Vélez, El rey Fernando exigió la rendición, amenazando con entrar a degüello si la ciudad se empeñaba en resistir. Abu-l-Qasim Venegas, confiando en la ayuda de al-Zagal, rechazó la capitulación.

Dentro de la ciudad asediada había una calma tensa. Eran muchos a los que la crueldad del rey cristiano infundía un pavor paralizante. Desde las almenas, los centinelas vigilaban atentamente todos los movimientos del enemigo. Una tarde, cuando el sol comenzaba a ocultarse, algo les llamó la atención en las cimas de la sierra de Bentomiz. Con el crepúsculo, las cumbres de la sierra, a espaldas del ejército cristiano, se cubrieron de sombras que se movían con sigilo. Los vigías aguzaron la vista y con los últimos resplandores del ocaso, reconocieron las banderas del emir de Granada. En Vélez, un grito de júbilo salió de miles de gargantas: ¡al-Zagal! ¡al-Zagal! ¡Allahu aqbar!

Era noche cerrada, cuando las tinieblas se disiparon con el resplandor de un incendio feroz. La sierra ardía por los cuatro costados y el galope de los caballos y un enorme griterío acompañado del sonido metálico de las armas denunciaba el fragor de una lucha encarnizada. A medida que transcurría la noche, se hacía más difuso el ruido del combate.

La luz del alba alumbró el desastre. Sobre los cerros, los fuegos mortecinos dibujaban las siluetas de las cruces y estandartes de los cruzados. El ejército de al-Zagal había desaparecido y partidas de soldados cristianos recorrían las laderas de la sierra en busca de despojos.

El día transcurrió con la población abrumada por el peso amargo de la desesperanza. En las mezquitas orábamos y nos reconfortábamos los unos a los otros. Los imanes pedían fortaleza; las mujeres, con los ojos llenos de lágrimas, imploraban piedad y misericordia.

Nada se sabía sobre la suerte que había corrido al-Zagal, algunos aventuraban que podía estar muerto, ya que el príncipe Valiente prefería morir antes que caer en manos de los cristianos. Al día siguiente, nos despertó el rugido de la soldadesca cristiana y pronto supimos el motivo de su júbilo. Levantando una enorme polvareda, se acercaban las máquinas de guerra seguidas de más de mil carros con municiones.

Abu-l-Qasim Venegas perdió todo atisbo de esperanza; reunido con el zalmedina, los cadíes y alfaquíes resolvieron evitar un baño de sangre. Entregarían la ciudad, ajustando las condiciones más favorables para la población en escritura pública.

Enterado Abu-l-Qasim Venegas de que en el séquito del rey cristiano se encontraba el Conde de Cifuentes, pidió parlamentar con éste.

El Conde, que no había olvidado el trato humano y cortés recibido por parte de los Venegas durante su cautiverio, se mostró dispuesto a entrevistarse con el visir, al que prometió interceder ante el rey para conseguir los mayores beneficios posibles.

En el transcurso de las negociaciones, el Conde de Cifuentes reveló que Boabdíl, así llamaban los cristianos al príncipe Abu Abd Allah, alertó al rey Fernando de la marcha de al-Zagal en socorro de Vélez. Las tropas del rey, emboscadas en la sierra, esperaron hasta la noche para atacar por sorpresa a los hombres de al-Zagal en los montes de Bentomiz.

Abu-l-Qasim Venegas se interesó por la suerte que había corrido al-Zagal y el Conde le aseguró que estaba vivo, aunque ignoraba su paradero, ya que le vieron huir con parte de su tropa hacia Granada, mas no pudo entrar en la ciudad porque en su ausencia, su sobrino Boabdíl se había proclamado emir.

La capitulación se firmó en las siguientes condiciones: «Los vecinos de Vélez dispondrían de seis días para abandonar la villa, entregando las armas y municiones, si bien podían llevar consigo sus bienes muebles. Los que decidiesen partir a África, se les proporcionaría pasaje. Aquellos que quisieren quedar en tierra de cristianos, como vasallos de Castilla, serían protegidos respetando sus creencias. A los que acomodase dirigirse a tierras de Granada, podían hacerlo sin armas ni víveres».

La familia Venegas decidió partir a las Alpujarras, pues estando Granada en poder del príncipe Abu Abd Allah y de sus enemigos mortales los Abencerrajes, la capital del reino era para ellos una ciudad prohibida.

Antes de abandonar Vélez, Abu-l-Qasim y Ridwan Venegas licenciaron a su hueste, ya que no se les permitía llevar escolta, tan sólo les acompañarían algunos viejos eunucos, las sirvientas y el médico judío. A punto de partir, el anciano Samuel ibn Yehudah vino hasta mí y nos fundimos en un abrazo intenso. No hubo palabras en nuestra despedida, solamente una mirada impregnada de tristeza y la intuición cierta de que no volveríamos a vernos.

Sin armas ni amo a quién servir, sentíamos una cierta sensación de orfandad. Reunidos en la explanada del castillo, todos suspirábamos por volver a nuestros hogares, mas el regreso, por el momento, se había tornado imposible. Con Loja y Alhama en manos de los infieles, los caminos estaban infestados de patrullas de cristianos que se comportaban como forajidos, y aunque lográsemos burlarlos y llegar a Granada, apenas pisáramos sus calles seríamos arrestados, arrojados a las mazmorras o asesinados. Entre nosotros reinaba el desconcierto y la indecisión. Cada uno tenía una opinión diferente de a dónde ir y qué hacer. En medio de la algarabía, Rashid alzó la voz pidiendo orden. Con el rostro firme y la voz serena, se dirigió a nosotros:

—¡Escuchad! Solamente tenemos dos opciones, convertirnos en vasallos del verdugo de nuestro pueblo o, lo que es lo mismo, en hombres sin honor. O luchar como valientes al lado de nuestros hermanos. Yo vine desde el Magreb a combatir al infiel. Y no me iré mientras haya un trozo de tierra del Islam que defender. La ambición del rey cristiano no tiene límites, y después de Vélez, ha puesto sus ojos sobre Medina Malaqa —con gesto enérgico, montó en su caballo, extendió el brazo señalando el camino de Málaga y gritó—: ¡Es allí donde nos necesitan! Aquellos que no quieran vivir bajo el yugo de la ignominia, que me sigan.

Tan sólo un pequeño grupo de veinte hombres decidimos seguir al rifeño. La mayoría daba por perdida la ciudad y consideraban que dirigirse a Málaga era ir al matadero.